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Génesis de una época: el discurso y
la sociabilidad museográficos en la prensa chilena, 1845-1847 DANILO IVAR DUARTE PÉREZ danilo.duarte@correounivalle.edu.co Universidad del Valle [Colombia] Resumen: Últimamente han
proliferado estudios sobre exposiciones nacionales chilenas, pero que han
dejado fuera el análisis de la génesis de esa práctica museográfica y el de
sus orígenes discursivos. Este estudio se propone dar cuenta de dicha
aparición, de su materialización en el marco de las fiestas nacionales y de
las polémicas que propició. Lo anterior con miras a aportar a la
historiografía de la museología chilena. El estudio se ubica en un periodo
germinal en el que la preocupación de la elite gobernante es construir la
nación. El método histórico-crítico como fondo del análisis de fuentes
primarias tales como prensa, normatividad, memorias, etc. contribuye a situar
el inicio de una época y a determinar las condiciones de aparición del
discurso museográfico nacional, además de individualizar a los integrantes de
un Sujeto Emisor Colectivo (SEC). Palabras
clave:
Discurso; exposición, museografía; prensa; Chile.
Genesis
of an era: museographic discourse and sociability in the Chilean press,
1845-1847 Abstract: Lately, there
has been a proliferation of studies on Chilean national exhibitions that,
however, leave out the analysis of the genesis of this museographic practice
as well as its discursive origins. This study aims to give an account of that
appearance, of its materialization in the framework of national festivities
and of the polemics that it caused. The above with a view to being a
contribution to the historiography of Chilean museology. The study is
situated in a germinal period in which the concern of the governing elite is
to build a nation. The historical-critical method as a background to the
analysis of primary sources such as the press, regulations, memoirs, etc.
contributes to situate the beginning of an era and to determine the
conditions of appearance of the national museographic discourse, as well as
to individualize the members of a Collective Emitting Subjec. Keywords: Discourse; Exhibitions, Museography; Press;
Chile. traducción: Danilo Ivar Duarte Pérez / Universidad del Valle
Cómo citar Duarte, D. (2024). Génesis de una época: el discurso y la sociabilidad museográficos en la prensa chilena, 1845-1847. Culturales, 12, e769. https://doi.org/10.22234/recu.20241201.e769 Recibido 26 mayo 2023 / Aprobado 6 octubre 2023 / Publicado 17 enero 2024 |
Introducción
¿Cuáles fueron las
condiciones que favorecieron la emergencia de un objeto discursivo denominado “exposición”? ¿Quiénes, y bajo qué
figura organizativa, inauguraron el discurso exhibicionario[1]
en el país? ¿Qué lugar ocupó la prensa escrita en la génesis del discurso y de
la práctica expositivos en Chile? Pedro Palazuelos, José Miguel de la
Barra y José Gandarillas, representantes de una burguesía ilustrada,
compartieron un espacio de experiencia distinguible en tres dimensiones: en sus
destinaciones diplomáticas en Europa, en la ocupación de distintos cargos
públicos y en la idea común en torno al rol tutelar de la elite sobre el
pueblo.
El espacio de experiencia común consintió la aparición
de ciertas condiciones históricas para la emergencia de una práctica discursiva
denominada “exposición” y que impulsaron mediante una forma asociativa muy
particular, una sociabilidad efímera especializada. En este espacio limitado de
comunicación, la prensa de la capital operó como caja de resonancia del
pensamiento práctico ilustrado de ese trío, a pesar de que también fungió como
un espacio abierto al debate, siendo considerado un lugar privilegiado en la
formación de la opinión pública. En consecuencia, este artículo se propone, a
través de la construcción de una breve biografía colectiva y del estudio de la
prensa del periodo 1845-1847, dar cuenta de dicha aparición discursiva, de su
materialización en el marco de las fiestas cívicas de esos años y, de las
polémicas que propició. Todo lo anterior con miras a ser un aporte
significativo para la historiografía de la museología chilena.
Para ello se empleó el método histórico-crítico sustentado
en fuentes primarias tales como prensa, normatividad, memorias, etc. El material
fue analizado a la luz del interés por determinar el momento en el cual se
comienza a hablar de exposiciones y
la manera en que ese comentario cataliza otros discursos a favor o en contra de
su realización.
¿Qué justifica la temporalidad propuesta? Hemos considerado el año 1845
como el inicio de este estudio por cuanto que marca el origen de una práctica
que consiste en exhibir públicamente los productos de la incipiente industria
nacional con el afán de dar a conocer los progresos alcanzados a pocos años de
conseguir la independencia política, y 1847 debido a que dicha práctica dejó de
ser impulsada, en exclusiva, por agentes privados ilustrados para, el año
siguiente, contar con la protección y el aval del gobierno chileno en tanto que
considerada actividad útil para el país.
Aunque las exposiciones y los museos difieren en su
carácter temporal, las primeras más efímeras que los segundos, ambas
instituciones coinciden en una máxima: son “espacios de clasificación” que
tributan a la tradición enciclopédica del siglo XVIII en el sentido de que se
esfuerzan por organizar las actividades y los conocimientos humanos
compartiendo las mismas preocupaciones educativas (Sanjad, 2017, p. 789). Empero,
no hay que olvidar que la historiografía de los museos latinoamericanos es una
historia de supervivencias puesto que, en términos generales, “surgen como
instituciones sumamente frágiles, ligadas a intereses contingentes y
cambiantes” (Podgorny, 2010, p. 59). Muchos de ellos no sobrevivirán sus
primeros “años de prueba” (Achim, 2014) y en un proceso de apertura y clausura,
de mudanzas permanentes y de dispersión y desaparición de sus colecciones,
serán las exposiciones, antes que los museos mismos, los verdaderos
dispositivos disciplinatorios que aglutinaron los elementos constitutivos de la
nueva nacionalidad (Hernández, 2006, p. 286); fueron las que, en definitiva,
“intentaron producir de manera disciplinaria una ciudadanía nacional”
(Cartagena y León, 2014, p. 61).
Chile no fue la excepción: a la declaración de
intenciones por fundar un primer museo en 1811, siguió la iniciativa del
director supremo Bernardo O’Higgins en 1822, también abortada y,
posteriormente, la creación de un Gabinete de Historia Natural en Santiago en
1830, llamado a partir de 1842, Museo de Santiago, de Historia Natural, de
Chile o Nacional. Ese mismo año, su director, el francés Claudio Gay, volvió a
su país llevando consigo buena parte de lo recolectado en Chile para su clasificación
en París (Sanhueza, 2016, p. 148; Sanhueza, 2018, p. 174) y aunque después de
su partida se designaron otros directivos, estos “no hicieron un gran esfuerzo
para mantener el museo, y una gran parte de la colección original desapareció”
(Schell, 2009, p. 87). Así, el gabinete devenido en museo no operó más allá
1844, para cobrar nuevos bríos recién en 1853, a todas luces una existencia
difícil.[2] Todo lo anterior justifica
el abordaje del objeto de estudio propuesto.
El artículo consta de cuatro partes y unas palabras
finales. Inaugura el escrito una breve discusión teórica que releva las
nociones de discurso y sociabilidad, sección que hemos titulado “Discurso y
sociabilidad: un binomio museográfico”. Le sigue “La Cofradía del Santo
Sepulcro en los orígenes de las Exposiciones Nacionales”, donde damos cuenta de
los nombres propios involucrados en la organización de este tipo de eventos en
el país, así como la participación de un tipo de sociabilidad formal religiosa
en ella y su rol en lo que denominamos como sociabilidad efímera especializada.
En seguida, en la sección intitulada “Formalización jurídica de una práctica
museográfica” repasamos la normatividad que da vida legal a la institución
museográfica de las exposiciones nacionales chilenas, aunque no sin
controversias.
A continuación, está “Génesis de una época”, ahí
informamos sobre el desarrollo de las primeras exposiciones públicas, la
participación del artesanado en ellas y los ecos del evento en la prensa,
momento que identificamos como el instante en el que se comienza a hablar de exposiciones en Chile. Y en la parte final, se
insiste en las oportunidades que entrega el estudio de las exposiciones
museográficas chilenas para contribuir a la historiografía de la museología
chilena.
Discurso y sociabilidad:
un binomio museográfico
De lo antes dicho
hay conceptos que atender si el interés es despejar las interrogantes que hemos
planteado como problema. El primero tiene que ver con la noción de discurso.
Entendido como uno de los factores constitutivos del dispositivo integrado por
elementos dichos y no dichos, o incluso como episteme, en el sentido que esta “es un
dispositivo específicamente discursivo”
(Foucault, 1985, pp. 128-130), dicha noción se encuentra asociada al debate en
torno al poder-saber. En efecto, sea en el primer caso, en donde el dispositivo
ocupa una posición dominante en el juego de poder, o bien en el segundo, donde
la episteme hace alusión a un sistema de conocimiento que condiciona
cómo el mundo es entendido e interpretado en un cierto momento (Oliver, 2010; Allen,
2010), “el discurso no es simplemente aquello que traduce las
luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo
cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, 2005, p.
15).
En las sociedades la producción del discurso se
encuentra vigilado por procedimientos que regulan su emergencia, formas de
exclusión en donde la prohibición es uno de los más evidentes puesto que “no se
puede hablar en cualquier época de cualquier cosa” (Foucault, 2002, 73); “uno
sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en
cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier
cosa” (Foucault, 2005, p. 15) puesto que existen “condiciones de realidad de
los enunciados”, “condiciones de posibilidad”, “espacio(s) limitado(s) de
comunicación” que toleran el advenimiento de un enunciado (Foucault, 2002, pp.
146-177) en un momento determinado del tiempo histórico.
Esto quiere decir que los hechos discursivos
[…] ocupan un tiempo y un espacio, hacen parte de lo
que ha podido hablarse en una época según unas reglas o regularidades. […] los
conjuntos de enunciados nos muestran momentos discursivos históricamente
situados y, en consecuencia, pueden orientar la comprensión de etapas
históricas que se distinguieron por lo que pudo enunciarse y por lo que no pudo
enunciarse” (Loaiza, 2020a, pp. 305-306).
El tabú del objeto, el ritual de la circunstancia y el
derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla son tres tipos de
prohibiciones que proceden desde el exterior de la producción discursiva. Para
nuestro estudio son relevantes aquellos procedimientos de control interno de
dicha producción, en especial los relacionados con el comentario y el autor,
ambos complementarios.[3] El
comentario tiene relación con aquellos discursos que se encuentra en la génesis
de un conjunto de enunciados, en el origen de los “actos nuevos de palabras que
los reanudan, los transforman o hablan de ellos, en resumen, discursos que,
indefinidamente, más allá de su formulación, son dichos, permanecen dichos, y
están todavía por decir” (Foucault, 2005, p. 26). Mientras que el autor,
entendido más “como principio de agrupación del discurso” que como un individuo
que ha escrito o pronunciado un texto (Foucault, 2005, p. 29) se encuentra
ligado al origen de las significaciones de dicho discurso.
Ambos procedimientos son relevantes para esta
investigación en tanto que nos interesa, por un lado, demostrar que la época de
las exposiciones chilenas es tributaria de un comentario, de un discurso
cultural exhibicionario de larga data que en el país es vuelto a decir por un “sujeto emisor colectivo” (SEC) (González,
2008). La noción de SEC, en tanto que autor, es importante toda vez que no solo
da pie para individualizar a los personajes/autores detrás del comentario, sino
también para determinar la congruencia en relación con sus perfiles
intelectuales y cumplir una de sus máximas, a saber: el autor como unidad y
foco de coherencia del discurso, para lo que es necesario establecer el lugar
social de enunciación que ocupan. A partir de estos dos procedimientos de
control interno pretendemos dar cuenta del origen de una época, o sea, informar
del momento cuando se comenzó a hablar de exposiciones en Chile, reafirmando la
idea según la cual a determinados momentos históricos corresponden ciertas
prácticas discursivas (Loaiza, 2020a, p. 306; Loaiza, 2020b, p. 22).
Otra noción es la de sociabilidad. Autores como Maurice Agulhon,
Philippe Ariès, Norbert Elias y Jürgen
Habermas son referentes cuando se estudian las prácticas
asociativas. Para algunos el término remite a Agulhon, no obstante,
este pone sobre aviso de esa paternidad putativa sobre el concepto apuntando a
Ariès y sus estudios sobre las mentalidades como los trabajos que “estaban
mucho más cercanos de acuñar el término ‘sociabilidad’ que las suyas”
(González, 2009, p. 23). Mientras que el primero analiza la sociabilidad formal
burguesa a través de la figura del “círculo” y propone una tipología de
sociabilidades, el segundo se interesa por resolver “cómo se pasa de un tipo de
sociabilidad en la que lo privado y lo público se confunden, a una sociabilidad
en la que lo privado se halla separado de lo público e incluso lo absorbe o
reduce su extensión”, dando cuenta de algunos “indicios de privatización”
(Ariès, 1990, pp. 22-25). Para Elias, en tanto, son las interdependencias
valóricas en el interior de un grupo las que permiten hacer inteligible una
sociabilidad que implica, como condición de posibilidad, la interiorización y
la transformación de coacciones externas en autocoacciones como constante para
la producción de formas de comportamiento (Elias, 1983, 1990, 1997).
Mientras que para Habermas
(1997) la pérdida de gravitación de la sociabilidad cortesana que
estudia Elias es la manifestación de una
sociedad que se separa del Estado y que favorece la escisión de las esferas
pública y privada en el sentido moderno. Para él, “lo público” se constituye
porque los asuntos antes propios de las autoridades ahora son cuestiones de
interés general, al ser la prensa uno de los medios para polemizar con la
publicidad estatal. Esto quiere decir que las personas privadas debaten con el
poder la publicidad normada por este, para concertar con él las reglas
generales del tráfico en las esferas económica y social, dimensiones
públicamente relevantes.
De ahí la conocida definición del concepto de publicidad burguesa: la esfera en la que
las personas privadas se reúnen en calidad de público. Sin embargo,
estas definiciones no ayudan a comprender un tipo de práctica asociativa que se deriva de la organización de
exposiciones tales como las comisiones directivas o las de premios. Sí
contribuye a ello, en cambio, el estudio de Zofio (2002) afirma que “los
espacios sociales surgen o se contraen como respuesta a las condiciones de
existencia de los actores” (p. 137), para él la trashumancia de la corte
española favoreció la comunicación y los lazos de sociabilidad entre artesanos regios
y artesanos locales de las ciudades que la corte visitó.
Esta idea de una asociación momentánea la comparte
Pelizaeus (2013) quien en su trabajo sobre las sociabilidades urbanas y
cortesanas afirma que entre ellas “se forma un tipo de sociabilidad, aunque
efímera por ser durante un corto periodo de tiempo” (p. 123). En esta línea, Farge (2008) sostiene que la
vecindad es el “estado de proximidad de un lugar o una persona con respecto a
una cosa o un lugar”, que el “gesto caminatorio” y el nomadismo, implican
formas específicas de sociabilidad cuyos códigos han de conocerse y cultivarse,
sobre todo en el caso del nomadismo puesto que entraña “una sociabilidad tan
repentina como efímera” (pp. 79-103).
Lo dicho recién, contribuirá en su momento a determinar qué tipo de prácticas
asociativas se vio involucrada en la emergencia del objeto discursivo
“exposición”. Creemos que una práctica asociativa parcial o momentánea con
arreglo a fines específicos es lo que podríamos denominar aquí como una
“sociabilidad efímera especializada” creada para alcanzar un objetivo concreto.
En los últimos veinte años, aunque con mayor fuerza en
la última década, hubo una proliferación de estudios en torno a las
exposiciones nacionales chilenas, que se concentraron, mayoritariamente, en el
lapso de 1869 a 1888. El primero destaca porque la literatura especializada
considera que la exhibición de ese año fue la primera que se organizó en el
país. Por otro lado, el año de 1888 es importante debido a que, a partir de esa
fecha, la práctica museográfica decayó ante nuevos espacios de celebración de
la industria. Otros estudios se ocupan de abordar el periodo anterior: 1845-ca.1872,
en el afán por ofrecer antecedentes para comprender que la tradición
museográfica chilena hunde sus raíces en 1845, en el corazón del régimen
conservador.
Así, se tiene un corpus
de más o menos 35 trabajos que abordan el fenómeno expositivo desde la
perspectiva de la historia económica, desde los estudios de la cultura visual,
de la ciencia, la técnica y las tecnologías, desde la estética, desde la
arquitectura, desde los estudios patrimoniales, desde la historia regional.
Reconociendo las especificidades de cada una de esas perspectivas, coinciden en
una cuestión fundamental: un ideal de modernización que se escenifica en la
prensa y en los ámbitos visual, estético, arquitectónico y agrícola de las
exhibiciones, así como en el binomio que enfrenta lo colonial a lo republicano
(Duarte, 2023).[4]
La Cofradía del Santo
Sepulcro en los orígenes de las exposiciones nacionales
Una burguesía ilustrada
A comienzos de
1844 un grupo representativo de la “burguesía ilustrada” nacional (Hidalgo y
Sánchez, 2006) se asoció con el propósito de fundar escuelas de
dibujo lineal y de música, organizar exposiciones, entregar premios a la virtud
y liderar polémicas procesiones de Semana Santa (Barros, 1906), todo a partir
de la trinchera que le otorgó la dirección de un resucitado modo de
sociabilidad formal religiosa: la Cofradía del Santo Sepulcro. Personajes como
Pedro Palazuelos Astaburuaga (1800-1851), José Miguel de la
Barra (1799-1851) y José Gandarillas y Gandarillas (1810-1853)
hacen parte de dicha burguesía en la medida que pertenecieron a una elite
gobernante que, imbuida por el espíritu ilustrado, creía solucionar los
problemas de la naciente república mediante el uso de la razón y los principios
del progreso, visión de mundo construida a través de sus viajes y la ocupación
de distintos cargos políticos; además de su inclinación por los conocimientos
científicos naturales y de su confianza en que las ciudades ofrecían una vida
civilizada a la población (Hidalgo y Sánchez, 2006).
Palazuelos Astaburuaga, residió en Europa mientras fue
secretario del obispo José Ignacio Cienfuegos (1762-1845) durante su misión en
Roma (1824), encargado de negocios en los Países Bajos y cónsul general en
Francia (1829-1832). Con lo visto en el viejo continente y de vuelta en el
país, buscó organizar una experiencia que acercara al pueblo las ideas que
compartían algunos miembros de la elite en cuanto a mejorar las condiciones de
vida de los grupos menos favorecidos. José Miguel de Barra compartía un espacio
de experiencia similar al de Palazuelos Astaburuaga. Con 19 años participó en
la última batalla de la guerra por la Independencia, y de 1822 a 1823 fue
nombrado secretario del vicealmirante del Perú y de la legación peruana en las
Provincias de la Plata.
En 1824 ocupó el cargo de secretario de la primera
legación chilena en Londres a cargo de Mariano Egaña y entre 1829-1835 fue
cónsul general de Chile en Londres y París, con lo cual se transformó en uno de
los primeros diplomáticos en Europa. De vuelta, en 1835, asumió distintos
cargos tales como el de intendente de la provincia de Santiago (1843-1849) y decano de la
Facultad de Filosofía y Humanidades (1843-1851). Como decano prestó atención
a la educación pública al crear un sistema de premiación de excelencia para los
preceptores de enseñanza y como intendente se decía que era un “funcionario
progresista que quería aplicar a Santiago los adelantos que él mismo había
observado en las importantes ciudades de Europa” (Hidalgo y
Sánchez, 2006). Además, durante sus múltiples viajes al Viejo Mundo,
se interiorizó de los beneficios económicos ligados a las asociaciones
gremiales impulsando, junto a otros, la que se ha reconocido como la primera
entidad gremial de Chile: la Sociedad de Agricultura y Colonización (1838).
A José Gandarillas se le suele reconocer más por su
labor artística y social que política, aunque, para la época, resulta difícil
separar intereses intelectuales, políticos, sociales, artísticos, incluso,
confesionales. Católico ferviente, pintor, dibujante, coleccionista de arte,
arquitecto y miembro de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la
Universidad de Chile desde 1851, su pensamiento se encuentra y coincide, en lo
fundamental, con los de Palazuelos y De la Barra desde temprano, en 1843. Sobre
la base de la racionalidad utilitarista de Bentham (1748-1832) que, a partir
del cálculo, persigue el bienestar y la felicidad de la mayoría de los
miembros de la sociedad, Gandarillas buscó proteger el “espíritu de asociación”
que empezaba a descollar en Chile entre los artesanos y fomentar los distintos
ramos de la industria en la que participaban (Gandarillas, 1843a, p. 46).
Era un pensamiento común en la época la idea conforme
la cual la inteligencia, el patriotismo y la voluntad de los ciudadanos
ilustrados y de los hombres públicos se organizaba para cooperar en beneficio
del pueblo. La libertad obtenida por este con la Independencia no significaba
nada sin la mejora de sus intereses materiales que le permitieran sacudirse del
“yugo de la miseria”; era el trabajo el que sostenía y acrecentaba dichos
intereses y permitía al hombre mejorar su naturaleza física e intelectual, es
decir, civilizarse (El Progreso, 16, 17, 21, 24, 28 de abril y 4 de mayo
de 1847). Lo que se perseguía era la promoción de la mejora material para
conseguir la mejora social del pueblo para lo cual “se necesitaba, pues, una
política enteramente nueva, basada sobre los cálculos de la conveniencia
individual y pública (El Progreso, 21 de junio de 1847).
A partir de una triada conceptual que ataba religión,
escritura del orden (Loaiza, 2017) –es decir, un Reglamento para la prosperidad de las artes en Chile– y banca –la
recién fundada Caja de Ahorros (1842)– Gandarillas no solo esperaba darle el
impulso y la protección que requerían los artesanos y sus industrias, sino que
también pretendía aumentar la población y mejorar sus costumbres.
Este triunvirato, con Palazuelos Astaburuaga a la
cabeza, se propuso resucitar la Cofradía del Santo Sepulcro que contaba
veintiún años de receso. Originalmente, esta asociación buscó el fomento de
algunas prácticas devotas y de caridad y la organización de la procesión del
Viernes Santo, una de las fiestas religiosas más populares de la capital
(Vergara, 1885; La Revista Católica, 1847, pp. 587-592). La idea consistía en
recurrir a las cofradías gremiales y darles un nuevo empuje mediante la
incorporación de prácticas religiosas, el registro en la Caja de Ahorros de los Pobres, la oferta de clases de dibujo lineal
y la organización de exposiciones de arte e industria.
En específico, se pensaba fundar en la capital una “lonja
de las artes”, esto es, un lugar donde se conservara un registro de los
artesanos de Santiago y se exhibieran toda clase de objetos tales como
máquinas, instrumentos, obras de arquitectura, diarios industriales, periódicos
y colecciones de dibujos, pero también, desde ese mismo espacio, se proyectaban
expresiones que contribuyeran a la celebración de las fiestas patrias de
septiembre con lo que, según algunos, Palazuelos se convirtió en el primer
ciudadano en incorporar a esas festividades diversiones morales e instructivas
(Figueroa, 1897, pp. 439-440); fue el pionero en imaginar e incorporar a dichas
fiestas “espectáculos dignos de ella, que fuesen la expresión de la cultura y
civilización que alcanzamos y que trajesen en pos algún beneficio a la
comunidad” (Torres, 1860, pp. 103-104). Con ese fin se encargaría a algunos
estudiantes hacer elogio público de los patriotas que se hubieran destacado por
su caridad y filantropía y se concederían, tal como había podido ver en
Francia, premios a la moralidad y a la virtud, especialmente a los maestros de
primeras letras que más se encumbraran en su labor (Barros, 1906, p. 52; pp.
402-403).
Decimos que el pensamiento de Gandarillas coincide con el
de sus cofrades cuando vemos notables coincidencias entre el Reglamento para la prosperidad… y las
preocupaciones de Palazuelos que indican que compartían su afán ilustrado.
Tómese el caso de los premios a las artes que, según Gandarillas, cada seis
meses se entregarían a los artesanos que más destacaran en su labor y el del
reconocimiento a su buena conducta, los cuales se podrían equiparar con los de
moralidad de Palazuelos; o bien el registro de artesanos de la ya mencionada
lonja de las artes, pero que en términos de dicho reglamento hace referencia a
“llevar un libro o matrícula de todos los artesanos cualquiera que sea su clase
o profesión” (Gandarillas, 1843b, p. 58).
Según Grez (2007), la época de las cofradías gremiales
había acabado, por lo cual Palazuelos recurrió a la del Santo Sepulcro, de
existencia secular, pero sin ninguna base gremial, cuya reinstalación no estuvo
exenta de polémicas que se explican a raíz de las relaciones entre la Iglesia y
el Estado, las cuales, a partir de 1843, experimentaban una creciente tensión,
cuando la autoridad civil, soportada sobre un nuevo espíritu de adhesión hacia
visiones no cristianas, encaró a su contraparte eclesiástica, socavando con
ello la confianza en el influjo de una visión católica del mundo. Hay que
señalar, en todo caso, que la laicización de las instituciones no implicó un
rechazo a la religión católica ni menos un esfuerzo de secularización social,
de hecho, los políticos liberales, en su mayoría, continuaron siendo católicos
devotos. De hecho, para la defensa y conservación del orden “era funcional una
Iglesia que en nombre de Dios impusiese el respeto a la ley, que hiciese
exigencias de moralidad equivalentes a la virtud cívica, y que reforzase la
adhesión al orden público de la clase dirigente” (Stuven, 2008, p. 485).
Conforme los términos teóricos que hemos venido
enunciando, Palazuelos, De la Barra y Gandarillas, conforman un autor, un
sujeto emisor colectivo (SEC) que, en el contexto nacional y coherentemente con
su mentalidad ilustrada, replican, vuelven a decir, transmutan en caja de
resonancia de un antiguo comentario museográfico-económico-cultural
profundamente anclado en el tiempo histórico nacional. En efecto, Vicuña
Mackenna data el origen de “nuestras primeras esposiciones” el 2 de mayo de
1556 (Vicuña, 1884, pp. 420-421).
Pirenne (1975) establece un vínculo directo entre las
exposiciones decimonónicas y las ferias comerciales en Europa que se remontan,
al menos, hasta el siglo XI. Las ferias de Champaña que analiza tienen su contraparte
por todo el viejo continente e independiente de donde tuvieran lugar se
organizaban conforme una estructura bien definida (Serena, 2018, p. 63, p.
337). Este comentario expositivo es el que se proyecta hasta el actual tiempo globalizado (Subercaseaux, 2002).
Es cuestión de ver cómo, a nivel nacional, el conjunto de enunciados
exhibicionarios tiene la misma vigencia que hace 177 años (Feria Internacional
de Santiago, 2023).
En este sentido, tanto los comentarios pasados como los
del presente no son más que ecos que imitan y repiten aquello que otro ha dicho
o que se ha dicho en otra parte. En términos de Foucault (2005) vuelven a “decir por
primera vez aquello que sin embargo había sido ya dicho” (p. 29). Llegado a
este punto creemos haber respondido la pregunta acerca de quiénes inauguraron
el conjunto de enunciados exhibicionarios en el país o, mejor dicho, quién fue
el SEC responsable de volver a enunciar algo que ya se había comunicado.
A partir del perfil intelectual e ideológico del SEC
respondemos otra interrogante: aquella relacionada con las condiciones de
posibilidad de emergencia del comentario museográfico. Se dijo que no
cualquiera puede hablar de cualquier cosa en un determinado momento, pues bien,
los integrantes del SEC estaban en capacidad de decir algo no solo por el
prestigio social con el que contaban, sino que más importante aún, porque,
debido a su espacio de experiencia en el extranjero y su capital simbólico,
eran los portadores-replicadores legítimos de comentarios civilizatorios que
concebían a las exposiciones como la materialización de logros económicos,
políticos, socio-culturales y científicos. Las exhibiciones museográficas eran
–¿y son?– expresión de hechos económicos, por ello se suele decir que “la
esencia de la producción capitalista se ha de poder captar en las formas
históricas concretas en las que la economía encuentra su expresión cultural” (Tiedemann , 2005, pp.
24-25).
En este contexto, la clase dirigente coincidía en la
necesidad de formar a todas las capas de la población en la virtud republicana,
de sumar el conocimiento racional a la acción y al deber del Estado en la
realización de esos cometidos. A fin de cuentas, ese era el signo de los
tiempos de una primera globalización económica: la manifestación de una cultura
política moderna ligada a la voluntad de incorporar a Chile al sistema
económico mundial y a la revolución científica y técnica. Condiciones externas
de posibilidad junto a determinantes internas habilitaron la aparición del
objeto discursivo “exposición” con claras funciones civilizatorias, a saber: la
autorregeneración de la población.
Un tipo de sociabilidad efímera: la comisión de
premios
Los planes de la hermandad del Santo Sepulcro para las fiestas cívicas
de 1845 consistían en celebrar la virtud reina de las virtudes teologales y del
cristianismo: la caridad,[5] en elogiar
a nacionales y extranjeros difuntos que se hubieran distinguido por impulsar la
mejoría material y moral del pueblo, en “exhibi[r] los mejores productos de
nuestras nacientes artes; y distribu[ir] un número de premios a las personas
que pareciesen más meritorias, previa la correspondiente calificación”. En
definitiva, lo que perseguía el Consejo de la hermandad con la implantación de
esta y otras actividades era “dar a la memoria de nuestra emancipación política
la expresión del pensamiento que es llamada a realizar –la mejora moral y
material del hombre y la sociedad” (El Araucano, 19 de septiembre de
1845).
Observemos brevemente esta nota a la luz del lugar que ocupó la
prensa en la génesis de la práctica discursiva. Una aproximación constata que
actuó como medio difusor del conjunto de enunciados museográficos dichos por la
cofradía. Esta nota, y otras que se expondrán después, se interpreta como la
primera réplica de la opinión pública al conjunto de enunciados emitidos por el
SEC establecido en la cofradía. De aquí en adelante veremos cómo la prensa se
transforma en un actor fundamental en la divulgación y en la crítica a esos
enunciados, constituyéndose en el espacio privilegiado para el debate en torno
al proyecto museográfico nacional.
Para el evento de 1845, el gobierno designó una
comisión responsable de examinar y premiar las disertaciones en elogio a los patriotas
destacados por su filantropía y caridad y las obras de
la industria que se presentaron. Esta comisión es otro ejemplo de burguesía
ilustrada. Estuvo compuesta, además de Pedro Palazuelos y José Gandarillas, por
Pedro García de la Huerta Saravia, Ignacio Reyes Saravia y Domingo Arlegui.
García de la Huerta (1788-1861), quien participó desde temprano en las batallas
por la Independencia, fue un agricultor exitoso y como político fue elegido
diputado en múltiples ocasiones entre 1827 y 1852, lapso en el que integró
distintas comisiones parlamentarias.
Reyes Saravia (1812-1873) estudió Humanidades y
Matemáticas en el Instituto Nacional, y se dedicó a la carrera mercantil y a la
política, actividades que no le impidieron asumir el cargo de tesorero de los
Establecimientos de Beneficencia de Santiago (1832) ni que ocupara, en
distintos periodos, el puesto de presidente de la junta de Beneficencia.
Arlegui (? - 1846), por su lado, fundó, junto a José Miguel de la Barra, Pedro
Palazuelos y otros,[6] la
Sociedad Chilena de Agricultura y Colonización (1838). En el seno de dicha
sociedad, Arlegui formó parte de la Comisión de Artes y Oficios ligados a la
agricultura (1843) –predecesora de la Escuela de Artes y Oficios (1849). Como
agricultor, e inspirado por agrónomos europeos, se inclinaba más por la
rotación de cultivos que por los barbechos considerados onerosos e
ineficientes.
Si nuestro interés radica en determinar los tipos de
sociabilidad intervinientes en la génesis de las exposiciones chilenas, hay que
detenerse en esta comisión en tanto que forma de asociación y
observarla a la luz de lo planteado más arriba, o sea, a partir de la noción de
sociabilidad efímera especializada. En efecto, las comisiones de las primeras
exhibiciones operaron durante un lapso breve de tiempo suficiente como para
convocar esos eventos y evaluar los productos para la asignación de premios.
Desde este punto de vista emergen como una sociabilidad momentánea creada conforme
a un fin especializado: el adelantamiento material y espiritual de la sociedad
que apela al recurso de la exhibición pública de objetos y al pronunciamiento
de elogios de personajes célebres como elementos mediadores para lograr ese
objetivo.
El hecho de que este tipo de asociación fuera efímera, no
significa que sus miembros dejasen de relacionarse. Al contrario, como queda en
evidencia con el caso de la Sociedad Chilena de Agricultura y Colonización, sus
integrantes compartían otros espacios sociables por fuera del proyecto
museográfico nacional, en otras esferas como las organizaciones de beneficencia
y caridad, en el parlamento, en el interior de las familias, etc., todo esto
coincide con la máxima según la cual los espacios sociales se reducen o
expanden como contestación a las circunstancias de vida de los actores. En
términos racionales esas formas sociables se organizaban conforme a objetivos,
cálculos y resultados.
En síntesis, puede decirse que la comisión museográfica
es una invención histórica y organizativa que entendida como escenografía “saca a escena a un grupo
de personas destinadas a representar una especie de drama público, el drama de
la reflexión sobre los problemas públicos” (Bourdieu, 2014, p. 42), aunque sea,
como en nuestro caso, por un corto periodo de tiempo. Tal noción sintetiza lo
que hemos venido discutiendo a partir de Habermas: que las personas
particulares en calidad de público se reúnen para discutir y resolver los
problemas que surgen con el transcurrir de la vida colectiva.
¿Cómo operó el evento planeado por la directiva de la
Cofradía del Santo Sepulcro y secundada por el Supremo Gobierno? ¿Cómo fue su
recepción en la prensa de la capital? Esos asuntos los trataremos a
continuación.
Formalización jurídica de una práctica
museográfica
Los elogios y la práctica expositivos estaban subsumidos en las
festividades cívicas. Sin desprenderse de ese marco, su oficialización se dio
mediante el decreto presidencial del 16 de enero de 1846 rubricado por Manuel
Bulnes y secundado por Antonio Varas (1817-1886), ministro de Justicia, Culto e
Instrucción Pública (1845-1846). Aquí es innegable la intervención de la
hermandad del Santo Sepulcro puesto que dicha normatividad suscribía los “temas
presentados a nombre de la Cofradía […], sobre los cuales deberán hacerse los
trabajos de composición y de industria nacional que se presenten al concurso
que se forme para obtener los premios del 17 de septiembre del presente año” (Boletín
de Leyes Órdenes y Decretos del Gobierno. Libro XIV [BLODG], 1846, p.
341).
Ilustrada circular mastodóntica
Días antes de la publicación del decreto de enero de 1846, la Cofradía
del Santo Sepulcro recurrió a un tipo especial de escritura del orden para
socializar sus objetivos: la circular. A través de ella la hermandad
oficializaba sus propósitos que, aunque medianamente conocidos por la prensa,
recién ahora asomaban a la luz pública, se les daba íntegra publicidad. La
circular, fechada el 12 de enero y firmada por el hermano menor, Pedro
Palazuelos, buscaba, con base en el artículo 2° de sus Constituciones “la
mejora moral y material del pueblo” (Constituciones de la Cofradía del Santo
Sepulcro, 1846, p. 1). Para impulsar el trabajo y las industrias entre las
clases menos favorecidas se instalaría en el inmueble con que contaba la
congregación, un salón en el cual se exhibirían
los prototipos de maquinarias y herramientas que estudiarían los artesanos en
sus distintos rubros, además, en el mismo recinto se llevaría un registro de
los talleres, sus especialidades y los nombres de los artesanos empleados en
ellos. Dado que la hermandad no contaba con los recursos suficientes como para
impulsar por sí misma el proyecto, la circular en cuestión solicitaba a los
destinatarios de ella un aporte en materiales de construcción o en dinero en
efectivo (Palazuelos, Diario de Santiago, 25 de febrero de 1846).
La circular, creemos que publicada originalmente en El Mastodonte Americano, un periódico redactado por
Palazuelos Astaburuaga entre 1843 y 1847, aproximadamente (Briseño, 1862, p.
216, p. 417; El Progreso, 10 y 22 de junio de 1847; El
Progreso, 30 de julio de 1847), fue criticada
de buena gana por la prensa de oposición que irónicamente reconocía los
“sentimientos piadosos y filantrópicos” del Hermano menor no obstante que estos
arranques de fraternidad hacia los artesanos le florecieran nada más que en
momentos de aprietos electorales. Dicha prensa denunciaba al Registro General
de Talleres como un instrumento del que se valdría Palazuelos para mandar a la
cárcel el día de las elecciones a los artesanos que no suscribieran sus
“locuras y ridiculeces” y al proyecto de la lonja como un centro de
conspiraciones contra el pueblo, como un ardid para espiar a los artesanos (Diario
de Santiago, 25 de febrero de 1846). Es interesante constatar que en la
sección “Correspondencia artesana”, de El
Artesano Opositor, un
autodenominado “espía revelado” se arrepintiera de sus actos y denunciara a sus
cómplices en la tarea de acechar al artesanado a cambio de la apreciable suma
de 6.000 pesos (El Artesano Opositor, 4 de marzo de 1846).
Para Pedro Godoy, uno de los cronistas del Diario de Santiago, la estrategia
financiera para el sostenimiento del establecimiento, esto es las donaciones en
metálico o en especies, era un absurdo. El militar-periodista (Herrera, 1947)
se preguntaba al respecto “¿De dónde se figura el Dr. Palazuelos que nuestros
pobres artesanos encerrados todo el año en los cuarteles, y sujetos al férreo
yugo de la ordenanza militar hayan de tener con qué proveer a sus diversiones”,
y se respondía: el Hermano menor debía contentarse con especies antes que con
dinero, con ropas antes que con plata, “con prendas a falta de dinero, pero ahí
es nada para un pobre artesano tener que desprenderse de sus calzones, o
camisas a fin de corresponder dignamente a las invitaciones de la
congregación”.
Más bien la directiva de la hermandad debía tomar otro
camino si su interés era fomentar las artes: obtener para los artesanos becas
en los “establecimientos de educación pública, de donde han sido arrojadas las
hijas del Sr. Fedriani, el joven Santa Cruz, y otros muchos sin más razón que
ser hijos de actores o artesanos”; destinar los recursos empleados en espiar al
pueblo en la instalación de “una verdadera lonja o ya en algún otro
establecimiento de provecho para esa clase desgraciada”; en fin, conseguir del
gobierno algunas prerrogativas “para aligerar las pesadas cargas que gravitan
sobre la clase trabajadora” (Diario de Santiago, 25 de febrero de 1846).
El decreto presidencial
El decreto presidencial del 16 de enero de 1846 daba luz verde a un
concurso en el que se recompensarían “los trabajos de composición y de
industria nacional” en los rubros de elocuencia, bellas artes (poesía, música y
pintura), industrias y artes, y educación. Para resolver el de oratoria se premiaría
a quienes mejor atendieran dos asuntos: el primero dando respuesta a preguntas
tales como “¿Qué cosa debe hacer la caridad cristiana para reinar completamente
en las instituciones y las costumbres de nuestra sociedad? ¿Qué parte toca a
los ministros de la religión y cuál a los gobiernos en la resolución de este
gran problema?” Y el segundo realizando un elogio a la caridad “considerada 1°,
en sus relaciones y tendencias sociales; 2°, en el carácter peculiar de los
hombres que se han mostrado más poseídos de esta virtud, comprendiendo en el
número de ellos a los hombres públicos que han servido bien a la Patria”
(BLODG, 1846, pp. 341-342).
En el rubro de bellas artes se premiaría, en poesía y
música, un himno religioso dedicado a la Divina Providencia que fuera
fácilmente cantable por el pueblo y una obra que pudiera ser ejecutada por una
banda de música militar; en tanto que en pintura se haría lo propio con el
mejor modelo de adornos para el anfiteatro en el que se celebrarían las fiestas
patrias y con “la pintura o dibujo en escala mayor de un hecho notable y
ejemplar de la historia civil de la República en los últimos veinte años”
(BLODG, 1846, p. 342).
La temática y la temporalidad de la pintura y el
dibujo no estuvieron exentas de controversias, de hecho, el editor principal
del Diario de Santiago, el coronel
Pedro Godoy Palacios (1801-1883), se hacía dos preguntas en el editorial del 11
de febrero de 1846: “¿Por qué el suceso que se indica ha de ser civil y no
militar?”, “¿Por qué ese suceso civil ha de ser de los ocurridos desde veinte
años atrás solamente?” (Diario de Santiago, 11 de febrero de 1846). A
sus ojos, no había justificación para excluir a quienes habían ofrecido su vida
por Chile, resultando inexcusable, en cambio, escoger a hombres “que en un
tumulto no corrieron quizá más peligros que el de oír algunas desvergüenzas de
parte de sus opositores” (Diario de Santiago, 11 de febrero de 1846).
Los últimos veinte años de vida republicana, decía, habían sido los más
estériles en cuanto a hechos memorables, si se hubiera ampliado ese lapso desde
1810 en adelante un sinnúmero de sucesos notables habrían emergido para ser
transmitidos a la posteridad por algún artista.
Sin abandonar la referencia a la pintura y el dibujo,
Berríos et al. (2009) destacan la actualidad y la civilidad del hecho
representado en ellas, expresiones que hoy se nominarían como pintura histórica
y cuyo fin apuntaba a dar ejemplos de virtud y patriotismo a la clase artesana;
a ofrecer narraciones ejemplarizantes (Jiménez-Blanco, 2014, p. 66). Estas
acciones, señala, hacían parte de “un estatuto pedagógico que puede articular
todas las iniciativas de la Cofradía y, de una proyección, mostrarnos la
naturaleza del proyecto pedagógico de
la República Conservadora” (Berríos et al.
2009, p. 67).
En el rubro de las artes y la industria, se
adjudicarían tres premios: uno al objeto de artes mecánicas que diera cuenta de
los adelantos alcanzados en el ramo al que pertenecía, otro proveniente de las
artes manufactureras en el que por primera vez o con más provecho se hubiera
utilizado un insumo nacional y al establecimiento donde se estuviera cultivando
la morera y se hubiera empezado a criar el gusano de la seda. Y en lo que
compete a la educación, se premiaría al colegio de niñas que “expusiere un
cuadro más perfecto de obras trabajadas en el último año escolar” y a otro en
donde “se haya adoptado el sistema o plan más conducente a la mejora moral y
material de las mujeres” (BLODG, 1846, p. 342).
En términos de lo que hemos venido hablando, ¿qué se
puede decir de esta suerte de
comentario jurídico en el origen de una práctica discursiva que tiene al objeto
“exposición” como enunciado privilegiado? Primero que todo, ratificar la idea
según la cual los textos jurídicos se encuentran en la génesis de actos nuevos
de palabras que los renuevan, los modifican o, incluso, hablan de ellos. En
este caso, el decreto presidencial de Bulnes, en tanto que comentario, vuelve a decir lo dicho casi 300 años antes por el cabildo de Santiago, el 2 de mayo
de 1556, cuando en el marco de las fiestas de Corpus Christi, mandató a los
artesanos de la ciudad a que “saquen sus
oficios e invenciones, como es costumbre de se hacer en los reinos de España y
en las Indias” (Vicuña, 1884, p. 421), so pena de una multa. Algo similar
ocurre con la circular mastodóntica, toda vez que la circular, en tanto que
carta, aviso u “orden que una autoridad
superior dirige a todos o mucha parte de sus subalternos” (Diccionario de la Lengua Castellana, 1884, p. 246) hace parte del arsenal del pensamiento
utópico y la imaginación proyectiva de la Ilustración que, en conjunto con el
reglamento, constituye una forma que apunta a “normar las relaciones sociales e
implantar el camino del progreso en todo ámbito de la sociedad”, de ahí que conformen
un “formato comunicativo” por derecho propio (Berríos et al. 2009, pp. 19-20).
A nuestros ojos, decreto y circular son actos
constitucionales que dotan de vida jurídica a la institución museográfica de
las exposiciones nacionales chilenas, aunque no sin controversias. Constatamos
que el comentario jurídico cristalizado en ambas formas legales generó alegatos
críticos en torno a las temporalidades y a las estrategias adoptadas para la
procuración de fondos destinados a la instalación y al sostenimiento de la
institución. Fueran las réplicas a su favor o en su contra, nos interesa
constatar aquí que resultó ser un verdadero acto discursivo fundacional que
inauguró una época en la que se comenzó a hablar y, en consecuencia, a emplear
la palabra “exposición” cuya condición de posibilidad radicó en el empuje de
tres miembros de la burguesía ilustrada nacional.
Génesis de una época
Elogios y comentarios
Como preámbulo a la instalación de una “lonja de las artes” en la
capital, la directiva de la Cofradía del Santo Sepulcro planeó, en el contexto
de las fiestas cívicas de 1845, glorificar a la caridad, exhibir los productos
de una naciente industria y elogiar a los personajes difuntos reconocidos por
inspirar la mejora material y moral del pueblo. Para determinar qué elogios y
cuáles productos de la industria serían reconocidos, se designó la comisión ya
mencionada.
Al mediodía del 17 de septiembre de 1845 tres jóvenes
conocidos en el mundo de las letras proclamaron sendos elogios
dedicados al primer arzobispo de Santiago, Manuel Vicuña Larraín (1778-1843),
al presbítero Francisco Balmaceda (1772-1842) y al intelectual Manuel de Salas (1754-1841),
ellos eran: Francisco Astaburuaga Cienfuegos, Juan Bello y
Silvestre Ochagavía. Astaburuaga Cienfuegos (1817-1892), se graduó de abogado
en 1832 y en 1846 fue nombrado secretario de la legación chilena en Washington,
con lo que dio inicio una larga carrera pública. Juan Bello (1825-1860), hijo
de Andrés Bello, abogado desde 1850, fue distinguido en 1842 en un concurso
literario y de ahí en adelante colaboró con distintos periódicos y revistas,
además fue miembro de la Facultad de Filosofía y Humanidades (1853) y traductor
de obras de Dumas, padre, y Michelet. Mientras que Silvestre Ochagavía
(1820-1883) comenzó su vida pública en 1846 al ser nombrado oficial mayor del
Ministerio de Relaciones Exteriores, se graduó de abogado en 1847 y de ahí en
adelante ocupó distintos cargos públicos como el de ministro de Justicia, Culto
e Instrucción, ministro de Hacienda, la representación del gobierno en Europa,
entre otros.
En sus elogios estos tres jóvenes coincidían en una
máxima: “¡Luz y pan para los hombres!” (Ochagavía, 1845, p. 237). Para Astaburuaga y Bello, quienes rendían homenaje
a Vicuña y Balmaceda, respectivamente, dicha luz era irradiación divina
materializada en la caridad cristiana que se ocupaba de la salvación de la
sociedad y del mejoramiento material y moral de los hermanos en esa fe,
mientras que para Ochagavía, en directa alusión al sabio De Salas, esa luz era
la del entendimiento, la del saber y la de la beneficencia que, aplicados,
inauguraban una era de alivio y conocimiento: la de la regeneración moral del
pueblo (Bello, 1845a, 1845b; Astaburuaga, 1845; Ochagavía, 1845). Los
elogiadores del primer evento museográfico republicano informaban que sus
lisonjeados coincidían en el postulado de la caridad.
Para el científico De Salas la educación
coadyuvaba al progreso moral y material de los pueblos, aunque su apuesta para
resolver la problemática social resultaba tradicional por cuanto que insistía
en la creación de hospicios y demás instituciones de beneficencia (Grez, 1995,
p. 12). Era pensamiento general que las sociedades de beneficencia resultaban
“en nuestros pueblos el más grande y trascendental de todos los bienes” porque
preparaban sus costumbres y mediante sus acciones podían despertar “en los
corazones fríos, el deseo y el placer de la imitación” (El Progreso, 24 de septiembre de 1847). Un
pensamiento científico entrelazado a propuestas “tradicionales” católicas
respecto a la solución de la cuestión social no debería extrañar por cuanto que
buena parte de las décadas de 1830-1840 atestiguó el encuentro entre viejas y
nuevas mentalidades (Stuven, 2000, p. 68); fue un periodo de
incompatibilidades, de discordancias, y en ese sentido Domingo Faustino
Sarmiento diría: “Nuestra época es desgraciadamente una época de lucha, de
transición y de escepticismo. Ideas, intereses, tendencias, todo está en
contradicción” (Sarmiento, 1885, p. 144).
La ciencia y el binomio fe-caridad eran dos
imaginarios construidos a partir de un solo cuadro: el de una sociedad que
cooperaba para alcanzar el bienestar y la felicidad de sus miembros
(Gandarillas, 1843a, p. 46). En esa lógica, en su elogio en honor a la
beneficencia pública de 1846, uno de los cofundadores de la Sociedad Literaria
de 1842, Santiago Lindsay (1825-1876), no sin algo de candor, por cierto,
declamaba que la democracia de la que se gozaba era fruto de la Providencia que
había inspirado a la oligarquía criolla a desprenderse de sus títulos y a
decirle “a un pueblo ignorante, débil y avasallado ‘sé libre, sube hasta mí,
quiero ser tu igual, yo hasta aquí he sido tu señor’” (Lindsay, 1846a). Este
carácter democrático de las instituciones, concluía Lindsay, era “un hecho
importante y constitutivo tal vez de nuestra nacionalidad” (Lindsay, 1846a).
Al año siguiente, en 1847, el escritor Salustio Cobo
Gutiérrez (ca. 1815-1867), inspirado en el teólogo español Jaime Balmes
(1810-1848), cuya apuesta filosófica apuntaba a la asistencia y ayuda al hombre
para conseguir su perfección y felicidad (Forment, 1998), diría que en la
asociación, “en la reunión de fuerzas individuales”, se hallaba “el secreto de
la fuerza social” (Cobo, 1847a), pero era más importante aún la labor que las
comunidades religiosas debían realizar en pos de la industria en tanto que
“canal por donde corren los intereses de la vida material, nuestro elemento de
engrandecimiento social” (Cobo, 1847b); era el claustro, en definitiva,
afirmaba en ese mismo evento Ricardo Claro Cruz (1827-1890), el “gran taller de
hombres nuevos”, el lugar donde “el reino de la caridad principiará sobre la
tierra” (Claro, 1847).
Es importante subrayar aquí la manera en la que el
comentario religioso emerge. Foucault señala que ese tipo de regulación interna
del discurso, junto con el jurídico, son paradigmáticos cuando se trata de
observar la reaparición palabra a palabra de lo que se comenta. Para el caso
que analizamos basta señalar que la visión católica del mundo, cristalizado en el
comentario religioso, se había consolidado como uno de los elementos centrales
del consenso en el interior de la cultura política chilena a mediados de la
década de 1840, por tanto, no debería extrañar su presencia en un momento en el
que se le rendía honores a la patria y a las virtudes cristianas.
No hay que olvidar que la laicización del Estado no implicó un
rechazo a la religión católica, de hecho, como ya se dijo, la Iglesia era
funcional a esta toda vez que, en su nombre, se podía hacer respetar la ley,
los principios de moralidad exigidos por esta resultaban equiparables a los de
la virtud cívica y en conjunto podían hacer adherir al pueblo al principio de
orden público proclamado por la elite dirigente. Es más, las polémicas de las
que habla Stuven (2000) tienen sus propios límites, esto es, no contravenir los
ideales patrios consensuales de valoración del orden institucional, de la
visión católica del mundo y del perfeccionamiento del sistema republicano. Más
bien, las polémicas surgidas a la luz de la crítica a la Iglesia pueden
explicarse a partir de que los protagonistas de este relato no
necesariamente eran irreligiosos, sino que eran anticlericales.
Ecos en la prensa
El evento de 1845 le arrancó “a una numerosa concurrencia ¡gritos de
entusiasmo!” (El Tiempo, 20 de septiembre de 1845); esta había sido
“numerosísima, y dio a conocer con expresivas aclamaciones la parte que tomaba
en este interesante espectáculo” (El Progreso, 19 de septiembre de 1845)
y no obstante la algarabía, parecía que los retratos de De Salas, Balmaceda y
Vicuña guardaban cierto ascendiente ante los espectadores, estos “imponían a la
multitud, pues no se oía grito alguno, y el pueblo se hallaba conmovido y
respetuoso en la presencia de sus imágenes” (La Revista Católica, 27 de
septiembre de 1845, p. 220). Amigos de los tres jóvenes alocutores llamaban la
atención sobre las consecuencias que un espectáculo como ese podía dejar “en
los espíritus, y principalmente en los espíritus de los jóvenes”: el genio
creativo criollo en su conjunto “puesto en armonía por un hombre inspirado
formaba algo grande y solemne”; ese no era un acontecimiento de todos los días
y como tal había que aquilatar en la memoria ese momento de entusiasmo común (El
Tiempo, 20 de septiembre de 1845).
La prensa aplaudía “como el que más la institución
recién planteada” (El Progreso, 23 de septiembre de 1846); celebraba la
ocurrencia de “un acto nuevo entre nosotros” (El Tiempo, 20 de
septiembre de 1845); loaba que las fiestas nacionales, caracterizadas por la
embriaguez y la deshonestidad de la plebe, adquirieran “un aire religioso y
moral, llamando la atención del pueblo a objetos de provecho” (La Revista
Católica, 27 de septiembre de 1845, p. 220). La crítica a las fiestas de
septiembre se dejaba sentir a partir de las actividades realizadas después del
19 en el Paseo de la Cañada, a cierta distancia del centro urbano, las cuales
hacían parte de las celebraciones oficiales.
La prensa católica era alcalina a las actividades
populares tales como palo encebado, carreras a pie y a caballo y otros juegos
de destrezas que, junto a tabernas ambulantes y otro comercio establecido para
la ocasión, era una expresión más de la “fiesta dionisiaca” (Salazar, 2007, p.
224) y en tanto que “fiestas inmorales y tumultuosas” solicitaba a la autoridad
municipal la supresión de los paseos a dicho llano por considerarlos “altamente
perjudiciales” para la sociedad. No así, en cambio, el nuevo acto museográfico
que se inauguraba. Esta misma prensa católica se preguntaba “¿Quién osaría
vituperar esta función, en que por medio de las recompensas de la gloría, se
procura dar un nuevo impulso a la elocuencia y a todas las artes útiles?” (La
Revisa Católica, 10 de octubre de 1846, p. 466).
La prensa en general visaba el hecho de que se diera
protección a la industria y a las artes puesto que, si se invirtiera en ellas
lo que anualmente se hacía con los fuegos artificiales y con las carreras de
caballos, “se conseguiría dar a las artes un grande impulso y movimiento,
mejorando al mismo tiempo en gran parte la condición moral y material de los
que la profesan” (La Revista Católica, 27 de septiembre de 1845, pp.
220-221). Si bien es cierto que la celebración del día 17 de septiembre de 1845
había sido un esfuerzo germinal, se esperaba que tuviera una proyección en los
años sucesivos, ya que “el modo como ha[bía] sido acogida la idea del señor
Palazuelos manifiesta que son muy pocos ya los que miran con indiferencia este
culto público que se trata de rendir al talento y a todas las virtudes
sociales” (El Tiempo, 23 de septiembre de 1845).
Aunque la crítica se hacía sentir también por la falta
de solemnidad en la entrega de los premios por lo que se proponía que fuera “el
Presidente de la República en persona [quien] debería poner en manos de los
agraciados el galardón de sus progresos” (El Progreso, 23 de septiembre de 1846) y no el
intendente. Algunos periódicos de oposición se resistían a inscribir en sus
páginas alguna noticia de las celebraciones, ya que antes que recordar las
glorias nacionales, lo que hacían esas celebraciones era encubrir las
intenciones de un gobierno tirano. En sus palabras, dichas fiestas nacionales
no eran más que “nuevos planes liberticidas disfrazados, como siempre, bajo la
capa del bien público” (Diario de Santiago, 25 de septiembre de 1845).
Tal como se puede observar, el evento tuvo buena
cobertura de la prensa, al punto que operó como caja de resonancia de la
propuesta emanada desde el interior de la Cofradía del Santo Sepulcro en
términos de amplificar y poner en voz de la opinión pública un nuevo objeto
discursivo denominado “exposición”. Desde este punto de vista, identificamos la
génesis de una época toda vez que particularizamos un tiempo y un espacio con
sus propias regularidades enunciativas que habilitaron la aparición de un
espacio de comunicación en el que se comenzó a hablar de una cosa.
En este caso, el enunciado “exposición” da cuenta de
un momento discursivo históricamente situado que ayuda a comprender el tránsito
entre dos tiempos históricos, a saber: el fundacional y el de integración
(Subercaseaux, 2002), distinguiéndose dicho tránsito por lo que pudo
enunciarse. A partir de lo anterior se confirma la máxima según la cual a
ciertos momentos históricos pertenecen determinadas prácticas discursivas.
Desde este punto de vista, la dirección de la cofradía tuvo éxito si de lo que
se trató fue de volver a poner en boca de todos un comentario museográfico de
antigua data. En síntesis, puede decirse que las polémicas suscitadas en la
prensa, sean a favor o en contra de la realización de la primera exposición
nacional chilena implicó, en últimas, la inauguración de una época en la cual se comenzó a hablar del evento.
La participación del artesanado
¿Cómo fue la recepción del evento entre los miembros del artesanado? Si
bien es cierto que fueron convocados a participar, también lo es que los premios
de 1845 fueron asignados directamente por la comisión nombrada. En efecto, el
18 de septiembre de ese año, después de la misa de mediodía en la Catedral, se
entregaron las primeras tres medallas de oro republicanas destinadas a las
artes y a la industria: al músico José Zapiola Cortés (1802-1885), al pintor
Francisco Sánchez (?-?) –discípulo del primer director de la Academia de
Pintura, Alejandro Cicarelli (1808-1879)- y al diputado de principios de la
década de 1820, Francisco Silva (?- 1868) por sus trabajos en seda, una
industria naciente (Barros, 1906, p. 52; La Revista Católica, 17 de
septiembre de 1845, pp. 220-221). Aunque los premios y los discursos se habían adjudicado
de antemano por “la opinión pública”, rezaba la prensa, se esperaba que las
actividades de septiembre fueran formalizadas en un programa solemne para los
próximos aniversarios.
Al año siguiente se premió al pintor Francisco Javier
Mandiola (1820-1900), “a un señor Jofre que ha presentado un piano que nada
tiene que envidiar a los mejores que vienen de Europa, y a otro joven ebanista
que exhibió una talla cuya finura y delicadeza causa asombro” (El Progreso,
23 de septiembre de 1846). Para 1847, Mandiola nuevamente obtuvo una medalla de
oro por sus copias de Vírgenes (Pereira,
1992, p. 80), aunque las fuentes directas son esquivas como para informar de
más trabajos exhibidos.
A partir de lo anterior, se puede constatar que artesanos
altamente especializados participaron en el evento enviando una muestra de sus
trabajos. Argumentaremos lo anterior. Si concebimos
que la manufactura de un piano, en tanto que instrumento de precisión, es la
expresión máxima de la ciencia aplicada, tenemos que la habilidad y los conocimientos
técnicos de Jofré en la fabricación del instrumento le hicieron acreedor del
reconocimiento público de su oficio. Tampoco se tiene duda de lo
avanzado que estaba el rubro de la ebanistería representado por un joven y
especializado artesano anónimo. De hecho, Sergio Grez (2007)
señala que uno de los pocos sectores en los que se lograron avances
significativos fue el de la fabricación de muebles.
El grado de avance material y evolución en el oficio era
advertido en la prensa cuyas editoriales comentaban los rápidos progresos
alcanzados durante los últimos veinte años; se reconocía que en el país había
“artesanos superiores de ebanistería, extranjeros y nacionales, bien capaces de
ofrecernos las obras más pulidas de su arte” (El Progreso, 4 de
septiembre de 1847) y que “las fábricas de Santiago surtían abundantemente
todas las demandas de este mercado, y al mismo tiempo que proveían también las
necesidades de muchas de nuestras provincias” (La Revista Católica, 2 de septiembre
de 1847, pp. 661-662).
No eran los particulares y los artesanos los únicos
convocados para apoyar la iniciativa de la hermandad. Para el establecimiento
de la lonja de las artes, la cofradía buscó el soporte de la Sociedad de
Agricultura y Beneficencia. La hermandad sometió el proyecto al Consejo
Directivo de la sociedad quien lo aprobó y designó una comisión especial de
entre sus miembros para que, junto con los delegados de dicha cofradía,
proyectara un edificio, presentara sus planos y la estrategia financiera para
cristalizar la iniciativa. El proyecto de inmueble, de unos 5 metros de ancho por
otros 17 metros de fondo, se financiaría a través de un préstamo de 1,500 pesos
solicitado al gobierno, pagadero a dos años, cuyos fiadores serían los miembros
de la sociedad, de ahí en adelante se recurriría al parlamento para todo lo que
tuviera que ver con el sostenimiento del establecimiento. Dicha comisión
concluía su informe señalando que el Consejo de la sociedad debía “insistir por
la finalización de un pensamiento tan fácil y necesario para el adelanto de la
industria nacional” (Lindsay, 1846b). La construcción del edificio para la
lonja de las artes jamás inició obra y quedó nada más que como una tentativa
que jamás vio la luz.
Palabras finales
La emergencia de un objeto discursivo denominado “exposición” tuvo como
condición de posibilidad, la asistencia de representantes de la burguesía
ilustrada nacional que compartían el interés por la mejora material y
espiritual del pueblo. Conscientes de esa necesidad, recurrieron a una forma de
sociabilidad formal religiosa venida a menos para, desde la tribuna que les
ofrecía la dirección de la Cofradía del Santo Sepulcro, organizar lo que se
puede considerar la primera exposición nacional. Conforme los términos que
hemos venido tratando, Palazuelos, De la Barra y Gandarillas, integraron un
sujeto emisor colectivo ilustrado que, con base en su espacio de experiencia en
el extranjero y su capital simbólico, son los legítimos replicadores de un
antiguo comentario museográfico-económico-cultural profundamente anclado en el
tiempo histórico nacional que por primera vez se vuelven a decir a pesar de
haber sido dichos tres siglos atrás.
Con ello este triunvirato inauguró una nueva época
discursiva. En este contexto, la prensa capitalina operó como una caja de
resonancia que amplificó y difundió el empleo del enunciado “exposición”. Es
así como podemos informar del momento exacto cuando se comenzó a hablar de
exposiciones en Chile, reafirmando la idea según la cual a determinados
momentos históricos corresponden ciertas prácticas discursivas. Sobre la base
de una sociabilidad formal religiosa, se sostuvo otra de características
efímeras que operó por un breve periodo de tiempo, el necesario como para
designar los premios y reconocimientos en la primera exposición de 1845.
Desconocemos si esa sociabilidad efímera operó en el siguiente par de años. Lo
que sí nos consta, en cambio, es la participación de algunos miembros del
artesanado. Si bien es cierto que durante el evento de 1845 los premios y
reconocimientos fueron designados directamente por la comisión de premios, al
año siguiente participaron artesanos altamente calificados cuyos trabajos
obtuvieron reconocimientos de primer orden.
¿Qué líneas de investigación se podrían proyectar a
partir de este estudio? En primer lugar, la organización de exhibiciones
habilita el estudio de sus comisiones en tanto que forma de sociabilidad y el
método prosopográfico emerge como el recurso privilegiado para acercarse a
estas escenografías. Por otro lado, podría resultar de interés indagar en las
percepciones que las distintas capas de la población tuvieron de esos eventos,
lo que de por sí implica dificultades metodológicas inherentes a esa ambición.
Asimismo, si estamos de acuerdo con que una nación es una comunidad imaginada
vale preguntarse, en ese sentido, ¿cuáles son las materialidades que se exhiben
en esos eventos y a partir de las cuales se inventan las naciones? Cada nación
latinoamericana adoptó, ajustó e implantó una práctica museográfica importada.
No obstante, las diferencias, estudios comparativos
transnacionales podrían ser útiles para explorar la relación entre agentes en
movimiento que interactúan, y que, al hacerlo, configuran las identidades de
las instituciones que representan o los espacios sociales de dónde vienen. Con
la noción de fondo de agentes interactuantes, se podría dar cuenta de que esos
eventos no fueron de resorte exclusivo de un personaje ni de un grupo
representativo, sino que dicha noción permitiría concebir la organización de
exhibiciones latinoamericanas como faena colectiva propia de un afán científico
e intelectual transnacional. Estas son solo algunas líneas a partir de las
cuales se podrían proyectar investigaciones futuras.
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(2021).
[1] En esta investigación se comprende por discurso exhibicionario a la racionalidad expresada materialmente en la puesta en escena pública de objetos semióforos, a cargo de toda aquella institución museal responsable de gestionar la función documental
[2]
Un estudio reciente de la historia
de vida del Gabinete de Historia Natural es: Serra, D. (2023). De la naturaleza a la vitrina. Claudio Gay y
el Gabinete de Historia Natural de Santiago. Editorial Universitaria/Centro
de Investigaciones Diego Barros Arana. La autora detiene su estudio en 1842,
momento en que el naturalista francés a su cargo, Claudio Gay, retornó a
Francia. Algunos colaboradores nacionales siguieron incrementando su colección,
no obstante, la última noticia escrita que se tiene del espacio es de 1844. Es
posible que haya caído en desgracia. El director de la institución entre 1853 y
1897, el prusiano Rodulfo Phillipi, quien lo visitó en 1851, señala que “fui
sorprendido de su pobreza. […] ¿Habrían acaso desaparecido muchos objetos
colocados por Gay en el Museo sur oeste?”. Phillipi, R. (1908). Boletín del Museo Nacional. Tomo 1. Imprenta, Litografía y
Encuadernación Barcelona, pp. 5-6.
[3]
Los procedimientos internos de control del discurso son tres: el comentario, el
autor y las disciplinas.
[4]
Referenciar 35 trabajos implica
consumir un número de palabras que preferimos emplear en la argumentación del
artículo. El estudio de Duarte (2023) se puede consultar para examinar en
detalle las investigaciones y sus referencias.
[5]
Las virtudes teologales son tres: la
caridad, la fe y la esperanza.
[6] Esos otros eran
Andrés Bello, Manuel de Salas, José Santiago Aldunate, José Gabriel Palma,
Manuel Carvallo, Juan Manuel Cobo, Buenaventura Marín y Rafael Larraín Moxó.