El problema de la cultura en las ciencias sociales
The Problem of Culture in the Social Sciences

 

Vivian Leticia Romeu Aldaya
      https://orcid.org/0000-0002-7020-0644  
Universidad Iberoamericana
  
vromeu.romeu@gmail.com  

 

Resumen: Este texto presenta una reflexión sobre el concepto de cultura entendida como proceso y estructura. Se parte, para ello, de cuestionar a la cultura como entidad, definición que se sostiene desde la supuesta idea de su “autonomía”. El acercamiento que aquí se detona encuentra en la biología evolutiva, la ciencia cognitiva y la fenomenología campos fructíferos para plantear a la cultura como estructura lógico-emocional a partir de la cual es posible comprenderla, aunque sin negarlo, más allá de estos derroteros vinculados a su concepción como sistema de poder. La concepción de la cultura que resulta luego de esta reflexión supone la articulación procesual entre lo histórico-social, lo biológico y lo cultural.

Palabras clave: cultura, biología, emoción, sociedad, historia

Abstract: This text presents a reflection on the concept of culture understood as process and structure. It starts with questioning the culture as an entity, a definition that is supported by the supposed idea of ​​its "autonomy". The approach that emerges here is found in evolutionary biology, cognitive science and phenomenology fruitful fields to pose culture as logical-emotional structure from which it is possible to understand, although without denying it, beyond these paths linked to its conception as a system of power. The conception of the culture that results after this reflection supposes the procedural articulation between the historical-social, the biological and the cultural.

Key Words: culture, biology, emotion, society, history

 

Traducción:
Vivian Romeu, Universidad Iberoamericana

Cómo citar:
Romeu, V. (2019). El problema de la cultura en las ciencias sociales. Culturales
, 7, e352. doi: https://doi.org/10.22234/recu.20190701.e352

Recibido: 07 de noviembre de 2017        /        Aceptado: 18 de mayo de 2018        /        Publicado: 28 de enero de 2019

 

 

 


Introducción

Mayormente, la cultura se ha erigido en la explicación fundamental de lo humano, a veces, incluso de forma única. El presupuesto de partida en ello no es del todo descartable; sobre todo si se tiene en cuenta que todo el proceso de socialización que llevan a cabo los seres humanos desde el nacimiento hasta la muerte ocurre al interior de la cultura, o bien, mediado por ésta.

En ese sentido, se reconoce de antemano el papel de la cultura en la formación de la subjetividad como sujetos sociales, en la configuración del sentido de pertenencia colectivo, en la construcción del universo simbólico desde donde se significa la vida, las relaciones interpersonales y sociales, la realidad del mundo allende al ser y hasta el self y, también, se reconoce el papel de la cultura en la concepción y despliegue de las motivaciones, intereses y valores como sujetos individuales y sociales. En lo fundamental, se considera que esa es la razón por la que la cultura no sólo resulta un mosaico de información en y para el presente, sino más bien el escenario de una memoria, una historia colectiva del pasado (Lotman, 1996) que condiciona –cuando no orienta y dirige- lo que se es y lo que se desea ser en el futuro.

Así entendida, la cultura se concibe desde un sentido de temporalidad total que impregna, así de total también, la vida personal y en sociedad. En la cultura se nace, desde la cultura se habla, en la cultura  el ser humano se desarrolla y se forma como ser social y también como persona, como individuo; y en la cultura se fincan buena parte de las opiniones y expresiones, las prácticas cotidianas o extraordinarias, en tanto tienen que ver con acontecimientos, expectativas, referencias, artefactos, ideas, ideologías, costumbres, tradiciones, valores, etc.

Pero la cultura, aunque así parezca, no explica todo en el ser humano (lo que no quita que explique una buena parte de sus comportamientos). Y no lo hace porque el ser humano es más que un ser cultural (Morin, 1982), aunque la cultura sea al parecer y sin discusión hasta el momento el rasgo más distintivo de la especie humana. Pero ¿qué quiere decir que el ser humano sea más que un ser cultural? ¿A qué concretamente se refiere esta aseveración? ¿Cómo se imbrica el hecho de la concepción como especie eminentemente cultural y el hecho de que el ser humano sea algo más que un ser de cultura? ¿Qué se entiende por cultura? ¿Qué implicaciones tendría esta definición para las ciencias sociales y humanas?

En este texto se pretende elaborar una reflexión que conteste, o al menos lo intente de la manera más convincentemente posible estas preguntas. La base para ello son las aportaciones más recientes en el campo de la neurobiología, la nueva ciencia cognitiva y los postulados de la biología evolutiva, conformando así una concepción del ser humano que, sin negar su condición de ser cultural, posibilitará incorporar, e incluso integrar, una mirada diferente que plantee, a su vez, la necesidad de articular conocimientos distintos entre sí para armonizar el trabajo científico en torno a su complejidad, en nuestra opinión, actualmente dicha complejidad es bastante sesgada por el privilegio dado a la cultura y lo social como esferas autónomas de la existencia humana en su explicación y comprensión, tal cual hoy es definida desde la posición dominante de la antropología simbólica y la sociología de la cultura.

Este texto, por tanto, tiene el objetivo de reflexionar sobre lo anterior en aras de cuestionar el fundamento “autónomo” actual de la cultura y elaborar, a partir de ello, una reflexión que permita construir una plataforma interdisciplinar para su estudio, e incluso, para su reconceptualización. Se organiza esta reflexión en dos ejes de análisis. El primero de ellos buscará sentar las bases para la comprensión de la preponderancia de lo cultural en las ciencias sociales, ofreciendo una revisión breve del panorama de enfoques y autores que han marcado un hito al respecto, así como el entendimiento conceptual que ha tenido la cultura a raíz de ello. El objetivo que se persigue aquí es reconocer que la tradición culturalista ha sido dominante en la explicación de lo humano (comportamiento psicológico, cognitivo, político, comunicativo, artístico, cívico, científico, organizativo, societal, etc., e incluso afectivo) bajo un criterio que, parece, desestima a la cultura como rasgo primordial de la especie humana; lo que para este estudio es un problema central que debe solventarse.

En el segundo eje, basado en lo anterior, se ofrece una alternativa a esta mirada sobre la cultura desde las ciencias sociales y humanas, justamente poniendo en el centro de la reflexión a la cultura desde la perspectiva biológico-evolutiva, pero sin demeritar el papel de lo histórico-social en ello. El propósito es ir abonando epistemológica y conceptualmente a la tesis que se desarrolla en las conclusiones de este artículo, donde se delinea la posibilidad de construir un programa de trabajo que favorezca la integración de saberes en torno al comportamiento social del ser humano desde la consideración de su propia complejidad bio-psicosocial y cultural, que es desde donde emerge la racionalidad humana como un tejido de sensaciones, emociones, pensamientos y acción gestados desde la experiencia subjetiva e intersubjetiva del ser humano. Ello implicará construir una definición de cultura vinculada a la naturaleza histórico-biológico-social sobre la que, se cree, debe fundamentarse, para dar paso a su comprensión y estudio desde un nuevo paradigma.

La cultura como lo dado

Desde el surgimiento del psicoanálisis freudiano, la cultura se erigió en la fuente de buena parte de los males sociales. El malestar en la cultura, tal y como lo llamó el médico austríaco, sugiere a la cultura como un mundo externo que reprime, coartando u obstaculizando la natural búsqueda de la felicidad por parte de los seres humanos, donde se sustituye la experiencia placentera instintiva por la satisfacción moral anclada en las normativas sociales de donde se desgaja el amor, la solidaridad y la admiración de los otros como aspectos cívicos necesarios para garantizar nuestra seguridad y bienestar como colectivo socialmente organizado, en aras de la coartación voluntaria de la libertad y el placer subjetivos (Freud, 1984).

La cultura así entendida, deviene una instancia simbólica que impone su propio orden lógico a los individuos, asumiéndola también, al mismo tiempo, como algo separado de éstos. Lacan (1989) reproduce la misma premisa al intentar comprender la estructura psíquica de la subjetividad humana, donde la cultura a través del lenguaje juega el papel de lo que llama El Gran Simbólico en tanto define y limita, nombrándola, la experiencia subjetiva en su constante búsqueda de la reunión del yo escindido por ella, justo igual que lo hizo Freud.

En ambos casos, como se podrá notar, la cultura no sólo es el ogro de la historia, sino también el punto de partida y final de la comprensión de lo humano, pues al presuponer que no hay nada fuera de ella, o más bien que lo queda fuera de ella no es inteligible, posibilita la emergencia de la cultura misma como un marco explicativo ad hoc de lo subjetivo y lo social, justamente en tanto externo al individuo desde donde lo social cobra sentido.

Al amparo de esta concepción, y específicamente de la mano de Lacan (1989), cultura y lenguaje se articularon en un solo binomio, entendiendo al lenguaje como forma de acceso a la cultura y a ésta como contenido del lenguaje. Aquí hay que precisar que lenguaje y cultura se amalgamaron, también, en torno a la historia como reservorio memorístico del pasado, con lo que se ejerce entre estos tres aspectos una circularidad interna de la que ya fue difícil salir: la historia social proporcionaba el contenido de la cultura, el lenguaje su forma y la cultura misma, a su vez, los contenía a ambos a la manera de un sistema simbólico de poder. En ese sentido, esta visión interrelacionada fraguaba así algo más que una intersección entre estas tres dimensiones –que se considera es la manera correcta de entenderlo-; sino que, más bien, dicha interrelación concretaba una concepción omnipresente de la cultura desde una concepción muchas veces homogénea, a todas luces incorrecta, o cuando menos inexacta, pues no existe una sola cultura, sino muchas y disímiles, tantas como identidades sociales hay.

La sociología y la antropología fueron unas de las primeras víctimas de esta visión parcial de la cultura, configurándola como una serie de mecanismos sujetantes, plausibles de ser los causantes por excelencia de todo comportamiento humano. A ello contribuyó, también, la lingüística saussureana, todo el pensamiento estructuralista, la vertiente lógica de la filosofía y, de manera muy concreta, la psicología, la retórica y el estudio de las artes, la ciencia política y, finalmente, la comunicación, deudora legítima de todos ellos. Esto, sin contar con los estudios de género, el marxismo, los Cultural Studies, el pensamiento postmoderno e incluso el patente divorcio entre las llamadas ciencias “duras” y las ciencias sociales en general.

Desde las epistemologías fundantes es, quizá, la fenomenología de la percepción de la mano de Merleau-Ponty (1985) y la semiología en gran parte a partir del mal entendido pensamiento peirciano y el estridente triunfo del estructuralismo lingüístico, las que detonaron la cristalización de esta verdad a medias. Pero el predominio de la cultura se hizo mucho más visible a partir del giro culturalista propuesto por Jamenson (2002) y su impacto en el estudio del capitalismo y la producción cultural al amparo de otro concepto, casi vinculante con el de cultura en la era contemporánea: la sociedad de consumo, donde la cultura fue entendida y vivenciada ya no como programa civilizatorio, sino más bien como lo contrario.

Con el advenimiento de la postmodernidad, la cultura acumuló injustamente, aunque no sin razón del todo, las culpas del fracaso del modelo emancipador moderno (Romeu, 2017) con lo que fragmenta la unicidad memorística del devenir de la evolución humana, aunque sin resquebrajarla del todo. Sin embargo, desde la herencia de este pensamiento dualista, la cultura siguió siendo concebida como algo impuesto, si bien, fraguado al calor de la lucha histórica por la legitimación de los significados sociales entre individuos y grupos sociales diferentes, confrontados desde la desigualdad misma que imponía o condicionaba su posición en la estructura social.

La comprensión de esto hizo de la sociología de la cultura un paradigma sumamente atractivo para el análisis de la cultura, sobre todo de la mano de Pierre Bourdieu (1990; 1997), ese gran sociólogo que logró sintetizar un concepto de acción social a partir del conjunto más o menos homogéneo de las acciones individuales al amparo de su posición de clase, destacando, con el nombre de “agentes”, su valor como sujetos capaces de intervenir y transformar con sus prácticas la realidad histórica.

No obstante ello, este paradigma socioculturalista, centrado alrededor de un ordenamiento político hizo posible trazar el eje que separa a los que imponen un modo de entender el mundo por la vía de la cultura a través de los mecanismos de inculcación ideológica habilitados para ello: el arte, la religión, la educación, etc. y aquellos que se someten a ella y que, en contraposición perfecta, no cuentan con los recursos para desplegar la imposición de mecanismos alternativos sustentables en el tiempo, a lo sumo quizá, en forma de contrapoder. Y es que la cultura así entendida se ha conceptualizado como un sistema simbólico de poder, lo cual no es esencialmente errado, pero sí insuficiente y tremendamente sesgado.

De la mano de Weber (2002) y el Durkheim de Las formas elementales de la vida religiosa (1982) la cultura, no obstante, fue descubierta desde principios de siglo como algo no enteramente autónomo de los individuos y grupos sociales que la configuran. El sistema de poder cultural, mal caracterizado (desde la perspectiva que aquí se propone) por Bourdieu como arbitrario, cerró el paso paradójicamente a lo que Williams (2009) llamó, al amparo de los estudios culturales de Birmingham, la “estructura de sentimiento”, anclada de alguna manera en los planteamientos durkheimianos y weberianos sobre el papel del sentimiento, la subjetividad y los lazos de solidaridad en la configuración de lo social. Parsons (1968), a su vez, intentó la teorización de un modelo de análisis de la acción social centrado en los valores de la cultura que fraguaba la interrelación entre diferentes niveles a partir de ellos; sin embargo, no lo desarrolló.

Con la fuerza de la teoría marxista, las ciencias sociales hicieron de la cultura, como mundo de los significados, una estructura otra, aunque dependiente de la base social, configurada a través de lo económico en términos de posiciones de clase. Esto terminó por asentar la idea de la cultura como esfera autónoma de lo humano, y así se ha mantenido prácticamente hasta el momento actual. Los estudios en torno a la microsociología insertos en el análisis de las situaciones en la vida cotidiana, a pesar de la fuente invaluable de información en torno a la manera en que los valores, las creencias y los significados de los individuos y grupos sociales se vinculan con lo social y lo cultural, ha desestimado su estudio por las mismas razones antes dichas[1].

En cuanto a la sociología de las emociones, campo tremendamente fértil para hacer de la cultura un escenario atravesado por ellas, tampoco se le asume como tal. Los trabajos que se registran desde este enfoque entienden las emociones atadas a lo cultural en tanto construidas por la cultura desde la interacción social. Son quizá Collins (2009) y Hochschild (2000) los autores que más se despegan de esta concepción; sin embargo, su trabajo no va al fondo de la cuestión, sino que la bordea, y asume el impacto de las emociones en lo social sin tocar lo cultural propiamente dicho.

Por otra parte, aunque desde la sociología cultural de Alexander (1997; 2000) se busca invertir el análisis de lo social desde la perspectiva de la cultura, este autor ha cuestionado los abordajes anteriores (a excepción de la sociología de las emociones) enfatizando el carácter estático de la concepción de la cultura, que asume a través de lo que él llama en franco distanciamiento respecto de su propia propuesta, la sociología de la cultura. Para Alexander, un programa de sociología cultural “fuerte” a diferencia de uno de sociología de la cultura a lo Bourdieu[2] debe ser capaz de comprender cómo las creencias, los valores, los significados, las tradiciones y costumbres culturales afectan la configuración de la sociedad.[3] Desde una plataforma hermenéutica, el autor señala el papel de la sociología en estos derroteros y esto resulta fundamental para el objetivo que aquí se persigue. Es un primer paso para comprender, tal cual lo hizo de forma parecida la Escuela de Chicago desde antes, que en las interacciones sociales tiene lugar un intercambio simbólico (o sea, de raíz cultural) que condiciona, cuando no determina, la interacción misma.

La diferencia de la sociología cultural de Alexander con la Escuela de Chicago y el interaccionismo simbólico (Blumer, 1982) como enfoque epistemológico y metodológico en el análisis de lo social es que estos parten de entender la construcción de los significados a partir de la interacción social y Alexander (2000) justamente reclama el movimiento inverso, es decir, que la interacción social tiene lugar a partir de un horizonte emocional (así lo llama) vinculado a ciertos valores que hacen de lo social una configuración de fuerzas particular, centrada en ciertos significados.

No obstante ello, desde la perspectiva que se asume en este artículo, esto sigue resultando insuficiente, y lo es porque nuevamente se asume a la cultura desde la concepción de campo bourdiano, es decir, como una esfera autónoma cuya estructura se explica por sí misma y con independencia relativa de los individuos y grupos sociales que la configuran históricamente. Y aunque esta esfera autónoma existe separada ciertamente de lo subjetivo e incluso de lo social, se considera que es esencialmente incorrecto concebirla de esa manera, pues invisibiliza sus fundamentos originarios, dando al traste con su comprensión como fenómeno complejo, cuyo sustrato es biológico y neurobiológico, tal y como aquí se propone. Para lidiar con esta dificultad parece necesario trazar un camino arqueológico hacia sus inicios, lo que permitirá develar el dinamismo de la cultura desde una perspectiva distinta a las que se ha hecho referencia.

En el entendido de que los fenómenos sociales suponen la interacción entre individuos y grupos sociales, es necesario prestar atención al hecho de que estos individuos no “llegan” a la relación social desprovistos de información. Esta ha sido y va siendo configurada permanentemente, tanto desde la experiencia subjetiva como desde la intersubjetiva, actualizando sus contenidos y formas al interior de los procesos de producción de sentido que inevitablemente tienen lugar en los seres humanos tanto a nivel personal como social, y a partir de los cuales logran explicarse sus comportamientos e incluso conductas. Estos procesos de producción de sentido no son completamente ajenos a la cultura, pues buena parte de ellos se soportan en la cultura para configurar un orden de racionalidad que entrelaza estructuralmente lo lógico con lo emocional formando una instancia simbólica compleja que no solamente opera en términos coercitivos, tal cual desde las ciencias sociales se le ha tratado mayormente.

En el siguiente apartado, el enfoque se pone en reflexionar sobre la fenomenología de la producción de sentido, tanto en el ámbito social como individual, con vistas a ir sentando las bases para comprender cómo ello, en situaciones de interacción social y siempre circunscritas a condiciones sociohistóricas concretas, posibilita ofrecer una concepción de cultura diferente desde donde ésta puede ser pensada tanto en su modalidad autónoma desde el Gran Simbólico lacaniano, como desde una concepción más vinculante a la relación histórica, social y emocional contingente de la que emerge.

 

La cultura como lo dándose

Antes de entrar de lleno en este tema, resulta necesario señalar un antecedente importante del mismo. Se trata de la obra de Edgar Morin (1982) y su correcta insistencia en la concepción del ser humano como un un ser bio-psico-social.

Morin (1982) advierte de la unidad y diversidad en el ser humano y, específicamente, se refiere a la manera incorrecta que, desde las ciencias sociales y humanas, se ha entendido dicha unidad alrededor de un ideal más que de la realidad misma y, en ese sentido, al margen de toda consideración biológica. Para salvar estos escollos parte de una concepción bioantropológica del ser humano como núcleo de su unidad y, desde ahí, lo postula como una unidad compleja, organizada y constituida por continuas interacciones e interdependencias entre múltiples factores: los biológicos, los afectivos, los sociales y los culturales. Con ello Morin propone a la antropología un objeto de estudio nuevo: los universales bioantropológicos como estructuras de organización y transformación que articula en su interior la relación entre los sistemas genéticos, cerebrales y socioculturales (Morin, 1974), dando paso con ello a su famoso paradigma de la complejidad anclado en la transdisciplina.

Para el autor, este sistema homo fraguado en la articulación entre especie-individuo-sociedad permite estudiar tanto las constantes como las variaciones de las culturas, los seres humanos y las sociedades. Son, así entendidas, dos dimensiones de análisis: la biológica y la sociocultural, que se enlazan a través del individuo humano, complementándose, lo que es nombrado por el autor como unitas multiplex (Morin, 1982).

En concordancia con el planteamiento de Morin (1982), la neurobiología y la biología evolutiva han aportado reflexiones y experimentos valiosos que recientemente han permitido encontrar un mayor sentido a esta unidad compleja que es el ser humano. Por ejemplo, desde la biología evolutiva se admite la premisa darwiniana de que los organismos todos no sólo el ser humano están organizados funcionalmente en tanto adaptados a ciertos estilos de vida (Ayala, 2017), lo que configura un vínculo sumamente estrecho entre fisiología y adaptación, aunque se reconoce que las variaciones adaptativas, tal cual las concebía el biólogo inglés, aparecen ocasionalmente y sólo de forma probable, lo que incrementa siempre las posibilidades reproductivas de sus portadores y su descendencia vía la herencia. De ello se desprende un planteamiento, también aceptado contemporáneamente en la biología, a saber: que la adaptación promueve aquellas combinaciones adaptativas que tienen sentido, en tanto útiles para el organismo en un ambiente dado (Ayala, 2017).

Sin embargo, lo anterior no supone hacer de la adaptación un mecanismo infalible para la sobrevivencia, pues un cambio inesperado de/en el ambiente, no obstante, puede acabar con los portadores de estas adaptaciones, sobre todo si estos no alcanzan a reproducirse de manera eficiente para mantener la especie en términos de sobrevivencia. Se trata, como bien señalan Ayala (2017) y Gould (2010) de un proceso azaroso, natural e incontrolable, aunque dentro de él la selección actúa en función de las adaptaciones mejor logradas para la supervivencia de los organismos según el criterio de utilidad antes dicho. Esto, no obstante, no cancela el hecho de que existan disfunciones.

En el caso del ser humano la selección natural no actúa diferente, incluso puede plantearse como posibilidad que la vida social y cultural es también fruto de ello, lo que para nada implica su aceptación determinística, debido a la facultad que asiste a la persona de pensar el futuro y de pensarse a sí misma desde ahí en el presente y también en el pasado. La diferencia específica del ser humano, como dijera Jonas (2017), está en la potencialidad de efectuar representaciones a partir de la mediatez de las experiencias, de manera que dicha mediatez al substraerse al factum gesta una distancia respecto a la realidad que se mantiene siempre abierta a las posibilidades de la libertad. Esto, que no es otra cosa que el uso del libre albedrío para detonar, imaginadamente, escenarios a futuro es lo que hace de la cultura, en abstracto, el resultado al menos primigenio de estas representaciones.

Con ello, como se puede ver, se postula el carácter ideático de la cultura, o para ponerlo en términos más neurobiológicos, su carácter mental. La cultura en ese sentido puede concebirse como una estrategia mental para la sobrevivencia y la gestión colectiva de la vida.

Sin embargo, es preciso aclarar que la cultura en tanto se prefigura como la organización social del sentido (Giménez, 2007) no emerge así como así; de hecho, se puede decir que es el resultado de los procesos de lucha y negociación por la legitimidad de un determinado sistema de representaciones que conjunta, organiza y jerarquiza los sentidos sociales que emergen, a modo de mecanismos mentales adaptativos, en los procesos de interacción social entre individuos y grupos históricamente situados.

Desde esta perspectiva es fácil colegir la conexión entre biología y cultura, de ahí que a la cultura toda (y no sólo a la dominante) se le pueda entender como un sistema de representaciones o significados que resulta “vencedor” en los procesos de interacción social; de manera que, en la medida en que la correlación de fuerzas en la arena social se mantenga estable, también se mantendrá estable y, de alguna forma, también legítimo el sistema de representaciones emergentes que se llama cultura. Aquí debe aclararse que la cultura funge como mecanismo mental para idear futuros posibles desde donde se gestiona la vida colectiva, por lo que también es posible definirla como un sistema social de representaciones.

Al unir heurísticamente lo anterior con la idea de la integración de percepciones que es una de las cualidades intrínsecas del ser humano, y añadir a esto la enorme capacidad memorística del mismo, se asume que ello favorece la aparición de representaciones dominantes y alternativas, muy complejas y entrelazadas, unas dependientes de otras, que permiten la transmisión del aprendizaje social justo a partir de gestar un sistema de sistemas de representaciones, que es como podría definirse la cultura en toda su extensión, variabilidad, pluralidad, jerarquización y complejidad.

Este sistema de sistemas de representaciones es lo que se conoce comúnmente como cultura, sobre todo en su devenir como cultura dominante, pues en ella se organizan y jerarquizan los sistemas de representaciones que los individuos y grupos sociales construyen para gestionar su propia vida. En ese sentido, se puede afirmar que en la cultura se asienta buena parte de la historia social, emocional y simbólica del ser humano como individuo y como ser social, en tanto miembro de un grupo social y de la sociedad en general, de manera que las representaciones “legítimas” o “alternativas” que a su vera se construyen e instalan desde lo social, se configuran como el resultado de esta lucha histórica por la posesión y legitimación de los significados sociales, misma que se puede entender como la lucha y negociación por las percepciones individuales y grupales en torno a la realidad (la física, la social y la simbólica-cultural), donde tiene lugar la configuración y/o actualización de las mismas tanto en términos emocionales como sociales, simbólicos e históricos propiamente dichos.

En el entendido de que toda percepción implica siempre algún grado de significación, se puede decir, entonces, que desde la percepción también se gestan los sistemas de representación que hacen posible la emergencia de la cultura tanto como sistema de poder (al amparo de la lucha histórico-social donde unas representaciones son dominantes con respecto a otras) como sistema intersubjetivo de representación, lo que explicaría su diversidad y formas de resistencia (no sólo desde una perspectiva sociopolítica). Esto es posible se insiste porque la cultura se conforma por sistemas de representaciones jerárquicamente organizados, fruto de la correlación de fuerzas en la arena social entre individuos y grupos sociales que es, a su vez, resultado de la forma y el contenido de sus representaciones particulares y específicas, tanto en su condición de individuos (por medio de su experiencia vital) como en su condición de sujetos pertenecientes a un grupo social determinado (experiencia social de vida).

Desde la Nueva Ciencia Cognitiva, una de las corrientes contemporáneas vanguardistas en el estudio de la cognición, señala Di Paolo (2015) al respecto que la percepción no es más que uno de los niveles de la cognición, vinculante en esencia a la existencia vital misma, lo que es refrendado por Jonas (2017) cuando sostiene que la receptividad sensorial pone a la vida en condiciones de ser selectiva y estar “informada”, en tanto es un asunto de sobrevivencia para cualquier organismo vivo incluido el ser humano.

Es así como la receptividad sensorial en tanto forma básica de percepción permite la construcción de conocimiento: primero respecto de los mecanismos de homeóstasis interna del cuerpo y luego, prácticamente de forma inmediata, para la formación de la consciencia subjetiva, como bien señalara Damasio (2015a; 2015b; 2016). Es en ese sentido que este importante neurobiólogo español referente académico internacional contemporáneo en el tema de la neurobiología, señala que informarse es estar consciente en algún grado de algo en el mundo exterior y respecto a él, pues es ello lo que abre paso a la posibilidad de la acción.

Desde esta perspectiva, se puede decir que la percepción humana, desde su capacidad abstracta de representación, supera la inmediatez propia de la experiencia perceptiva (dada a través del movimiento, la percepción fáctica y la emoción) al configurar una acción a través de la cual se va constituyendo un mundo (Jonas, 2017; Merleau-Ponty, 1985) en la medida en que el individuo se coloca frente a objetos y acontecimientos concretos de los que se percibe distanciado y ante los cuales actúa de acuerdo a fines con contenidos valóricos para hacerlos alcanzables y manipulables (Jonas, 2017).

Lo anterior hace que, tal y como lo han señalado antes otros autores por ejemplo Thompson y Bourdieu—, en función de las condiciones sociohistóricas en las que se desenvuelva un individuo, o grupo de ellos, éste despliegue los recursos con los que cuenta (desde los físicos y sensibles hasta los simbólicos) dada su posición en el espacio social, en aras de poner en ejecución sus propios fines. La diferencia de la propuesta aquí presentada con respecto a la de estos autores es que aquí se incorpora como parte de estos recursos a la sensación, la emoción y el afecto como elementos centrales de los procesos de cognición-representación, contribuyendo con ello al desarrollo de lo que hoy se conoce como el giro afectivo en las ciencias sociales y humanas.

La construcción de la cultura, o más bien su emergencia, al menos en una primera instancia, parte básicamente de este movimiento tensional entre fines conscientes o inconscientes, individuales y grupales, en aras de ir imponiéndolos y sometiendo a otros cuyos fines sean peligrosa o simplemente distintos. Pero los significados que dan sentido a la realidad, si bien ajenos a ella en tanto representaciones, fungen como instancias de verdad acerca de la realidad en cuestión, lo que halla sustento en el hecho físico de que la realidad toda (incluida la natural) no es accesible a los organismos vivos más que a través de sus percepciones (Pierce, 1987; Latour, 1996; Maturana y Varela, 2009; Maturana, 2015).[4]

De esta manera, las representaciones individuales y colectivas en tanto resultados de la experiencia perceptiva se vuelven incuestionables para quienes las construyen, ya sean individuos o grupos de ellos, es decir, de manera individual o colectiva; de ahí que, al amparo de lo anterior, pueda sostenerse que la cultura deviene un sistema de sistemas de representaciones que es el resultado de la tensión, negociación y/o conflicto entre los diferentes sistemas de representaciones que han construido históricamente individuos y grupos sociales en su también histórica lucha por el poder simbólico.

Como se ha intentado demostrar, esta lucha por el poder simbólico de la que emerge la cultura, específicamente la dominante o hegemónica, no funciona sólo como estructura de poder o sometimiento para los diferentes actores sociales, sino que dicho sometimiento se gesta como consecuencia de la lucha por la detentación de la “verdad” sobre la realidad en aras de la representación de esa realidad. Así entendida, la cultura posibilita la gestión colectiva de la vida porque desde ella se ontologiza la realidad, concretamente la social, se normaliza el estado de cosas existentes y se regula y/o controla su transformación. Es esta ontologización de la realidad vía la cultura la que permite darle sentido a la vida, de manera que quien controle los mecanismos y resultados de dicho proceso de ontologización garantiza la legitimidad del sentido de la vida que funge como referencia de la realidad, los significados que se construyen sobre la realidad misma y la gestión de la vida social en/ante ella.

Teniendo en cuenta estas premisas, parece claro que si bien la capacidad de verdad en los seres humanos se sostiene en la libertad del animal humano, como bien lo afirma Jonas (2017), no es menos cierto que esta libertad tiene límites. En términos del autor, se trata de una libertad que no sólo implica la movilidad o el desplazamiento motor del ser humano       la cual comparte con muchos otros animales, sino más bien su capacidad electiva ya sea aceptando o rechazando que le posibilita contrastar verdad con falsedad a partir de producir deliberadamente parecidos verdaderos al interior de una experiencia afirmante, pero no exenta de correcciones.

Darse cuenta de la posibilidad de existencia de estos errores, tal y como pueden hacer los humanos, constituye la base prelingüística, prelógica y presimbólica del fenómeno de la verdad (Jonas, 2017). En ese sentido, siguiendo al mismo autor, las correcciones no sólo sustituyen una percepción por otra, sino que se comparan a partir del enjuiciamiento de una por parte de la otra. Dicho enjuiciamiento debe venir de la mano de una experiencia anterior (de ahí la importancia de la memoria personal y la memoria social o extendida que los científicos naturales llaman cultura) de manera que dicha contrastación debe vincularse con un trasfondo experiencial de algo usual, o sea, de algo con lo que el individuo está familiarizado previamente.

Aunque Jonas (2017) se refiere a la libertad y la verdad desde sus reflexiones sobre la experiencia fáctica, se considera que, de la misma manera, la cultura puede ser entendida como ese marco familiar de verdades (representaciones), que aun y cuando no necesariamente sea percibido de forma directa, sirve como umbral para detonar criterios de verdad en forma de juicios “verdaderos” sobre el mundo percibido, ahora de una forma aún más mediada  desde el carácter indirecto de la experiencia cultural—,[5] que la mediación que ejerce la percepción misma.

Así, este marco familiar de verdades, que como ya se ha advertido parece configurarse siempre, en un inicio, desde la experiencia perceptiva subjetiva, posteriormente, y dado el carácter eminentemente social de la especie humana, se articula en la experiencia social a través de la relación de los significados que emergen de la misma a través de las relaciones sociales históricamente situadas. En ese sentido, como se podrá notar, aunque pueda comprenderse a la cultura como un sistema en sí mismo, es decir, desvinculado en un momento dado de la experiencia perceptiva humana y no solamente de las trayectorias histórico-sociales de los individuos y grupos, en realidad constituye un proceso de construcción de sentido que en ocasiones, pero por razones enteramente contingentes de la correlación de las fuerzas sociales, llega a “autonomizarse”. Por eso su origen hay que buscarlo tanto en lo social-histórico como en lo subjetivo. O más bien, para ser exactos, en la relación de lucha y negociación entre los individuos y grupos sociales que tiene lugar en la interacción social históricamente situada a partir de las percepciones (tanto sensoriales-emotivas como propiamente intelectivas)[6] que estos construyen en torno a la realidad en general e incluso en torno a su “sí mismo” desde su existencia vital, donde la relación social constituye una parte importante de ella, pero definitivamente sólo una parte.

A modo de conclusión de lo hasta aquí dicho, a continuación se esboza una concepción de cultura cuyo carácter histórico, fenomenológico y social posibilita su aprehensión desde coordenadas más complejas, dando por resultado la posibilidad de pensar la “autonomía” de la cultura como un momento de cristalización en torno a la estabilidad de una determinada correlación de fuerzas en el plano social y, en ese sentido, configurando la posibilidad de su estudio tanto desde una perspectiva autónoma que parte de la cultura como algo dado, como desde una perspectiva que se puede llamar de momento como biohistórica-social, donde la cultura deberá entenderse como algo en constante cambio, es decir, como lo dándose.

Esta manera de entender la cultura encuentra raíces profundas en los clásicos griegos, sobre todo con Demócrito y Aristóteles, específicamente en la relación acción-potencia de este último que ha permeado el pensamiento dialéctico occidental primero con Kant, luego de manera más concreta con Hegel, posteriormente con Marx y Bloch, y desde ahí ha dado paso a planteamientos de este tipo en autores diversos, como Thompson y Bourdieu, por sólo poner dos ejemplos actuales, pasando por la epistemología de Hugo Zemelman que ha hecho de esta dialéctica no sólo un mecanismo explicativo de la realidad, sino una formulación metodológica para su estudio.

Es en este último autor en el que se inspira esta investigación para proponer a la cultura como esfera de tensión al interior del binomio dado-dándose, resaltando o más bien poniendo énfasis en la dimensión de lo dándose para explicar el peso de las emociones y los afectos en su devenir, es decir, en el devenir de las representaciones y los significados individuales y grupales donde estas emociones y afectos configuran, no sólo dichos significados, sino la naturaleza de la interacción social donde tiene lugar precisamente la lucha por aquellos significados y representaciones que, en función de la correlación de fuerzas de los actores sociales en dicha lucha, resultan mejor posicionados, y logran insertarse en el sistema de representaciones previo hegemónico por más señas en una posición ventajosa con respecto a la de otros sistemas.

Eso es por lo que, en el meollo de esta lucha histórica por el poder simbólico, se sitúa a la cultura no sólo como campo de batalla (González, 2001) sino, sobre todo, como sistema de sistemas de representaciones o significados jerárquicamente organizados, desde donde se estructura el sentido de la vida que permite gestionar individual y colectivamente la vida social misma. A desarrollar esta idea, se dedicará el siguiente apartado.

 

La naturaleza dado-dándose de la cultura

Como se ha podido ver hasta el momento, el llamado de atención que se hace respecto a los estudios sobre la cultura implica comenzar a dejar de verla solamente desde la perspectiva racional. Ello no cancela en ningún caso la posibilidad de estudiarla como un sistema relativamente autónomo de posiciones simbólicas de poder, desde donde éste entre otros mecanismos racionalmente se perpetúa.

Contemporáneamente, Ingold (2013) sostiene al respecto que, para entender la cultura, hay que poner énfasis en los procesos más bien en la relación entre procesos y estructuras—, pues éstas no se forman de la nada, sino más bien de los primeros. En esa misma dirección se halla la propuesta que aquí se hace, ya que la cultura resulta un orden de racionalidad que se configura al amparo de los procesos de subjetividad e intersubjetividad que encuentran su cauce en lo social a partir de la correlación de fuerzas entre individuos y grupos sociales. A partir de ello se puede explicar su contingencia y/o su permanencia en el espacio-tiempo, desde lo que Zemelman (1987) llamara una perspectiva trascendental concreta, es decir, una manera de aprehender científicamente la realidad (en este caso, la cultural) desde su concepción como un dándose que hasta ahora ha sido ignorado casi completamente como preocupación académica desde las ciencias sociales, y los estudios y teorías sobre la cultura en lo general.

Esta concepción de la cultura como algo dándose antes que dado permitiría su estudio desde una visión histórica compleja, que admite en su seno la gestación de la cultura al amparo de la deriva de la organización social que tiene lugar por medio de la interacción entre individuos y grupos. Esto se implica de manera directa como respuesta al reclamo que hiciera Alexander (1997; 2000) en torno a la necesidad de fundar una sociología cultural, desde donde la cultura se entiende como marco para la interpretación de los fenómenos sociales, y también al reclamo de Ingold (2013) sobre el estudio de los procesos en la comprensión de lo cultural.

Así entendido, la cultura, y los significados, creencias y valores que desde ella se configuran socialmente, deviene desde estos derroteros en el sistema de representaciones que emerge a partir de las relaciones sociales entre los diferentes individuos y grupos en condiciones sociohistóricas concretas, lo que se explica entendiendo a la cultura tal cual aquí se ha intentado hacer como un mecanismo mental para la sobrevivencia, cuya función es contribuir a la gestión colectiva de la vida a través de un proceso de ontologización de la realidad vía el lenguaje.

Esto es lo que permite explicar el carácter cognitivo de la cultura, además de su naturaleza dinámica (no exenta de convergencias, tensiones y conflictos) en la organización y regulación de los procesos de legitimación, reproducción y transformación de los valores, creencias y sentidos sociales. Por eso, esta perspectiva de análisis abre la expectativa en torno a la manera en que la cultura condiciona la construcción y desarrollo de las subjetividades individuales y colectivas, las identidades e identificaciones socioculturales y, a su amparo, los sentidos de pertenencia que se gestan en función de ellas en términos de significados, creencias y valores sobre el mundo y la existencia personal y social.

Pero más allá de ello, la sociología cultural permite pensar, sobre todo, en el proceso inverso: la manera en que dichas subjetividades e identidades, ya en el plano histórico de la interacción social, configuran lo social y lo cultural también. Desde esta última postura  sin negar ni excluir la primera, se centra la propuesta conceptual de la cultura que aquí se ensaya, la cual hace visible la necesaria interrelación de lo social-cultural con lo biológico-emocional, concretamente en el papel de las emociones y los afectos tanto en los procesos perceptivos de cognición como en los procesos de configuración de la cultura ya que las emociones y los afectos como se enfatiza desde la nueva ciencia cognitiva y la neurobiología impactan necesariamente en la manera en que los individuos piensan y actúan en la realidad social en general.

El programa de la sociología cultural que, aunque aún incipiente, ha logrado ir avanzando poco a poco a través de los trabajos de Bellah (2011), Turner (1980), Douglas (1984; 1998) adolece, desde la perspectiva aquí expuesta, de un acercamiento mucho más enfático al proceso de construcción de las emociones  con los que los individuos y grupos “llegan” a la relación social para comprender a cabalidad cómo la cultura se configura históricamente a partir de las disputas sociales por la legitimación de creencias, valores y significados, donde justo las emociones juegan un papel relevante en la configuración de las relaciones sociales desde donde la cultura se reproduce y/o transforma[7]. No tener esto en cuenta inhibe un potencial heurístico valioso en torno a la manera en que el sustrato emocional y afectivo de la subjetividad contribuyen a la configuración de las identidades y relaciones sociales, y a partir de ello al surgimiento, conservación y transformación de la cultura.

Si bien, la fundamentación teórica de los estudios sobre la cultura, que se han hecho mayormente hasta ahora, hallan puntos de conexión con los estudios culturales, específicamente desde los trabajos pioneros de Birmingham de la mano de Thompson (1998) y Williams, es claro que el concepto de “estructura de sentimiento” de este último, al igual que el de formas simbólicas del primero no han logrado abonar a la explicación subjetiva de la identidad, pues su punto de partida es enteramente social y cultural. Estas miradas carecen, tal cual se considera sucede a la propuesta de la sociología cultural de Alexander, de un tratamiento más subjetivo en torno a la cultura para concretar una interpretación más clara de lo que ocurre, incluso, en términos de dominación y/o resistencia (problemática importante para los estudiosos de Birmingham) a través de la interrelación de los afectos en ella.

Pero es en la antropología simbólica iniciada con Geertz (1987) de donde bebe directamente todo el programa de la sociología cultural desde donde la cultura se entiende a través de prácticas, discursos y productos como un mosaico de formas de pensar y vivir lo social, aunque sin tener en cuenta cabalmente lo emocional e incluso lo psicológico. Aunque esto entronca con las aportaciones de la psicología social, tampoco desde este enfoque se ofrece un abordaje desde las emociones al estudio de la sociedad y la construcción de las identidades sociales y culturales. La obra de dos de los más caros representantes del interaccionismo simbólico, Cooley (1902) y Mead (1968), significó un paso de avance con respecto al estudio de la conciencia humana y su impacto en lo social, pero ninguno lo desarrolló más allá de escasas menciones dispersas. Lo mismo pasa con el trabajo de Erving Goffman (2000) y su modelo dramatúrgico para analizar la persona en sociedad, sumamente centrado en los lugares y esquemas sociales desde donde cada actor social interactúa con los otros.

Desde la visión abordada en este estudio, este predominio de lo estructural tiene dos causas concretas: 1) el escaso desarrollo, que hasta hace sólo algunos años primaba en las ciencias cognitivas y neurológicas, que impedía ir más allá en el estudio del funcionamiento del cerebro y el papel cognitivo de las emociones en él, y 2) la fuerte impronta marxista en las ciencias sociales, misma que hace eco con el privilegio del enfoque del control desde el análisis de lo social y de lo racional en su lógica separatista de la sensación en el pensamiento occidental.

Aunque hay abordajes que desde mucho tiempo atrás han desafiado esta lógica (con Aristóteles y todo el pensamiento posterior afín a sus posturas substancialistas, pasando por Rousseau, Spinoza, Smith, Morin, donde sensación y emoción se ha entendido como un par necesario en la cognición y en la comprensión del ser humano) estas aportaciones han sido erróneamente desestimadas, creando un divorcio entre mente y cuerpo que aún no logra resolverse en las ciencias sociales y humanas. Ello ha impedido ensanchar las posibilidades de pensar el contexto social y cultural sólo como una más de las dimensiones de análisis de lo social, y de forma colateral también ha impedido o al menos obstaculizado el ejercicio de la gestión de una actividad científica verdaderamente interdisciplinar.

Tal y como se ha expuesto antes, la dimensión social y cultural constituyen la esfera de la interacción social humana, pero ésta se gesta necesariamente entre individuos, y los individuos van a ella, configurándola, desde su integración como unidad viviente (sentiente y pensante en el caso de los humanos), por lo que los estudios sobre la cultura que implican a su vez acercamientos y reflexiones en torno a la subjetividad, la identidad, las creencias y saberes, los significados, los estilos de vida, las conductas y comportamientos, así como su impacto en lo social-cultural e incluso en la dimensión valórica e ideológica de ésta, se hallan indefectiblemente atados al análisis del bagaje cognitivo proveniente de las emociones y afectos que junto a las condiciones sociales estructurales “juegan” en su configuración.

En ese sentido, se hace eco en el hecho de que el entendimiento de lo social y lo cultural no son ámbitos separados de lo individual biológico, lo que no impacta en su estudio como esferas relativamente autónomas de la existencia humana. Sin embargo, resulta legítima en buena medida por su notable ausencia una indagación en torno a su interrelación partiendo del nivel subjetivo donde anidan las emociones y afectos como potentes configuradores de la subjetividad y la consciencia humana, y su papel en la construcción de las relaciones y las identidades sociales que es, como ya se ha dicho, la instancia histórico-social donde se gesta eso que se llama cultura.

Esto es: las emociones y afectos configuran la identidad subjetiva de los individuos a través de la lucha y negociación por la legitimidad de dichas identidades, lo que a su vez, en correspondencia o no con las representaciones socioculturales, gestarán identidades “legítimas” o “alternativas”, respectivamente. Estas identidades se actualizan de manera concreta, desde un sentido adaptativo, en la relación social históricamente situada para construir ámbitos y sentidos de pertenencia e identificación subjetiva y social, de manera que las emociones y los afectos que configuran el sustrato biológico de las percepciones y representaciones más o menos complejas de los individuos y grupos sociales revelarían su imbricación en la estructura lógico-emotiva que subyace a la dinámica misma de lo social y lo cultural.

En consecuencia con lo anterior, el abordaje que se ha propuesto en torno a lo cultural deberá ser abordado, necesariamente, desde la interrelación entre dos niveles de análisis: un nivel macro, vinculado a los condicionamientos propios que ejerce la estructura social en los individuos y grupos sociales (en tanto todos nacen adscritos por inmersión en un territorio sociocultural concreto) en la configuración de las relaciones sociales, y un nivel subjetivo (nombrado así para contrastar la diferencia con la perspectiva de análisis microsociológica) donde se configura y tiene lugar la construcción de la subjetividad tanto a nivel individual como social.[8]

Desde el punto de vista social, la construcción de la subjetividad, pasando por los procesos de identificación como parte de los procesos de construcción del sentido de pertenencia y eventualmente cristalizados a través de la asunción/adscripción de las identidades que es un proceso configurado a su vez a través de un sistema de representaciones simbólicas o culturales, se puede analizar entendiendo a las relaciones sociales y el proceso de interacción que a ellas subyace como unidad básica de observación; sin embargo, como dichos procesos se hallan condicionados también desde el punto de vista neurobiológico (Damasio, 2000, 2015a; 2015b; 2016) y Mora (2005) y psicológico (Moscovici, 2001; Jung; 2005; Lacan, 1989), en particular a través de la configuración de las sensaciones y emociones que constituyen el sustrato biológico de las mismas, desde este nivel subjetivo, la unidad de observación sería justamente el individuo. De ahí la necesidad de un abordaje más subjetivo en torno a la cultura tanto en términos lógicos o racional-cognitivos, como en términos psicológicos y emocionales.  Esto evidenciaría de paso el falso dilema sobre el que se soporta actualmente la división epistemológica entre individualismo y holismo metodológico.

Esto, como se puede ver, pone énfasis en la relevancia de la transdisciplinariedad como momento de fecundación del conocimiento nuevo,[9] así como en la actitud ética y científica sobre el conocimiento científico para las ciencias sociales, específicamente en lo que respecta al papel de la cultura en la sobrevivencia y adaptación de nuestra especie, el devenir civilizatorio de la misma, y su incidencia en la estructuración del hecho social. Un enfoque como éste, imprescindiblemente, deberá nutrirse de un esfuerzo conjunto, colectivo, por pensar y abordar desde esta perspectiva biológica e histórico-social la cultura, lo que sin dudas redundará en una comprensión más integral de la misma.

 

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Vivian Leticia Romeu Aldaya.

Cubana. Doctora en Comunicación por la Universidad de La Habana. Actualmente es profesora-investigadora de la Universidad Iberoamericana y directora de la Revista Iberoamericana de Comunicación. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II; de la Red Internacional de Investigadores sobre la Frontera (RIIF); de la Asociación Mexicana de Investigadores en Comunicación (AMIC); de la Asociación Latinoamericana de Estudios sobre el Discurso (ALED); del Programa de Estudios Semióticos (PES-UACM). Áreas de investigación: epistemología de la comunicación estética, intercultural, representaciones sociales, semiótica y análisis del discurso. Ha publicado libros y artículos académicos en revistas nacionales e internacionales.

 


[1] Hemos de aclarar aquí que, aunque este planteamiento pueda parecer circular y por ello argumentativamente inválido, no lo es por dos razones. La primera se refiere a que las creencias, valores y significados sociales se integran en la cultura, conformando una matriz sociocultural, pero en dicha matriz se articulan las creencias, valores y significados con las posiciones sociales de los individuos y grupos que los detentan. En ese sentido, no sería correcto suponer que los valores, creencias y significados que componen la cultura se hallan desvinculados de la cultura misma; más bien nuestro planteamiento es que se hallan estrechamente vinculados, posibilitando la emergencia de la cultura en cuestión ya que (y esta es la otra razón) la cultura está ciertamente conformada por creencias, valores y significados sociales, pero no se define como el conjunto de estos, sino más bien por su articulación y organización jerárquica que encuentra sentido desde la interacción social. La microsociología que es, desde las ciencias sociales, donde se encuentra concentrado el estudio de las emociones y afectos al interior de lo social y lo cultural, no tiene en cuenta la articulación histórico-subjetiva entre lo social y lo cultural tal y como aquí se ha propuesto, es decir, a partir de entender a los valores, creencias y significados como resultado de la imbricación entre la emocionalidad y la racionalidad (siguiendo a Maturana, 2015) de los individuos y grupos sociales en su propia interacción y lucha por el poder.

[2] Aquí se habla más bien del Bourdieu de los primeros años que aún hacía depender el análisis social de la intersubjetividad desplegada por parte de los actores sociales, en términos de habitus. Un Bourdieu posterior, centrado en las prácticas como unidad de análisis para el estudio de lo social, matizará el concepto de habitus a favor de una propuesta más estratégica, vinculada al sentido práctico de la vida, donde las posiciones sociales si bien condicionan las prácticas mismas, no las determinan.

[3] Esta es una propuesta que sin dejar de poner atención a la manera en que lo social como sistema configura la emergencia del actor y sus prácticas, pone más bien el acento en que ello constituye sólo una dimensión de análisis de lo social, pues existe otra dimensión –que es la que aquí intentamos explicar- que va en sentido contrario, esto es, que apela a la influencia del actor en el sistema. Para nosotros, la cultura debe estudiarse desde la interrelación de ambas dimensiones, aunque marcamos su origen solamente desde la última.

[4] Estas reflexiones se vinculan con los desarrollos más avanzados de la física cuántica que postulan el papel de la percepción en la construcción de la realidad toda. Para mayor información, se recomienda consultar la obra de Carlo Rovelli La realidad no es lo que parece, que es una obra de divulgación científica, sólidamente argumentada, pero escrita en un lenguaje claro y comprensible para quienes no han tenido formación académica en las ciencias naturales.

[5] El carácter indirecto de la experiencia cultural está dado por el lenguaje con la que ésta se nombra. El lenguaje resulta así un mecanismo de mediación sumamente efectivo por su capacidad de síntesis y abstracción, y también por la naturaleza instrumental de su uso social comunicativo. A diferencia de la experiencia directa, donde los significados o representaciones se forman, al menos prístinamente, en la insoslayable relación entre percepción y emoción (Damasio, Mora, Manes. Ver referencia bibliográfica al final de este trabajo) sin la intervención del lenguaje social, en la experiencia indirecta éste es insoslayable.

[6] Se ha de aclarar al respecto que, aunque los grupos sociales como tal son entidades teóricas a las que no se les puede fincar la experiencia de percepción en sí misma, tal cual sucede a un individuo, la referencia a su experiencia perceptiva e intelectiva se hace teniendo en cuenta que un grupo o una colectividad es capaz –en tanto conjunto de individuos biológica y neurobiológicamente similares, y susceptibles además de experiencias conjuntas, colectivas- de percibir y construir sentidos colectivos (aceptables para todos, más allá de las diferencias individuales intrínsecas) de forma semejante y también con formas y contenidos representacionales similares. Vale la pena aclarar que se utilizan los términos “semejantes” o “similares”, pues se está convencido que la experiencia perceptiva es única e irrepetible, aun  en el mismo individuo, aunque ello en ningún caso cancela el hecho de que se tengan experiencias colectivas parecidas, aun y cuando esto no pueda negar –ni lo pretende- las divergencias individuales al interior de las mismas.

[7] Esto no debe promover el entendimiento de la cultura como un sistema autocontenido y autosostenido. Justamente la tesis aquí presentada es la contraria. La presencia de emociones y afectos acentúan la dimensión subjetiva-intersubjetiva del origen de toda cultura, estableciendo ese vínculo entre biología y cultura del que antes se habló, tanto desde una perspectiva diacrónica o histórica como desde una perspectiva del presente o sincrónica.

[8] Cabe resaltar al respecto que este planteamiento si bien hunde raíces en la tradición sociológica culturalista, se diferencia de ella en la incorporación de la dimensión de los afectos y emociones en los procesos de construcción (cognitiva, por más señas) de las representaciones o significados sobre la realidad y sobre el sí mismo, a través de la experiencia perceptiva de individuos y las colectividades donde anidan.

[9] Este concepto de fecundación vinculado a la transdisciplinariedad se lo debemos al Dr. Facundo González, de quien lo hemos tomado prestado.