ARAM ALEJANDRO MENA ÁLVAREZ Universidad Nacional Autónoma de México Recibido traducción Aram Alejandro
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“El conquistador que danza es un conquistador poco temible”: tres representaciones gráficas del baile durante la Intervención Francesa en México Resumen: En
el artículo se analizan iconográfica e iconotextualmente tres litografías
francesas que muestran escenas de baile durante la Intervención Francesa en
México: una caricatura publicada por el diario Le Charivari y dos estampas
incluidas en una lámina de la imaginería Nouvelle. Las imágenes se
contrastaron con cartas, memorias, letras de canciones, información
periodística y estampas de álbumes ilustrados, mexicanos y extranjeros, con
el objetivo de exponer algunos referentes, discursos y lenguajes gráficos
galos con que se identificó, representó y dio a conocer a las mujeres
mexicanas y sus relaciones con las tropas extranjeras. Palabras
clave:
Intervención Francesa; ilustraciones; danza; iconografía; moda.
“The
conqueror who dances is a little fearsome conqueror”: three graphic representations
of the dance during the French Intervention in Mexico Abstract: In the paper, three French lithographs that show
scenes of dance during the French Intervention in Mexico are analyzed iconographically and iconotextually:
a caricature published by the newspaper Le Charivari and two prints included
in a plate of the Nouvelle imagery. The images were contrasted with letters,
memoirs, song lyrics, journalistic information, and pictures of illustrated
albums, Mexican and foreign, with the aim of exposing some references,
speeches, and French graphic languages with which Mexican women and their
relations with the foreign troops were identified, represented, and made
known. Keywords: French
Intervention; illustrations; dance; iconography; fashion.
Cómo citar Mena, A. (2022). “El conquistador que danza es un conquistador poco temible”: tres representaciones gráficas del baile durante la Intervención Francesa en México. Culturales, 10, e721. https://doi.org/10.22234/recu.20221001.e721 |
Introducción
A
comienzos de 1862, el periódico parisino Le Charivari[1], con
caricaturas, alertó en sus primeras planas acerca de cómo en la Convención de
Londres no se aludía a los proyectos que intentaban hacer de México un reino
para Maximiliano o para un Borbón español, y únicamente se destacaban los
agravios cometidos por México contra los países afectados (Caraguel,
29 de enero de 1862, p. 1). Sarcásticamente apuntaba que, de entre los
numerosos candidatos, “España goza de una colección de infantes que coloca en
las filas [hacia el trono]; su pretensión es muy natural, no se le debe culpar
por ello ni acusarla de culposa ambición” (Caraguel,
14 de febrero de 1862, p. 1), aunque los solicitantes ibéricos tuvieran que
recurrir al azar para elegir quién sería el afortunado portador de la corona (Brémond, 17 de febrero de 1862, pp. 2-4). La publicación
había planteado claramente su postura política en contra de la Intervención
Francesa en México en el editorial titulado “La reparación del daño”, escrita
por Henri Rochefort e impresa en el número del 26 de
febrero de 1862. El autor se lamentaba de la aplicación de lo que actualmente
se denomina “la diplomacia de las cañoneras”, pues señalaba cómo, “hoy en día,
cuando nos quejamos de un régimen, [basta con] ir y cambiar su forma de
gobierno y todo está dicho” (p. 1).
A mediados de abril, el diario anunciaba que el gobierno
español había frenado su idea de restablecer la monarquía en México, declarando
que “se contentaría con recibir la legítima satisfacción que se le debía por
los agravios pasados”; al hacerlo, se abstendría de “esparcir sangre y
malgastar sus recursos para el sostenimiento de una política que no le
concierne” (Caraguel, 18 de abril de 1862, p. 1). El
editorial se refería a los tratados preliminares de La Soledad que habían
surgido de las negociaciones diplomáticas en las que se puso por escrito, entre
otros asuntos, que Francia, España e Inglaterra no pretendían violar la
soberanía ni la independencia e integridad del territorio mexicano. Al ser
aprobados y firmados el 19 de febrero de 1862 por México y los tres Estados
europeos, los acuerdos implicaban el reconocimiento explícito del gobierno
constitucional de Juárez; sin embargo, el ministro galo, Dubois de Saligny, no realizó ningún tipo de aclaración, firmó y tres
días después se retractó, dando comienzo formalmente a la intervención
unilateral de Francia en México (Villegas, 1990). Posteriormente, el 7 de mayo
de 1862, Le Charivari publicó una caricatura
titulada “-¡Pero mira! ¡He ahí la única cosa que los mexicanos querían
conservar de los españoles! /-¡Y nada tontos! ...” (Figura 1). Si bien no
estuvo acompañada de texto, la fecha de edición y el pie de imagen sugieren que
la litografía se insertó en el contexto de la mofa que había hecho el diario
sobre las pretensiones monarquistas españolas en México; no obstante, su relato
visual transitó por caminos diferentes.
Figura 1. “-Tiens!...
vois-tu…, voilà-là seule chose que les Mexicains aient voulu garder des
Espagnols!... -Et eux pas bêtes!...”. Charles Vernier. Le Charivari, 7
mayo 1862, año 31, p. 16. Litografía de Destouches, París.
Fuente: gallica.bnf.fr /
Biblioteca Nacional de Francia.
En la parte izquierda de la composición, creada por
Charles Vernier, se observa a un zuavo[2]
con su fusil de infantería apoyado sobre el suelo y a otro cargando su mochila
en la espalda; en el último plano se alcanza a ver un soldado con bigote que
porta chacó con pompón que podría identificarlo como un oficial de los
cazadores de África, o bien como parte de algún batallón de infantería mexicano
o miembro de la Guardia Nacional, pues sus uniformes se distinguían por llevar
el número de la unidad a la que pertenecían en el chacó de piel negra y un
pompón de color verde o colorado (Johnson, 1994, p. 40). Todos rodean por la
izquierda a una bailadora pareja ubicada en el primer plano: ella viste una
falda con volantes, medias claras y calzado oscuro sujeto a las extremidades
con cintas de cuero, al tiempo que su cabeza fue adornada con algunas flores a
la altura de la sien; él, por su parte, lleva catite, camisa y chaleco claros,
chaqueta y pantalón oscuros y lo que podrían ser unos botos.
Si centramos nuestra
atención en la indumentaria y actitudes de los personajes, lo que observamos en
la litografía es, entonces, a un trío de militares que se ha detenido a
contemplar a un par de “majos” que se entretienen en bailar una curiosa versión
de una bolera. Aunque la caricatura carezca de fondo detallado –como era usual
en esa forma de representación gráfica–, en la parte superior de la hoja se
especificaba que la escena se desarrollaba au
Mexique, insinuando que el cuerpo expedicionario
galo pudo haberse encontrado con escenas similares en su trayecto hacia la
capital mexicana y suponiendo que los tipos españoles del “majo” y la “maja”
formaban parte del legado ibérico en México.
Por lo anterior, en este trabajo nos preguntamos sobre
los referentes y estereotipos, gráficos y literarios, de México y España, que
el artista pudo haber tenido –y compartido con una parte generosa de la
población francesa para que el mensaje fuera decodificado adecuadamente– con el
objetivo de encontrar una explicación a la presencia de personajes ibéricos en
una caricatura parisina que trata sobre el comienzo de la guerra entre México y
Francia en 1862.
Teniendo en cuenta
el contenido de la imagen, hemos optado por el análisis formal, iconográfico e iconotextual centrado en la representación de la
indumentaria y del baile; a manera de contrapunto, la caricatura se puso en
diálogo con un par de litografías publicadas en la época por la imaginería
francesa Nouvelle, en función de la semejanza
de su contenido y la amplia circulación que sus planchas igualmente gozaron en
Francia. En los tres casos, las observaciones se realizaron con el apoyo de
diversas fuentes mexicanas y extranjeras, como álbumes ilustrados de tipos
populares, letras de canciones, memorias y cartas.
En términos
generales, partimos de la idea de que la moda y su representación han sido
empleadas históricamente como herramientas para hacer visibles y distinguir a
grupos sociales concretos y de que, en el universo decimonónico empeñado en
“hallar la verdad interna tras la máscara de la apariencia”, la moral y la
indumentaria se consideraron como reveladoras de identidad “real” de las
personas (Entwistle, 2002, pp. 136-141).
Asimismo, planteamos
las representaciones del baile como tópicos y lenguajes visuales que, a partir
de la Modernidad, se han utilizado en ciertas escenas costumbristas para
denotar y enfatizar procedencias nacionales, de clase y jerarquía vinculadas a
estratos cuestionados históricamente por las elites políticas y económicas
(Gombrich, 2012, pp. 384-385). Ambas variables fueron interpeladas por el
análisis de género puesto que, como veremos, el discurso del trío de imágenes
recayó sobre la conducta moral y sexual de los personajes femeninos en torno a
las supuestas relaciones que entablaron con los soldados invasores.
¿Quiénes “eran”,
pues, esos “mexicanos” tan bailadores?
¿Majas y majos o chinas
y rancheros?
Como señalan Sazatornil y
Lasheras (2002), es “en Francia donde se afianza la imagen de España como
nación exótica dentro de Europa”, con la finalidad de generar una estampa
esencialista que coadyuvara al conocimiento, aunque parcial, del otro (párrs. 4-9). Desde las primeras décadas del siglo XIX, a
través de los escritos de viajeros ingleses y franceses se asentó la
simplificación de “lo español” alrededor de “lo andaluz”. Por ejemplo, en la
época se criticaba que en las instalaciones españolas de las Exposiciones
Universales
[…] todo el mundo
espera emociones fuertes, a base de toreros y chulos, bailadores y bailadoras,
trajes históricos de Andalucía y Castilla desde tiempo del Cid; y todo
ambientado por la música española, mitad árabe mitad europea (p. 19).
Dichos tópicos se
acentuaron visualmente mediante la pintura romántica de costumbres española
debido a su alta demanda por compradores locales y viajeros internacionales
(Museo Carmen Thysssen Málaga, p. 4).
Específicamente, los tipos del “majo” y la “maja” ya habían sido explorados por
artistas como José Domínguez Bécquer en sus acuarelas de 1836 o en álbumes
ilustrados como el Álbum sevillano publicado por Vicente Mamerto en 1838
y Los españoles pintados por sí mismos de 1851. En Francia, por su
parte, Pharamond Blanchard había incluido grabados de
la “manola madrileña” y del “majo de Jerez, México” en el Musée
de Costumes de 1850. En todos ellos se observa
que las mantillas, abanicos, faldas amplias con volantes, tocados florales,
botos y catites se habían convertido en atributos con los que se comenzó a
identificar genéricamente a los españoles y, en el caso del “majo de Jerez”, a
los mexicanos.
Es posible que el
tipo mexicano que más pueda relacionarse con el de la “maja” sea el de la
“china”, por sus orígenes ubicados en entornos socioeconómicos urbanos y
modestos, así como por la limpieza y el gusto por acicalarse que se les
atribuyó. También convienen en su asistencia regular y frecuente a los oficios
divinos, en su predilección por los paseos y las funciones de toros y en su
gusto por los bailes en los que solían consumir bebidas alcohólicas y “prestar
oído” a las adulaciones de los varones –a pesar de sus compromisos
matrimoniales–, provocando que las celebraciones en las que estaban presentes
se convirtieran en campos de batalla (Los españoles pintados por sí mismos,
1851, pp. 89-98; Vázquez, 2000).
Otro punto de
encuentro entre ambas se ubica en la indumentaria, pues sus trajes adquirieron
el carácter de “nacionales” en sus respectivos países. Del lado europeo, Manuel
M. de Santa Ana (1852) describió en Los españoles pintados por sí mismos
que las majas iban “con sus cortos y airosos guardapiernas,
sus blancas medias, sus zapatillas de color y sus mantillas de tira”; además
señalaba que solían reducir “su tocador a la antigua castañeta y a los grandes
rizos cruzados de numerosas horquillas” (p. 214).
Desde la perspectiva
mexicana, la vinculación entre ambas era evidente y explícita para algunos
literatos. Por ejemplo, el autor del artículo sobre la “china” publicado en Los
mexicanos pintados por sí mismos (1854) instaba a las “majas” y “manolas”
españolas y a las “grisetas” francesas a que le “abrieran el paso” a su “china”
(p. 90). Asimismo, Niceto de Zamacois escribió en México y sus alrededores
(1855-1856) que las “chinas” del mercado de Iturbide le parecían semejantes a
las “manolas” ibéricas por sus “ojos árabes” y su vestimenta de
[…] enaguas con
lentejuelas hasta media pierna […], un zapato de raso verde, ceñida su estrecha
cintura por una banda (ceñidor) carmesí; mal cubierto el provocativo
seno, por una camisa de lienzo sutil, bordada caprichosamente con sedas de
colores, terciado con gracia el rebozo calandrio de
caladas y puntas, y con las anchas trenzas de su negro pelo caídas hacia atrás,
y unidas con dos anchas cintas azules de raso (p. 31).
Llegados a este
punto, es necesario anotar que, a lo largo del siglo XIX, en España se
consideró que, “así como la manola nació de la maja, de la manola
nació la chula. Parecen el Ave Fénix renaciendo de sus propias cenizas”.
Es decir, se trata de un mismo tipo popular cuya diferencia, a decir de
Rodríguez Solís en 1886, radicaba principalmente en el cambio de sus nombres de
acuerdo con la época. Para el escritor, la “maja” es la representación del
último tercio del siglo XVIII, la “manola” surge con la invasión napoleónica y
la Constitución de Cádiz, y la “chula” luego del Convenio de Vergara de 1839
(p. 170).
No obstante, tales
diferencias parecen haberse desdibujado en el imaginario literario mexicano
pues, como hemos visto, en la segunda mitad del siglo el autor del artículo
sobre la “china” en Los mexicanos pintados por sí mismos, habla
igualmente de “majas” que de “manolas”; algo similar sucedió con la plancha de
la “manola madrileña” que Blanchard incluyó en el Musée
de Costumes, ya que el personaje fue representado
con parecida gestualidad y portando similar indumentaria que la de la “maja”.
Respecto a sus
relaciones interpersonales, las tres coinciden también en su altivez, el poseer
lenguas afiladas con las que articulaban “dichos gráficos”, en que suelen salir
a pasear “solas” con sus galanes y en la “desgracia” en la que muchas veces se
hallan inmersas por haber confiado en algún hombre que no supo corresponderles
y que las orillaba a “aceptar” los amores de ciertos personajes para poder
sobrevivir ante sus bajos ingresos.
Por otra parte, es
necesario tener presente que cierta indumentaria femenina mexicana había sido
vinculada con algunas prendas españolas en las apreciaciones de algunos
viajeros extranjeros que recorrieron México durante las primeras décadas del
siglo XIX. Por ejemplo, en la lámina titulada La joven obrera que formó
parte del álbum Trajes civiles, militares y religiosos de México
publicado en 1828, Linati nos muestra una mujer que
lleva una falda con volantes a la manera ibérica; su “coquetería” se manifiesta
en el pie pequeño “aprisionado en un zapato de satín” y en el “constante
acomodo de su mantilla [que] permite a sus torneados brazos la facultad de
tomar las actitudes más seductoras” (1956, p. 71).
Ocho años más tarde
Nebel indicaba en su Voyage pittoresque (1836), en el artículo sobre la mantilla,
que, siendo el traje tan español, “inútil será hablar de él” (p. 17),
refiriéndose probablemente a la peineta, el abanico y el tocado floral con que
se retrató a uno de los personajes femeninos. En la imagen, los zapatos de las
féminas aparecen atados con cintas en los tobillos, tal y como lo muestran las
representaciones de algunas mujeres españolas.
En cuanto al
carácter “español” del traje masculino que porta el personaje que se halla
entre las dos damas mexicanas,[3]
es posible que Nebel tuviera como referencia las láminas que retrataban a los
“Campesinos del corregimiento de Salamanca” que se publicaron en 1809 en el
álbum inglés Sketches of the
country, character, and costume
in Portugal and Spain. En su artículo descriptivo,
se comentaba que
El traje […]
consiste en un jubón de color marrón oscuro, que tiene una especie de peto
abierto, adornado con botones de plata curiosamente labrados; una faja o cinto
alrededor de la cintura, calzones cortos de tela que llegan hasta la mitad de
los muslos; medias de los mismos materiales y borceguíes atados alrededor de
los pies y los tobillos con correas de cuero. Se colocan una gran capa sobre
todo el cuerpo, o la usan doblada sobre el hombro, no sin cierta atención al
efecto elegante (Bradford, 1809, p. 18).
Así, Nebel habría
transformado al campesino salmantino en un elegante citadino de la capital
mexicana, cambiándole la hebilla del calzado por cintas, los calzones por un
pantalón, haciéndolo portar corbata y cadena y agregándole un fondo –en este
caso urbano– del que carecía la imagen inglesa.
Además de algunas
coincidencias cromáticas y el contrapposto que
comparten las figuras, también son significativas las semejanzas que existen
entre algunos elementos de la indumentaria “charra” descrita por la publicación
inglesa y la de los “rancheros” mexicanos hecha por el artista viajero germano.
Por ejemplo, las botonaduras de plata labrada que el salmantino usa en el peto
y el ranchero en las calzoneras, la forma y manera de portar la capa que en
México se ha transformado en sarape, así como los sombreros de ala ancha y los
ceñidores textiles (Nebel, 1836, p. 5).
Es importante hacer
notar que los tipos del “charro” salmantino y del “majo” andaluz, al igual que
los del “ranchero”, “chinaco” y “charro” mexicanos también comenzaron a
perfilarse como héroes nacionales a partir del siglo XIX, al haberse convertido
en guerrilleros y formar parte de las batallas contra los invasores extranjeros
en sus respectivos países.[4]
De igual manera pueden asociarse debido a la romantización
del ámbito ecuestre, ganadero (Medina, 2011) y de la tauromaquia de los
espacios en los que se les situó y al éxito en el bandidaje y los devaneos
amorosos con las mozas y señoritas que se les adjudicó.
Sobre este último
aspecto, como ya se ha anotado, los pies pequeños, la cintura estrecha o las
faldas cuya altura permitían mostrar parte de las pantorrillas fueron recursos
iconográficos y literarios que los autores mexicanos y españoles emplearon para
reflejar la carga erótica de la indumentaria de la “poblana”, la “china”, la
“maja” y “la manola”. Igualmente, es
posible que en algunas de sus representaciones se insinuara visualmente que
podían desempeñarse como proveedoras de servicios sexuales a los “rancheros”,
“majos” y “arrieros”.
Fue así como pudo
haber quedado expresado en la lámina Poblanas, pues Nebel capturó el
momento preciso en que un “ranchero” llega a la finca donde se hallan tres de
ellas esperando –bajo el vano de la puerta– a que el jinete termine de
desprenderse de una de sus espuelas para permitirle el paso. El encuentro de
miradas entre el “ranchero” y la “poblana” de falda amarilla, y que sea ella
misma la única que sostiene el cigarro cerca de la boca, pueden interpretarse
como símbolos sexuales (Figura 2).[5]
Figura 2. “Poblanas”. 1836. Carl
Nebel. Voyage pittoresque et archéologique dans la partie la plus
intéressante du Mexique. Litografía.
Fuente:
gallica.bnf.fr /
Biblioteca Nacional de Francia.
De su lado, el
simbolismo erótico quedó retratado de manera más explícita en el grabado sin título
que acompañó al texto “El recién venido”, publicado en las Escenas
matritenses de 1851. El escrito narra que el protagonista masculino –un
arriero abulense– en un paseo por la capital española “vio sentadas a la
puerta” de una casa a dos figuras: una “maja” que acerca uno de sus dedos a la
barbilla del arriero para “embelesarlo” y la típica “celestina”, anciana y
envuelta en su manto, encargada de concretar los “encuentros” (Mesonero, 1851,
p. 173) (Figura 3).
Figura 3. Sin
título. Anónimo. Escenas matritenses, Biblioteca de Gaspar y Boig, 1851,
quinta edición, p. 174. Grabado.
Fuente:
Biblioteca Digital de la Comunidad de Madrid.
Así, debido al
desconocimiento y a la vinculación histórica entre México y España, para Le Charivari fue factible emplear el tipo de la “maja”
como sustituto de la “china”; sin embargo, es necesario tener presente que
Francia contaba con una tipología similar propia: la “grisette”.
Se trataba de una obrera citadina igualmente veinteañera, trabajadora en la
industria textil o como dependienta en las tiendas, aseada y muy inclinada
hacia la coquetería en su peinado y arreglo personal, a pesar de que sus bajos
ingresos no le permitan vivir sino en una buhardilla Al igual que sus
homólogas, solía atraer “la admiración y el amor de los hombres” cuando
orgullosa se presentaba en las fiestas y teatros que frecuentaba. Empero, sus
pretendientes no son los símiles de los “rancheros” o “majos”, sino jóvenes
estudiantes de Derecho, Medicina o alguno que otro lugarteniente, pintor o
poeta, para quienes posaba como modelo o hacía de musa. Su descripción también
comparte con la “china” y la “maja” determinadas alusiones a su independencia
económica, los devaneos y la prostitución (Janin,
1840, pp. 9-16).
Su representación en
la gráfica francesa comenzó por lo menos desde finales del siglo XVIII y se le
identifica porque suele ser vestida con amplias faldas que acentúan su diminuta
cintura y que, al caer por arriba de los tobillos, permiten al espectador
contemplar sus diminutos y estilizados pies calzados con zapatos de tela. La
erotización del personaje también se manifiesta en los entornos de las escenas
en las que comúnmente se le situó, como habitaciones donde el lecho ocupa una
parte preponderante de la composición, sillas o taburetes en los que se han
colocado algunas prendas de ropa de ella o su acompañante, o símbolos fálicos
más o menos evidentes.
Sin embargo, México
quedaba muy lejos de Francia en muchos sentidos, por lo que el referente visual
más cercano y claro al que Vernier pudo recurrir fue al de la “maja”, además de
que el tipo ibérico funcionaba para transmitir el sarcasmo que se apuntaba en
el pie de la imagen. Otro recurso gráfico que empleó Vernier para enfatizar las
connotaciones sexuales de su caricatura es la postura de la retratada. Si bien
los brazos alzados y la gestualidad de las manos de ambos bailadores pueden
corresponderse con la representación de los movimientos circulares arabescos
asociados a las castañuelas, tanto en las referencias documentales de la época
–más enfocadas en los pasos y mudanzas– (Carrión, 2011, pp. 166-167), como en los
registros visuales, es difícil encontrar que las bailadoras coloquen las
piernas en la postura elegida por el dibujante francés.
Más parecida a un battement devant con
la pierna de base en demi plié propios
del balé, la postura del personaje femenino puede emplazarse en el contexto del
despliegue de los bailes españoles en los teatros de las capitales europeas
–centrados principalmente en París, Londres y San Petersburgo–, que comenzó a
partir de 1830. Al ser incluida en los grandes teatros, la danza andaluza se
convirtió en una estrategia comercial para atraer al público “culto” ávido de
novedades; no obstante, fueron las “bailarinas extranjeras las que mimetizaban
la estética española […], produciendo importantes contagios entre el ballet y
los bailes españoles” (Carrión, 2011, pp. 83-86).
Con todo, la postura
con la que Vernier dibujó a la bailadora le permite crear un ángulo recto con
su pierna izquierda para convertirla en un señalamiento que guía veladamente el
ojo del espectador hacia las zonas genitales del “majo” y los zuavos. Como
señala Julián Carrión, el uso del pie en los bailes de Andalucía era
considerado en la época como “una extensión de la natural disposición para la
danza y los requiebros de sus mujeres” (Carrión, 2011, p. 115).
Por lo tanto,
entendiendo que Vernier consideró que una de las mejores maneras de transmitir
adecuadamente su mensaje al público francés era vestir al personaje femenino
mexicano como “maja”, el discurso de la litografía tuvo, por lo menos, un par
de mensajes e implicaciones: uno político, pues la única herencia española que
querían conservar los mexicanos luego de su independencia era las “majas”
bailadoras y no el régimen monárquico –en concordancia con la postura editorial
del periódico–; y otro erótico, en tanto que las “majas” habían sido concebidas
como mujeres de dudosa moral y de ahí que los “nada tontos” mexicanos se
empeñaran en conservarlas. Estamos, pues, ante la presencia de cuerpos
“vestidos” por las convenciones sociales y los sistemas de representación (Entwistle, 2002, p. 13).
Desde esta
perspectiva, aunque aparezcan como observadores pasivos, las figuras de los
soldados franceses cumplen un rol activo en la narrativa y contextualización de
la imagen, no solo porque su indumentaria enfatiza el carácter militarista de
la intervención que los llevó a México, sino también porque ejercen un papel
doble como voyeristas de la acción erótica que sucede en la escena y como
intermediarios del lector galo que mira lo que sucede a través de la página
impresa del periódico.
Asimismo, es posible
que el observador fácilmente haya podido identificarse con los zuavos y entrar
en la escena a través de ellos, debido a la mayor cercanía en el primer plano
con la que se les colocó y a que son visiblemente más altos que el par de
“majos”, en función de la perspectiva jerárquica. Son ellos quienes lo guían a
través del contenido discursivo de la imagen mediante el diálogo que aparece en
el pie de la caricatura.
El artista y Le Charivari aprovecharon la coyuntura política internacional
para exhibir los tipos y estereotipos que había en la época respecto a la
apariencia de los mexicanos y españoles, las transformaciones y pervivencias en
sus relaciones y el comportamiento de sus habitantes. Análogamente, es factible
que, dada su filiación política y la censura que se le había impuesto, el
periódico utilizara tales recursos gráficos para evidenciar de manera
encubierta el desconocimiento de México que prevalecía en Francia, poner en
tela de juicio el honor y disciplina de los soldados del ejército francés y,
con ello, cuestionar a los ejecutores del proyecto civilizador de Luis
Napoleón.
A su vez, mostraron
crípticamente los seductores “bailes” con que los zuavos “habrían de
encontrarse” durante su estancia en México, poniendo de relieve la obsesión del
Romanticismo por el amor físico, ubicuo y oculto a la vez, presente en los
recursos literarios de novelas y poesías, como en “la alegría ‘franca’ y ‘sana’
[que] sirve de pretexto a lo ‘picante’, al ‘chiste atrevido’”: el acertijo permitía
enmascarar la intención, enfatizando las evocaciones sexuales a través de la
imaginación (Ariès y Duby,
2017, p. 499).
Entre cuadrillas y
cancanes
Elementos similares fueron llamados a formar parte de la
litografía titulada “Después de la comida, el baile. ¡Qué disposición
coreográfica tienen estas chiquillas mexicanas, eh! ¿Lo creerían en el
Valentino? J’ai un pied que
r’mue…”. Aunque hasta ahora desconocemos su fecha de
publicación, la estampa creada por la Imagerie
Nouvelle, liderada por Elie
Haguenthal,[6] estaban
integradas a una plancha con nueve imágenes que mostraban, también de manera
satírica, algunas eventualidades y obstáculos con que los soldados galos se
“habrían enfrentado” durante la expedición en México (Figura 4).
Figura 4. “Nos troupiers au Mexique.
Après le repas, la danse. Comme
ces petites Biches Mexicaines ont des dispositions chorégraphiques, hein! Ne se croirait-on pas à Valentino? J’ai
un pied qui r’mue…”. Imagerie Nouvelle, serie 8, plancha 59. Litografía.
Fuente: Photo
(C) RMN-Grand Palais (MuCEM) / Franck Raux, Francia.
Además de
identificar a las mujeres representadas como “mexicanas”, el pie de imagen
referencia al entonces afamado Bal
Valentino o Salle Valentino, un salón de baile ubicado en la calle
parisina de Saint-Honoré. De acuerdo con la Revue
de Paris de 1865, el establecimiento había adquirido su nombre debido a que
el músico académico Henri Valentino había conducido “con la perfección del
Conservatorio” los conciertos sinfónicos que se ofrecían tres veces por semana
en el lugar, hasta que se retiró en 1840 luego de sentirse desplazado por los
ritmos bailables que continuaban luego de la música de cámara que dirigía
(1865, p. 110).
A partir de 1841
–afirmaba la revista–, el propietario convirtió el lugar en un “refugio de
ejercicios coreográficos más o menos escotados”, posiblemente aludiendo no solo
a la vestimenta de las mujeres que asistían a bailar, sino al hecho de que la
comercialización del sexo se fue extendiendo a lo largo del siglo en lugares como
baños, cafés cantantes y salas de baile (Duby y
Perrot, 2018, p. 393).[7]
Fue así como el
salón de la calle Saint-Honoré comenzó en el pecado y terminó en el pecado,
suponiendo que la cuadrilla y el vals fuesen el inevitable preludio de la gran
sinfonía de la condenación eterna (1865, p. 110).
Es probable que los
saltos y brazos ampliamente extendidos con que se retrataron a zuavos y
“mexicanas” pudieran haber estado basados en la manera con que se representaban
las posturas que realizaban los bailadores en los bailes de candil,
entretenimientos espontáneos andaluces y extremeños celebrados en el patio
interior de algunas tabernas o casas en los que destacaban el taconeo y el
zapateado de los rondeños y tangos (Atencia, 2015, pp. 140-141). De acuerdo con
algunas fuentes, al igual que los fandangos mexicanos, dichas fiestas solían
terminar en reyerta con las mujeres corriendo a buscar la puerta, los hombres
repartiendo palos al aire, las sillas rodando y una polifonía de “voces no
estampadas en ningún diccionario” (Mesonero, 1851, p. 59).
Por ejemplo, en el
grabado titulado “El baile del candil” que acompañó al texto “La capa vieja y
el baile del candil” incluido en las Escenas matritenses, pueden
observarse a los “manolos” y “manolas” “improvisando unas manchegas [y]
boleras” (Mesonero, 1851, p. 59), con los brazos alzados en alto y con las
manos sosteniendo las castañuelas, al tiempo que flexionan las piernas y
levantan los talones del suelo.
En la litografía
francesa, por su lado, se aprecia a los zuavos realizando movimientos similares
y a los personajes femeninos “mexicanos” compartiendo con los ibéricos la
cintura de avispa, el peinado, el tocado floral y el largo y el vuelo de la
falda. Sin embargo, el abate Aristide Pierard –capellán expedicionario al servicio del ejército
francés durante la intervención– mencionaba en sus memorias que las mexicanas
enfrentaban “con valor los rayos del sol de mediodía, cabeza descubierta, el
cabello adornado de flores y dispuesto en dos largas trenzas, terminadas por dos
cintas de color” (Meyer, 2009, p. 321), y no con el cabello recogido sobre la
nuca y una flor sobre la sien como lo muestra la imagen europea.
También cabe la
posibilidad de que la estampa gala nos muestre la representación de una
cuadrilla, debido a la disposición en forma cuadrangular de las dos parejas del
primer plano, la correspondencia de sus movimientos a uno y otro lado del eje
de simetría, la mención en el pie de imagen del salón Valentino y la
canción “L’pied qui r’mue”
que se compuso, precisamente, como cuadrilla. No obstante, de ser así, se
trataría de una danza caricaturizada que poco tendría que ver con los
movimientos básicos que los participantes realizaban de acuerdo con los
manuales de baile de la época.
Por ejemplo, con
base en la Guide de la danse publicada en
París en 1870, existieron dos tipos de cuadrillas: la francesa y la des lanciers. Sin embargo, en ninguna de las figuras
prescritas para cada una –pantalon, été, poule, pastourelle y finale,
para la primera; y Dorset, Victoria, moulinet,
visites y lanciers, para la segunda– se
realizan saltos y gesticulaciones tan amplios, abiertos y pronunciados con las
piernas y brazos como se aprecia en la imagen, puesto que las coreografías se
configuraban alrededor de movimientos acompasados y simétricos que permitieran
entablar charlas “amenas” entre los participantes, “a los caballeros lucir su
espíritu y a las damas sus adornos” (Gawlikowski,
1870, p. 22).
En la época, el Diccionario
de Larousse consideraba que las “verdaderas” cuadrillas eran las que se
llevaban a cabo con grandes orquestas en los teatros y salones como el
Valentino, a diferencia de las que se realizaban en los bailes populares,
“donde ocho o diez pobres músicos se afanan rascando y soplando [sus
instrumentos] para entretener las piernas de algunos campesinos o soldados que
bailan con muchachas feas y torpes”. Además, apuntaba que las cuadrillas
solamente adquirían su carácter poético, original y brillante cuando los
bailadores vestían trajes singulares, brillantes y deslumbrantes (Larousse,
1875, p. 486).
En cambio, los
ilustradores de la lámina situaron su escena en un espacio al aire libre,
sustituyendo los altos muros ornamentados de los salones, por la sombra de los
árboles; al parqué, por la tierra y la maleza; y los fracs y vestidos, por el
calzado bicolor y los bombachos de los zuavos de menor rango y las faldas y
blusas femeninas del diario. Asimismo, prescindieron de los instrumentos
musicales cambiándolos por una melodía, “L’pied qui r’mue”, que podía ser fácilmente tarareada y acompañada con
las palmas de las manos.
La letra de la
canción escrita por Paul Avenel versa sobre el
fallido cortejo con el que un hombre –probablemente un campesino o soldado con
alguna discapacidad motriz resultado de alguna campaña– intenta seducir a una
mujer, a pesar de las constantes negativas de ella, pues ya se encuentra
enamorada de alguien más:
Tengo un pie que se mueve (J’ai
un pied qui r’mue)
y otro que ya no.
¡Ah! Dígame ¿quién le ha dado
ese hermoso ramo que tiene?
Señor, fue mi novio.
Cuando lo veo se me pone feliz el corazón.
[…]
¡Ah! Dígame ¿quién le ha dado
ese hermoso fichú que tiene? […]
esa mirada pícara? […]
esa tez tan fresca y rosada? […]
¡Ah! Dígame si ¿pudiera yo darle
todos los regalos que le han dado?
Señor, nadie más que mi novio
puede regalarme algo que me satisfaga.
[…]
¿Pero si yo le ofreciera
mi flauta, mi corazón, mi flageolet?
Señor, nadie más que mi novio
puede regalarme algo que me satisfaga […]
Su flauta, su corazón, su flageolet.
Todo le rechazo, es usted muy feo.
(Chansons de Paul Avenel, 1869, pp. 3-6.)
Así, el mensaje de
galantería que subyace en el iconotexto quedó
reflejado en la propia elección de la canción y en el simbolismo fálico que
pudiera existir en la reiteración del pronombre posesivo “mi” en referencia a
la flauta y el flageolet, así como en el hecho de que
en el pie de imagen los zuavos retratados se refieren a las “mexicanas” como
“chiquillas” o “cariños”. De igual forma, el simbolismo erótico se trasladó al
área inferior de la composición de la imagen pues, aunque ninguno de los cuatro
bailarines cruza la mirada, el soldado y la maja del primer plano fueron
dibujados a punto de juntar sus pies en un paso de baile, estableciendo el
contacto entre ambos a partir de una de las partes del cuerpo femenino más
erotizadas de la época.
A la par, se remarca
el contraste entre la “disposición” al “baile” de las retratadas “mexicanas” y
la expectativa del comportamiento honroso de la protagonista francesa de los
versos de la canción, quien no cede ante la lisonja, aunque su prometido
–¿enviado, quizás, a la expedición mexicana?– no esté presente, recurriendo a
las metáforas
erótico-guerreras que prevalecieron en la época.
En este tenor,
algunas fuentes documentales indican que los altos rangos franceses y
austriacos compartían una visión similar a la expresada en los textos e
imágenes que aquí se analizan. Por ejemplo, el príncipe austriaco Khevenhüller recordaba que
[…] las mujeres y
las muchachas [mexicanas] todavía son formales frente a los oficiales
austriacos, pero se vuelven locuaces después de haberles dado vueltas durante
media hora en la habanera, un baile lento parecido al csárdás,
que ellas ejecutan con pasión, pero que en realidad es bastante indecente
(Hamann, 1992, p. 139).
La erotización de la
escena también fue reforzada al elegir vestir como “majas” a las bailadoras
–como hiciera Le Charivari en su caricatura–,
con sus medias blancas, blusas escotadas y rosas rojas como parte de los
tocados. Hay que resaltar también la ambigüedad con que los ilustradores
retrataron su forma de bailar: ¿estarán recogiendo sus faldas como parte de
alguna figura coreográfica o lo hacen para “mostrar” sus pies y pantorrillas?
Igualmente es posible que el número de personajes masculinos doble al femenino
para simbolizar que los soldados que están detrás están esperando su turno para
bailar, así como para enfatizar que la narrativa de la imagen fue elaborada
desde una perspectiva masculina. Como ha señalado Entwistle
(2002):
Lo sorprendente
respecto a la actitud del exhibicionismo femenino como arma de seducción es que
no solo responsabiliza a las mujeres de su propia conducta sexual, sino también
de la de los varones: si un hombre sucumbe a la tentación sexual en pensamiento
u obra, se considera culpa de la mujer por haberle provocado con la ropa (p.
172).
Especialmente llama
la atención lo corta que es la falda del personaje femenino que se halla en el
último plano frente al árbol, incluso en comparación con las representaciones
de las otras “majas” o de la “china” que se comentaron anteriormente y, aún
más, frente a los figurines de moda de las revistas ilustradas de la época. Al
mismo tiempo, dado que le fue colocado el mantón de tono verdoso alrededor del
torso, la transformación de la mantilla en un velo que pende de su cabeza, hace
a la retratada reconocible como un tipo árabe, acentuando la visión orientalista
que los ilustradores tenían sobre España y México, agregando con ello una capa
más de significado a la imagen.[8]
Asimismo, su
ubicación bajo la sombra de la fronda y relativamente alejada del resto de
personajes, hace pensar en el carácter marginal y liminar con que se había
representado a la “maja” de las Escenas matritenses, las “poblanas” de
Nebel o la “china” de los Mexicanos pintados por sí mismos, con quienes
también parece compartir el haber sido señalada por los autores como la
materialización de la “destrucción” del varón cuando desobedece sus valores y
cede ante el descontrol de sus emociones.
En todo caso, es
posible que los lectores franceses encontraran extraña la escena o que se
divirtieran al imaginarse a zuavos y “mexicanas” bailando una cuadrilla
francesa –como las compuestas por Fessy, Strauss o Antony
Lamothe– (Larousse, 1875, p. 486), con pasos y posturas de una bolera andaluza.
Igualmente risible hubiera sido para el público más conocedor o para los
mexicanos que hubieran conocido la estampa, visualizar a las mexicanas
cambiando los picantes versos de los jarabes por la letra del “L’pied qui
r’mue” y transformando el movimiento de las faldas y el zapateado de los
palomos y espinados por las cadenas y el balancé de las cuadrillas.
Por otro lado, las
composiciones circulares y la manera de distribuir a los personajes que
emplearon Vernier y Haguenthal en sus imágenes,
bebieron de las escenas en las que históricamente se habían representado los
bailes populares españoles, construidos de tal manera que los bailadores ocupan
el punto focal de la composición, mientras que los espectadores, retratados en
distintas poses y actitudes, se reúnen en torno a ellos.
Desde una
perspectiva más amplia y como parte del pathos, por lo menos desde el
siglo XVI en algunas escenas costumbristas de baile los siervos y campesinos
fueron representados con movimientos contorsionados, exagerados y
desacompasados –atectónicos, en términos de
Wölfflin–, mientras que los pasos moderados y refinados se reservaron a los
nobles (Elías, 2019, p. 308). Ejemplos de este tipo de recursos visuales pueden
apreciarse en la Boda de aldeanos pintada por Bruegel
en 1566, en algunas xilografías de Hans Sebald Beham
de 1546 y en las figuras gigantescas de posturas afectadas que elaboró Jacques Callot hacia 1622. Posteriormente, durante los siglos XVIII
y XIX la tradición de representar al campesino como un ser grotesco o salvaje
fue sustituida por la mirada etnográfica del artista, interesada en la
reproducción fidedigna de trajes y costumbres (Burke,
2005, p. 174), como puede observarse en obras como las de Alexandre-Marie Colin
y su representación de un baile popular en la isla de Ischia
en 1833.
Por otra parte, es
importante resaltar que en la litografía de la Imagerie
Nouvelle se incorporaron algunos elementos que
sugieren el ánimo clandestino del suceso. Gráficamente, el fondo de la
composición fue dispuesto para que no sea posible vislumbrar algún perfil
arquitectónico o rasgo que indique la cercanía del lugar con algún asentamiento
o campamento; del mismo modo, la altura de la hierba y la tupida fronda que
rodean a los personajes parecen estar ofreciendo cobijo y resguardo a los
bailadores y sus acompañantes ante los ojos ajenos. De ser el caso, los
artistas quisieron que el espectador fuera cómplice de la escena, al haber
situado el punto de vista de tal manera que pudiera estar observando la acción,
escondido entre alguno de los matorrales que circundan el lugar. Textualmente,
cuando el pie señala que el baile se desarrolló “luego de la comida”, pareciera
indicarnos que, concluidas las labores militares a la caída de la tarde,
mientras unos zuavos hacen la digestión, otros “bailan” clandestinamente.
Dicho carácter
también quedó expresado en otra de las viñetas pertenecientes a la misma serie
de Haguenthal. Titulada “Una sorpresa” (Figura 5), en
su lado izquierdo aparece un oficial de alto rango que observa de frente cómo
se aproxima hacia él una pareja que camina tomada del brazo, formada por un
zuavo y una mujer vestida también a lo “maja”, con un velo verde que pende del
centro de su cabeza, idéntico al del personaje ubicado bajo la sombra del árbol
en “Después de la comida, el baile”.
Figura 5. “Nos troupiers au Mexique. Une
surprise. Gare! Mon Colonel! Dis-lui
que je suis ton élève, que t’es ma maitresse quoi! Pour m’apprendre le patois
du pays”. Imagerie Nouvelle, serie 8, plancha 59. Litografía.
Fuente: Photo (C) RMN-Grand Palais (MuCEM) /
Franck Raux, Francia.
El soldado, al
divisar a su superior, mucho se sorprende pues ha sido descubierto in
fraganti paseando fuera del campamento en compañía de una mujer. Acto
seguido, para salir del apuro, trata de cubrirse el rostro con la gorra,
mientras le murmura a la fémina –como indica el pie de la imagen–: “dile que
soy tu alumno y tú la institutriz que me enseña el dialecto del país”. Aunque
lo escucha, ella parece no inmutarse y le dirige una sonrisa al coronel.
Es posible que el
par de imágenes esté orientado a retratar los encuentros ocasionales que
pudieron haber sucedido entre militares franceses y mujeres mexicanas. En este
sentido, es necesario tener presente que “los soldados se mezclaron más con el
pueblo que sus oficiales con la élite: más de mil soldados se quedaron en
México […] y ningún oficial se quedó [en el país], si bien varios se casaron
con mexicanas”. Para lograr comunicarse, conocemos que, en los cinco años que
duró la intervención, algunos oficiales se esforzaron por comprender y darse a
entender, por lo que adquirieron gramáticas y diccionarios “y terminaron
hablando español” (Meyer, 2009, p. 434) o, incluso, aprendiendo náhuatl, como
el coronel Éloi Lussan
(Meyer, 2009, p. 318).
También fue el caso de Paul Laurent
(1867) quien afirmó que igualmente solían adquirirse “guías de conversación”
con dichos objetivos. En una plática transcrita y recreada en sus memorias,
similar a la que se apuntó en la litografía –pero a la inversa–, el oficial
afirmaba que la vida era corta y los bailes muy oportunos, y preguntaba a su
interlocutora, tras aprender a decir “hija de mi alma, preciosita de mios ojos”, “deja que te enseñe rápido el francés; ¿quién
sabe si podré darte lecciones por mucho tiempo?” (pp. 90-91).
El entorno en que
los dibujantes situaron la escena recurre nuevamente a los matorrales que ya
vimos en “Después de la comida, el baile” y agrega una palmera en el tercer
plano para afianzar iconográficamente su ubicación en un entorno tropical como
México. Asimismo, al no poderse apreciar en los alrededores sino vegetación, en
la imagen podría estarse dando a entender que la pareja viene de un lugar
apartado, solitario y oculto de la mirada de los demás.
Es importante tener
en cuenta que la mayoría de los oficiales de entre 30 y 35 años de edad que
vinieron a México eran solteros y que muchos troupiers,
de entre 40 y 50 años, no se casaron sino hasta la hora de su jubilación,
“no para tener hijos sino para tener un hogar, muchas veces en su pueblo o
pequeña ciudad natal” (Meyer, 2009, p. 324). La razón respondía a imperativos
administrativos:
Entre 1843 y 1900
un oficial francés no podía casarse libremente; necesitaba la autorización del
secretario de la Defensa […]; debía armar un expediente, revisado y aprobado
por el jefe de su unidad o por su superior, en el caso de los oficiales de
Estado Mayor y de las ordenanzas. La burocracia efectuaba una doble encuesta
sobre la “moralidad” de los dos eventuales cónyuges; la pretendida tenía que aportar
una dote proporcionando un ingreso anual de 1,200 francos, lo que correspondía
a un capital de 24,000 francos […]. La obligación de la dote correspondía a la
idea de que el sueldo de un oficial, sin otra fortuna personal, no le permitía
vivir de manera decente, si tuviese que asumir los gastos de una familia, con o
sin hijos (Meyer, 2009, p. 324).
Así, mientras que el
51.5% de los oficiales que vinieron a México se mantuvieron solteros, el
promedio nacional en Francia para los nacidos entre 1821 y 1845 varió solo
entre el 11.4% y el 13.3%. Como señala Meyer (2009), “no cabe duda de que la
profesión militar favorece el celibato” (p. 326).
Pero la soltería no
necesariamente tenía que ver con el celibato, pues lo que también preocupaba a
la milicia francesa –y de ahí probablemente que el soldado de la litografía
cubra su rostro– era el control y la prevención de contagios de enfermedades de
transmisión sexual, especialmente la sífilis, que a sus ojos transmitían –casi
con exclusividad– las prostitutas. Por ejemplo, en un manual galo de higiene
militar publicado en 1896 se enfatizaron los esfuerzos que, desde mediados de
la década de 1840, se habían realizado para erradicar lo que se llamó
“prostitución de los bosques”: una tipología establecida comúnmente alrededor
de los campamentos, formada por “merodeadoras del más bajo rango y
eminentemente fecundas en contagios venéreos de toda clase” (Viry, 1896, p.
606). Ese tipo de propuestas sanitarias impulsaron a los gobiernos a establecer
controles y vigilancia sobre determinadas prácticas al respecto. Uno de ellos
fue el registro de mujeres públicas que apareció en México durante 1862 bajo la
administración de Juárez, y que fue postergado por el estado de guerra hasta
que se retomó en enero de 1865 bajo el Reglamento de Prostitución que
estableció el Segundo Imperio (Cano y Aguilar, 2003).
Con todo lo hasta
aquí expuesto, es posible que los litógrafos idearan sus imágenes a partir de
un conjunto de oposiciones binarias con las que intentaron comunicar de manera
satírica los contrastes entre las jerarquías sociales que se percibían en la
época: un salón ornamentado como el Valentino, frente a la agreste
naturaleza del campo mexicano; el baile acompasado de las cuadrillas, ante los
aspavientos de las boleras; los fracs y vestidos elegantes, de cara a los
uniformes de campaña y las faldas cortas; el descanso luego del rancho, frente
a los bailes licenciosos; el recato y la virtud, contra el desenfreno.
Aunque la imagen
estableciera que ese tipo de conductas era propio de los rangos inferiores de
la milicia francesa, lo cierto es que los testimonios refieren que se había
extendido por toda la jerarquía. Por ejemplo, Kolonitz
(1984) escribió acerca de un baile organizado por Bazaine en 1864, al que se
habían invitado a las esposas sin convidar a sus maridos y a las hermanas sin
los hermanos. Ante la grosería –relataba la condesa–, cuando la corte se
retiró, con ella se fueron todos los invitados y “más tarde se oyó decir que
los que allí quedaron no eran sino franceses, y que cerraron el baile con un
can can” (p. 133).
Sobre el mismo
evento, Iglesias (1987) señaló que en las invitaciones se había designado el
traje que había de llevarse, “siendo de rigor para las señoras que fueran
escotadas”; “No comprendemos cómo después de semejantes indicaciones hubo quien
se prestara a concurrir […] aunque sí estuvieron, según pública voz y fama,
cuantas modistas y grisetas francesas encierra la capital” (p. 518). Como puede
observarse, ese tipo de valoraciones –impregnadas, además, de tintes
nacionalistas– recorrieron un camino de dos vías, pues si las ediciones
francesas analizadas retrataron a las mexicanas como mujeres de dudosa moral,
plumas mexicanas como la de Iglesias vertieron comentarios similares sobre las
inmigrantes francesas que trabajaban en México.
Precisamente, el Dictionnaire Universel
du XIXè siècle de
Larousse (1867) explicaba que la voz cancan
significaba un “baile muy libre, acompañado de gestos indecentes […] nacido en
una noche de orgía en el suelo parisino […] [caracterizado por] la ausencia de
reglas”. Con todo y los juicios de valor presentes en la glosa, Larousse
denunciaba el doble estándar moral con que se juzgaban las reuniones donde se
llevaban a cabo esos bailes, preguntándose si “¿no es acaso una gran contradicción
observar cómo expulsan de un baile público a una mujer por haber alzado la
pierna, mientras que doscientas bailarinas ataviadas con vestidos cortos la
levantan aún más alto que ella ante los aplausos de toda la sala de la ópera?”
(p. 251).
Como ha señalado Velázquez (2018), en este
género de imágenes resalta tanto el estatus de empoderamiento que confiere a
las figuras masculinas el uniforme militar, haciéndoles creer que tenían el
derecho de galantear en la vía pública a las mujeres, como el hecho de que los
pretendientes pertenecen a un estrato social mayor que el de los personajes
femeninos.[9]
Igualmente es característico que las mujeres del pueblo fueron representadas a
través de pormenorizaciones visuales y literarias acerca de su cuerpo,
concibiéndolas como “bienes públicos” y nacionales, “a la vista y alcance de todos,
de ahí su presencia constante en la calle como el escenario natural de su vida
diaria” (p. 20).
En este sentido, por
más caricaturesca o satírica que pudiera resultar la imagen, es necesario tener
presente que luego de las revoluciones populares y la epidemia de cólera que
sucedieron en Europa entre 1830 y 1840, los reformadores sanitarios se
obsesionaron con el desorden social y la inmoralidad que emanaba de la
“chusma”. En este contexto, se consideró que la prostituta, “tanto en sentido
literal como en sentido figurado, era la vía de infección de la sociedad
respetable […], una pestilencia, una úlcera” (Duby y
Perrot, 2018, p. 397). Asimismo, “como causa permanente de angustia, la
sexualidad femenina se ve controlada por la iglesia [que] encierra a las chicas
en una red de prácticas y de prohibiciones destinadas a proteger su virginidad.
La piedad combate el mundo y el baile. ‘Sobre todo, nada de bailes’” (Ariès y Duby, 2017, p. 272).
Así, es posible que
los observadores europeos de las imágenes hubieran podido interpretar la presencia
de las retratadas partiendo de dicha perspectiva sanitaria y religiosa, pero
también desde una óptica jerárquica, racista y condescendiente, ya que las
prostitutas se entendieron como “cuerpos” encargados de atender las necesidades
físicas de los hombres (Duby y Perrot, 2018, p. 397).
Bajo esa mirada sexualizada y asimétrica, las “mexicanas” se representaron de
esa manera para reflejar su disposición a prestar servicios sexuales a los
soldados franceses, evidenciando el imaginario colonial del entorno que
escenificaba “las fantasías y los deseos insatisfechos del [varón] blanco
occidental” (Courbin, Courtine
y Vigarello, 2005, p. 182).
Aunque se las dibujó
con velo, los ojos de los lectores también podían “divisar” su desnudez. En el
marco de la significativa influencia que había ejercido el orientalismo
pictórico y literario en la primera mitad del siglo, los ilustradores mostraron
a las mexicanas portando prendas españolizadas ya que, aunque optaron por no
copiar la apariencia de las mujeres de los harenes y los baños de Argelia,
Estambul y el Magreb –institucionalizada por pinceles como los de Ingres o Gérôme–, fue en España el lugar donde encontraron los
referentes orientalistas suficientes para vincularlos con México, dado “su”
pasado –y presente– compartido caracterizado por el integrismo y el despotismo,
el apego a las tradiciones religiosas, las ciudades plagadas de ruinas, los
climas ardientes (Sazatornil y Lasheras, 2002) y, por
supuesto, las mujeres veladas.[10]
Esa visión vertical
también se aplicó a los soldados rasos franceses. Por ejemplo, el coronel Bourdeau comentó que los mexicanos que vivían en pueblos y
ciudades pequeñas no solían distinguir la jerarquía militar. Por esa razón, en
un baile que se ofreció únicamente a los altos rangos, algunos militares galos
se “disfrazaron” de oficiales para poder entrar a la celebración; sin embargo,
uno de ellos –el cocinero del coronel– fue descubierto justo “en el momento en
que, llevado por la emoción y olvidando toda prudencia, ejecutaba un cavalier seul[11]
que era la admiración de las mexicanas”. Por su “reprochable” conducta, el
soldado fue prendido por la guardia y conducido de vuelta al campamento (Bourdeau, 1907, p. 13). En ese tenor, Prieto señalaría
irónicamente en sus Impresiones de viaje (2020) la “facilidad” para
bailar de los soldados franceses como un asunto político que, a su entender,
lubricaría el encuentro entre invasores e incivilizados invadidos para allanar
el camino a la victoria francesa.
Haciendo pasar sus letras por las escritas en el diario de un zuavo, el
literato apuntaba que
[…] era preciso
tratar a estos salvajes como amigos, y comenzamos a danzar un cancan borrascoso para asegurar a los naturales de
nuestras pacíficas intenciones. El conquistador que danza, es un conquistador
poco temible (p. 81).
Reflexiones finales
En
las representaciones analizadas persiste una marcada tensión nacionalista que
se utiliza para distinguir a los personajes de manera genérica y narrar los
acontecimientos: los mexicanos que cuando no aparecen como “chinas” y
“rancheros” se les confunde con “majas” y “majos” por su herencia ibérica, o
las boleras españolas y los jarabes mexicanos que se entremezclan con
cuadrillas francesas. De igual manera se enfrentan las representaciones de
clase: el balé y los bailes de salón, frente a los fandangos y cancanes; así
como las concepciones del cuerpo asociadas al comportamiento asignado a cada
estrato social y los espacios y maneras en que “deberían” desenvolverse: una
aclamada bailarina “profesional” que alza la pierna en el contexto de una
función teatral, frente a una bailadora del pueblo que lo hace en una fiesta y
es censurada por ello.
Con ello en mente,
tanto la caricatura de Le Charivari como las
litografías de la imaginería de Haguenthal,
utilizaron un código de vestimenta específico –a lo “maja”– para identificar a
las mexicanas retratadas como integrantes de la clase humilde que solían
exhibir sus atributos sexuales en celebraciones populares y que se encontraban
dispuestas a “bailar” y coquetear con los soldados franceses de rangos menores.
Debido a ese tipo de referencias sobre las “infranqueables” barreras que
intentaron situar, definir y separar los espacios, actividades y conductas de
uno y otro grupo, es posible pensar que lo que subyace en las imágenes sea una
visión burlesca y ridiculizada de las clases populares mexicanas y de los
soldados franceses de menor rango, al situarlos en actividades, contextos y
espacios muy distintos de los que se involucraba la elite, según las
representaciones.
El objetivo de la
utilización de dos lenguajes plásticos tan diferenciados era indicar todo
aquello que era contrario y perjudicial para las prescripciones, por un lado,
de la moral burguesa, continuamente angustiada por la contención de las
emociones en público y, por el otro, del código militar, basado en el honor, la
virtud y la disciplina. Aunque utilizaran códigos diferentes, tales representaciones
parecen partir de la lógica de que solo “una persona digna de confianza y
práctica tiene los [dos] pies en la tierra” (The
Archive, 2011, p. 424). En todo caso, las perspectivas de las mujeres y sus
versiones de los hechos son historias que aún quedan por contar.
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Aram Alejandro Mena
Álvarez
Mexicano. Maestro en
Historia del Arte. Líneas de investigación: se centran en la iconografía
política, la representación de la guerra, el desarrollo de la gráfica y de la
cultura visual e impresa en el siglo XIX y la historia de la vida cotidiana.
Últimas publicaciones:
“Los franceses a las puertas de Guadalajara en los albores de 1864:
representaciones de la dominación y la otredad en un par de semanarios
ilustrados franceses” e “Indumentaria y género en las representaciones visuales
y literarias de Catalina de Erauso, la Monja Alférez (siglos XVII y XIX), 2022.
[1]
Circuló entre 1832 y 1937. Dado su éxito internacional e innovación, sirvió de
base a las maquetas de periódicos como el Punch en Inglaterra o La
Orquesta en México. Luego de que en 1835 el gobierno de Luis Napoleón
decretara la prohibición de publicar caricaturas políticas, el diario se ocupó
de la sátira sobre asuntos de la vida cotidiana. Contó con las obras de
reconocidos artistas como CHAM (Amédée Charles Henri, Comte de Noé), Honoré
Daumier o Charles Vernier.
[2]
Cuerpo de elite del regimiento de infantería del ejército francés.
Originalmente, formado en Argelia a comienzos de la década de 1830, alcanzó
fama internacional durante el Segundo Imperio francés al haber combatido en las
campañas de Crimea, Italia, México y la guerra franco-prusiana.
[3]
La imagen puede consultarse en https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b8553011d/f95.item.
[4]
Considérense, por ejemplo, el personaje de Julián Sánchez de La Batalla de
los Arapiles (1875) de Benito Pérez Galdós o la novela Astucia
(1866) de Luis G. Inclán.
[5] En la pintura mexicana decimonónica, las asociaciones
eróticas entre ambos personajes fueron exploradas por artistas como Agustín
Arrieta en Cocina poblana (1865) o en Un matrimonio feliz, tal y
como lo han estudiado Fausto Ramírez (2009) y Angélica Velázquez (2018).
[6] Desde el siglo XVIII, las imageries
tuvieron un rol importante en Francia en la transmisión del conocimiento
popular, los eventos políticos e históricos, la cultura religiosa, el
entretenimiento (con la impresión de barajas y juegos de mesa) y la educación
infantil. En concreto, Élie Haguenthal (1822-1881) llegó a emplear alrededor de
160 trabajadores que produjeron hasta 1,000 planchas diferentes cada año que
gozaron de amplia circulación (École nationale des Chartes, s/f).
[7]
Baudelaire también comentaba que en el Valentino se hallaba la figura de
la cortesana, “perfecta imagen de lo salvaje que se esconde en el corazón de la
civilización” (Cordero y Sáenz, 2001, p. 267).
[8]
Es necesario tener presente que, para la mayoría de los europeos que estuvieron
en el país en ese tiempo, México era una mezcla de España y Oriente Medio con
aztecas y mayas. Esa perspectiva orientalista hizo, por ejemplo, que personajes
como la condesa Kolonitz (1984) percibiera que los indígenas mexicanos bailaban
el popular jarabe, tocado con “instrumentos nacionales” que parecían tener
“algo de común con los de nuestros gitanos” (p. 152).
[9]
En la plástica mexicana decimonónica, “el asedio en el ámbito público que
militares y donjuanes pertenecientes a las clases medias y/o altas les
plantaban a las mujeres del pueblo, había sido un asunto recurrente en las
escenas pintadas por Arrieta desde la década de 1840” (Velázquez, 2018, pp. 247
y 256-257).
[10]
En una escena de cortejo similar y con indumentaria parecida, aunque con las
faldas menos cortas, fueron representadas un trío de “mexicanas” en la plancha
núm. 465 de la Imagerie d’Épinal titulada “Les français au Mexique”. La
visión orientalista de la estampa también quedó reflejada en las cúpulas y
minaretes del fondo de la imagen que recuerdan a la arquitectura islámica.
[11]
Se refiere a una figura que se realiza en las cuadrillas, ejecutada por un solo
bailarín.