Teatro popular,
teatro judío, teatro independiente:
una
aproximación al Idisher Folks Teater (IFT)
an aproximation to
the Idisher Folks Teater (IFT)
Paula Ansaldo
https://orcid.org/0000-0002-9105-5431
Universidad
de Buenos Aires/CONICET
paulansaldo@hotmail.com
Resumen: En este trabajo se
aborda la relación entre el IFT (Idisher
Folks Teater - Teatro Popular Judío), la primera y
más importante expresión
del Teatro Independiente en el campo teatral judío de Buenos
Aires, y el
movimiento de Teatro Independiente, surgido en 1930 con la
creación del Teatro
del Pueblo. Se parte de la idea, de que si bien es posible considerar
que en
estos primeros años la institución se
constituyó como una suerte de teatro de
colectividad -en tanto las actividades se desarrollaban completamente
en ídish
y estaban orientadas a un público netamente
judío-, a medida que pasan los años
y el movimiento de Teatro Independiente crece en magnitud y fuerza
aparece un,
cada vez más grande, deseo de integración por
parte del IFT que,
progresivamente, comienza a incluirse como parte constitutiva de un
fenómeno
mayor, que a la vez lo incluye y lo trasciende.
Palabras
claves:
teatro judío; teatro independiente; Idisher
Folks Teater; Buenos Aires; ídish
Abstract: In this essay, we
address the relationship between the IFT (Idisher
Folks Teater, Jewish Popular Theater), that was the first and
most
important expression of Independent Theater in the Jewish theater field
of
Buenos Aires, and the Independent theater movement, that emerged in
1930 with
the foundation of the Teatro del Pueblo. We believe that, although it
is
possible to consider that in these first years the institution was
constituted
like a sort of colectivity theatre –cause the activities were
developed
entirely in Yiddish and were oriented to a purely Jewish audience- we
maintain
that as the years pass and the Independent Theater movement grows in
magnitude
and strength, an increasing desire for integration appeared, and the
IFT gradually
began to be included as a constituent part of a larger phenomenon.
Key words: jewish theatre; independent
theatre; Idisher Folks Teater;
Buenos
Aires; yiddish
Traducción:
Paula
Ansaldo, Universidad de Buenos Aires
Cómo citar:
Ansaldo, P. (2018). Teatro popular, teatro
judío,
teatro independiente: una aproximación al Idisher
Folks Teater (IFT). Culturales,
6,
e.345. doi:
https://doi.org/10.22234/recu.20180601.e345
Recibido:
19 de septiembre de 2017 /
Aceptado:
28 de abril de 2018 /
Publicado:
12 de septiembre de 2018 |
Presentación[1]
En
1932 se crea en Buenos Aires el IDRAMST (Idishe
Dramatishe Stude – Estudio Dramático
Judío), que pasará luego a llamarse IFT
(Idisher Folks Teater –
Teatro
Popular Judío). Se trata de la primera y más
importante expresión del Teatro Independiente
en el campo teatral judío de Buenos Aires. El Teatro Independiente había
surgido solo dos años
antes de la mano de Leónidas Barletta y su Teatro del
Pueblo, creado en 1930,
posicionándose como una “nueva modalidad de hacer
y conceptualizar el teatro,
que implicó cambios en materia de poéticas,
formas de producción y organización
grupal, vínculos con el público, militancia
artística y política y teorías
estéticas” (Dubatti, 2012, p. 81) y cuyo objetivo
fue distanciarse del actor
cabeza de compañía, del empresario comercial y
del Estado.
El IFT compartía muchas de sus
características con el resto de los grupos
independientes –tales como la asociación grupal,
la promoción del
teatro escuela, el objetivo de transformar la sociedad al propiciar las
ideas
de solidaridad, progreso y revolución–, pero poseía la particularidad de
estar dirigido
específicamente a un público judío, ya
que hasta la década del 50’ realizaba
representaciones únicamente en ídish[2].
Si bien es posible considerar que en sus
primeros años
la institución se constituyó como una suerte de
teatro de colectividad –en tanto las actividades se desarrollaban
únicamente
en ídish y estaban, por tanto, orientadas a un
público netamente judío que
podía comprender el idioma en el que se realizaban las
representaciones– en este trabajo se sostiene que, a medida
que pasan los años y el movimiento de Teatro Independiente
crece en magnitud y
fuerza, aparece un, cada vez más grande, deseo de
integración por parte del
IFT, que, progresivamente, comienza a incluirse como parte constitutiva
de un
fenómeno mayor, que a la vez lo incluye y lo trasciende.
Este proceso se
concreta en el momento en el que el teatro decide pasar a realizar sus
obras en
español, con el estreno de El
diario de
Ana Frank en 1957, hecho que marca su definitiva
integración al teatro
nacional. Al comenzar a realizar su labor completamente en castellano,
en
detrimento del ídish, el IFT elimina la barrera
idiomática que lo separaba del resto
de los teatros independientes y abre así la posibilidad a
que nuevos
espectadores judíos y no-judíos puedan asistir a
sus representaciones, ampliando
de esta manera la composición de su público y
profundizando así su inserción en
el campo teatral porteño del período.
El
IFT en el entramado del teatro judío de Buenos Aires
El
comienzo del teatro judío en Buenos Aires suele situarse en
1901 con la
representación en el Teatro Doria de la opereta
cómica Kunye Leml (El
tartamudo) de Abraham Goldfaden, y rápidamente
adquiere visibilidad e importancia dentro del campo teatral nacional
gracias a
la llegada de nuevas oleadas inmigratorias provenientes de Rusia y
Europa del
Este que escapaban de la pobreza, los pogroms
y el antisemitismo europeo proveyendo al teatro de una audiencia
significativa
que asistía a los teatros judíos regularmente.
Durante el período de entre
guerras la mayoría de los inmigrantes judíos que
arribaban al país se
instalaban en Buenos Aires, impulsando así un fuerte
crecimiento del mundo
cultural ídish porteño. Para los
recién llegados, el teatro resultaba un lugar
de encuentro, donde combatir el desarraigo al recordar las costumbres y
tradiciones propias y compartir la lengua materna (el idish), que
funcionaba
“como un medio de contención familiar mientras se
producía la adaptación al
nuevo ambiente social y cultural” (Slavsky; Skura, 2002, p.
297). En este
sentido, el teatro en castellano no podía cumplir esta
función en tanto la
barrera idiomática y la representación de
problemáticas por las que el
inmigrante judío no se sentía interpelado, lo
alejaban de las salas teatrales
porteñas, impulsándolo a desarrollar su propia
cultura teatral local.
Por
otro lado, debido a que el hemisferio sur se beneficiaba por la
oposición de
temporadas, Buenos Aires se encontraba posicionado como uno de los
principales
centros teatrales junto a las grandes ciudades de Europa y los Estados
Unidos,
ya que en el receso de verano las compañías
extranjeras podían viajar a la
Argentina. El circuito teatral judío se organizaba de esta
forma en torno a un Star
System: un sistema de estrellas que se sostenía
gracias al actor central
que venía del extranjero, completando el elenco con actores
locales. Así,
visitaron nuestro país en forma asidua grandes figuras
internacionales como
Jacobo Ben Ami, Maurice Schwartz y Joseph Buloff, quienes comenzaron
sus
visitas al país en la década del 30 y siguieron
viniendo continuadamente hasta
principios de 1960.
Durante
la época de auge, cuatro eran los teatros profesionales que
estaban
completamente destinados a presentar obras en ídish: el
Excelsior y el Soleil
en el barrio de Abasto, el Mitre en Villa Crespo y el Ombú
situado en Pasteur
633, donde después se construiría el edificio de
la AMIA[3].
Además de los teatros, algunos cafés presentaban
números artísticos y varietés
judíos a la manera del café-concert,
tales como El Cristal y El
Internacional, conformando de esta manera, un amplio y variado circuito
teatral
completamente representado en ídish.
Por
otro lado, si bien estas obras encantaban al gusto popular y los
teatros se
mantenían llenos,- muchos comenzaban a abogar por un teatro
ídish de calidad artística
y de fuerte contenido ideológico que pudiese oponerse a este
teatro comercial, al
cual consideraban efectista en tanto recurría a
fórmulas ya probadas, negándose
a asumir riesgos creativos y estéticos que pudiesen traer
una elevación del
valor artístico de las obras representadas. Estos sectores
denominaban
despectivamente al teatro de éxito con el calificativo de shund, que en ídish se utiliza
para nombrar al teatro de poca monta
o “teatro basura” y que se utilizaba por
oposición al concepto de “teatro de
arte” que aspiraban crear, brindándole a la escena
ídish local una mayor
profundidad artística e intelectual.
Con el fin de la dictadura
del General Uriburu en 1932, luego del golpe de estado al presidente
Hipólito
Yrigoyen en 1930, se produjo un relajamiento de las restricciones a las
actividades políticas y artísticas de izquierda
que habían sido duramente perseguidas.
En este contexto de menos represión resurgió la
voluntad de integrarse y, en
1932, se fundó el IDRAMST. Rosa
Rapoport -actriz del IFT- recuerda su nacimiento de la siguiente manera:
Ya
ha
entrado en la leyenda la noche de invierno de 1932 en que, en la cocina
de
madera de Sara Aijemboim, se fundó el IDRAMST (Idisher
Dramatiser Studio)
por iniciativa de jóvenes obreros y artesanos que
habían hecho teatro
vocacional en las instituciones judías de izquierda, con una
postura ideológica
combativa y pedagógica (…) Todos ellos eran
acérrimos críticos del teatro
comercial y adherían a las estéticas teatrales
más modernas que llegaban del
teatro europeo a las que consideraban el mejor vehículo para
transmitir su
mensaje ideológico (cit. en Randazzo, 2009, p. 10).
Este teatro se diferenciaba del teatro empresarial por su
compromiso político y su concepción del arte como
una herramienta de
transformación social, así como por su forma de
financiación económica que
buscaba independizarse del capital empresarial y su búsqueda
de lucro,
sustentándose por medio de los aportes de sus asociados. Los
integrantes del futuro teatro IFT rechazaban el teatro mercantilizado, al que
creían responsable de
empobrecer y adormecer las mentes de los espectadores.
Concebían, en cambio, al
teatro como un movilizador de conciencias y, al igual que el Teatro del
Pueblo,
seguían las ideas de Romain Rolland, que abogaba
por un teatro que satisficiera las necesidades de un público
estrictamente
popular. En este
sentido, los guiaba la frase de I.L. Peretz –grabada luego en una de las paredes del IFT– que sostenía
que el teatro era a shul far dervaksene,
una “escuela para adultos”. Por otro lado, el grupo
se posicionaba como un
teatro de arte, sentando sus bases en la búsqueda de una
modernización estética
en cuanto al lenguaje teatral, con el fin de elevar el nivel cultural
del
teatro judío en Buenos Aires, enriqueciéndolo con
las nuevas tendencias
provenientes de Europa (tales como el sistema de Stanislavsky, el
pensamiento
escénico de Max Reinhardt, la poética
expresionista, entre otras). El IFT
buscaba así, instruir a los espectadores tanto en materia
política como
estética.
Sus fundadores eran en su mayoría
obreros y artesanos
que provenían de elencos vocacionales pertenecientes a instituciones judías de
izquierda, que de día
desarrollaban su oficio y en la noche se convertían en
actores. Se trataba en
sus comienzos de un teatro puramente vocacional, por lo que las tareas
necesarias para la puesta en escena de las obras se realizaban en el
tiempo
libre después del trabajo, alternando entre la
actuación y la confección del
vestuario, la escenografía, la publicidad y hasta la venta
de entradas. El
nombre inicial de la institución, Estudio
Dramático Judío, da cuenta del
carácter filodramático que tenía el
grupo en sus comienzos. Pero, a medida que
el elenco comienza a profesionalizarse, aparece la necesidad de cambiar
su
nombre para incluir en él la palabra teater
(teatro), dejando atrás de una vez y para siempre, el
amateurismo.
A pesar de esto –y al igual que en
el resto de los teatros independientes–, ninguno
de sus integrantes cobraba una remuneración por su tarea,
debido a que el
desinterés económico era considerado un valor
fundamental que les permitía escapar
a la lógica del mercado y su búsqueda de lucro.
Por esta misma razón, todas las
entradas se vendían a precios populares, de manera que todos
y cada uno
estuviesen en condiciones de pagar el precio pedido y poder
así asistir a las
representaciones. El sostén de la institución
verdaderamente era entonces su
base societaria, que fue creciendo exponencialmente a través
de los años.
En 1937 se inició la
campaña
de socios que le permitió al teatro constituirse, en 1940,
como una entidad
civil sin fines de lucro: Asociación Israelita-Argentina Pro
Arte IFT. El
teatro comenzó de esta forma a regirse de acuerdo con un
estatuto y a contar
con un marco legal. Pasó entonces a estructurarse a partir
de tres pilares: una
comisión directiva, elegida y renovada por la asamblea de
socios, que estaba
constituida por intelectuales de izquierda que se encargaban de la
dirección
societaria y política de la institución. Un
elenco teatral estable, que a
partir de ese momento podía dedicarse plenamente a las
tareas artísticas, cuya
exigencia era cada vez mayor. Y un director artístico, que
era quien dirigía el
elenco y las puestas en escena de las obras.
El teatro había estrenado su primera
pieza dramática
en 1933, Los Negros de Guerschn Aibinder, seguida en 1934 por Carbón
de
Galitnicof, ambas dirigidas por Jacobo Flapan, de profesión
peluquero. En los
siguientes años, con el creciente antisemitismo europeo y la
promulgación de
las leyes antisemitas en la Alemania de Hitler, empezó un
éxodo de músicos,
directores y actores que comenzaron a emigrar a la Argentina huyendo de
las
restricciones y persecuciones. En este contexto llegaron al IFT los
directores
God Zhelazo y Jaime Brakarz, quienes pusieron en escena obras tales
como Ruge China
de Tetriakov y Motín en la casa
correccional
de Lampel. Estas primeras
obras no tematizaban específicamente lo judío,
sino que su contenido era de
corte político universal, alcanzando una gran trascendencia
en la colectividad
judía, que en esa época estaba mayormente
constituida por obreros, pequeños
comerciantes o talleristas que se identificaban con las
problemáticas
planteadas por las obras.
En 1937 comenzó a dirigir el
teatro una pareja de actores llegada de Polonia, Nakhum
Melnik y Debora
Rosenblum, quienes
montaron por primera vez un repertorio judío con
adaptaciones de obras de I.L.
Peretz y Scholem Aleijem, autores clásicos de la literatura
ídish. Finalmente,
en 1938, el teatro contrató al director europeo David Licht,
quien sería su
director hasta 1952 poniendo en escena más de veintisiete
obras. Los
años durante los cuales Licht fue su director
artístico posicionaron al teatro
como una trinchera no solo política sino
artística, adquiriendo un gran
reconocimiento en la escena teatral de Buenos Aires. Licht puso en escena obras
de teatro universal como Los bajos fondos
de Máximo Gorki y Todos los hijos de Dios tienen
alas de Eugene O’ Neill,
pero también realizó adaptaciones de cuentos y
novelas de los más célebres escritores
de la cultura ídish. Con su partida, en 1952, el teatro
dejó de tener un
director artístico estable, pasando a realizar contratos
individuales para el
montaje de cada obra en particular. De esta forma fueron invitados a
dirigir en
el IFT personalidades de gran envergadura en el campo teatral local
como
Alberto D’Aversa, Oscar Ferrigno, Carlos Gorostiza, Oscar
Fessler e incluso
Armando Discépolo, quien puso en escena la obra Cuando aquí había reyes
de González Pacheco, traducida del
castellano al ídish, dando a conocer, de esta manera, a los
autores nacionales
al público judío.
El
IFT, teatro independiente
Es
importante señalar que, en sus primeros años el
IFT no se nombró a sí mismo
como un teatro independiente,
[4]
sino que utilizó la denominación de teatro
popular, que a partir de 1937 será el
nombre definitivo de la institución que pasará
desde entonces a llamarse Teatro
Popular Judío, es decir a identificarse como un teatro del
pueblo y para el
pueblo, siguiendo los planteos de Romain Rolland.
Posicionarse en la línea del teatro
popular judío suponía
incorporarse a una tradición que precedía al
movimiento de teatro independiente
argentino y que hermanaba a la naciente institución con
otros teatros populares
judíos del mundo, tales como ARTEF (Arbeter
Teater Farband – Federación de Teatro de
los Trabajadores) en Estados
Unidos o el PIAF (Parizer Idisher Arbeter
Teater – Teatro Obrero Judío de
París) en Francia. Asimismo, su manera de
organizarse encontraba un antecedente en el mundo teatral
judío, en tanto
tomaba el modo de producción de la Vilner
Trupe que, para ese momento era ya la
compañía de teatro ídish de mayor
reconocimiento y éxito en Europa, fundada en Vilna en 1916 y
organizada en
forma de cooperativa. De allí provendrá por
ejemplo David Licht, quien como se
ha señalado, fue el director artístico del teatro
por más de diez años.
Al constituirse como cooperativa el IFT sentaba
sus
bases sobre la idea de un teatro colectivo, buscando así
romper con el starismo y el
individualismo, que veían
como el mayor problema de los diferentes ‘teatros de
arte’ neoyorkinos que
visitaban el país, ya que consideraban que se
sostenían únicamente gracias al
personalismo, en lugar de tratarse de una verdadera
construcción grupal. Así lo
enuncian en un artículo de la revista Nai
Teater (Nuevo Teatro)[5]
que empezara a editar el IFT a partir de 1935:
Se
sabe que todo actor debe cultivarse, de
lo contrario es tragado por sus propias ambiciones. Cosa que no debiera
ocurrir
con los grupos de aficionados que se desarrollan en todo el mundo. Porque el único
medio que tiene la facultad
de desarrollarse y desarrollar a su vez a los talentos es el teatro
social o
grupal. Un ejemplo de este caso es Maurice Schwartz. Nadie
dudaría de su
talento y temperamento. Sin embargo, aparte de su personal influencia,
su
teatro en Nueva York es una ficción, no es un teatro con
rostro propio. Si él
se va, adiós teatro de arte y cuando vuelve reúne
un elenco y de nuevo es un
teatro artístico. No sólo eso sucede con los
teatros independientes que no
crean un fuerte respaldo (Lev, 1937, 5)[6].
Como puede verse, los integrantes del IFT se
oponían
a la organización del grupo de manera jerárquica
y a que todo dependiese del
actor cabeza de compañía. Rechazaban
así una “estructura teatral de raíz
ancestral (proveniente de los albores del Renacimiento) sustentada en
la
primera figura, el narcisismo, la excepcionalidad del
“genio” y el divismo del
actor” (Dubatti, 2013, p. 82). Valoraban en cambio el espacio
grupal como forma
de creación, estableciendo una horizontalidad que se
organizaba en torno a
roles intercambiables donde todos poseían la misma
importancia. A su vez, las
decisiones eran tomadas de manera colectiva, a través de
asambleas de socios
que realizaban periódicamente y donde el rumbo que iba
tomando la institución era
sometido siempre a la discusión grupal.
Esta manera de organización
consolidaba lo que ellos
entendían como el carácter popular del teatro al
incorporar al público como
parte constitutiva del mismo, involucrándolos en las tareas
de la institución.
De esta manera, dejaban de ser únicamente espectadores y
pasaban a cumplir un
rol activo y fundamental para el buen funcionamiento del teatro. Un
buen
ejemplo de esto puede verse en el proyecto de la
construcción del edificio
propio, para lo cual se conformó una Comisión
Especial de socios dirigida por
Pinie Katz, para hacerse cargo de la empresa. En aquella
ocasión, toda la colectividad
judía en su conjunto –independientemente de su filiación
ideológica– contribuyó con la tarea de
recaudar el dinero
necesario, ya sea a través de un bono llamado
“ladrillo”, o bien adquiriendo
por adelantado butacas-abono para las próximas temporadas.
En 1946 se compró un
terreno en el barrio de Once, la piedra fundamental se
colocó el 3 de noviembre
de 1946 y en 1947 se inició la construcción que
finalizó en 1952. La ubicación
elegida para situar al teatro era estratégica en tanto el
Once era el barrio
donde se encontraba la mayor densidad de habitantes judíos
de Buenos Aires, es
decir, el público real y potencial del teatro.
Además, como ha señalado Dujovne
(2014), “durante el período en que ‘el
Once’ fue el centro material y simbólico
de la vida colectiva judía de Buenos Aires, situar una
institución en el radio
de ciertas cuadras suponía reforzar su carácter
judío” (pp. 259-260).
La decisión de construir un
espacio propio se basó
por un lado en razones financieras, ya que los balances
señalaban que el 75% de
los gastos del teatro eran en concepto de alquiler de salas. Por otro
lado,
respondió a la necesidad de afianzarse como
institución y arraigarse en el país.
En este sentido, el edificio tenía un valor
práctico que buscaba potenciar,
diversificar y hacer crecer la labor de la
compañía, ya que era además un
edificio teatral completamente moderno que contaba con un equipo
lumínico de
alta tecnología y con el primer escenario giratorio de la
Argentina, reafirmando
el carácter innovador y vanguardista que buscaba sostener el
teatro. Poseía a
su vez un valor simbólico, en tanto connotaba estabilidad,
proyección futura, seguridad
y arraigo, dando cuenta así de la importancia y el apoyo que
tenía la
institución al interior de la colectividad. Estas ideas
aparecían expresadas en
el cuadernillo dedicado a la colocación de la piedra
fundamental:
Pensamos
y deseamos que la población judía de la Argentina
tenga su teatro
institucional, construido por el pueblo al igual de nuestras escuelas,
y
dirigido por personas responsables ante la sociedad y ante el arte
teatral,
capaces de ceder a esta causa su máxima
expresión. Construyendo el Teatro
Popular Israelita en Buenos Aires, aseguramos nuestra vida cultural
judía en el
país para muchas generaciones, una vida dotada del
espíritu de la cultura judía
universal desde sus más remotos latidos, hasta sus
más lejanas conquistas en la
posteridad (Comité Pro Edificio Propio para el Teatro
Popular Israelita IFT,
1946, p. 29).
De
esta forma, el IFT se convirtió en el primer teatro
independiente con sala
propia, pudiendo costearla enteramente sin dejar deudas pendientes,
gracias a
la ayuda de sus socios.
Aparece aquí la
categoría de
iftler, que era la forma en que los
socios del IFT se designaban a sí mismos, y que da cuenta de
una modalidad de
participación que excedía la labor estrictamente
teatral, que dejaba de ser un
requisito para ser parte. Para ser un iftler
bastaba creer en la idea y en los valores que daban sentido a la
institución y
participar activamente en su sostenimiento, desde cualquier rol
posible. Por
esta razón, uno de los más importantes objetivos
de la Escuela de Teatro era enseñar
a los alumnos:
(…)
que
el teatro se lo puede y se lo debe servir desde distintas tareas. Que
es tan
importante servirlo desde el escenario como detrás de
él (…) También en virtud
de esos objetivos nuestros alumnos participan de la vida societaria de
la
Institución, ya sea colaborando en un espectáculo
pintando una escenografía,
haciendo nuevos asociados, etc. (F.D., 1962, p. 26).
Como se puede notar, la educación
fue para la
institución un pilar fundamental y, en este sentido, la
Escuela de Formación, creada
en 1947, buscó brindar una formación integral que
fuera más allá del objetivo
de educar buenos actores, intentando en cambio crear también
buenos “iftlers”, es
decir, espectadores capacitados, conocedores de la historia del teatro
universal
y de la tradición teatral judía. Por esta
razón, además de las clases de
actuación,
danza, impostación de la voz, etc. en la escuela se
impartían clases de historia
del teatro e historia de la literatura judía, entre otras
materias teóricas.
Con el fin de integrar y
satisfacer las necesidades culturales de la colectividad, la
institución fue sumando
nuevas actividades a lo largo de los años, delineando de
esta forma un perfil
de centro cultural integral. Además de la Escuela de
Formación, incorporan un
coro, un cine-club, una escuela de ballet para niños, una
galería de arte,
conciertos musicales y hasta un club de ajedrez. Esta multiplicidad de
actividades culturales reafirmaba su carácter societario y
el sentimiento de
pertenencia de los iftlers, que
asistían a la institución asiduamente para
realizar las más variadas
actividades. Como destaca Iedvabni[7]:
Alguien
dijo muy correctamente, que a un teatro no le basta tener
público, le hace
falta tener su público[8]. Esta
identificación es en
realidad nuestro tema: teatro y pueblo. Y cuando en la Escuela del IFT
nos
explicaban el fenómeno del teatro griego, o del teatro
isabelino (...),
nosotros entendíamos muy bien de qué se trataba;
aquí en Buenos Aires, teníamos
una pequeña muestra de esa identificación: el
TEATRO IFT y la colectividad
judía (1962, p. 3).
Pero
a su vez, el teatro IFT comenzó progresivamente a incluirse
dentro del
movimiento de teatro independiente que tenía cada vez mayor
peso dentro del
campo teatral argentino. En varios números de Nai
Teater se hace mención a otros grupos teatrales
porteños y se
reseñan algunas de sus producciones, incitando a los
lectores a asistir como espectadores
también a esos espectáculos. En el
número de julio del 39, por ejemplo, Jordana
Fain publica un artículo titulado “Los grupos
teatrales experimentales
argentinos” donde analiza la Primera Exposición de
Teatros Independientes realizada
en 1938, de la que participaron el Teatro del Pueblo, el Teatro Juan B.
Justo,
el Teatro Íntimo y el Teatro Popular José
González Castillo. En su escrito,
señala como un logro el hecho de que las cuatro
instituciones se hayan
hermanado, en tanto trabajan para un mismo ideal.
Asimismo, aparecen registros
en la revista de la realización de funciones especiales para
actores a las
cuales asistían como invitados especiales los integrantes de
otros grupos
teatrales independientes, tales como el Teatro del Pueblo junto a
Leónidas Barletta
o el Teatro Juan B. Justo.
Puede verse entonces como ya tempranamente
existió en
el IFT una valoración de la idea de integración
de los diferentes teatros independiente,
que los llevó en la década del 50’ a
ingresar a la FATI (Federación Argentina
de Teatros Independientes creada en 1946), cuyo propósito era nuclear a los
diferentes grupos
teatrales e impulsar así una mayor integración al
interior del movimiento de
teatro independiente. En el caso del IFT esto se concreta en 1955,
cuando
participa del desfile de teatros independientes realizado en el Teatro
Cervantes con motivo del 25° aniversario de la
creación del Teatro del Pueblo. Entre
algunas de las actividades pautadas en el evento, Jornada Fain, Cipe
Lincovsky
e Ignacio Tennenhol dictaron la conferencia “El teatro
independiente judío: IFT
y su aporte al teatro y la cultura nacional”. Y ya dos
años ante, el mismo
Leónidas Barletta escribía un artículo
en la revista del IFT, titulado “El
teatro judío independiente en Buenos Aires”, en
donde afirmaba que:
A
veinte
años de su iniciación, el teatro judío
popular de la Argentina tiene en el IFT
un factor importantísimo de cultura. Dentro de su
característica, en su aspecto
técnico y artístico, en su justa
comprensión de cuál ha de ser su
misión en la
sociedad, este teatro es único en el mundo. Creo que
expreso el sentir de todos los escritores y artistas independientes de
Buenos
Aires al aplaudir con entusiasmo la vigésima primera
temporada de arte del IFT,
destacando a los que lo sostuvieron y alentaron y a los artistas que
prosiguen
sin desmayos esta útil tarea de difundir la cultura (1953,
p. 62).
Se entiende que la palabra de
Leónidas Barletta, al
cual se consideraba el padre del teatro independiente, funcionaba como
una voz
de autoridad suficientemente fuerte como para afirmar la pertenencia
del teatro
al movimiento independiente, por lo que sus declaraciones pueden verse
de
alguna manera como una suerte de legitimación de la
institución al interior del
movimiento.
Dos años después
José Marial
incluye al IFT en su libro El teatro
independiente, considerado el primer trabajo centrado
específica e
íntegramente en el teatro independiente argentino, donde le
dedica un apartado completo
al IFT. Por su parte Luis Ordaz, quien no
había incluido al teatro en la primera edición de
su libro El teatro en el Río de la
Plata de 1946, sí lo hace en la segunda
de 1957, indicando que su “incorporación al
movimiento es de reciente data, si
bien actúa desde 1932” (1957, p. 299).
Unos años después, en
1962, Marial escribe el artículo
“El IFT y el movimiento teatral independiente
argentino” en la revista editada
en homenaje al XXX Aniversario del IFT, en donde sostiene que la
institución “constituye un firme baluarte dentro de la
Federación
Argentina de Teatros Independientes en donde milita y cumple visible
labor” (Marial,
1962, p. 8) y afirma que “es –no cabe duda- un hijo
legítimo del Teatro
Independiente” (Marial, 1962, p. 9). Puede verse que el
proceso de legitimación
como parte del movimiento que se inicia en le década del 50
ya está, para
principios de los 60, completo y puede afirmarse “sin
dudas” la pertenencia del
IFT al teatro independiente argentino.
El IFT y sus dos lenguas
Es fundamental señalar que la
mayor inserción del
teatro dentro del movimiento independiente coincide temporalmente con
el
comienzo del debate en torno al pasaje del ídish al
castellano, que como hemos
señalado, marcó un antes y un después
en la vida del IFT. El punto de inflexión
se produjo en 1957 con la
decisión
de interpretar El diario de Ana Frank
en castellano. A partir de entonces todas sus representaciones
comenzaron a ser
realizadas en ese idioma, abandonando definitivamente el uso del
ídish.
Este pasaje puede verse
también en la revista que editaba el teatro, donde el
número de artículos publicados
en castellano comenzó progresivamente a igualar a los
escritos en ídish. Hasta
1952 la revista se publicaba casi completamente en ese idioma,
incluyendo
únicamente una editorial en español, mientras que
en su número 32° publicado en
1953, aparecieron por primera vez artículos en castellano,
algunos de los
cuales fueron escritos por personalidades de gran renombre en el
ámbito del
teatro independiente como Alberto D’Aversa
y Leónidas Barletta. Para 1957, la revista
poseía ya una doble portada
-una en ídish y otra en castellano- y el número
de artículos en este idioma
prácticamente igualaba a aquellos escritos en el primero. Lo
mismo sucedía con
los programas de mano cuyo contenido en ídish
comenzó a disminuir
paulatinamente, hasta desaparecer por completo.
Ya en 1955 Marial escribía
en su libro que “es propósito de esta
institución, comenzar a representar obras
en idioma nacional con lo que se daría indudablemente mayor
popularidad y
conocimiento al trabajo escénico de este teatro
independiente” (Marial, 1955,
p. 144). En esta cita puede verse cómo, dos años
antes de que el IFT decidiera
abandonar las representaciones en ídish, Marial
ponía ya el acento en las
ventajas que podía conllevar el pasaje al castellano, puesto
que le permitiría
al teatro superar la barrera idiomática que lo separaba del
resto de los grupos
independientes, y de esta forma ampliar su accionar sobre el
público,
contribuyendo así en mayor medida al objetivo
pedagógico común a los teatros
agrupados en la FATI. No es difícil conjeturar que la
decisión de pasar al
castellano fue ampliamente apoyada y alentada desde la
Federación, hecho que
puede constatarse en los diferentes artículos publicados a
raíz del aniversario
de la creación del IFT, en donde tanto Marial como Ordaz,
valorizan este cambio
de orientación como un paso fundamental y necesario para
potenciar la labor del
teatro:
(…)
con El
diario de Ana Frank, en versión a nuestro idioma,
como corresponde a un
teatro de orientación popular, entró en una nueva
y decisiva etapa. Un público
hasta entonces ausente de sus plateas, llenó el local de la
institución y puede
justipreciar las realizaciones dramáticas y la capacidad y
sentido de equipo
que preside a esta compañía (Marial, 1962, p. 8).
En este sentido, el paso al castellano fue
considerada
por los integrantes del IFT como una medida artística
tendiente a acercar el
teatro a un público más amplio, a la vez que una
medida ideológica en tanto
que, como señala Marial, un ‘teatro de
orientación popular’ ha de representar
sus obras en el idioma del país al que pertenece.
Otros autores, en cambio,
ponen el énfasis en las razones políticas, en
tanto que el IFT seguía las
directivas del ICUF (Idisher Cultur
Farband, Federación Cultural Judía)[9],
cuyo objetivo era nuclear a todas las instituciones judías
de izquierda. Según
sostiene Israel Lotersztain (2014), el ICUF comenzó ese
mismo año una campaña
para relegar el ídish en beneficio del castellano en todas
las instituciones
que lo integraban, siguiendo plenamente los lineamientos
ideológicos del
comunismo soviético donde el ídish y sus
expresiones culturales ya estaban
siendo barridos. Por su parte, Ariel Svarch (2005) sostiene que el paso
al
castellano se debió en gran parte a una
instrucción directa del Partido
Comunista Argentino para “acriollarse”. Nerina
Visacovsky (2016) señala, en
este mismo sentido, que los icufistas eran acusados de
“sectarios judíos” por
el PCA y que por ese mismo motivo no logran integrarse con las masas
trabajadoras, y sostiene que “la defensa del idishismo
era interpretada por
la dirigencia del PCA como un ‘sectarismo europeo’
que impedía ‘acriollar’ a la
militancia” (p. 109).
De todas maneras –hayan sido o no
orientados por la línea que bajaba desde el PCA o influidos
por la política de
la URSS en relación al ídish– la ideología que
sostenían la dirigencia del ICUF
estaba en consonancia con esta decisión, en tanto el
objetivo de la institución era “partir de
‘lo particular’ (el judaísmo) hacia
‘lo universal’ (toda la sociedad)”
(Visacovsky, 2016, p. 146). El apego a la lengua se
interponía en el camino de
integración con el resto de la sociedad e incitaba a sus
miembros a cerrarse en
un mundo únicamente de judíos. Los icufistas consideraban
que los problemas de la humanidad eran universales y se
oponían a las posturas
particularistas que sostenían, por ejemplo, los sectores
sionistas, preocupados
exclusivamente por la problemática judía. Y en tanto que “el
legado judeo-progresista era universal” (Visacovsky, 2016, p.
178), había de
ser transmitido en el idioma en el que la mayoría de la
sociedad pudiese
comprenderlo.
En el contexto del debate entre particularismo
y
universalismo, se considera que un importante factor que
contribuyó a crear las
condiciones para que se concretara el giro al castellano, fue la
ruptura que se
produjo al interior de la colectividad judía argentina a
raíz de los Juicio de
Praga en 1952, donde fueron
juzgados el ex Primer Ministro checo
Rudolf Slansky, y varios miembros y funcionarios de su gabinete que
eran en su
mayoría judíos, acusados de espionaje, trotskismo
y simpatías hacia el sionismo.
El juicio provocó una reacción internacional de
rechazo por su fuerte antisemitismo,
y en Argentina la DAIA (Delegación de Asociaciones
Israelitas Argentinas),
emitió una declaración como representante central
del judaísmo local donde
rechazaba e incitaba a combatir estas acusaciones en las que
veían claras
señales de antisemitismo, demagogia y odio racial (Lotersztain, 2014, p. 184).
El ICUF y todas sus instituciones, fieles a la URSS, negaban el
antisemitismo
de los Juicios por lo que se rehusaron a adherir a la
declaración de la DAIA.
Esto llevó a que poco tiempo después, fueran
expulsados tanto de la DAIA, como
de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), las dos
organizaciones
centrales de la comunidad judía argentina.
En el caso específico del IFT, el
teatro mismo recibió
una intimación personal de la DAIA incitándolos a
pronunciarse a favor de la
declaración, a la cual la comisión directiva
respondió diciendo: “No entra en
nuestra competencia artística inmiscuirnos en cuestiones de
carácter político,
especialmente tratándose de gobiernos extranjeros”
(cit. en Lotersztain, 2014, p. 194). Este posicionamiento ocasionó una
fuerte polémica al
interior del teatro, que provocó que al poco tiempo su
director David Licht y
un grupo de actores que formaban parte de la plana mayor del elenco –entre los cuales se
encontraban Jacobo Denker, Jacobo Lichtenstein,
José
Koblens– abandonaran la institución debido a los
desacuerdos
ideológicos.
Los icufistas que se mantuvieron firmes en su
posición, consideraron
lo sucedido como un Jerem, es
decir
como una excomunión ritual (tradicionalmente utilizada con
los herejes, siendo
el caso más famoso el del filósofo Baruj
Spinoza), ya que la expulsión de las organizaciones
centrales del judaísmo argentino traía aparejada
implícitamente una prohibición
de mantener vínculos con las instituciones pertenecientes al
ICUF. Esta ruptura
resultó particularmente dura para el IFT que
comenzó a sufrir una merma en su público,
cuando anteriormente sus espectadores provenían de todos los
sectores de la
comunidad, independientemente de su filiación
ideológica.
A este conflicto se sumó la clausura
del nuevo edificio
del teatro que permaneció cerrado desde 1953 hasta octubre de 1955, unos meses
después del golpe
de estado de la autodenominada Revolución Libertadora. El
motivo del cierre se
debió a que las autoridades municipales no otorgaron la
habilitación
correspondiente, argumentando que un árbol situado en la
entrada del teatro violaba
las regulaciones vigentes. Los integrantes del IFT
consideraron y denunciaron que la clausura era parte de la persecución a las
instituciones
comunistas que se produjo en los últimos años del
gobierno peronista y
especialmente a la no intervención de las instituciones
judías en su defensa
debido al Jerem. Así,
aislados de la
colectividad y en busca de nuevos aliados para enfrentar la hostilidad
política
del período, el pasaje al castellano les
permitiría una mayor integración al
movimiento de teatro independiente y resultaba una decisión
estratégica en un
momento político en el que su pertenencia a la comunidad
judía estaba siendo
cuestionada.
Por otro lado, el ídish se
convertía cada vez más en un factor de
desconexión para los jóvenes, que ya no
lo hablaban ni les interesaba aprenderlo. En este contexto el
ídish comenzaba a
ser entendido simplemente como un medio para la transmisión
de ideas, y no como
un fin en sí mismo, y conservarlo por el sólo
hecho de hacerlo era visto como
una suerte de fetichismo idiomático que era fundamental
evitar. En esta misma
línea integracionista, los miembros del IFT
sostenían que el teatro no podía:
(…)
ser
ajeno a los cambios operados en la idiosincrasia de la colectividad, a
las
nuevas modalidades adquiridas por ella tras tantas décadas
de acrisolamiento en
suelo argentino, ni permanecer aislado del vasto panorama de la cultura
nacional. De tal modo, sin dejar de cultivar y expandir las
más elevadas y
universales manifestaciones de la cultura judía en
ídish, su entroncamiento en
la vida argentina, las necesidades crecientes de las nuevas
generaciones que ya
no hablan la lengua materna, han hecho impostergable el uso,
también, del
idioma común a todos los habitantes del suelo patrio, en el
escenario del IFT
(Weltman, 1957, p. 4).
Como puede verse, la preocupación
por atraer a la
juventud era primordial para los integrantes de un teatro que
buscó desde un
comienzo posicionarse –no como un mero medio de esparcimiento– sino como un
instrumento para la elevación cultural de la comunidad. En
consonancia con este
objetivo pedagógico, la necesidad de extender su influencia
moral a las nuevas
generaciones de judíos hacía aparecer como
necesario el abandono de un idioma
que sus destinatarios habían dejado ya de utilizar.
En este sentido, cabe señalar que
tradicionalmente se
ha postulado la creación del
Estado de Israel en 1948 y la instauración del hebreo como
su idioma oficial,
como un punto de inflexión para el teatro ídish,
en tanto el hebreo comenzó a
enseñarse en las escuelas dejando relegado el idish a un
segundo plano,
provocando que cada vez menos jóvenes pudieran entender las
representaciones en
ese idioma. Si bien no negamos que esto haya sido un factor de peso,
creemos
que el alejamiento de los jóvenes de los teatros
judíos no se debía únicamente
a la barrera idiomática. En los años 50 la
mayoría de los espectadores jóvenes
aún entendían el ídish con facilidad,
y si bien la mayoría ya no podía hablarlo
fluidamente, podrían haber asistido a los
espectáculos en ese idioma sin mayor
dificultad, si así lo hubiesen deseado. El problema
residía en que el heymishkayt,
la sensación de hogar que los espectadores
sentían al asistir al teatro ídish y
escuchar la lengua materna que los transportaba a casa, ya no se
producía al
interior del público joven que había nacido en la
Argentina y cuyo idioma era
el español. Para ellos, el teatro en ídish era el
teatro del otro, el teatro de
sus padres, como bien lo explica un espectador del período:
Primero
el ídish no era nuestro idioma, para mis padres
sí, yo hablaba
ídish con mis padres, pero no era mi idioma. Las
temáticas no me parecían muy
atractivas, salvo algunas excepciones. Pero la cuestión era
que no nos
identificábamos para nada con ese teatro[10].
Desde el punto de vista de las nuevas
generaciones,
el ídish era en entonces lo ‘viejo’, y
el teatro ídish era un
teatro heredado que no sentían ya como suyo propio. Tanto en
el discurso de los
integrantes o espectadores entrevistados, como en los
artículos publicados en
castellano en Nai Teater, aparece
la
expresión recurrente de que no era ya el momento de los
padres, sino que había
llegado el tiempo de los hijos. Y el idioma de los hijos era el
castellano.
Los jóvenes integrantes del
IFT postulaban entonces que era posible conservar su identidad cultural
e
institucional judía, aun en un idioma diferente al de sus
orígenes. El
contenido judío dejaba de verse así, como
indisolublemente unido a la
lengua. Puesto que,
como señalaba
Osvaldo Dragún (1953) unos años antes –frente a las críticas que
recibían los elencos
filodramáticos de las instituciones judías por no
representar suficientes obras
en ídish– “¿hay un idioma determinado para
lucha por
una cultura? (…) la juventud puede hacer mucho por la
cultura judía, en el
idioma que más cómodo le resulte” (p.
58).
Por otro lado, el paso al
castellano coincidió en el IFT con un recambio generacional
al interior de la
institución, en tanto una nueva camada de actores y
directores jóvenes, tales
como Manolo Iedvabni y Jaime Kogan, que habían egresado ya
de la Escuela de
Formación, se habían incorporado de manera muy
activa al elenco artístico y
tenían cada vez más peso dentro del teatro. Berta
Dreschler (2016) (hoy
conocida como Berta Goldemberg) –estudiante de la escuela durante esos
años– sostiene que el
paso al castellano fue una cuestión de “realpolitik:
yo no podía representar en ídish como lo
hacía Cipe”.[11]
Los
grandes actores que habían sido la gloria del teatro
ídish, ya habían
abandonado unos años antes la institución, para
salir a buscar su destino
profesional en otros espacios del teatro nacional.
No solo entonces mermaba el público,
sino que también
era cada vez más difícil encontrar actores
jóvenes que pudiesen representar en
ídish con igual destreza que en español. Samuel
Achun (1982), en sus memorias
sobre el teatro IFT, señala que en 1957 “el elenco argumenta que los ensayos de varios
meses
y el montaje de la obra son demasiado esfuerzo para luego presentarse
ante un
número cada vez más reducido de espectadores que
entienden el idioma” (p. 22). La
nueva generación, que ya estaba plenamente integrada a la
sociedad argentina,
deseaba hacer un teatro que tuviese llegada a un público
más amplio, y no
únicamente a la colectividad judía. Esta
pretensión puede verse en el discurso
optimista de Iedvabni (1962)
que en el momento de pasar al castellano sostiene:
Hemos
roto el aislamiento. Y hemos ligado nuestro destino, al destino de
ésta,
nuestra tierra. Y al destino de toda la humanidad (…) El IFT
debió en su
proceso hacer teatro en castellano, y lo hizo. Era una responsabilidad
grande.
Y fue afrontado con gran entereza y digámoslo, pleno
éxito. Decenas de miles de
espectadores conocieron por primera vez al IFT. Era el gran aporte que
nuestra
colectividad hacía al teatro nacional. Y lo conocieron no
solo en su sala:
sindicatos, organizaciones secundarias y universitarias, clubes y
centros
culturales, teatros de provincia y del cinturón del Gran
Buenos Aires, Villa
Ilaza, una villa de emergencia, etc., todos pudieron recibir nuestro
esfuerzo
(pp. 3-4).
Abandonar
el ídish implicaba superar el carácter
comunitario e idiomático del teatro que
no les permitía participar del intercambio que ya se
había gestado al interior
del movimiento, donde los jóvenes actores y directores
podían circular de un
grupo a otro.
Puede verse entonces, cómo
el IFT sufría presiones tanto externas (provenientes del
ICUF, la FATI, el PCA)
como internas, ya que eran también sus miembros
más jóvenes, de quienes
dependía el futuro de la institución, los que
reclamaban el cambio.
Palabras finales
Con el paso al castellano los integrantes del
IFT se
mantuvieron fieles a su misión fundante que era educar al
pueblo. En un
contexto donde el ídish dejó de funcionar como un
instrumento útil, pasando a
ser incluso un obstáculo para el logro de sus objetivos, la
adopción del
castellano apareció como un paso lógico a los
ojos de sus integrantes. Para
ellos, la lengua no poseía ya un valor por sí
misma, sino únicamente en función
de su utilidad para lograr el propósito de la
institución, que era la construcción
de un mundo mejor por medio de la cultura.
Cuando las masas judías
hablaban en ídish, la función del IFT
había sido ponerlos en contacto con los
clásicos universales traducidos a su idioma, ahora
consistía en cambio en lo
opuesto: en transmitir la cultura judía en el idioma de los
argentinos y en
este sentido, El diario de Ana Frank
de Frances
Goodrich y Albert Hackett
dirigida por Oscar Fessler condensaba perfectamente este nuevo
objetivo, en
tanto era una obra de temática judía pero que
abordaba una problemática
universal.
El paso al
castellano le abría entonces al IFT la posibilidad de
influir con sus
espectáculos en el campo teatral argentino, en la
política cultural del país y
en la sociedad, de la mano de sus compañeros de lucha que
eran el resto de los
teatros independientes. Esta
decisión reafirmaba su “carácter de
teatro comprometido con su gente, con su
pueblo, con su tiempo” (Weltman, 1957, p. 1), y
aparecía como una cuestión de
coherencia con su propio concepto de teatro popular, que implicaba
poner en
cuestionamiento su identidad de teatro judío y consolidar
así definitivamente
su identificación como teatro independiente.
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Paula Ansaldo
Argentina. Doctorante en
Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos
Aires con
especialidad en teatro. Es Licenciada en Artes por la Universidad de
Buenos
Aires. Actualmente es becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET) con el
proyecto "Teatro judío: presencia y productividad en el
campo teatral de
Buenos Aires”. Se desempeña como investigadora
teatral en el Instituto de Artes
del Espectáculo de la Universidad de Buenos Aires, en el
Área de
Investigaciones en Ciencias del Arte del Centro Cultural de la
Cooperación y
forma parte del Núcleo de Estudios Judíos
dependiente del IDES. Integra el
proyecto UBACyT "Actores y escenarios del proceso de cambio
lingüístico
ídish-castellano. Teatro, prensa y escolarización
judía en Buenos Aires durante
la primera mitad del siglo XX". Es docente universitaria en la materia
Historia del Teatro Universal de la carrera de Artes de la Universidad
de
Buenos Aires. Es integrante de la Comisión Directiva de la
Asociación Argentina
de Investigación y Crítica Teatral (AINCRIT).
Desde 2011 es jurado de los
premios Teatro del Mundo.
[1] Una
primera versión de este trabajo fue presentada en las IV
Jornadas
Latinoamericanas de Investigación y Crítica
Teatral organizadas por la AINCRIT.
[2]
El ídish es la
lengua hablada por la mayoría de la población
judía de Europa Oriental hasta la
Segunda Guerra Mundial (Ver: Fizsman, Lucas, 2017).
[3]
La Asociación Mutual
Israelita Argentina (AMIA) es la organización central de la
comunidad judía
argentina, situada en la Ciudad de Buenos Aires.
[4]
La especialista en
teatro independiente María Fukelman aborda esta
cuestión en su tesis de
doctorado aún inédita: El
concepto de
“teatro independiente” en Buenos Aires, del Teatro
del Pueblo al presente
teatral: estudio del período 1930-1946.
[5]
A partir de la década
del 30’ comienzan a aparecer revistas dedicadas
exclusivamente al teatro ídish,
tales como Teater (Teatro) que
editaba la Sociedad de Actores y Actrices Israelitas y Patch
(Sopapo), revista de crítica independiente,
además de la
revista del IFT. Este surgimiento de publicaciones especializadas da
cuenta del
gran crecimiento que experimentó el teatro judío
en Buenos Aires durante este
período.
[6]
La traducción del ídish
al castellano pertenece a Sofía Laski, quien
realizó una suerte de memoria del
teatro IFT que nunca llegó a finalizarse, traduciendo gran
parte de los números
de la revista Nai Teater al
español.
La misma puede consultarse en la Fundación IWO de Buenos
Aires.
[7]
Director judeoargentino
de gran renombre, formado en el IFT y luego director de su escuela de
formación.
[8] El
destacado es del original.
[9] Fundado
en 1941 de
acuerdo con las conclusiones del Congreso de
Cultura Judía Laica, llevado a cabo en París en
1937. El ICUF
central reunió diversas instituciones
entre las cuales se encontraban escuelas (como por ejemplo I. L.
Peretz, Jaim
Zhitlovsky, Janus Korchak y Domingo Faustino Sarmiento), clubes (Asociación
Cultural y Deportiva Scholem Aleijem,
Zumerland,
Club
Israelita de Avellaneda)
y centros culturales (Centro
Cultural David Berguelson,
Centro Cultural Israelita Dr. E.
Ringelblum, Centro Cultural Peretz Hirschbein).
[10] Entrevista
a Israel “Cacho” Lotersztain realizada por la
autora en abril de 2016, inédita.
[11] Entrevista
realizada por la autora en abril de 2016, inédita.