Investigación
documental sobre la narcocultura como objeto de estudio en
México
Documentary
research on narcoculture as an object of study in Mexico
América
Tonantzin Becerra Romero
https://orcid.org/0000-0003-3955-0643
Universidad
Autónoma de Nayarit
americabr01@gmail.com
Resumen: Este texto es
resultado de una investigación documental que trata de
desentrañar los
elementos que componen a la narcocultura como objeto de estudio. Expone
los
análisis realizados a la narcocultura, como
construcción social, que crean
expectativas de vida y legitiman el tráfico de drogas a
través de formas
simbólicas como la música, literatura, series
televisivas, religión,
arquitectura y películas orientadas al
narcotráfico; asimismo, muestra los
contenidos simbólicos implicados como la
ostentación, el lujo, la violencia, la
muerte, el territorio, la presencia de la mujer, el poder, la
ilegalidad, la
corrupción, entre otros. El documento plantea
también los alcances y retos que
enfrentan los estudios sobre la narcocultura, considerando que no es un
fenómeno social irrelevante, sino que corresponde a la
dimensión cultural del
tráfico de drogas.
Palabras clave: Narcocultura, formas
simbólicas, contenidos simbólicos,
México.
Abstract: In recent decades
research on narcoculture in Mexico has increased; how
ever, in these research,
many forms to define, characterize and understand it have emerged,
which it can
lead to confusion.
This paper is a result of a documentary research about narcoculture as
object
of study. It exposes the analyzes have been made about narcoculture as
social
constructions that create life expectancies and legitimize drug
trafficking,
through symbolic forms such as music, literature, television series,
religion,
architecture and films concerning drug trafficking; as well as, shows
the
symbolic contents involved such as ostentation, luxury, violence,
death,
territory, the presence of women, power, illegality and corruption and
other similar things.
In addition, this
text exposes the scope and challenges of studies about narcoculture,
which is
not an irrelevant social phenomenon: it corresponds to the cultural
dimension
of drug trafficking.
Keywords: Narcoculture, symbolic
forms, symbolic contents, México.
Traducción:
América
Tonatzin Becerra Romero
(Universidad Autónoma de Nayarit)
Cómo citar:
Becerra
Romero, A. T. (2018). Investigación documental sobre la
narcocultura como
objeto de estudio en México. Culturales, 6, e349. https://doi.org/10.22234/recu.20180601.e349
Recibido: 20 de octubre de 2017
/ Aceptado: 15 de enero de 2018 / Publicado:
30
de mayo de 2018 |
Introducción
La
narcocultura es un fenómeno social que se vive en diferentes
países de América
Latina, sobre todo Colombia y México, aunque su desarrollo
ha sido distinto al
interior de cada nación por los rasgos socioculturales
propios y la forma en
que ha intervenido el narcotráfico en ellos. En
México tiene una fuerte
presencia a partir de la década de los setenta, con el
incremento y diversificación
de la producción de películas, música,
series televisivas y documentales
relacionados con el consumo y tráfico de drogas, pero
también, por la difusión
mediática que ha tenido el estilo de vida de los
narcotraficantes, su lenguaje,
consumos, vestuario, accesorios, entre otros aspectos; un ejemplo de
ello es la
“Chapo-moda” que se produjo con la elevada venta de
camisas que viste Joaquín ‘El
Chapo’ Guzmán en algunas imágenes y
videos publicados en internet (Telemundo52,
12 de enero de 2016).
No
se encuentra un registro preciso sobre la emergencia de la narcocultura
en este
país, Sánchez (2009) plantea que sus inicios se
remontan a la década de los
cuarenta, aunque es en los setenta cuando se consolida como imaginario
social;
en dicha década según Astorga (2016), algunos
diarios de Sinaloa hacen
menciones al “nuevo folk” y a la
“épica” y
“lírica” de la droga, a la vez que los
jóvenes de esa entidad cantaban corridos que ensalzaban las
hazañas de los
traficantes y criminales.
En
la actualidad la palabra narcocultura se ha instalado como una
más de las
derivadas del narcotráfico (como narcopolítica,
narcoeconomía o narcosociedad,
entre muchas otras). Sin embargo, su empleo produce
confusión y ambigüedad ya
que en ella se llegan a incluir todo tipo de expresiones, actividades o
productos artísticos y culturales, no obstante, sus
diferencias.
Esta
ambigüedad prevalece también en el
ámbito académico, ya que el concepto se
emplea con diversas acepciones: en ocasiones se refiere a expresiones
artísticas específicas como la letra de una
canción, pero, en otras, su alcance
es mucho más amplio, cercano a lo que pudiera ser un modo de
vida.
La
diversidad de acercamientos a la narcocultura y la polisemia del
concepto originó
la inquietud de realizar una investigación documental sobre
el estudio de la
narcocultura en México para conocer la forma como se ha
caracterizado este
fenómeno social. Debido a la imposibilidad de revisar las
numerosas
aportaciones realizadas se seleccionaron libros, artículos
científicos, ensayos
y tesis de posgrado sobre el tema, con base en la frecuencia con la que
son
citados y por la relevancia de su contenido respecto al
propósito planteado.
Esta revisión permitió, además,
identificar alcances y limitaciones de los
análisis sobre la narcocultura en este país.
Se
parte de la premisa de que el estudio y la discusión de la
narcocultura es
fundamental, pues no es una manifestación trivial, sino que
corresponde a la
dimensión cultural del tráfico de drogas, el cual
es uno de los mayores
problemas del país hoy en día porque incide de
manera general en la sociedad.
El
acercamiento al objeto de
estudio
Como
toda categoría de análisis, la narcocultura es
una construcción que sirve de
referente para examinar y entender el fenómeno social que le
corresponde, por
lo que es necesario considerar las lógicas y condiciones
sociales desde las
cuales se construye
este objeto de
conocimiento; como indica Bourdieu (2007) en el principio de dicha
construcción
están las disposiciones estructuradas y estructurantes que
la enmarcan, y que
es necesario tomar en cuenta como parte de la labor
académica y de la disciplina
de las ciencias sociales. De acuerdo con esto, un elemento a resaltar
son las
limitaciones en el acercamiento de los investigadores al objeto de
estudio,
debido a la vinculación de la narcocultura con el
narcotráfico y a los riesgos
que pudiera implicar el contacto con las prácticas y los
sujetos implicados,
que pueden llegar a poner en peligro la integridad personal.
Para
el caso del narcotráfico, Astorga (2004) ha
señalado que la “distancia entre
los traficantes reales y su mundo y la producción
simbólica que habla de ellos
es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de
referirse
al tema sino de manera mitológica” (p.12).
Córdova (2007) lo reafirma al
plantear que las pruebas de las actividades del tráfico de
drogas “se encuentran diluidas en el
enmarañamiento de los subterfugios, los
artificios y los recursos jurídicos disponibles para
esconder o,
metafóricamente, hacer invisibles las evidencias”
(p. 122).
Aunque
los grupos delictivos han permitido, con múltiples
condicionantes, una mayor
aproximación a algunos de sus espacios y actividades (como
puede verse en videos
documentales), en general se han mantenido lejos de la mirada
pública, de ahí
que su conocimiento sea, principalmente, por la información
que circula en
medios de comunicación masiva y narrativas populares. Por ello, en el
estudio del tráfico de drogas las fuentes de
información
corresponden, con frecuencia, a las representaciones que se tienen de
esta
realidad social, como señala Villatoro:
[…] a partir de las historias y
versiones disponibles
sobre el narcotráfico, se ha constituido un cierto
conocimiento popular, sobre
el cual el resto de la sociedad ha ido construyendo y adoptando
imágenes, escenarios y versiones populares ampliadas sobre
la producción, distribución y
consumo de drogas (Villatoro, 2012, p. 71).
La narcocultura en
sí misma es una forma de
exposición del mundo del narcotráfico que
proviene del ámbito del crimen
organizado, pero también del imaginario colectivo (Maihold y
Sauter, 2012). En
este sentido, la labor que realizan los investigadores es interpretar
una
posible interpretación ya dada. En palabras de Thompson
(2006), lo que hacen es
“interpretar un
objeto que puede ser una interpretación en sí, y
que ya pudo haber sido
interpretado por los sujetos que constituyen el campo-objeto
[…] Los analistas
ofrecen la interpretación de una interpretación,
reinterpretan el campo
preinterpretado” (p. 400).
A
pesar de estas condicionantes, el campo de estudio de la narcocultura
se
perfila de manera más clara en el ámbito de las
ciencias sociales y las
humanidades, lo cual se puede observar en la creciente
producción académica
sobre el tema.
De
manera general, se puede decir que los estudios sobre la narcocultura
se han
efectuado desde diversas perspectivas que toman en cuenta, tanto su
producción
y difusión, como su consumo. Entre ellos sobresalen, por su
cantidad, los
orientados al narcocorrido, aunque también resaltan los
estudios sobre series
televisivas, religión, arquitectura y literatura. Otra
vertiente de estudios
vincula a la narcocultura con temas sociales como la identidad, el
género, los
jóvenes, la marginación social y las violencias
urbanas. De igual manera, se
han analizado las representaciones, imaginarios y elementos
simbólicos contenidos,
y su relación con los procesos de
institucionalización y legitimación social del
narcotráfico.
Independientemente
de los objetivos con que se han creado estas aportaciones, constituyen
una
forma de observar, comprender y explicar el fenómeno de la
narcocultura por
ciertos grupos o sectores sociales, como los científicos y
académicos. La
importancia de esto no es menor, ya que proponen a la sociedad miradas
desde
las cuales puede interpretarse y vivirse la narcocultura y, por ende,
el
narcotráfico.
Estética
del narco o mundo-narco
Con
base en los documentos revisados se puede decir que la narcocultura se
ha
considerado desde dos nociones. La primera corresponde a una
orientación
estética, vinculada a elementos simbólicos que
dan pautas para la
interpretación y significación del
tráfico de drogas por diversos grupos
sociales, incluyendo a los que no participan en esta actividad. Dentro
de esta
perspectiva se toman en cuenta expresiones como la música,
películas, series
televisivas y religión principalmente, y en su
difusión juegan un papel fundamental
los espacios sociales, los medios de comunicación y las
industrias culturales. Rincón
(2009) señala que lo narco es también una
estética.
Hay
una narcoestética ostentosa, exagerada, grandilocuente, de autos caros, siliconas y
fincas, en la que las mujeres hermosas se mezclan con la virgen y con
la madre
[…]
No
es mal gusto, es otra estética, común entre las
comunidades desposeídas que se
asoman a la modernidad y sólo han encontrado en el dinero la
posibilidad de existir
en el mundo. (Rincón, 2009, p. 147)
Una
variante dentro de esta concepción es la de Reguillo (2011),
quien la delimita
como un conjunto amplio y disperso de prácticas, productos y
concreciones de la
cultura, y señala que el lenguaje, los narcocorridos, la
arquitectura, la ropa,
los accesorios, los escapularios, entre otros, son elementos que
permiten la
penetración de la
“narcomáquina” en la vida cotidiana de
la sociedad. Esto hace
referencia no sólo a la dimensión
estética, sino también a la del poder; se
pudiera decir que, la narcocultura, es un engranaje más de
la maquinaria disciplinante
y fantasmagórica del tráfico de drogas.
La
segunda percepción corresponde a una visión
amplia del término, cercana a lo
que Thompson (2006) llamaría concepción
simbólica de la cultura: conjunto de
acciones, enunciados y objetos significativos que conforman patrones de
significado a partir de los cuales “los individuos se
comunican entre sí y
comparten sus experiencias, concepciones y creencias” (p.
197). Desde esta
apreciación, la narcocultura incluiría todas las
prácticas y representaciones
sociales que permiten conformar lo que algunos autores llaman el
“narcomundo”
(Ovalle, 2005). En ese sentido se puede rescatar el planteamiento de
Mondaca
(2012), quien reconoce a la narcocultura como:
[…]
un proceso cultural que
incorpora una amplia simbología, un conjunto de visiones del
mundo bajo ciertas
reglas y normas de comportamiento, en tanto son valores entendidos que
envuelven esta actividad y es compartida por amplios sectores de la
sociedad, más
allá de que estén o no involucrados en el negocio
del tráfico de drogas
ilegales. (Mondaca, 2012, p. 66)
En
esta visión, la narcocultura se acerca a lo que
podría ser la forma o estilo de
vida que caracteriza a los sujetos y grupos sociales involucrados en el
consumo
y tráfico de drogas, y donde las expresiones
estéticas o artísticas son sólo
una dimensión. Aunque muchos de los documentos revisados
hacen referencia al
narcomundo, o mundo narco, la mayoría de las investigaciones
centran el
análisis en una o varias expresiones estéticas
(corridos, películas, series,
etc.); cabe suponer que esto se debe a la complejidad y diversidad que
tiene el
fenómeno social, y a la dificultad para abarcarlo de manera
íntegra a través de
investigaciones concretas.
Cultura
o subcultura
En
una primera fase del análisis se observó la
inquietud de algunos autores para
determinar si es posible referirse a este fenómeno como una
cultura en sí. En
el entorno periodístico se le ha señalado como
una subcultura e incluso una
anticultura como oposición a la cultura tradicional
(Rodríguez, 2 de marzo del
2010).
En el entorno académico, la mayoría de los
autores la denominan como “subcultura”
por poseer rasgos concretos vinculados al tráfico de drogas.
De
manera específica, Córdova (2007) la designa como
subcultura de la transgresión
y la desviación social, por los signos y símbolos
que enaltecen el poder de los
narcotraficantes y de la ilegalidad. En tanto, Astorga (2004) la
considera como
subcultura del tráfico de drogas que influye en la
construcción de sentido en
la vida cotidiana de una gran cantidad de personas, aunque el discurso
dominante la vincule a actividades ilícitas. Sin embargo,
Mondaca (2012) indica
que la narcocultura no puede entenderse como una subcultura ya que no
es
exclusiva de grupos específicos, sino que a ella se adhieren
todo tipo de
personas, pero tampoco es una contracultura porque no es una actividad
contestataria, aunque contravenga las normas sociales.
Por
su parte, Sánchez (2009) señala que, a partir del
desarrollo y amplitud del narcotráfico
para la década de los ochenta, en ciertas regiones del
país (particularmente
Sinaloa) ya no sólo se trata de una subcultura, sino de una
cultura en sí
misma: la cultura del tráfico de drogas que integra
hábitos, instituciones y
elementos simbólicos que conforman una identidad regional.
Las
diferencias en esta designación dependen de la
posición que se le otorga a la
narcocultura respecto de la cultura dominante o hegemónica.
De manera general,
este fenómeno tiende a observarse como portador de
contenidos que transgreden
los códigos y normas sociales y, por lo tanto, pueden ser
censurables (como
sucede con la difusión de narcocorridos a través
de las emisoras radiofónicas o
en eventos públicos en algunos estados del país).
De ahí que, no obstante su
propagación en diversas regiones y grupos sociales se le
considere como una
subcultura de la transgresión, que con el paso del tiempo ha
evolucionado y se ha
ido acoplando a los nuevos contextos sociales.
¿Qué
es la narcocultura?
A
pesar de la diversidad de aportaciones
teórico-metodológicas realizadas en las
últimas décadas sobre la narcocultura no se
identifica una definición unánime
del concepto. Es común encontrar textos que prescinden de
ella y dan por
entendido su significado, y otros que hablan de manifestaciones o
campos
culturales vinculados al tráfico de drogas sin mencionar la
palabra
narcocultura.
A
partir de la revisión efectuada se pudieron identificar tres
elementos a los
cuales se recurre con mayor frecuencia y profundidad para definir a la
narcocultura: como un conjunto de construcciones simbólicas,
como generadora de
expectativas de vida y como elemento legitimador del tráfico
de drogas.
La
narcocultura como construcciones
simbólicas.
La narcocultura puede entenderse como un conjunto de elementos
simbólicos que
tienen significaciones tanto para quienes las producen y difunden, como
para quienes
las consumen y se apropian de ellas. Esta perspectiva se vincula a
visiones antropológicas,
sobre todo las que destacan la concepción
simbólica de la cultura como las de Geertz
(1973), Thompson (2006) y Giménez (2005).
Algunas
de las aportaciones que se integran en esta visión son las
de Córdova (2007, 2011
y 2012) y Villatoro (2012), quienes interpretan a la narcocultura como
formas
simbólicas ligadas a procesos de objetivación,
internalización y subjetivación,
así como con significaciones, simbolizaciones e imaginarios
colectivos a partir
de los cuales se construye el marco cultural en el que los actores
intervienen
cotidianamente. En un sentido semejante, Mondaca (2012 y 2014) la
reconoce como
un fenómeno social que involucra
prácticas
sociales, costumbres, hábitos, formas de
identificación y de relaciones, modos
de manifestarse, de vincularse a objetos culturales de uso y consumo
para
constituirse, junto con otros componentes, en formas
simbólicas de la cultura.
Ligado
a los procesos de significación, Astorga (2004) y Ovalle
(2005) vinculan a la
narcocultura con la producción de sentido, lo cual implica
afirmar que sobre el
tráfico de drogas se han creado sentidos
prácticos de vida que distinguen y
unifican a quienes participan o comulgan con este proyecto ilegal.
Esta
forma de analizar a la narcocultura pone al descubierto la carga
simbólica contenida,
así como las interacciones sociales que entran en juego en
la producción,
consumo y apropiación de los productos y actividades
vinculados a ella.
La
narcocultura como generadora de
expectativas de vida. Un aspecto constante en la
caracterización de la
narcocultura son las aspiraciones y deseos que puede generar. Los
elementos
simbólicos contenidos en ella crean representaciones e
imaginarios sociales
sobre el tráfico de drogas, que llegan a configurar un mundo
de vida con
estilos, valores y patrones de comportamiento propios, y seducen a una
gran
cantidad de personas al convertirse en anhelos que van desde el consumo
y
apropiación de los contenidos simbólicos, hasta
la incorporación en actividades
del narcotráfico.
En
este sentido, Simonett (2004 y 2006) define a la narcocultura como una
subcultura de la exaltación de la violencia y del poder
económico y político de
los grupos y sujetos vinculados al tráfico de drogas que los
vuelve ídolos; en
tanto, para Maihold y Sauter (2012) es una cultura de
la ostentación, de estética del poder y de la
impunidad.
De igual forma, Valenzuela
(2003) destaca la elevada ponderación del
consumo, la exaltación del poder e impunidad de los grupos y
sujetos vinculados
al tráfico de drogas, y el elogio al estilo de vida asociado
al narcotráfico. Así
mismo, Ovalle
(2005) señala que entre los elementos
continuamente asociados están el derroche, la opulencia, la
transgresión, el
incumplimiento a la norma y el machismo.
Estas
conceptualizaciones están vinculadas al análisis
de los contextos sociales, de
manera que explican cómo el crimen y la ilegalidad pueden
justificarse y considerarse
legítimas, ante la indolencia de las estructuras sociales y
la necesidad de
sobrevivir en entornos dominados por el consumo y la
exclusión social. Córdova
(2007) plantea que los deseos y ensueños que provoca
probablemente tengan que
ver con “la necesidad y las aspiraciones de ascenso en
la estructuración social, e incluso con el resentimiento y
los deseos de venganza
social” (p. 117).
En
este rubro de ideas, los adolescentes y jóvenes se
identifican como los
sectores más sensibles a dichas representaciones. Simonett
(2004), por ejemplo,
expone que, a partir de la década de los ochenta, los
valores subculturales comenzaron
a conquistar a los jóvenes de Sinaloa para quienes se
convirtieron en una
cultura, por lo que “se volvió una
gracia imitar a los capos de la
mafia portando armas, exhibiendo oro y joyas, y presumiendo la
valentía.” (p.
192). Sin embargo, las expresiones de la narcocultura dejaron de ser
exclusivas
para los grupos juveniles y se extendieron en todo el país,
incluso más allá de
sus fronteras.
La
narcocultura como mecanismo de
legitimación del tráfico de drogas. La tercera forma para
caracterizar
a la narcocultura tiene que ver con el papel que juega en los procesos
de
naturalización, legitimación e
institucionalización social del narcotráfico. Al
ser éste una actividad ilegal, la narcocultura constituye el
mecanismo mediante
el cual se incorpora a la vida cotidiana de la sociedad, de manera que
las
personas se habitúan a él y terminan
considerándolo como otra actividad económica,
que permite salir adelante a diferentes grupos sociales. Es decir que
su
legitimación e institucionalización no se logra
por las normas jurídicas y
formales establecidas, sino por los imaginarios que se construyen
alrededor del
tráfico de drogas.
En
este sentido, Sánchez (2009) distingue a la narcocultura
como el universo
simbólico del cual se desprende un imaginario que legitima e
institucionaliza al tráfico de drogas. Para Villatoro (2012) constituye un conjunto de rasgos
(comportamientos, valores, lenguaje, códigos, normas,
simbolismos y significados) relacionados con la producción,
distribución y
venta de estupefacientes, de los cuales se desprenden imaginarios y
significados de legitimidad del tráfico de drogas. Maihold y Sauter
(2012) señalan que el elemento de mayor importancia de la
narcocultura es su continua presencia en la conformación
cultural de México y
que, a través de sus elementos simbólicos, se da
una legitimación del narco y
la violencia.
Este
tipo de perspectiva permite observar que la
narcocultura es una vía para exponer al
narcotráfico, de tal forma que sus
actividades puedan ser reconocidas y aceptadas en la sociedad.
Con
base en las diferentes conceptualizaciones es posible considerar a la
narcocultura como un conjunto amplio y dinámico de elementos
simbólicos que
hacen referencia al tráfico de drogas, el cual tiene un alto
potencial para
generar deseos, aspiraciones y esperanzas, así como para
producir y reproducir
un mundo de vida específico, y justificarlo socialmente,
aunque esté asentado
en la violencia, la muerte y la ilegalidad. De ahí que sea
fundamental el
análisis de las formas en cómo se manifiestan
dichos elementos, es decir, de las
formas simbólicas de la narcocultura.
Las
formas simbólicas de la
narcocultura
Los
referentes simbólicos de la narcocultura se nombran de
diversas maneras:
expresiones, manifestaciones, contenidos, elementos, formas y
códigos; de ellos,
el modo más preciso de explicar la narcocultura se encuentra
en aproximaciones
que recurren al concepto de “formas
simbólicas”, y se apoyan con frecuencia en
planteamientos de Ernest Cassirer, Clifford Geertz, John Thompson,
Pierre
Bourdieu y Gilberto Giménez. Con base en la propuesta de
Thompson (2006) se
puede decir que las formas simbólicas son acciones, objetos
y expresiones
significativas que tienen un carácter intencional,
convencional, estructural y
referencial, y se presentan en contextos espacio-temporales
determinados. Para Mondaca
(2014) el estudio de la narcocultura desde la concepción
simbólica permite
explicar
[…] cómo la narcocultura
despliega una
variedad de expresiones a través de objetos
simbólicos y concretos en una
sociedad históricamente permeada por la violencia y la
inseguridad, como la
ciudad de Culiacán, pero también por la
complejidad cultural y social con la
que sus miembros asumen el fenómeno del
narcotráfico. (Mondaca, 2014, p. 29) .
Los
análisis sobre las formas simbólicas de la
narcocultura dan relevancia a la
producción de significados vinculados al tráfico
de drogas y a su desarrollo
mediante procesos de objetivación y
subjetivación. Asimismo, se recurre a los conceptos
de apropiación y consumo para explicar la manera como se
desarrolla la
interiorización de dichas formas, su
interpretación e incorporación en la vida
cotidiana.
En
los documentos revisados se encontraron con mayor frecuencia las
siguientes
formas simbólicas ligadas a la narcocultura:
música, literatura, series, religión,
arquitectura y películas, las cuales se exponen a
continuación.
Música. Es la más
analizada,
particularmente el corrido o narcocorrido debido, en parte, a que es la
más
antigua y prolífica. De acuerdo con Valenzuela (2003), la
importancia de
estudiarla es que se apropia de símbolos construidos desde
las culturas
populares que están anclados en el imaginario colectivo. Astorga (2004)
destaca que en el corrido “se construye y difunde
[…] la
sociodisea de los traficantes desde un punto de vista interno, son una
producción simbólica que rivaliza con la que
antes se encontraba en posición de
monopolio”, es decir con el discurso oficial (p. 141).
Autores como Simonett
(2004 y 2006) han
estudiado el desarrollo del narcocorrido a partir del incremento de los
grupos
y artistas independientes, que encuentran en este género una
pujante fuente de
ingresos económicos, y la creciente participación
de las industrias culturales
en su difusión y comercialización. Cabe
señalar que una cantidad importante de
narcocorridos se generan de manera independiente con el financiamiento
de los
capos, quienes buscan la inmortalidad a través de las
canciones.
En la actualidad, el
corrido dejó de ser el
único género donde se narra el tráfico
de drogas, De la O (2015) menciona
también a la banda, la música norteña
y el vallenato regiomontano, en tanto que
Ovalle (2005) habla de géneros que podrían
pensarse desvinculados del tema como
el rock, la salsa y el reggae. Esta diversificación se puede
explicar por la
expansión de las actividades del tráfico de
drogas en el territorio mexicano y por
la incorporación de otros grupos sociales del
país, y se traducen a su vez en
una variedad de contenidos, por ejemplo: el corrido tradicional, los
corridos
sierreños, el movimiento alterado o los nuevos corridos
creados en los últimos
años.
Vale la pena incluir
algunas observaciones
efectuadas sobre el análisis de la música con el
tema del narcotráfico. Simonett
(2006) plantea que, debido al significado social que contiene el
narcocorrido,
su estudio requiere ir más allá de la simple
revisión de la letra de las
canciones para rescatar su contexto histórico y social.
Asimismo, a partir de
las revisiones efectuadas por Ramírez-Pimienta (2007) se
puede plantear: que es
un error considerar al narcocorrido como una producción
cultural estática ya que
está en continua evolución, que no es posible
estudiar enteramente el fenómeno
del narcocorrido recurriendo sólo a la producción
sinaloense, y que la mayoría
de los estudios se han concentrado en el análisis textual
dejando a un lado el
aspecto musical y se pierde de vista que la música ayuda a
enfatizar la
historia por contar; además, el autor resalta la escasez de
una perspectiva
trasnacional, debido a que los estudios hechos en Estados Unidos rara
vez toman
en cuenta lo producido en México y viceversa y, de la misma
manera, no se han
considerado las diferentes interpretaciones y percepciones que se
tienen del
narcocorrido en ambos países. Aunada a estas observaciones
está la
insuficiencia de estudios sobre videos musicales de narcocorridos, los
cuales
son importantes por el contenido simbólico del lenguaje
visual y de los
escenarios empleados, que vienen a reforzar aún
más a los representados en la
letra de las canciones.
Literatura. Se ha denominado de
diferentes
maneras: narcoliteratura, narconarrativas, narrativa sobre el
narcotráfico,
literatura del narcotráfico o novelística del
narcotraficante y, en general,
relata acontecimientos, sujetos, emociones, sensaciones propias del
mundo
narco. Es una forma distinta al periodismo de abordar al
narcotráfico y sus
implicaciones, la cual inició en la los setenta (Fonseca,
2016) y se ha
incrementado en las últimas décadas a
través de ensayos literarios, cuentos y
novelas.
El espectro que ofrecen dichas producciones y el desarrollo que han logrado como un campo particular de expresión literaria han propiciado que, autores como De la O (2015) y Rocco (2016), las consideren en su conjunto como un subgénero que se ubica en la intersección entre el género policial, el género negro y el melodrama. En contraposición, Fonseca (2016) plantea que no pueden integrar un género particular por la variedad de discursos y estrategias expresivas empleadas; de forma semejante Parra (31 de octubre de 2005) y Ortiz (26 de septiembre de 2010), escritores que han abordado este tema en sus creaciones, señalan que la narcoliteratura no existe, sino que el narcotráfico se asoma en algunos relatos no como tema, sino como situación histórica o contextual que envuelve al país, sobre todo algunas regiones.
Se puede elaborar una extensa lista de autores mexicanos que abordan el narcotráfico a través de la literatura. Es posible que el éxito alcanzado por las producciones de Elmer Mendoza desde finales de los noventa haya detonado la creación de narrativas sobre el narco. Carrillo (2011) señala que cada vez se suman más escritores, muchos con antecedentes en el periodismo, en cuyas narrativas coincide la presencia de la violencia, muerte y derrotas personales, el lenguaje desgarrado y los perfiles conductuales de los protagonistas.
Según
Santos, Vásquez y
Urgelles (2016) el crecimiento comercial y la recepción que
han tenido estas narrativas
a escala nacional e internacional puede deberse a que las historias ya
forman
parte de la vida cotidiana de los consumidores, “entonces, aunque estetizadas, descorren el tupido
velo de la realidad o al menos lo insinúan en su peculiar
contrato de lectura”
(p. 17). Su
éxito ha llevado a algunas a ser adaptadas a
películas y series con inversiones millonarias e
inimaginables ratings (Vásquez, 2015a).
De
acuerdo con Fonseca (2009) estas narrativas ponen a la luz la
inclusión en el
campo literario de nuevos géneros e identidades, de
lenguajes marginales y
mundos ilegales generados por los cambios de la modernidad, el
reordenamiento
del tejido social (nuevos ricos) y el desplazamiento de la
élite tradicional,
las fracturas y la doble moral de la sociedad y, sobre todo, la
lógica del
dinero fácil que convierte en héroes a quienes
son capaces de enriquecerse
rápidamente. Revelan “la(s) cara(s) humana(s) de un fenómeno
que no puede
reducirse a cifras o estadísticas financieras” (p.
267).
La importancia de su estudio radica en la capacidad
que puedan tener para delinear las prácticas sociales como
parte del campo
cultural y simbólico vinculado al narcotráfico.
Monsiváis (2002) citado por
Rocco (2016) indica que lo que está realmente en juego es el
poder de seducción
a través del melodrama, que puede atenuar el sentido
ético de la violencia y convertirse
en una forma de complicidad con ella.
Series
televisivas. Las series centradas
en el tema del tráfico de drogas surgieron en la
década del 2000, a partir del
creciente interés de las audiencias por los acontecimientos
relacionados con
dicha actividad. De acuerdo con Vásquez (2016) la empresa Caracol TV de
Colombia fue la pionera en emitir este tipo de producciones
en 2006 y, gracias a su éxito, otras empresas
estadounidenses como Telemundo y
Univisión crearon nuevos proyectos inspirados en personajes
reales; “descubrieron
un mercado latino afecto a este tipo de narraciones y, junto con
guionistas y
actores mexicanos y colombianos, crearon un corpus amplio que dio el
nombre de narcoseries”
(p. 211). Esta investigadora plantea, además,
que
hay coincidencia en la definición empleada: “una
producción televisiva que mantiene los patrones de un
melodrama
tradicional, principalmente respecto a los personajes estereotipados:
mujeres
heroínas-víctimas, y hombres que se dividen entre
héroes y villanos.” (p. 211)
Vásquez
(2015a) y Rincón (2015) han planteado diferencias claras
entre la telenovela, las
series clásicas y las narcoseries: retoman aspectos reales
del narcotráfico, el
amor queda en segundo término, no es sólo
melodrama sino también tragedia e
incluso comedia, el lenguaje empleado es realista, su
estética es grotesca, el
exceso es alucinante y su ritmo es frenético, de
ahí que estos productos
culturales sean una ética más que una
estética.
En
casi todas las ocasiones, el análisis de las series se ha
realizado de manera
general dentro del conjunto de formas simbólicas propias de
la narcocultura,
aunque dos producciones
han sobresalido en México tanto por su audiencia como por
los análisis académicos
a que han dado pie: Pablo Escobar, el
patrón del mal y El
señor de los
cielos. Según Rincón (2015), se dice
que la primera se hizo para que la
sociedad colombiana recordara a este personaje como nefasto y
detestable; sin
embargo, en la serie se presentó a un Pablo Escobar que
tenía buenos motivos
para traficar y matar, además que amaba a su familia y
ayudaba al pueblo, en
cambio, los políticos y policías aparecen como
burócratas. En el segundo caso, Vásquez
(2014) señala que el personaje de Aurelio Casillas se
configura como un villano
héroe, mientras que la trama denuncia que las instituciones
gubernamentales han
perdido credibilidad ante la existencia de un Estado anómico.
En
este sentido, Vásquez (2105b) menciona que, así
como la literatura policial
europea devino en género negro en América Latina,
las teleseries policiales
estadounidenses se han convertido en narcoseries, donde los
policías ya no son
los representantes de la racionalidad, el orden y la legalidad, sino
que son
parte de un sistema corrupto infectado por la deshonestidad y la
deslealtad.
Quienes
han estudiado las narcoseries llegan a la conclusión de que
el éxito que han
tenido en países como México y Colombia se debe a
que presentan una realidad
conocida por ambas sociedades: los modos paralegales pero
legítimos de ascenso
social y la exclusión e inequidad social; además,
en ellas se muestra una
mitología en torno a las hazañas de los
traficantes de drogas donde se exponen
como héroes populares, inteligentes, valientes y
sanguinarios que contribuyen
al bienestar de su gente con mayor dignidad que los
políticos. De hecho, tienen
poca popularidad las series donde el policía aparece como
héroe y el
narcotraficante como villano, mientras que sí la tienen
aquellas donde el
villano queda como héroe; esto depende de la
empatía que generan con quienes
están excluidos de los beneficios y servicios sociales y
viven la desatención
de las instituciones gubernamentales.
Un
ámbito que requiere mayor atención por los
investigadores es el de las producciones
sobre tráfico de drogas, debido a su notable incremento y a
que permiten una
mayor libertad en sus contenidos. Jaramillo (2014) plantea que exponen
narrativas
basadas en historias reales con una visión compleja de la
violencia, que
recuerda los paradigmas del narcocorrido, aunque intentan dar una
caracterización matizada y más informada del
narcotraficante mexicano. Además, series
contextualizadas en la frontera entre México y Estados
Unidos muestran a
protagonistas norteamericanos, habitantes de los suburbios, como
productores y
vendedores de sustancias ilegales, lo que implica un posible
desplazamiento en
el posicionamiento histórico de personajes mexicanos en
estas actividades.
Religión. Es una de las formas
simbólicas más analizada por la fuerte presencia
que tiene en el narcotráfico. El
constante acercamiento de los traficantes con la violencia y la muerte
genera
la necesidad de buscar protección en figuras sobrenaturales
a quienes se pueda encomendar
la buena fortuna y sobrevivencia.
Los
estudios sobre este tema ponen en relevancia las connotaciones
vinculadas a la
muerte y la vida, así como la construcción y
reconstrucción de héroes míticos,
sacralizados no por instituciones religiosas sino por la
práctica popular.
Jesús Malverde se identifica como el símbolo
místico primario y representativo de
los traficantes de drogas, sobre todo para grupos del noroeste del
país,
incluyendo la frontera norte (De la O, 2015; Córdova, 2012; Maihold y Sauter,
2012; Oleszkiewicz-Peralba, 2010; Rodríguez, 2003). Sin
embargo, en
décadas recientes ha cobrado vigor la Santa Muerte, cuya
devoción, que no se
limita a los traficantes, se ha extendido desde el centro de la
república a
otras regiones de México y más allá de
la frontera sur (Chesnut, 2012; Mondaca,
2012; De la O, 2015; Oleszkiewicz-Peralba, 2010). De manera
semejante a Malverde, pero con menor presencia, se registra el culto a
Nazario
Moreno por traficantes de Michoacán, derivado tanto de su
liderazgo, como de las
actividades evangélicas y de adoctrinamiento a los miembros
de su propio cártel
(Maihold y Sauter, 2012; De la O, 2015).
Cabe
precisar que las formas religiosas del narco se reconocen como
sincréticas, ya que mezclan los íconos y ritos
populares con los del
catolicismo, de ahí la constante inclusión de
figuras como la Virgen de
Guadalupe y San Judas Tadeo; esto pone de manifiesto una
reapropiación y resignificación
del ámbito sagrado, según los intereses y
características de los grupos sociales. Esta
resignificación tiene que ver en particular con la
ilegalidad vinculada al
narcotráfico, las figuras religiosas de Malverde, Nazario
Moreno y la Santa
Muerte son tan transgresoras del orden social como los propios
traficantes;
como indica Córdova (2012), “el símbolo
cristaliza y
sacraliza a la fuerza y al poder de la transgresión y la
desviación social” (p.
221). Pero también esta resignificación tiene que
ver con las relaciones que se
han establecido entre los traficantes y la iglesia católica,
la cual acepta de
buena o mala manera “limosnas”, edificaciones,
financiamiento para fiestas
patronales u otras acciones a través de las cuales se
incrementa el
reconocimiento y aureola mítica de los capos, aspectos que
han sido estudiados
por autores como Enciso (2015) y Córdova (2012).
Un factor fundamental
es el fuerte arraigo
popular que tiene la religión en amplios y diversos grupos
relacionados con el
tráfico de drogas, lo que denota el impacto que tienen las
figuras simbólicas,
así como la fuerza y poder que pueden lograr.
Arquitectura. Como forma
simbólica de la
narcocultura exhibe en la cotidianeidad de la ciudad el estilo de vida
narco,
remarcando sus características hacia el resto de los
sectores sociales. Correa
(2012) plantea la inquietud de que pueda llegar a considerarse,
incluso, como un
posible nuevo estilo estético: el Narc
déco,
en consonancia con la opulencia y exageración del Art déco.
En
general, la arquitectura del narco incluye dos tipos de construcciones:
la
primera corresponde a ranchos y fincas espectaculares, así
como a mansiones
palaciegas con extensos jardines exóticos, piscinas techadas
y capillas
privadas que, a la vez, fungen como fortalezas o casas de seguridad. La
segunda
hace referencia a la arquitectura funeraria: tumbas, capillas y
mausoleos cuyo
propósito, como señala Mondaca (2014), es
“dejar claro que no murió cualquier
persona, sino alguien de significativa
jerarquía en
la
estructura de alguna de las organizaciones delictivas”
(p. 33).
Este tipo
de arquitectura comenzó a
propagarse en regiones vinculadas al tráfico de drogas en
los años setenta y
ochenta (De la O, 2015), y se caracteriza por construcciones ostentosas
y
exageradas, con materiales importados o no convencionales como
mármol y
granito, rejas y puertas costosas. Después de los noventa,
cuando se incrementó
la persecución a los cárteles, el estilo
arquitectónico de los traficantes fue
cambiando a formas más discretas que permitieran el
camuflaje con
construcciones de los sectores con altos recursos
económicos, y empleando estilos
neocoloniales y modernistas. A pesar de este cambio es evidente que
este tipo
de arquitectura trata de mostrar la capacidad de consumo de estos
grupos, pero,
sobre todo, su poder y jerarquía social. Es una forma
objetivada de la
solvencia económica que legitima las formas de actuar y el
modo de vida dentro
del narcotráfico; como señala Correa (2012), no
es posible comprobar que los
traficantes tengan voluntad artística, pero sí se
sabe que nada se hace a sus
espaldas y que no se trata sólo de una cuestión
estética, sino también ética.
A pesar de
ser una importante forma
simbólica, es posible que su estudio sea complejo en la
actualidad debido a que
es más difícil distinguir las construcciones
propias de los traficantes y
porque sus inversiones se han diversificado a otros espacios como bares
y
restaurantes.
Películas. Al igual que en las
anteriores
formas simbólicas existe una abundancia de producciones que
tocan el
narcotráfico a través de películas
creadas en el país, de manera que pueden
considerarse como un subgénero consolidado
(Monsiváis, 2004) al cual se le
denomina, por lo general, como cine de narcos; es una mezcla de cine de
mafia, western, melodrama y comedia
ranchera
(Pardo, 2017).
La
primera película sobre el tema fue Puño
de hierro, producida en 1927, aunque el mayor desarrollo
comenzó en los
setenta. Mercader (2012) identifica tres etapas en su
producción: la primera
abarca de 1976 a 1983 y en ella se presenta al narcotráfico
de manera incidental;
en la segunda, de 1984 a 1994, el narcotraficante ya constituye el
personaje
principal, y en la tercera, de 1995 a la fecha, el narcotraficante
posee un
imperio económico y una presencia social
hegemónica. Esto denota la carga
simbólica que fueron incorporando las producciones respecto
al tráfico de
drogas, sobre todo, en las últimas décadas.
A
pesar de la cantidad de productos, Ovalle (2005), Monsiváis
(2004) y Mercader
(2012) coinciden en que los contenidos repiten una fórmula
sencilla: películas
recargadas de acción, gesto duro, violencia (asesinatos
brutales, torturas,
ajuste de cuentas y balaceras), espectáculos
exóticos, sujetos marginales y pauperizados,
mexicanos que esperan cruzar la frontera, levedad del lenguaje,
atuendos que
acreditan la pertenencia al narco y música ligada a la
cultura popular como
recurso para configurar la cosmovisión de los personajes.
Pardo
(2017) distingue dos tipos de cine narco: el patriodrama, que es la
versión
institucional y oficial del conflicto donde el policía es el
héroe y los
traficantes los delincuentes, se exhibe a través del cine
comercial, la
televisión y los sitios de renta de películas y
tiene inversión gubernamental;
y el narcodrama, donde los traficantes representan al bandido o
héroe generoso,
la mayoría de las veces son producciones independientes que
rayan en la
ilegalidad y su distribución
se realiza
a través de la piratería o la descarga gratuita
en sitios web. En esta
oposición, el melodrama vence en la
interpretación popular ya que es la que
constituye el ser mexicano.
A
partir de los noventa el cine de narcos comenzó a declinar.
Las cadenas
cinematográficas dejaron de exhibir estas
películas, pero los productores
encontraron una solución en el videohome,
cuyas producciones han sido financiadas en gran parte por los
narcotraficantes.
Proal (5 de octubre de 2016) señala que en los setenta y
ochenta existía una
estrecha relación entre traficantes y productores
cinematográficos, era
habitual la oferta de los capos para llevar al cine su
biografía e, incluso,
participar en las películas. En la actualidad, permanece el
interés de los
traficantes por dejar huella y glorificar sus hazañas
más allá de los corridos,
como lo demostró en 2016 Joaquín ‘El
Chapo’ Guzmán, el capo más
mediático; sin
embargo, el proyecto cinematográfico derivó en un
polémico conflicto con
matices políticos que involucró a los gobiernos
mexicano y norteamericano. El
revuelo que ha causado este suceso subraya el papel que puede jugar la
narcocultura en la sociedad.
Los
estudios encontrados sobre el cine de narcos provienen, en parte, de
investigaciones sobre el tema, pero también sobre el cine de
la frontera norte
del país, y una línea específica de
análisis se ubica en las representaciones
de la mujer en estas producciones. Mercader (2012) precisa que el cine
de narco
es un tema casi inexplorado, por lo que las fuentes
bibliográficas y
hemerográficas son escasas, además de que no
existe una recopilación
filmográfica a pesar del número de
películas producidas.
Otras
formas simbólicas. Existen otras
formas simbólicas cuyo análisis es casi nulo, a
pesar de su importancia. En
este rubro se incluye al lenguaje, ya que se identifican vocablos
propios del
mundo narco que hacen referencia a una variedad de elementos como las
drogas,
las estrategias empleadas, las armas, los sujetos implicados o
expresiones
coloquiales que tienen su origen en el lenguaje popular y regional.
La
vestimenta es otra forma que distingue al narcotráfico y que
ha evolucionado
con el tiempo: al inicio era una mezcla de elementos del vaquero
norteamericano
y el norteño mexicano que se traducía en camisas
de seda, sombrero norteño,
botas y cintos piteados; en la actualidad, se identifica más
con camisas tipo
polo, pantalones sport, tenis y cachucha, todos de marcas costosas.
Además,
existen nuevas formas que han emergido al paso del tiempo como los
comics, las
artes plásticas (sobre todo la pintura) y los videojuegos,
entre otras. De
ellos, aún es escaso o nulo su análisis en el
entorno mexicano.
Los
contenidos simbólicos de la
narcocultura
Las
formas simbólicas vinculadas al tráfico de drogas
hacen referencia a elementos
específicos de esta actividad, lo cual los hace visibles y
marca sus
diferencias respecto a otros ámbitos y dinámicas
sociales y culturales. En este
apartado se presenta una relación de tópicos
señalados por diversos autores, Valenzuela
(2003) los planteó como los temas principales que pueden
conformar un “corpus
sociocultural con el que se
construye el conjunto de posicionamientos axiológicos desde los cuales se
definen, justifican o condenan las situaciones,
vicisitudes y placeres en los mundos del
narcotráfico” (p. 13). La relación que
se expone partió de lo expuesto por Valenzuela (2003) y
Astorga (2004) como
pioneros en el estudio de los narcocorridos y se enriqueció
con aportaciones
más recientes.
La
droga. Implica sus diferentes denominaciones, en
sentido connotativo y
denotativo. Astorga (2004) encontró menciones como mariguana, amapola,
heroína,
cocaína, hierba verde, hierba buena, hierba mala, polvo,
polvo blanco y coca
sin cola.
La
actividad de tráfico de drogas. Son las
denominaciones que se les da a las diversas actividades
correspondientes.
Astorga (2004) señala el negocio y el contrabando, y
esclarece que en el
análisis que efectuó no encontró
mención directa al narcotráfico.
Los
sujetos implicados. Corresponde a las
designaciones que se hacen a los sujetos que intervienen en el
tráfico de
drogas. En el caso de los narcotraficantes Astorga (2004)
señala menciones como
traficante,
narco, contrabandista, gran señor, mafioso,
cabecillas, cerebro de jefes, el mero mero, número uno,
padrino, la familia,
delincuentes. Además, se incluyen a quienes están
más abajo en la división interna del trabajo,
como el que secuestra, mata y entierra. Mondaca (2012) resalta la forma
como se
configuran estos personajes en el mundo narco como sujetos
transgresores de las
normas: el héroe y el antihéroe, el poderoso, el
benefactor, el amigo, el
vengador, el negociador, el corrupto, el cómplice, el
amenazador, etc. Sin
embargo, también se encuentran otras figuras como el enemigo
o el traidor, e
incluso quienes son extranjeros como los colombianos o los
estadounidenses, de
acuerdo con Valenzuela (2003) los últimos aparecen como
consumidores, socios,
protectores o perseguidores.
Los
atributos asignados a los traficantes. Astorga (2004)
rescata la valentía, astucia, fiereza, valor, justicia, fama,
bravura, sinceridad y respeto. Por su parte, Mondaca (2012)
agrega la inteligencia, grandeza, habilidad en el uso de las armas, el
éxito
con las mujeres, la riqueza y el poder, aspectos que configuran los
mitos y
cobran fuerza en las interacciones sociales donde se conjuga la
ficción con la
realidad. Estos atributos ayudan a conformar una ontología
del narcotraficante
que tiende a presentarlo como alguien que se burla de la ley y la
muerte, y
siempre logra lo que quiere.
El
poder.
Se analiza como un campo de interacciones
sociales que hace patente la ruptura con el discurso oficial
(Valenzuela,
2003). Aquí se encuentran las menciones a lo que
Vásquez (2014) denomina Estado
anómico: la corrupción, la impunidad, las
insuficiencias políticas y los vacíos
del gobierno frente al código ético de la
institución del narcotráfico;
asimismo, se ubica su capacidad para generar aliados y construir lazos
de
parentesco, aunque no siempre son por consentimiento.
Los
personajes. Son las enunciaciones y narraciones sobre
personas específicas. Mondaca
(2012) indica la existencia de cientos de corridos dedicados a
Joaquín “el
Chapo” Guzmán, y Astorga (2004) a Rafael Caro
Quintero, Manuel Salcido y “El
Cochiloco”. Aunado a ello, se encuentran las
caracterizaciones en películas y
series, sobre todo en las últimas décadas donde
destacan Pablo Escobar y Amado
Carrillo. De manera general, se exalta la presencia de estos personajes
en el
mundo ilegal, lo que permite configurar un marco axiológico
desde el cual se interpretan
sus acciones.
La
ostentación y el consumo suntuario. Valenzuela (2003)
señala que el poder económico y
político, así como el estilo de vida,
encuentran formas de expresión cosificada a
través de carros, alhajas, armas,
celulares y mujeres que se exhiben como trofeos. Son
frecuentes también las menciones a las bebidas
alcohólicas preferidas, la
adquisición de animales, las costosas celebraciones, la
vestimenta y
accesorios, por mencionar algunos.
La
presencia de la mujer. En este aspecto se
pueden observar las representaciones del hombre y la
mujer en la sociedad, las relaciones de género y los
estereotipos vinculados a ellos.
Aquí destaca el machismo, así como la
enunciación hacia las mujeres como “las
barbies” o “las muñecas”,
aunque también se presentan como poderosas. Astorga (2004)
encontró la exposición de mujeres como activas,
audaces, con fuerte dosis de
astucia y valor. Vásquez
(2016) señala que, en el caso de las series, si bien en sus
inicios se
caracterizó a los personajes femeninos como
víctimas, posteriormente se
encuentran como agentes activos; no obstante, se les sigue definiendo
con los
estereotipos tradicionales (sacrificio, bondad y maternidad), el acto
subversivo se presenta en su capacidad de análisis y
decisión.
El
espacio y territorio. Astorga (2004)
señala que en los corridos se mencionan lugares como
Estados Unidos y Colombia, y al interior del país, a Sinaloa
y la frontera
norte. Sin embargo, Valenzuela (2003) plantea que estas menciones
requieren
analizarse por su regionalismo como campo de lealtades
geo-antropológicas, y la
conformación de identidades “donde la tierra de
pertenencia produce hombres y
mujeres especiales, valientes e inigualables” (p. 14).
Asimismo, Mondaca (2012)
destaca que son lugares emblemáticos, enunciados como
espacios de pertenencia y
control, de referencia y dominio.
La
representación de la
violencia y la muerte. Mondaca (2012)
señala que la violencia es
inseparable del ambiente de conflicto en el que se desarrolla el
tráfico de
drogas, de ahí que se mencionen de manera frecuente el
ajuste de cuentas, la
venganza, la sentencia de muerte, las balaceras y el peligro de muerte,
entre
muchas otras expresiones. Sin embargo, aquí
también pueden incluirse las
referencias al armamento utilizado (bazucas, AK-47, R-15, M-16,
metrallas,
calibre 50, cuernos de chivo, etc.), así como las
técnicas empleadas
(encajuelados, colgados, encobijados, torturas,
decapitación, secuestro y
levantón, entre otros).
La
representación de la
ilegalidad y la corrupción. Desde los
años treinta, el
tráfico de drogas quedó ligado a ciertos espacios
que garantizaban su desarrollo,
de manera que la ilegalidad y la corrupción se han expuesto
a través de la
narcocultura mediante actos de confabulación, impunidad,
establecimiento de
redes y pactos informales; en ese sentido, Mondaca (2012) hace
referencia a
arreglos, relaciones de complicidad, negocios y acuerdos
ilícitos, así como a la
ausencia del poder legitimado del Estado y la presencia del poder
instituido
del narcotráfico.
Los
desenlaces. Valenzuela (2003) habla de los resultados de la
experiencia del
narcotráfico que puede implicar salidas exitosas que
justifican los riesgos vividos,
o bien los finales trágicos representados en la desgracia y
la muerte; caben
incluir, por lo tanto, los consejos o lecciones derivadas de dichas
experiencias, ya sea en el sentido de la permanencia en el
tráfico de drogas, o
en el arrepentimiento.
El
análisis de estos temas o corpus
es relevante ya que permite
distinguir los elementos que van configurando a la narcocultura y al
tráfico de
drogas en el imaginario social, los cuales han ido cambiando con el
tiempo y en
la medida en que un mayor número de personas consumen y se
apropian de las
diferentes formas simbólicas.
Logros
y desafíos en el estudio
de la narcocultura
Como
se indicó al inicio del texto, la revisión
documental efectuada no es
concluyente, pero permitió observar aspectos relevantes
sobre el estudio de la
narcocultura en México. Es palpable que los
análisis se han incrementado
notablemente en años recientes, lo que ha permitido una
mayor comprensión de este
fenómeno social, rebasando las representaciones
tradicionales que el
periodismo, los medios de comunicación o las industrias
culturales hacen de él.
No
obstante, la variedad de los estudios la mayoría destacan la
carga simbólica e
ideológica de la narcocultura, de ahí que la
forma más apropiada de analizarla
sea como formas y contenidos simbólicos, ya que esto permite
abarcar las
diversas manifestaciones, expresiones y objetos derivados de ella, y
caracterizarlos de acuerdo con los propósitos de cada
investigación.
Al
margen de los avances logrados, vale la pena exponer algunas
inquietudes sobre
las formas de aproximarse a la narcocultura como objeto de estudio. Si
bien
algunas investigaciones han planteado nuevos temas y criterios de
análisis,
otras mantienen los abordados en las indagaciones pioneras sin
considerar la
evolución de las formas simbólicas y la
diversificación de los contextos
sociales.
En
la actualidad no es posible concentrar los estudios sobre narcocultura
en los
corridos ni examinarlos sólo con los indicadores de las
primeras investigaciones,
ya que es una producción dinámica y existen
nuevas expresiones culturales
vinculadas al narcotráfico en regiones diferentes al
noroeste del país. Además,
si los jóvenes constituyen los mayores consumidores y
usuarios de la
narcocultura, como señalan algunos autores, es conveniente
ampliar los análisis
en torno a producciones en videos musicales, videojuegos, blogs, video blogs
y
redes sociales, que responden más al interés de
las nuevas generaciones. Esto implica
considerar no sólo los formatos, sino las transformaciones
simbólicas ya que,
como indica Sánchez (2009), existe una transición
de los valores
rurales-tradicionales a los conceptos urbano-globales de las sociedades
actuales.
Por
otra parte, cabe realizar algunas observaciones a las diferentes
perspectivas de
los estudios sobre las formas simbólicas de la narcocultura.
Un conjunto de
investigaciones las considera como meras expresiones culturales,
propias de
ciertos grupos sociales, que no necesariamente tiene que ver con
conflictos
sociales; es decir, resaltan principalmente el aspecto
estético y, en todo
caso, dejan su interpretación y valoración a los
diversos grupos de la
sociedad.
Una
segunda perspectiva resalta la necesidad de analizar a la narcocultura
no sólo
como un conjunto de manifestaciones estéticas sino
también éticas; autores como
Correa (2012) señalan que la estética y la
ficción llegan a encubrir o
justificar el trasfondo ético que va integrado a las formas
simbólicas. En este
sentido, Ovalle (2010) señala que las conceptualizaciones de
la narcocultura se
alejan cada vez más del aspecto ilegal y delictivo, y se
concentran en los
elementos culturales y en la perspectiva de los actores involucrados.
Estas
aportaciones tratan de alertar sobre el alcance que pueden tener las
formas
simbólicas en los imaginarios y actuaciones sociales
respecto al tráfico de
drogas.
La
última postura rescata elementos de la anterior, pero
además incide en ubicar a
la narcocultura y al narcotráfico como productos del
neoliberalismo y la
globalización. Fonseca (2016) indica que las narrativas de
la narcocultura
dialogan con los discursos oficiales y crean nuevas maneras de
aproximarse a
las ideologías que subyacen al tráfico de drogas;
de tal manera, los contenidos
simbólicos de la narcocultura no sólo representan
la transgresión social, sino
que llegan a ser una crítica tácita a la
desigualdad económica, la exclusión
social, las violencias urbanas y la corrupción de las
instituciones, que han
dado pauta al ascenso de la criminalidad y a la búsqueda de
nuevas opciones a
través del narcotráfico. Sin embargo, Valencia
(2010) alerta sobre la
glorificación de la cultura criminal, ya que ésta
ha llegado a establecerse
como un nicho de mercado para la producción y el consumo a
través de la
instauración de modas donde el mafioso es la nueva figura
mediática, lo que da
pauta a la formación de subjetividades violentas que
legitiman y normalizan
prácticas criminales e incluso podrían incidir en
su legalización.
En
este documento no se trata de cuestionar las posturas mencionadas, pero
sí se
propone reflexionar sobre los alcances que pueden tener; es decir, la
narcocultura
se puede estudiar desde la visión de las meras expresiones
estéticas, los
espacios comunes o los estereotipos tradicionalmente ligados al narco,
pero
también puede concebirse desde el entramado
ideológico y político que atraviesa
al tráfico de drogas en particular y al país en
general. Este último tipo de
análisis es más complejo y, por lo mismo, menos
frecuente; no obstante, es
fundamental para entender la dinámica cultural, social,
económica y política de
este fenómeno, y por la cuestionable postura del Estado ante
la narcocultura y
el narcotráfico.
Habría
que meditar entonces, en qué medida el incremento de los
estudios sobre
narcocultura responde al deslumbramiento con que se ha instalado en la
sociedad
el tema del narcotráfico, tal y como los públicos
consumen los contenidos
simbólicos por la seducción con que los presentan
las industrias culturales.
Si
más allá de la fascinación es posible
considerar que las formas y contenidos
simbólicos de la narcocultura llevan implícito un
cuestionamiento sobre el
desarrollo de la sociedad y que, de alguna manera, exponen un debate
social
pendiente, entonces las aproximaciones académicas
deberían encauzar dicho
debate, sistematizarlo y abrirlo a la sociedad de manera
explícita.
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Mexicana.
Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad
Nacional Autónoma
de México, Maestra en Comunicación y
Tecnologías Educativas por el Instituto
Latinoamericano de la Comunicación Educativa y Doctora en
Ciencias Sociales por
la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.
Actualmente se desempeña como
docente e investigadora del área de Ciencias Sociales de la
Universidad
Autónoma de Nayarit. Su área de
investigación se aboca a temas de los Estudios
Culturales, especialmente en temas sobre jóvenes y su
inserción en procesos
culturales y educativos. Sus últimas publicaciones son
Mujeres: entre la
autonomía y la vida familiar (2017), en Nóesis,
y Jóvenes e internet: realidad y mitos (2015), en Nóesis.