Génesis de una época: el discurso y la sociabilidad museográficos en la prensa chilena, 1845-1847

DANILO IVAR DUARTE PÉREZ

danilo.duarte@correounivalle.edu.co

 

Universidad del Valle [Colombia]

    

 

Resumen: Últimamente han proliferado estudios sobre exposiciones nacionales chilenas, pero que han dejado fuera el análisis de la génesis de esa práctica museográfica y el de sus orígenes discursivos. Este estudio se propone dar cuenta de dicha aparición, de su materialización en el marco de las fiestas nacionales y de las polémicas que propició. Lo anterior con miras a aportar a la historiografía de la museología chilena. El estudio se ubica en un periodo germinal en el que la preocupación de la elite gobernante es construir la nación. El método histórico-crítico como fondo del análisis de fuentes primarias tales como prensa, normatividad, memorias, etc. contribuye a situar el inicio de una época y a determinar las condiciones de aparición del discurso museográfico nacional, además de individualizar a los integrantes de un Sujeto Emisor Colectivo (SEC).

 

Palabras clave: Discurso; exposición, museografía; prensa; Chile.

 


Genesis of an era: museographic discourse and sociability in the Chilean press, 1845-1847

 

Abstract: Lately, there has been a proliferation of studies on Chilean national exhibitions that, however, leave out the analysis of the genesis of this museographic practice as well as its discursive origins. This study aims to give an account of that appearance, of its materialization in the framework of national festivities and of the polemics that it caused. The above with a view to being a contribution to the historiography of Chilean museology. The study is situated in a germinal period in which the concern of the governing elite is to build a nation. The historical-critical method as a background to the analysis of primary sources such as the press, regulations, memoirs, etc. contributes to situate the beginning of an era and to determine the conditions of appearance of the national museographic discourse, as well as to individualize the members of a Collective Emitting Subjec.

 

Keywords: Discourse; Exhibitions, Museography; Press; Chile.

traducción: Danilo Ivar Duarte Pérez / Universidad del Valle


Cómo citar

Duarte, D. (2024). Génesis de una época: el discurso y la sociabilidad museográficos en la prensa chilena, 1845-1847. Culturales, 12, e769. https://doi.org/10.22234/recu.20241201.e769

Recibido 26 mayo 2023 / Aprobado 6 octubre 2023 / Publicado 17 enero 2024

 

Introducción

¿Cuáles fueron las condiciones que favorecieron la emergencia de un objeto discursivo denominado “exposición”? ¿Quiénes, y bajo qué figura organizativa, inauguraron el discurso exhibicionario[1] en el país? ¿Qué lugar ocupó la prensa escrita en la génesis del discurso y de la práctica expositivos en Chile? Pedro Palazuelos, José Miguel de la Barra y José Gandarillas, representantes de una burguesía ilustrada, compartieron un espacio de experiencia distinguible en tres dimensiones: en sus destinaciones diplomáticas en Europa, en la ocupación de distintos cargos públicos y en la idea común en torno al rol tutelar de la elite sobre el pueblo.

El espacio de experiencia común consintió la aparición de ciertas condiciones históricas para la emergencia de una práctica discursiva denominada “exposición” y que impulsaron mediante una forma asociativa muy particular, una sociabilidad efímera especializada. En este espacio limitado de comunicación, la prensa de la capital operó como caja de resonancia del pensamiento práctico ilustrado de ese trío, a pesar de que también fungió como un espacio abierto al debate, siendo considerado un lugar privilegiado en la formación de la opinión pública. En consecuencia, este artículo se propone, a través de la construcción de una breve biografía colectiva y del estudio de la prensa del periodo 1845-1847, dar cuenta de dicha aparición discursiva, de su materialización en el marco de las fiestas cívicas de esos años y, de las polémicas que propició. Todo lo anterior con miras a ser un aporte significativo para la historiografía de la museología chilena.

Para ello se empleó el método histórico-crítico sustentado en fuentes primarias tales como prensa, normatividad, memorias, etc. El material fue analizado a la luz del interés por determinar el momento en el cual se comienza a hablar de exposiciones y la manera en que ese comentario cataliza otros discursos a favor o en contra de su realización.

¿Qué justifica la temporalidad propuesta? Hemos considerado el año 1845 como el inicio de este estudio por cuanto que marca el origen de una práctica que consiste en exhibir públicamente los productos de la incipiente industria nacional con el afán de dar a conocer los progresos alcanzados a pocos años de conseguir la independencia política, y 1847 debido a que dicha práctica dejó de ser impulsada, en exclusiva, por agentes privados ilustrados para, el año siguiente, contar con la protección y el aval del gobierno chileno en tanto que considerada actividad útil para el país.

Aunque las exposiciones y los museos difieren en su carácter temporal, las primeras más efímeras que los segundos, ambas instituciones coinciden en una máxima: son “espacios de clasificación” que tributan a la tradición enciclopédica del siglo XVIII en el sentido de que se esfuerzan por organizar las actividades y los conocimientos humanos compartiendo las mismas preocupaciones educativas (Sanjad, 2017, p. 789). Empero, no hay que olvidar que la historiografía de los museos latinoamericanos es una historia de supervivencias puesto que, en términos generales, “surgen como instituciones sumamente frágiles, ligadas a intereses contingentes y cambiantes” (Podgorny, 2010, p. 59). Muchos de ellos no sobrevivirán sus primeros “años de prueba” (Achim, 2014) y en un proceso de apertura y clausura, de mudanzas permanentes y de dispersión y desaparición de sus colecciones, serán las exposiciones, antes que los museos mismos, los verdaderos dispositivos disciplinatorios que aglutinaron los elementos constitutivos de la nueva nacionalidad (Hernández, 2006, p. 286); fueron las que, en definitiva, “intentaron producir de manera disciplinaria una ciudadanía nacional” (Cartagena y León, 2014, p. 61).

Chile no fue la excepción: a la declaración de intenciones por fundar un primer museo en 1811, siguió la iniciativa del director supremo Bernardo O’Higgins en 1822, también abortada y, posteriormente, la creación de un Gabinete de Historia Natural en Santiago en 1830, llamado a partir de 1842, Museo de Santiago, de Historia Natural, de Chile o Nacional. Ese mismo año, su director, el francés Claudio Gay, volvió a su país llevando consigo buena parte de lo recolectado en Chile para su clasificación en París (Sanhueza, 2016, p. 148; Sanhueza, 2018, p. 174) y aunque después de su partida se designaron otros directivos, estos “no hicieron un gran esfuerzo para mantener el museo, y una gran parte de la colección original desapareció” (Schell, 2009, p. 87). Así, el gabinete devenido en museo no operó más allá 1844, para cobrar nuevos bríos recién en 1853, a todas luces una existencia difícil.[2] Todo lo anterior justifica el abordaje del objeto de estudio propuesto.

El artículo consta de cuatro partes y unas palabras finales. Inaugura el escrito una breve discusión teórica que releva las nociones de discurso y sociabilidad, sección que hemos titulado “Discurso y sociabilidad: un binomio museográfico”. Le sigue “La Cofradía del Santo Sepulcro en los orígenes de las Exposiciones Nacionales”, donde damos cuenta de los nombres propios involucrados en la organización de este tipo de eventos en el país, así como la participación de un tipo de sociabilidad formal religiosa en ella y su rol en lo que denominamos como sociabilidad efímera especializada. En seguida, en la sección intitulada “Formalización jurídica de una práctica museográfica” repasamos la normatividad que da vida legal a la institución museográfica de las exposiciones nacionales chilenas, aunque no sin controversias.

A continuación, está “Génesis de una época”, ahí informamos sobre el desarrollo de las primeras exposiciones públicas, la participación del artesanado en ellas y los ecos del evento en la prensa, momento que identificamos como el instante en el que se comienza a hablar de exposiciones en Chile. Y en la parte final, se insiste en las oportunidades que entrega el estudio de las exposiciones museográficas chilenas para contribuir a la historiografía de la museología chilena.

 

Discurso y sociabilidad: un binomio museográfico

De lo antes dicho hay conceptos que atender si el interés es despejar las interrogantes que hemos planteado como problema. El primero tiene que ver con la noción de discurso. Entendido como uno de los factores constitutivos del dispositivo integrado por elementos dichos y no dichos, o incluso como episteme, en el sentido que esta “es un dispositivo específicamente discursivo” (Foucault, 1985, pp. 128-130), dicha noción se encuentra asociada al debate en torno al poder-saber. En efecto, sea en el primer caso, en donde el dispositivo ocupa una posición dominante en el juego de poder, o bien en el segundo, donde la episteme hace alusión a un sistema de conocimiento que condiciona cómo el mundo es entendido e interpretado en un cierto momento (Oliver, 2010; Allen, 2010), “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, 2005, p. 15).

En las sociedades la producción del discurso se encuentra vigilado por procedimientos que regulan su emergencia, formas de exclusión en donde la prohibición es uno de los más evidentes puesto que “no se puede hablar en cualquier época de cualquier cosa” (Foucault, 2002, 73); “uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa” (Foucault, 2005, p. 15) puesto que existen “condiciones de realidad de los enunciados”, “condiciones de posibilidad”, “espacio(s) limitado(s) de comunicación” que toleran el advenimiento de un enunciado (Foucault, 2002, pp. 146-177) en un momento determinado del tiempo histórico.

Esto quiere decir que los hechos discursivos

[…] ocupan un tiempo y un espacio, hacen parte de lo que ha podido hablarse en una época según unas reglas o regularidades. […] los conjuntos de enunciados nos muestran momentos discursivos históricamente situados y, en consecuencia, pueden orientar la comprensión de etapas históricas que se distinguieron por lo que pudo enunciarse y por lo que no pudo enunciarse” (Loaiza, 2020a, pp. 305-306).

 

El tabú del objeto, el ritual de la circunstancia y el derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla son tres tipos de prohibiciones que proceden desde el exterior de la producción discursiva. Para nuestro estudio son relevantes aquellos procedimientos de control interno de dicha producción, en especial los relacionados con el comentario y el autor, ambos complementarios.[3] El comentario tiene relación con aquellos discursos que se encuentra en la génesis de un conjunto de enunciados, en el origen de los “actos nuevos de palabras que los reanudan, los transforman o hablan de ellos, en resumen, discursos que, indefinidamente, más allá de su formulación, son dichos, permanecen dichos, y están todavía por decir” (Foucault, 2005, p. 26). Mientras que el autor, entendido más “como principio de agrupación del discurso” que como un individuo que ha escrito o pronunciado un texto (Foucault, 2005, p. 29) se encuentra ligado al origen de las significaciones de dicho discurso.

Ambos procedimientos son relevantes para esta investigación en tanto que nos interesa, por un lado, demostrar que la época de las exposiciones chilenas es tributaria de un comentario, de un discurso cultural exhibicionario de larga data que en el país es vuelto a decir por un “sujeto emisor colectivo” (SEC) (González, 2008). La noción de SEC, en tanto que autor, es importante toda vez que no solo da pie para individualizar a los personajes/autores detrás del comentario, sino también para determinar la congruencia en relación con sus perfiles intelectuales y cumplir una de sus máximas, a saber: el autor como unidad y foco de coherencia del discurso, para lo que es necesario establecer el lugar social de enunciación que ocupan. A partir de estos dos procedimientos de control interno pretendemos dar cuenta del origen de una época, o sea, informar del momento cuando se comenzó a hablar de exposiciones en Chile, reafirmando la idea según la cual a determinados momentos históricos corresponden ciertas prácticas discursivas (Loaiza, 2020a, p. 306; Loaiza, 2020b, p. 22).

Otra noción es la de sociabilidad. Autores como Maurice Agulhon, Philippe Ariès, Norbert Elias y Jürgen Habermas son referentes cuando se estudian las prácticas asociativas. Para algunos el término remite a Agulhon, no obstante, este pone sobre aviso de esa paternidad putativa sobre el concepto apuntando a Ariès y sus estudios sobre las mentalidades como los trabajos que “estaban mucho más cercanos de acuñar el término ‘sociabilidad’ que las suyas” (González, 2009, p. 23). Mientras que el primero analiza la sociabilidad formal burguesa a través de la figura del “círculo” y propone una tipología de sociabilidades, el segundo se interesa por resolver “cómo se pasa de un tipo de sociabilidad en la que lo privado y lo público se confunden, a una sociabilidad en la que lo privado se halla separado de lo público e incluso lo absorbe o reduce su extensión”, dando cuenta de algunos “indicios de privatización” (Ariès, 1990, pp. 22-25). Para Elias, en tanto, son las interdependencias valóricas en el interior de un grupo las que permiten hacer inteligible una sociabilidad que implica, como condición de posibilidad, la interiorización y la transformación de coacciones externas en autocoacciones como constante para la producción de formas de comportamiento (Elias, 1983, 1990, 1997).

Mientras que para Habermas (1997) la pérdida de gravitación de la sociabilidad cortesana que estudia Elias es la manifestación de una sociedad que se separa del Estado y que favorece la escisión de las esferas pública y privada en el sentido moderno. Para él, “lo público” se constituye porque los asuntos antes propios de las autoridades ahora son cuestiones de interés general, al ser la prensa uno de los medios para polemizar con la publicidad estatal. Esto quiere decir que las personas privadas debaten con el poder la publicidad normada por este, para concertar con él las reglas generales del tráfico en las esferas económica y social, dimensiones públicamente relevantes.

De ahí la conocida definición del concepto de publicidad burguesa: la esfera en la que las personas privadas se reúnen en calidad de público. Sin embargo, estas definiciones no ayudan a comprender un tipo de práctica asociativa que se deriva de la organización de exposiciones tales como las comisiones directivas o las de premios. Sí contribuye a ello, en cambio, el estudio de Zofio (2002) afirma que “los espacios sociales surgen o se contraen como respuesta a las condiciones de existencia de los actores” (p. 137), para él la trashumancia de la corte española favoreció la comunicación y los lazos de sociabilidad entre artesanos regios y artesanos locales de las ciudades que la corte visitó.

Esta idea de una asociación momentánea la comparte Pelizaeus (2013) quien en su trabajo sobre las sociabilidades urbanas y cortesanas afirma que entre ellas “se forma un tipo de sociabilidad, aunque efímera por ser durante un corto periodo de tiempo” (p. 123).  En esta línea, Farge (2008) sostiene que la vecindad es el “estado de proximidad de un lugar o una persona con respecto a una cosa o un lugar”, que el “gesto caminatorio” y el nomadismo, implican formas específicas de sociabilidad cuyos códigos han de conocerse y cultivarse, sobre todo en el caso del nomadismo puesto que entraña “una sociabilidad tan repentina como efímera” (pp. 79-103). Lo dicho recién, contribuirá en su momento a determinar qué tipo de prácticas asociativas se vio involucrada en la emergencia del objeto discursivo “exposición”. Creemos que una práctica asociativa parcial o momentánea con arreglo a fines específicos es lo que podríamos denominar aquí como una “sociabilidad efímera especializada” creada para alcanzar un objetivo concreto.

En los últimos veinte años, aunque con mayor fuerza en la última década, hubo una proliferación de estudios en torno a las exposiciones nacionales chilenas, que se concentraron, mayoritariamente, en el lapso de 1869 a 1888. El primero destaca porque la literatura especializada considera que la exhibición de ese año fue la primera que se organizó en el país. Por otro lado, el año de 1888 es importante debido a que, a partir de esa fecha, la práctica museográfica decayó ante nuevos espacios de celebración de la industria. Otros estudios se ocupan de abordar el periodo anterior: 1845-ca.1872, en el afán por ofrecer antecedentes para comprender que la tradición museográfica chilena hunde sus raíces en 1845, en el corazón del régimen conservador.

Así, se tiene un corpus de más o menos 35 trabajos que abordan el fenómeno expositivo desde la perspectiva de la historia económica, desde los estudios de la cultura visual, de la ciencia, la técnica y las tecnologías, desde la estética, desde la arquitectura, desde los estudios patrimoniales, desde la historia regional. Reconociendo las especificidades de cada una de esas perspectivas, coinciden en una cuestión fundamental: un ideal de modernización que se escenifica en la prensa y en los ámbitos visual, estético, arquitectónico y agrícola de las exhibiciones, así como en el binomio que enfrenta lo colonial a lo republicano (Duarte, 2023).[4]

 

 

 

La Cofradía del Santo Sepulcro en los orígenes de las exposiciones nacionales

Una burguesía ilustrada

A comienzos de 1844 un grupo representativo de la “burguesía ilustrada” nacional (Hidalgo y Sánchez, 2006) se asoció con el propósito de fundar escuelas de dibujo lineal y de música, organizar exposiciones, entregar premios a la virtud y liderar polémicas procesiones de Semana Santa (Barros, 1906), todo a partir de la trinchera que le otorgó la dirección de un resucitado modo de sociabilidad formal religiosa: la Cofradía del Santo Sepulcro. Personajes como Pedro Palazuelos Astaburuaga (1800-1851), José Miguel de la Barra (1799-1851) y José Gandarillas y Gandarillas (1810-1853) hacen parte de dicha burguesía en la medida que pertenecieron a una elite gobernante que, imbuida por el espíritu ilustrado, creía solucionar los problemas de la naciente república mediante el uso de la razón y los principios del progreso, visión de mundo construida a través de sus viajes y la ocupación de distintos cargos políticos; además de su inclinación por los conocimientos científicos naturales y de su confianza en que las ciudades ofrecían una vida civilizada a la población (Hidalgo y Sánchez, 2006).

Palazuelos Astaburuaga, residió en Europa mientras fue secretario del obispo José Ignacio Cienfuegos (1762-1845) durante su misión en Roma (1824), encargado de negocios en los Países Bajos y cónsul general en Francia (1829-1832). Con lo visto en el viejo continente y de vuelta en el país, buscó organizar una experiencia que acercara al pueblo las ideas que compartían algunos miembros de la elite en cuanto a mejorar las condiciones de vida de los grupos menos favorecidos. José Miguel de Barra compartía un espacio de experiencia similar al de Palazuelos Astaburuaga. Con 19 años participó en la última batalla de la guerra por la Independencia, y de 1822 a 1823 fue nombrado secretario del vicealmirante del Perú y de la legación peruana en las Provincias de la Plata.

En 1824 ocupó el cargo de secretario de la primera legación chilena en Londres a cargo de Mariano Egaña y entre 1829-1835 fue cónsul general de Chile en Londres y París, con lo cual se transformó en uno de los primeros diplomáticos en Europa. De vuelta, en 1835, asumió distintos cargos tales como el de intendente de la provincia de Santiago (1843-1849) y decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades (1843-1851). Como decano prestó atención a la educación pública al crear un sistema de premiación de excelencia para los preceptores de enseñanza y como intendente se decía que era un “funcionario progresista que quería aplicar a Santiago los adelantos que él mismo había observado en las importantes ciudades de Europa” (Hidalgo y Sánchez, 2006). Además, durante sus múltiples viajes al Viejo Mundo, se interiorizó de los beneficios económicos ligados a las asociaciones gremiales impulsando, junto a otros, la que se ha reconocido como la primera entidad gremial de Chile: la Sociedad de Agricultura y Colonización (1838).

A José Gandarillas se le suele reconocer más por su labor artística y social que política, aunque, para la época, resulta difícil separar intereses intelectuales, políticos, sociales, artísticos, incluso, confesionales. Católico ferviente, pintor, dibujante, coleccionista de arte, arquitecto y miembro de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile desde 1851, su pensamiento se encuentra y coincide, en lo fundamental, con los de Palazuelos y De la Barra desde temprano, en 1843. Sobre la base de la racionalidad utilitarista de Bentham (1748-1832) que, a partir del cálculo, persigue el bienestar y la felicidad de la mayoría de los miembros de la sociedad, Gandarillas buscó proteger el “espíritu de asociación” que empezaba a descollar en Chile entre los artesanos y fomentar los distintos ramos de la industria en la que participaban (Gandarillas, 1843a, p. 46).

Era un pensamiento común en la época la idea conforme la cual la inteligencia, el patriotismo y la voluntad de los ciudadanos ilustrados y de los hombres públicos se organizaba para cooperar en beneficio del pueblo. La libertad obtenida por este con la Independencia no significaba nada sin la mejora de sus intereses materiales que le permitieran sacudirse del “yugo de la miseria”; era el trabajo el que sostenía y acrecentaba dichos intereses y permitía al hombre mejorar su naturaleza física e intelectual, es decir, civilizarse (El Progreso, 16, 17, 21, 24, 28 de abril y 4 de mayo de 1847). Lo que se perseguía era la promoción de la mejora material para conseguir la mejora social del pueblo para lo cual “se necesitaba, pues, una política enteramente nueva, basada sobre los cálculos de la conveniencia individual y pública (El Progreso, 21 de junio de 1847).

A partir de una triada conceptual que ataba religión, escritura del orden (Loaiza, 2017) –es decir, un Reglamento para la prosperidad de las artes en Chile– y banca –la recién fundada Caja de Ahorros (1842)– Gandarillas no solo esperaba darle el impulso y la protección que requerían los artesanos y sus industrias, sino que también pretendía aumentar la población y mejorar sus costumbres.

Este triunvirato, con Palazuelos Astaburuaga a la cabeza, se propuso resucitar la Cofradía del Santo Sepulcro que contaba veintiún años de receso. Originalmente, esta asociación buscó el fomento de algunas prácticas devotas y de caridad y la organización de la procesión del Viernes Santo, una de las fiestas religiosas más populares de la capital (Vergara, 1885; La Revista Católica, 1847, pp. 587-592). La idea consistía en recurrir a las cofradías gremiales y darles un nuevo empuje mediante la incorporación de prácticas religiosas, el registro en la Caja de Ahorros de los Pobres, la oferta de clases de dibujo lineal y la organización de exposiciones de arte e industria.

En específico, se pensaba fundar en la capital una “lonja de las artes”, esto es, un lugar donde se conservara un registro de los artesanos de Santiago y se exhibieran toda clase de objetos tales como máquinas, instrumentos, obras de arquitectura, diarios industriales, periódicos y colecciones de dibujos, pero también, desde ese mismo espacio, se proyectaban expresiones que contribuyeran a la celebración de las fiestas patrias de septiembre con lo que, según algunos, Palazuelos se convirtió en el primer ciudadano en incorporar a esas festividades diversiones morales e instructivas (Figueroa, 1897, pp. 439-440); fue el pionero en imaginar e incorporar a dichas fiestas “espectáculos dignos de ella, que fuesen la expresión de la cultura y civilización que alcanzamos y que trajesen en pos algún beneficio a la comunidad” (Torres, 1860, pp. 103-104). Con ese fin se encargaría a algunos estudiantes hacer elogio público de los patriotas que se hubieran destacado por su caridad y filantropía y se concederían, tal como había podido ver en Francia, premios a la moralidad y a la virtud, especialmente a los maestros de primeras letras que más se encumbraran en su labor (Barros, 1906, p. 52; pp. 402-403).

Decimos que el pensamiento de Gandarillas coincide con el de sus cofrades cuando vemos notables coincidencias entre el Reglamento para la prosperidady las preocupaciones de Palazuelos que indican que compartían su afán ilustrado. Tómese el caso de los premios a las artes que, según Gandarillas, cada seis meses se entregarían a los artesanos que más destacaran en su labor y el del reconocimiento a su buena conducta, los cuales se podrían equiparar con los de moralidad de Palazuelos; o bien el registro de artesanos de la ya mencionada lonja de las artes, pero que en términos de dicho reglamento hace referencia a “llevar un libro o matrícula de todos los artesanos cualquiera que sea su clase o profesión” (Gandarillas, 1843b, p. 58).

Según Grez (2007), la época de las cofradías gremiales había acabado, por lo cual Palazuelos recurrió a la del Santo Sepulcro, de existencia secular, pero sin ninguna base gremial, cuya reinstalación no estuvo exenta de polémicas que se explican a raíz de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, las cuales, a partir de 1843, experimentaban una creciente tensión, cuando la autoridad civil, soportada sobre un nuevo espíritu de adhesión hacia visiones no cristianas, encaró a su contraparte eclesiástica, socavando con ello la confianza en el influjo de una visión católica del mundo. Hay que señalar, en todo caso, que la laicización de las instituciones no implicó un rechazo a la religión católica ni menos un esfuerzo de secularización social, de hecho, los políticos liberales, en su mayoría, continuaron siendo católicos devotos. De hecho, para la defensa y conservación del orden “era funcional una Iglesia que en nombre de Dios impusiese el respeto a la ley, que hiciese exigencias de moralidad equivalentes a la virtud cívica, y que reforzase la adhesión al orden público de la clase dirigente” (Stuven, 2008, p. 485).

Conforme los términos teóricos que hemos venido enunciando, Palazuelos, De la Barra y Gandarillas, conforman un autor, un sujeto emisor colectivo (SEC) que, en el contexto nacional y coherentemente con su mentalidad ilustrada, replican, vuelven a decir, transmutan en caja de resonancia de un antiguo comentario museográfico-económico-cultural profundamente anclado en el tiempo histórico nacional. En efecto, Vicuña Mackenna data el origen de “nuestras primeras esposiciones” el 2 de mayo de 1556 (Vicuña, 1884, pp. 420-421).

Pirenne (1975) establece un vínculo directo entre las exposiciones decimonónicas y las ferias comerciales en Europa que se remontan, al menos, hasta el siglo XI. Las ferias de Champaña que analiza tienen su contraparte por todo el viejo continente e independiente de donde tuvieran lugar se organizaban conforme una estructura bien definida (Serena, 2018, p. 63, p. 337). Este comentario expositivo es el que se proyecta hasta el actual tiempo globalizado (Subercaseaux, 2002). Es cuestión de ver cómo, a nivel nacional, el conjunto de enunciados exhibicionarios tiene la misma vigencia que hace 177 años (Feria Internacional de Santiago, 2023).

En este sentido, tanto los comentarios pasados como los del presente no son más que ecos que imitan y repiten aquello que otro ha dicho o que se ha dicho en otra parte. En términos de Foucault (2005) vuelven a “decir por primera vez aquello que sin embargo había sido ya dicho” (p. 29). Llegado a este punto creemos haber respondido la pregunta acerca de quiénes inauguraron el conjunto de enunciados exhibicionarios en el país o, mejor dicho, quién fue el SEC responsable de volver a enunciar algo que ya se había comunicado.

A partir del perfil intelectual e ideológico del SEC respondemos otra interrogante: aquella relacionada con las condiciones de posibilidad de emergencia del comentario museográfico. Se dijo que no cualquiera puede hablar de cualquier cosa en un determinado momento, pues bien, los integrantes del SEC estaban en capacidad de decir algo no solo por el prestigio social con el que contaban, sino que más importante aún, porque, debido a su espacio de experiencia en el extranjero y su capital simbólico, eran los portadores-replicadores legítimos de comentarios civilizatorios que concebían a las exposiciones como la materialización de logros económicos, políticos, socio-culturales y científicos. Las exhibiciones museográficas eran –¿y son?– expresión de hechos económicos, por ello se suele decir que “la esencia de la producción capitalista se ha de poder captar en las formas históricas concretas en las que la economía encuentra su expresión cultural” (Tiedemann , 2005, pp. 24-25).

En este contexto, la clase dirigente coincidía en la necesidad de formar a todas las capas de la población en la virtud republicana, de sumar el conocimiento racional a la acción y al deber del Estado en la realización de esos cometidos. A fin de cuentas, ese era el signo de los tiempos de una primera globalización económica: la manifestación de una cultura política moderna ligada a la voluntad de incorporar a Chile al sistema económico mundial y a la revolución científica y técnica. Condiciones externas de posibilidad junto a determinantes internas habilitaron la aparición del objeto discursivo “exposición” con claras funciones civilizatorias, a saber: la autorregeneración de la población.

 

Un tipo de sociabilidad efímera: la comisión de premios

Los planes de la hermandad del Santo Sepulcro para las fiestas cívicas de 1845 consistían en celebrar la virtud reina de las virtudes teologales y del cristianismo: la caridad,[5] en elogiar a nacionales y extranjeros difuntos que se hubieran distinguido por impulsar la mejoría material y moral del pueblo, en “exhibi[r] los mejores productos de nuestras nacientes artes; y distribu[ir] un número de premios a las personas que pareciesen más meritorias, previa la correspondiente calificación”. En definitiva, lo que perseguía el Consejo de la hermandad con la implantación de esta y otras actividades era “dar a la memoria de nuestra emancipación política la expresión del pensamiento que es llamada a realizar –la mejora moral y material del hombre y la sociedad” (El Araucano, 19 de septiembre de 1845).

Observemos brevemente esta nota a la luz del lugar que ocupó la prensa en la génesis de la práctica discursiva. Una aproximación constata que actuó como medio difusor del conjunto de enunciados museográficos dichos por la cofradía. Esta nota, y otras que se expondrán después, se interpreta como la primera réplica de la opinión pública al conjunto de enunciados emitidos por el SEC establecido en la cofradía. De aquí en adelante veremos cómo la prensa se transforma en un actor fundamental en la divulgación y en la crítica a esos enunciados, constituyéndose en el espacio privilegiado para el debate en torno al proyecto museográfico nacional.

Para el evento de 1845, el gobierno designó una comisión responsable de examinar y premiar las disertaciones en elogio a los patriotas destacados por su filantropía y caridad y las obras de la industria que se presentaron. Esta comisión es otro ejemplo de burguesía ilustrada. Estuvo compuesta, además de Pedro Palazuelos y José Gandarillas, por Pedro García de la Huerta Saravia, Ignacio Reyes Saravia y Domingo Arlegui. García de la Huerta (1788-1861), quien participó desde temprano en las batallas por la Independencia, fue un agricultor exitoso y como político fue elegido diputado en múltiples ocasiones entre 1827 y 1852, lapso en el que integró distintas comisiones parlamentarias.

Reyes Saravia (1812-1873) estudió Humanidades y Matemáticas en el Instituto Nacional, y se dedicó a la carrera mercantil y a la política, actividades que no le impidieron asumir el cargo de tesorero de los Establecimientos de Beneficencia de Santiago (1832) ni que ocupara, en distintos periodos, el puesto de presidente de la junta de Beneficencia. Arlegui (? - 1846), por su lado, fundó, junto a José Miguel de la Barra, Pedro Palazuelos y otros,[6] la Sociedad Chilena de Agricultura y Colonización (1838). En el seno de dicha sociedad, Arlegui formó parte de la Comisión de Artes y Oficios ligados a la agricultura (1843) –predecesora de la Escuela de Artes y Oficios (1849). Como agricultor, e inspirado por agrónomos europeos, se inclinaba más por la rotación de cultivos que por los barbechos considerados onerosos e ineficientes.

Si nuestro interés radica en determinar los tipos de sociabilidad intervinientes en la génesis de las exposiciones chilenas, hay que detenerse en esta comisión en tanto que forma de asociación y observarla a la luz de lo planteado más arriba, o sea, a partir de la noción de sociabilidad efímera especializada. En efecto, las comisiones de las primeras exhibiciones operaron durante un lapso breve de tiempo suficiente como para convocar esos eventos y evaluar los productos para la asignación de premios. Desde este punto de vista emergen como una sociabilidad momentánea creada conforme a un fin especializado: el adelantamiento material y espiritual de la sociedad que apela al recurso de la exhibición pública de objetos y al pronunciamiento de elogios de personajes célebres como elementos mediadores para lograr ese objetivo.

El hecho de que este tipo de asociación fuera efímera, no significa que sus miembros dejasen de relacionarse. Al contrario, como queda en evidencia con el caso de la Sociedad Chilena de Agricultura y Colonización, sus integrantes compartían otros espacios sociables por fuera del proyecto museográfico nacional, en otras esferas como las organizaciones de beneficencia y caridad, en el parlamento, en el interior de las familias, etc., todo esto coincide con la máxima según la cual los espacios sociales se reducen o expanden como contestación a las circunstancias de vida de los actores. En términos racionales esas formas sociables se organizaban conforme a objetivos, cálculos y resultados.

En síntesis, puede decirse que la comisión museográfica es una invención histórica y organizativa que entendida como escenografía “saca a escena a un grupo de personas destinadas a representar una especie de drama público, el drama de la reflexión sobre los problemas públicos” (Bourdieu, 2014, p. 42), aunque sea, como en nuestro caso, por un corto periodo de tiempo. Tal noción sintetiza lo que hemos venido discutiendo a partir de Habermas: que las personas particulares en calidad de público se reúnen para discutir y resolver los problemas que surgen con el transcurrir de la vida colectiva.

¿Cómo operó el evento planeado por la directiva de la Cofradía del Santo Sepulcro y secundada por el Supremo Gobierno? ¿Cómo fue su recepción en la prensa de la capital? Esos asuntos los trataremos a continuación.

 

Formalización jurídica de una práctica museográfica

Los elogios y la práctica expositivos estaban subsumidos en las festividades cívicas. Sin desprenderse de ese marco, su oficialización se dio mediante el decreto presidencial del 16 de enero de 1846 rubricado por Manuel Bulnes y secundado por Antonio Varas (1817-1886), ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública (1845-1846). Aquí es innegable la intervención de la hermandad del Santo Sepulcro puesto que dicha normatividad suscribía los “temas presentados a nombre de la Cofradía […], sobre los cuales deberán hacerse los trabajos de composición y de industria nacional que se presenten al concurso que se forme para obtener los premios del 17 de septiembre del presente año” (Boletín de Leyes Órdenes y Decretos del Gobierno. Libro XIV [BLODG], 1846, p. 341). 

 

 

Ilustrada circular mastodóntica

Días antes de la publicación del decreto de enero de 1846, la Cofradía del Santo Sepulcro recurrió a un tipo especial de escritura del orden para socializar sus objetivos: la circular. A través de ella la hermandad oficializaba sus propósitos que, aunque medianamente conocidos por la prensa, recién ahora asomaban a la luz pública, se les daba íntegra publicidad. La circular, fechada el 12 de enero y firmada por el hermano menor, Pedro Palazuelos, buscaba, con base en el artículo 2° de sus Constituciones “la mejora moral y material del pueblo” (Constituciones de la Cofradía del Santo Sepulcro, 1846, p. 1). Para impulsar el trabajo y las industrias entre las clases menos favorecidas se instalaría en el inmueble con que contaba la congregación, un salón en el cual se exhibirían los prototipos de maquinarias y herramientas que estudiarían los artesanos en sus distintos rubros, además, en el mismo recinto se llevaría un registro de los talleres, sus especialidades y los nombres de los artesanos empleados en ellos. Dado que la hermandad no contaba con los recursos suficientes como para impulsar por sí misma el proyecto, la circular en cuestión solicitaba a los destinatarios de ella un aporte en materiales de construcción o en dinero en efectivo (Palazuelos, Diario de Santiago, 25 de febrero de 1846).

La circular, creemos que publicada originalmente en El Mastodonte Americano, un periódico redactado por Palazuelos Astaburuaga entre 1843 y 1847, aproximadamente (Briseño, 1862, p. 216, p. 417; El Progreso, 10 y 22 de junio de 1847; El Progreso, 30 de julio de 1847), fue criticada de buena gana por la prensa de oposición que irónicamente reconocía los “sentimientos piadosos y filantrópicos” del Hermano menor no obstante que estos arranques de fraternidad hacia los artesanos le florecieran nada más que en momentos de aprietos electorales. Dicha prensa denunciaba al Registro General de Talleres como un instrumento del que se valdría Palazuelos para mandar a la cárcel el día de las elecciones a los artesanos que no suscribieran sus “locuras y ridiculeces” y al proyecto de la lonja como un centro de conspiraciones contra el pueblo, como un ardid para espiar a los artesanos (Diario de Santiago, 25 de febrero de 1846). Es interesante constatar que en la sección “Correspondencia artesana”, de El Artesano Opositor, un autodenominado “espía revelado” se arrepintiera de sus actos y denunciara a sus cómplices en la tarea de acechar al artesanado a cambio de la apreciable suma de 6.000 pesos (El Artesano Opositor, 4 de marzo de 1846).

Para Pedro Godoy, uno de los cronistas del Diario de Santiago, la estrategia financiera para el sostenimiento del establecimiento, esto es las donaciones en metálico o en especies, era un absurdo. El militar-periodista (Herrera, 1947) se preguntaba al respecto “¿De dónde se figura el Dr. Palazuelos que nuestros pobres artesanos encerrados todo el año en los cuarteles, y sujetos al férreo yugo de la ordenanza militar hayan de tener con qué proveer a sus diversiones”, y se respondía: el Hermano menor debía contentarse con especies antes que con dinero, con ropas antes que con plata, “con prendas a falta de dinero, pero ahí es nada para un pobre artesano tener que desprenderse de sus calzones, o camisas a fin de corresponder dignamente a las invitaciones de la congregación”.

Más bien la directiva de la hermandad debía tomar otro camino si su interés era fomentar las artes: obtener para los artesanos becas en los “establecimientos de educación pública, de donde han sido arrojadas las hijas del Sr. Fedriani, el joven Santa Cruz, y otros muchos sin más razón que ser hijos de actores o artesanos”; destinar los recursos empleados en espiar al pueblo en la instalación de “una verdadera lonja o ya en algún otro establecimiento de provecho para esa clase desgraciada”; en fin, conseguir del gobierno algunas prerrogativas “para aligerar las pesadas cargas que gravitan sobre la clase trabajadora” (Diario de Santiago, 25 de febrero de 1846).

 

El decreto presidencial

El decreto presidencial del 16 de enero de 1846 daba luz verde a un concurso en el que se recompensarían “los trabajos de composición y de industria nacional” en los rubros de elocuencia, bellas artes (poesía, música y pintura), industrias y artes, y educación. Para resolver el de oratoria se premiaría a quienes mejor atendieran dos asuntos: el primero dando respuesta a preguntas tales como “¿Qué cosa debe hacer la caridad cristiana para reinar completamente en las instituciones y las costumbres de nuestra sociedad? ¿Qué parte toca a los ministros de la religión y cuál a los gobiernos en la resolución de este gran problema?” Y el segundo realizando un elogio a la caridad “considerada 1°, en sus relaciones y tendencias sociales; 2°, en el carácter peculiar de los hombres que se han mostrado más poseídos de esta virtud, comprendiendo en el número de ellos a los hombres públicos que han servido bien a la Patria” (BLODG, 1846, pp. 341-342).

En el rubro de bellas artes se premiaría, en poesía y música, un himno religioso dedicado a la Divina Providencia que fuera fácilmente cantable por el pueblo y una obra que pudiera ser ejecutada por una banda de música militar; en tanto que en pintura se haría lo propio con el mejor modelo de adornos para el anfiteatro en el que se celebrarían las fiestas patrias y con “la pintura o dibujo en escala mayor de un hecho notable y ejemplar de la historia civil de la República en los últimos veinte años” (BLODG, 1846, p. 342).

La temática y la temporalidad de la pintura y el dibujo no estuvieron exentas de controversias, de hecho, el editor principal del Diario de Santiago, el coronel Pedro Godoy Palacios (1801-1883), se hacía dos preguntas en el editorial del 11 de febrero de 1846: “¿Por qué el suceso que se indica ha de ser civil y no militar?”, “¿Por qué ese suceso civil ha de ser de los ocurridos desde veinte años atrás solamente?” (Diario de Santiago, 11 de febrero de 1846). A sus ojos, no había justificación para excluir a quienes habían ofrecido su vida por Chile, resultando inexcusable, en cambio, escoger a hombres “que en un tumulto no corrieron quizá más peligros que el de oír algunas desvergüenzas de parte de sus opositores” (Diario de Santiago, 11 de febrero de 1846). Los últimos veinte años de vida republicana, decía, habían sido los más estériles en cuanto a hechos memorables, si se hubiera ampliado ese lapso desde 1810 en adelante un sinnúmero de sucesos notables habrían emergido para ser transmitidos a la posteridad por algún artista.

Sin abandonar la referencia a la pintura y el dibujo, Berríos et al. (2009) destacan la actualidad y la civilidad del hecho representado en ellas, expresiones que hoy se nominarían como pintura histórica y cuyo fin apuntaba a dar ejemplos de virtud y patriotismo a la clase artesana; a ofrecer narraciones ejemplarizantes (Jiménez-Blanco, 2014, p. 66). Estas acciones, señala, hacían parte de “un estatuto pedagógico que puede articular todas las iniciativas de la Cofradía y, de una proyección, mostrarnos la naturaleza del proyecto pedagógico de la República Conservadora” (Berríos et al. 2009, p. 67).

En el rubro de las artes y la industria, se adjudicarían tres premios: uno al objeto de artes mecánicas que diera cuenta de los adelantos alcanzados en el ramo al que pertenecía, otro proveniente de las artes manufactureras en el que por primera vez o con más provecho se hubiera utilizado un insumo nacional y al establecimiento donde se estuviera cultivando la morera y se hubiera empezado a criar el gusano de la seda. Y en lo que compete a la educación, se premiaría al colegio de niñas que “expusiere un cuadro más perfecto de obras trabajadas en el último año escolar” y a otro en donde “se haya adoptado el sistema o plan más conducente a la mejora moral y material de las mujeres” (BLODG, 1846, p. 342).

En términos de lo que hemos venido hablando, ¿qué se puede decir de esta suerte de comentario jurídico en el origen de una práctica discursiva que tiene al objeto “exposición” como enunciado privilegiado? Primero que todo, ratificar la idea según la cual los textos jurídicos se encuentran en la génesis de actos nuevos de palabras que los renuevan, los modifican o, incluso, hablan de ellos. En este caso, el decreto presidencial de Bulnes, en tanto que comentario, vuelve a decir lo dicho casi 300 años antes por el cabildo de Santiago, el 2 de mayo de 1556, cuando en el marco de las fiestas de Corpus Christi, mandató a los artesanos de la ciudad a que “saquen sus oficios e invenciones, como es costumbre de se hacer en los reinos de España y en las Indias” (Vicuña, 1884, p. 421), so pena de una multa. Algo similar ocurre con la circular mastodóntica, toda vez que la circular, en tanto que carta, aviso u “orden que una autoridad superior dirige a todos o mucha parte de sus subalternos” (Diccionario de la Lengua Castellana, 1884, p. 246) hace parte del arsenal del pensamiento utópico y la imaginación proyectiva de la Ilustración que, en conjunto con el reglamento, constituye una forma que apunta a “normar las relaciones sociales e implantar el camino del progreso en todo ámbito de la sociedad”, de ahí que conformen un “formato comunicativo” por derecho propio (Berríos et al. 2009, pp. 19-20).

A nuestros ojos, decreto y circular son actos constitucionales que dotan de vida jurídica a la institución museográfica de las exposiciones nacionales chilenas, aunque no sin controversias. Constatamos que el comentario jurídico cristalizado en ambas formas legales generó alegatos críticos en torno a las temporalidades y a las estrategias adoptadas para la procuración de fondos destinados a la instalación y al sostenimiento de la institución. Fueran las réplicas a su favor o en su contra, nos interesa constatar aquí que resultó ser un verdadero acto discursivo fundacional que inauguró una época en la que se comenzó a hablar y, en consecuencia, a emplear la palabra “exposición” cuya condición de posibilidad radicó en el empuje de tres miembros de la burguesía ilustrada nacional.

 

Génesis de una época

Elogios y comentarios

Como preámbulo a la instalación de una “lonja de las artes” en la capital, la directiva de la Cofradía del Santo Sepulcro planeó, en el contexto de las fiestas cívicas de 1845, glorificar a la caridad, exhibir los productos de una naciente industria y elogiar a los personajes difuntos reconocidos por inspirar la mejora material y moral del pueblo. Para determinar qué elogios y cuáles productos de la industria serían reconocidos, se designó la comisión ya mencionada.

Al mediodía del 17 de septiembre de 1845 tres jóvenes conocidos en el mundo de las letras proclamaron sendos elogios dedicados al primer arzobispo de Santiago, Manuel Vicuña Larraín (1778-1843), al presbítero Francisco Balmaceda (1772-1842) y al intelectual Manuel de Salas (1754-1841), ellos eran: Francisco Astaburuaga Cienfuegos, Juan Bello y Silvestre Ochagavía. Astaburuaga Cienfuegos (1817-1892), se graduó de abogado en 1832 y en 1846 fue nombrado secretario de la legación chilena en Washington, con lo que dio inicio una larga carrera pública. Juan Bello (1825-1860), hijo de Andrés Bello, abogado desde 1850, fue distinguido en 1842 en un concurso literario y de ahí en adelante colaboró con distintos periódicos y revistas, además fue miembro de la Facultad de Filosofía y Humanidades (1853) y traductor de obras de Dumas, padre, y Michelet. Mientras que Silvestre Ochagavía (1820-1883) comenzó su vida pública en 1846 al ser nombrado oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, se graduó de abogado en 1847 y de ahí en adelante ocupó distintos cargos públicos como el de ministro de Justicia, Culto e Instrucción, ministro de Hacienda, la representación del gobierno en Europa, entre otros.

En sus elogios estos tres jóvenes coincidían en una máxima: “¡Luz y pan para los hombres!” (Ochagavía, 1845, p. 237). Para Astaburuaga y Bello, quienes rendían homenaje a Vicuña y Balmaceda, respectivamente, dicha luz era irradiación divina materializada en la caridad cristiana que se ocupaba de la salvación de la sociedad y del mejoramiento material y moral de los hermanos en esa fe, mientras que para Ochagavía, en directa alusión al sabio De Salas, esa luz era la del entendimiento, la del saber y la de la beneficencia que, aplicados, inauguraban una era de alivio y conocimiento: la de la regeneración moral del pueblo (Bello, 1845a, 1845b; Astaburuaga, 1845; Ochagavía, 1845). Los elogiadores del primer evento museográfico republicano informaban que sus lisonjeados coincidían en el postulado de la caridad.

Para el científico De Salas la educación coadyuvaba al progreso moral y material de los pueblos, aunque su apuesta para resolver la problemática social resultaba tradicional por cuanto que insistía en la creación de hospicios y demás instituciones de beneficencia (Grez, 1995, p. 12). Era pensamiento general que las sociedades de beneficencia resultaban “en nuestros pueblos el más grande y trascendental de todos los bienes” porque preparaban sus costumbres y mediante sus acciones podían despertar “en los corazones fríos, el deseo y el placer de la imitación” (El Progreso, 24 de septiembre de 1847). Un pensamiento científico entrelazado a propuestas “tradicionales” católicas respecto a la solución de la cuestión social no debería extrañar por cuanto que buena parte de las décadas de 1830-1840 atestiguó el encuentro entre viejas y nuevas mentalidades (Stuven, 2000, p. 68); fue un periodo de incompatibilidades, de discordancias, y en ese sentido Domingo Faustino Sarmiento diría: “Nuestra época es desgraciadamente una época de lucha, de transición y de escepticismo. Ideas, intereses, tendencias, todo está en contradicción” (Sarmiento, 1885, p. 144).

La ciencia y el binomio fe-caridad eran dos imaginarios construidos a partir de un solo cuadro: el de una sociedad que cooperaba para alcanzar el bienestar y la felicidad de sus miembros (Gandarillas, 1843a, p. 46). En esa lógica, en su elogio en honor a la beneficencia pública de 1846, uno de los cofundadores de la Sociedad Literaria de 1842, Santiago Lindsay (1825-1876), no sin algo de candor, por cierto, declamaba que la democracia de la que se gozaba era fruto de la Providencia que había inspirado a la oligarquía criolla a desprenderse de sus títulos y a decirle “a un pueblo ignorante, débil y avasallado ‘sé libre, sube hasta mí, quiero ser tu igual, yo hasta aquí he sido tu señor’” (Lindsay, 1846a). Este carácter democrático de las instituciones, concluía Lindsay, era “un hecho importante y constitutivo tal vez de nuestra nacionalidad” (Lindsay, 1846a).

Al año siguiente, en 1847, el escritor Salustio Cobo Gutiérrez (ca. 1815-1867), inspirado en el teólogo español Jaime Balmes (1810-1848), cuya apuesta filosófica apuntaba a la asistencia y ayuda al hombre para conseguir su perfección y felicidad (Forment, 1998), diría que en la asociación, “en la reunión de fuerzas individuales”, se hallaba “el secreto de la fuerza social” (Cobo, 1847a), pero era más importante aún la labor que las comunidades religiosas debían realizar en pos de la industria en tanto que “canal por donde corren los intereses de la vida material, nuestro elemento de engrandecimiento social” (Cobo, 1847b); era el claustro, en definitiva, afirmaba en ese mismo evento Ricardo Claro Cruz (1827-1890), el “gran taller de hombres nuevos”, el lugar donde “el reino de la caridad principiará sobre la tierra” (Claro, 1847).

Es importante subrayar aquí la manera en la que el comentario religioso emerge. Foucault señala que ese tipo de regulación interna del discurso, junto con el jurídico, son paradigmáticos cuando se trata de observar la reaparición palabra a palabra de lo que se comenta. Para el caso que analizamos basta señalar que la visión católica del mundo, cristalizado en el comentario religioso, se había consolidado como uno de los elementos centrales del consenso en el interior de la cultura política chilena a mediados de la década de 1840, por tanto, no debería extrañar su presencia en un momento en el que se le rendía honores a la patria y a las virtudes cristianas.

No hay que olvidar que la laicización del Estado no implicó un rechazo a la religión católica, de hecho, como ya se dijo, la Iglesia era funcional a esta toda vez que, en su nombre, se podía hacer respetar la ley, los principios de moralidad exigidos por esta resultaban equiparables a los de la virtud cívica y en conjunto podían hacer adherir al pueblo al principio de orden público proclamado por la elite dirigente. Es más, las polémicas de las que habla Stuven (2000) tienen sus propios límites, esto es, no contravenir los ideales patrios consensuales de valoración del orden institucional, de la visión católica del mundo y del perfeccionamiento del sistema republicano. Más bien, las polémicas surgidas a la luz de la crítica a la Iglesia pueden explicarse a partir de que los protagonistas de este relato no necesariamente eran irreligiosos, sino que eran anticlericales.

 

Ecos en la prensa

El evento de 1845 le arrancó “a una numerosa concurrencia ¡gritos de entusiasmo!” (El Tiempo, 20 de septiembre de 1845); esta había sido “numerosísima, y dio a conocer con expresivas aclamaciones la parte que tomaba en este interesante espectáculo” (El Progreso, 19 de septiembre de 1845) y no obstante la algarabía, parecía que los retratos de De Salas, Balmaceda y Vicuña guardaban cierto ascendiente ante los espectadores, estos “imponían a la multitud, pues no se oía grito alguno, y el pueblo se hallaba conmovido y respetuoso en la presencia de sus imágenes” (La Revista Católica, 27 de septiembre de 1845, p. 220). Amigos de los tres jóvenes alocutores llamaban la atención sobre las consecuencias que un espectáculo como ese podía dejar “en los espíritus, y principalmente en los espíritus de los jóvenes”: el genio creativo criollo en su conjunto “puesto en armonía por un hombre inspirado formaba algo grande y solemne”; ese no era un acontecimiento de todos los días y como tal había que aquilatar en la memoria ese momento de entusiasmo común (El Tiempo, 20 de septiembre de 1845).

La prensa aplaudía “como el que más la institución recién planteada” (El Progreso, 23 de septiembre de 1846); celebraba la ocurrencia de “un acto nuevo entre nosotros” (El Tiempo, 20 de septiembre de 1845); loaba que las fiestas nacionales, caracterizadas por la embriaguez y la deshonestidad de la plebe, adquirieran “un aire religioso y moral, llamando la atención del pueblo a objetos de provecho” (La Revista Católica, 27 de septiembre de 1845, p. 220). La crítica a las fiestas de septiembre se dejaba sentir a partir de las actividades realizadas después del 19 en el Paseo de la Cañada, a cierta distancia del centro urbano, las cuales hacían parte de las celebraciones oficiales.

La prensa católica era alcalina a las actividades populares tales como palo encebado, carreras a pie y a caballo y otros juegos de destrezas que, junto a tabernas ambulantes y otro comercio establecido para la ocasión, era una expresión más de la “fiesta dionisiaca” (Salazar, 2007, p. 224) y en tanto que “fiestas inmorales y tumultuosas” solicitaba a la autoridad municipal la supresión de los paseos a dicho llano por considerarlos “altamente perjudiciales” para la sociedad. No así, en cambio, el nuevo acto museográfico que se inauguraba. Esta misma prensa católica se preguntaba “¿Quién osaría vituperar esta función, en que por medio de las recompensas de la gloría, se procura dar un nuevo impulso a la elocuencia y a todas las artes útiles?” (La Revisa Católica, 10 de octubre de 1846, p. 466).

La prensa en general visaba el hecho de que se diera protección a la industria y a las artes puesto que, si se invirtiera en ellas lo que anualmente se hacía con los fuegos artificiales y con las carreras de caballos, “se conseguiría dar a las artes un grande impulso y movimiento, mejorando al mismo tiempo en gran parte la condición moral y material de los que la profesan” (La Revista Católica, 27 de septiembre de 1845, pp. 220-221). Si bien es cierto que la celebración del día 17 de septiembre de 1845 había sido un esfuerzo germinal, se esperaba que tuviera una proyección en los años sucesivos, ya que “el modo como ha[bía] sido acogida la idea del señor Palazuelos manifiesta que son muy pocos ya los que miran con indiferencia este culto público que se trata de rendir al talento y a todas las virtudes sociales” (El Tiempo, 23 de septiembre de 1845).

Aunque la crítica se hacía sentir también por la falta de solemnidad en la entrega de los premios por lo que se proponía que fuera “el Presidente de la República en persona [quien] debería poner en manos de los agraciados el galardón de sus progresos” (El Progreso, 23 de septiembre de 1846) y no el intendente. Algunos periódicos de oposición se resistían a inscribir en sus páginas alguna noticia de las celebraciones, ya que antes que recordar las glorias nacionales, lo que hacían esas celebraciones era encubrir las intenciones de un gobierno tirano. En sus palabras, dichas fiestas nacionales no eran más que “nuevos planes liberticidas disfrazados, como siempre, bajo la capa del bien público” (Diario de Santiago, 25 de septiembre de 1845).

Tal como se puede observar, el evento tuvo buena cobertura de la prensa, al punto que operó como caja de resonancia de la propuesta emanada desde el interior de la Cofradía del Santo Sepulcro en términos de amplificar y poner en voz de la opinión pública un nuevo objeto discursivo denominado “exposición”. Desde este punto de vista, identificamos la génesis de una época toda vez que particularizamos un tiempo y un espacio con sus propias regularidades enunciativas que habilitaron la aparición de un espacio de comunicación en el que se comenzó a hablar de una cosa.

En este caso, el enunciado “exposición” da cuenta de un momento discursivo históricamente situado que ayuda a comprender el tránsito entre dos tiempos históricos, a saber: el fundacional y el de integración (Subercaseaux, 2002), distinguiéndose dicho tránsito por lo que pudo enunciarse. A partir de lo anterior se confirma la máxima según la cual a ciertos momentos históricos pertenecen determinadas prácticas discursivas. Desde este punto de vista, la dirección de la cofradía tuvo éxito si de lo que se trató fue de volver a poner en boca de todos un comentario museográfico de antigua data. En síntesis, puede decirse que las polémicas suscitadas en la prensa, sean a favor o en contra de la realización de la primera exposición nacional chilena implicó, en últimas, la inauguración de una época en la cual se comenzó a hablar del evento.

 

La participación del artesanado

¿Cómo fue la recepción del evento entre los miembros del artesanado? Si bien es cierto que fueron convocados a participar, también lo es que los premios de 1845 fueron asignados directamente por la comisión nombrada. En efecto, el 18 de septiembre de ese año, después de la misa de mediodía en la Catedral, se entregaron las primeras tres medallas de oro republicanas destinadas a las artes y a la industria: al músico José Zapiola Cortés (1802-1885), al pintor Francisco Sánchez (?-?) –discípulo del primer director de la Academia de Pintura, Alejandro Cicarelli (1808-1879)- y al diputado de principios de la década de 1820, Francisco Silva (?- 1868) por sus trabajos en seda, una industria naciente (Barros, 1906, p. 52; La Revista Católica, 17 de septiembre de 1845, pp. 220-221). Aunque los premios y los discursos se habían adjudicado de antemano por “la opinión pública”, rezaba la prensa, se esperaba que las actividades de septiembre fueran formalizadas en un programa solemne para los próximos aniversarios.

Al año siguiente se premió al pintor Francisco Javier Mandiola (1820-1900), “a un señor Jofre que ha presentado un piano que nada tiene que envidiar a los mejores que vienen de Europa, y a otro joven ebanista que exhibió una talla cuya finura y delicadeza causa asombro” (El Progreso, 23 de septiembre de 1846). Para 1847, Mandiola nuevamente obtuvo una medalla de oro por sus copias de Vírgenes (Pereira, 1992, p. 80), aunque las fuentes directas son esquivas como para informar de más trabajos exhibidos.

A partir de lo anterior, se puede constatar que artesanos altamente especializados participaron en el evento enviando una muestra de sus trabajos. Argumentaremos lo anterior. Si concebimos que la manufactura de un piano, en tanto que instrumento de precisión, es la expresión máxima de la ciencia aplicada, tenemos que la habilidad y los conocimientos técnicos de Jofré en la fabricación del instrumento le hicieron acreedor del reconocimiento público de su oficio. Tampoco se tiene duda de lo avanzado que estaba el rubro de la ebanistería representado por un joven y especializado artesano anónimo. De hecho, Sergio Grez (2007) señala que uno de los pocos sectores en los que se lograron avances significativos fue el de la fabricación de muebles.

El grado de avance material y evolución en el oficio era advertido en la prensa cuyas editoriales comentaban los rápidos progresos alcanzados durante los últimos veinte años; se reconocía que en el país había “artesanos superiores de ebanistería, extranjeros y nacionales, bien capaces de ofrecernos las obras más pulidas de su arte” (El Progreso, 4 de septiembre de 1847) y que “las fábricas de Santiago surtían abundantemente todas las demandas de este mercado, y al mismo tiempo que proveían también las necesidades de muchas de nuestras provincias” (La Revista Católica, 2 de septiembre de 1847, pp. 661-662).

No eran los particulares y los artesanos los únicos convocados para apoyar la iniciativa de la hermandad. Para el establecimiento de la lonja de las artes, la cofradía buscó el soporte de la Sociedad de Agricultura y Beneficencia. La hermandad sometió el proyecto al Consejo Directivo de la sociedad quien lo aprobó y designó una comisión especial de entre sus miembros para que, junto con los delegados de dicha cofradía, proyectara un edificio, presentara sus planos y la estrategia financiera para cristalizar la iniciativa. El proyecto de inmueble, de unos 5 metros de ancho por otros 17 metros de fondo, se financiaría a través de un préstamo de 1,500 pesos solicitado al gobierno, pagadero a dos años, cuyos fiadores serían los miembros de la sociedad, de ahí en adelante se recurriría al parlamento para todo lo que tuviera que ver con el sostenimiento del establecimiento. Dicha comisión concluía su informe señalando que el Consejo de la sociedad debía “insistir por la finalización de un pensamiento tan fácil y necesario para el adelanto de la industria nacional” (Lindsay, 1846b). La construcción del edificio para la lonja de las artes jamás inició obra y quedó nada más que como una tentativa que jamás vio la luz.

 

Palabras finales

La emergencia de un objeto discursivo denominado “exposición” tuvo como condición de posibilidad, la asistencia de representantes de la burguesía ilustrada nacional que compartían el interés por la mejora material y espiritual del pueblo. Conscientes de esa necesidad, recurrieron a una forma de sociabilidad formal religiosa venida a menos para, desde la tribuna que les ofrecía la dirección de la Cofradía del Santo Sepulcro, organizar lo que se puede considerar la primera exposición nacional. Conforme los términos que hemos venido tratando, Palazuelos, De la Barra y Gandarillas, integraron un sujeto emisor colectivo ilustrado que, con base en su espacio de experiencia en el extranjero y su capital simbólico, son los legítimos replicadores de un antiguo comentario museográfico-económico-cultural profundamente anclado en el tiempo histórico nacional que por primera vez se vuelven a decir a pesar de haber sido dichos tres siglos atrás.

Con ello este triunvirato inauguró una nueva época discursiva. En este contexto, la prensa capitalina operó como una caja de resonancia que amplificó y difundió el empleo del enunciado “exposición”. Es así como podemos informar del momento exacto cuando se comenzó a hablar de exposiciones en Chile, reafirmando la idea según la cual a determinados momentos históricos corresponden ciertas prácticas discursivas. Sobre la base de una sociabilidad formal religiosa, se sostuvo otra de características efímeras que operó por un breve periodo de tiempo, el necesario como para designar los premios y reconocimientos en la primera exposición de 1845. Desconocemos si esa sociabilidad efímera operó en el siguiente par de años. Lo que sí nos consta, en cambio, es la participación de algunos miembros del artesanado. Si bien es cierto que durante el evento de 1845 los premios y reconocimientos fueron designados directamente por la comisión de premios, al año siguiente participaron artesanos altamente calificados cuyos trabajos obtuvieron reconocimientos de primer orden.

¿Qué líneas de investigación se podrían proyectar a partir de este estudio? En primer lugar, la organización de exhibiciones habilita el estudio de sus comisiones en tanto que forma de sociabilidad y el método prosopográfico emerge como el recurso privilegiado para acercarse a estas escenografías. Por otro lado, podría resultar de interés indagar en las percepciones que las distintas capas de la población tuvieron de esos eventos, lo que de por sí implica dificultades metodológicas inherentes a esa ambición. Asimismo, si estamos de acuerdo con que una nación es una comunidad imaginada vale preguntarse, en ese sentido, ¿cuáles son las materialidades que se exhiben en esos eventos y a partir de las cuales se inventan las naciones? Cada nación latinoamericana adoptó, ajustó e implantó una práctica museográfica importada.

No obstante, las diferencias, estudios comparativos transnacionales podrían ser útiles para explorar la relación entre agentes en movimiento que interactúan, y que, al hacerlo, configuran las identidades de las instituciones que representan o los espacios sociales de dónde vienen. Con la noción de fondo de agentes interactuantes, se podría dar cuenta de que esos eventos no fueron de resorte exclusivo de un personaje ni de un grupo representativo, sino que dicha noción permitiría concebir la organización de exhibiciones latinoamericanas como faena colectiva propia de un afán científico e intelectual transnacional. Estas son solo algunas líneas a partir de las cuales se podrían proyectar investigaciones futuras.

 

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Danilo Ivar Duarte Pérez

Chileno. Doctor en Humanidades por la Universidad del Valle. Líneas de investigación: museología, historia, paisajes sonoros. Últimas publicaciones: “El hacer y el ver. La Escuela de Artes y Oficios de Santiago y las Exposiciones Nacionales: 1848-1856” (2022) y “Orígenes de las exposiciones chilenas, 1848-1872: un gesto republicano” (2021).



[1] En esta investigación se comprende por discurso exhibicionario a la racionalidad expresada materialmente en la puesta en escena pública de objetos semióforos, a cargo de toda aquella institución museal responsable de gestionar la función documental

[2] Un estudio reciente de la historia de vida del Gabinete de Historia Natural es: Serra, D. (2023). De la naturaleza a la vitrina. Claudio Gay y el Gabinete de Historia Natural de Santiago. Editorial Universitaria/Centro de Investigaciones Diego Barros Arana. La autora detiene su estudio en 1842, momento en que el naturalista francés a su cargo, Claudio Gay, retornó a Francia. Algunos colaboradores nacionales siguieron incrementando su colección, no obstante, la última noticia escrita que se tiene del espacio es de 1844. Es posible que haya caído en desgracia. El director de la institución entre 1853 y 1897, el prusiano Rodulfo Phillipi, quien lo visitó en 1851, señala que “fui sorprendido de su pobreza. […] ¿Habrían acaso desaparecido muchos objetos colocados por Gay en el Museo sur oeste?”. Phillipi, R. (1908). Boletín del Museo Nacional. Tomo 1. Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, pp. 5-6.

[3] Los procedimientos internos de control del discurso son tres: el comentario, el autor y las disciplinas.

[4] Referenciar 35 trabajos implica consumir un número de palabras que preferimos emplear en la argumentación del artículo. El estudio de Duarte (2023) se puede consultar para examinar en detalle las investigaciones y sus referencias.

[5] Las virtudes teologales son tres: la caridad, la fe y la esperanza.

[6] Esos otros eran Andrés Bello, Manuel de Salas, José Santiago Aldunate, José Gabriel Palma, Manuel Carvallo, Juan Manuel Cobo, Buenaventura Marín y Rafael Larraín Moxó.