Medicalización
de la muerte. Elementos
de discusión y
análisis para un abordaje crítico desde las
Ciencias Sociales
Norma
González González
https://orcid.org/0000-0002-9689-527X
Universidad
Autónoma del Estado de México
gogn@uaemex.mx
Resumen:
El
presente ensayo tiene como objetivo abordar, desde una
postura crítica, el fenómeno de la
medicalización de la muerte, contribuyendo a
una discusión en contra del sentido instrumental y el
carácter biopolítico, inherentes
a los proyectos tecnológicos en este campo. La
metodología se basa en un
trabajo de tipo documental, con el fin de recuperar y discutir
planteamientos e
ideas que, en la actualidad, dan cuenta del sentido en que la sociedad
moderna
significa a la muerte. Resultados. El aportar elementos de
discusión y análisis
en torno a la representación sociocultural,
económica y política de la muerte.
Conclusiones. La muerte es mucho más que el cese definitivo
de los signos
vitales, y se inscribe en una compleja estructura social donde los
desarrollos
tecnológicos y las formas de consumo, modelan y perfilan su
concepción y
experiencia en las sociedades modernas.
Palabras
clave:
Medicalización;
Biopoder; Sociología de la salud; Muerte;
Cultura.
Traducción:
Norma
González González (Universidad
Autónoma del Estado de México)
Cómo citar:
González,
N. (2018). Medicalización
de la muerte.
Elementos de discusión y análisis
para un abordaje crítico desde las
Ciencias Sociales. Culturales, 6, e350.
doi: https://doi.org/10.22234/recu.20180601.e350
Recibido:
24 de octubre de 2017 / Aprobado:
27 de marzo de 2018 / Publicado: 18
de junio de 2018 |
Presentación
Abordar
a la muerte desde las ciencias sociales
representa una tarea sumamente compleja. Las
creencias culturales
y religiosas, los modos de regulación que operan nuestras
sociedades y que
comprenden áreas específicas de conocimiento,
tanto en las ciencias duras como
en las ciencias sociales -campos de ejercicio profesional que impactan
y se
alimentan del quehacer social- colocan a la muerte en un lugar de
inevitable
polémica y fuente de conocimiento. Dentro de este prolijo escenario, el
interés de este ensayo se
limita a destacar su carácter histórico-social,
con referencia a las variadas y diferenciadas maneras en que ha sido
concebida
como pilar de cada cultura. Particularmente, en el caso de la sociedad
moderna
destaca la operación de su propio mito en torno a la muerte,
construido a la
sombra de un sentido de verdad científica y
tecnológica, de ahí la preocupación
por “denunciar” y resituar en la mesa de
discusión el proceso de medicalización
que, en la actualidad, alcanza al fenómeno, definido
éste, como el curso por el
que toda una serie de problemáticas de origen social son
abordadas y tratadas hoy
en día desde el ámbito médico,
evidenciando la expansión de la medicina, de tal
forma que la vejez, la soledad, las diferentes fases del ciclo
reproductivo, la
calvicie, desde luego la muerte, etc., son tratados como entidades
médicas (Márquez
y Meneu, 2003; Foucault, 2001; Foucault, 1990), colocando a la persona
en una
posición de vulnerabilidad, al quedar a merced del
fortalecido y “sano negocio”
que crece en torno a cada uno de estos nichos de mercado y, en
particular, con referencia
a la muerte y su comercialización desde el terreno de la
biomedicina. Pero
también y, sobre todo, existe el interés de
evidenciar la forma en que un tipo
de saber en torno a la muerte representa un poderoso y sutil recurso de
sujeción y control, cuya capilaridad se encuentra en las
prácticas y procesos
socioculturales que hacen posibles las relaciones donde se escenifica
su
construcción y concepción en la modernidad.
La
muerte como tabú
Los
conocimientos en el campo de la biomedicina han
transformado e influido profundamente la manera en que la sociedad del
S.XXI
concibe y aborda el tema de la muerte. En particular, en el caso de los
países
occidentales la muerte se ha convertido en un tabú, lo cual
no resulta extraño
si se considera que los desarrollos tecnológicos,
ampliamente difundidos con el
apoyo de los medios de comunicación, día con
día envían el mensaje de un
momento en la historia de la humanidad en el que, por fin, se alcanza
un saber
próximo a descifrar los códigos de la vida, de su
alargamiento, de la
posibilidad de perpetuar la juventud y la belleza, en su caso, de hacer
que el
momento final se vea replanteado a partir de los avances en el campo de
la
investigación y el conocimiento biotecnológico.
Se trata, en este sentido, de caminar
en la reflexión y discusión en torno a un tema
que, desde diferentes significados,
involucra a todos (familiares, amigos, vecinos, la propia muerte) y hace el
análisis indispensable, intentando
remontar el acendrado proceso de medicalización que trastoca
el simbolismo de
la muerte y, asimismo, la trama de intereses económicos que
mediáticamente se producen
y difunden haciéndose eco de un vaciamiento de los
significados de la vida, en
la línea de un consumo en constante
insatisfacción, perfectamente amalgamado a
la banalización de una realidad que ha quedado a merced de
las conquistas
tecnológicas en marcha (Bauman, 2013; Mejía,
2000; Morin, 1999) y que, como se
aborda más adelante, ha trastocado el sentido de la vida,
conformando prácticas
y lenguajes (verbales y no verbales) que muestran la distancia que hoy
se tiene
respecto a un acontecimiento que le es consustancial.
En
esta vía es indispensable considerar el
fenómeno en su sentido contingente, rompiendo los esquemas
de comprensión tradicional,
de una muerte natural como resultado del proceso de envejecimiento[1].
Los riesgos a los que cotidianamente ha de hacerse frente colocan a las
personas en situaciones de mayor vulnerabilidad y riesgo: pobreza,
marginación,
prejuicios raciales y homofóbicos, enfermedades, guerras,
crimen organizado,
miedos y temores que inducen al suicidio, etc.; situaciones que
reclaman una
profunda revisión y reflexión, colocando a la
muerte en el contexto de su
historicidad, carácter y condición social y
cultural (Rosselli y Rueda, 2011; Berlinguer,
2002; Castel, 2010). En un mundo global la muerte rompe fronteras y, en
alguna
dirección, deja de ser ajeno lo que ocurre en otros lugares
del mundo. En
particular los conflictos armados son expresiones que de continuo pasan
por el
filtro de los mass media, y
esconden detrás
de sí una serie de intereses económicos y
políticos, mientras dejan una estela
de imágenes morbosas que alimentan a las redes sociales,
donde de un día a otro
se pasa del trending topic al
completo olvido, desde luego hasta la fugaz llegada de otra imagen
motivo de
escándalo en el mundo virtual, pero que, ya antes de
“navegar”, invariablemente
está condenada al olvido, ¿a
la muerte?.
Cada día, en una espiral que se antoja irreversible, se teje
y se refuerza una
insalvable distancia entre los fenómenos y
problemáticas sociales y sus
orígenes estructurales; esto es con referencia a una
historicidad y a la base cultural
de una realidad cuyos fenómenos expresan las contradicciones
y los límites de
una organización social, fundada en la vigencia de un
capitalismo cuya
materialidad ha logrado permear y dar un sentido al mundo de las
subjetividades, en sus desdoblamientos socio-culturales,
económicos y
políticos. El
predominio de la mirada
médica en torno a la muerte vuelve invisible cualquier otro
tipo de expresiones
“tempranas”, fuera
del tenido como “ciclo
vital y natural” en torno al que la industria
farmacéutica centra su interés
económico,
no podría ser de otra manera puesto que no ha sido inventada
aún la forma de
rentabilizar a la muerte incomoda, tocada por las guerras, la pobreza,
la
discriminación, etc.; hacia ese tipo de
representación del fenómeno, la
sociedad se muestra ajena e indiferente. La vacuna vestida de ciencia
inmuniza y
se vuelve garantía ante cualquier riesgo de
contaminación político social; la
asepsia social está garantizada.
En
los cimientos de una organización social
fundada en la diferencia y la subordinación de clase tiene
lugar un despliegue
capilar que en la multiplicidad de actos cotidianos minimiza, cuando no
anula,
búsquedas y preocupaciones que trasciendan lo material y, en
un sentido
filosófico, intenten formular y construir un sentido para la
vida en sus
diferentes momentos. La modernidad, seduce con su amplio mosaico de
desarrollos
tecnológicos; así, desde la fragilidad de unos
cimientos expuestos como verdad
absoluta tiene lugar un dispendio de “la
naturaleza”, el canal por excelencia de
comunicación más cercana del hombre consigo
mismo. En las grandes ciudades, los
niños de hoy en día creen que la leche, que las
frutas y vegetales, etc.,
vienen y tienen su origen en el súper mercado, asimismo los
vehículos
utilizados por las grandes cadenas y almacenes comerciales en el mundo
para la
entrega de mercancías, circulan ante nuestros ojos con la
leyenda (palabras más
palabras menos): Un día
más entregando
felicidad; de ahí que sea, hasta cierto punto,
lógico deducir cuál es
entonces el hilo, el sentido que estructura en una dimensión
más general la
experiencia que nos forjamos en torno a la
vida, y a esa huida
y negación
sistemática de la muerte que se fortalece en el hedonismo y
el narcicismo que
define a nuestra época, da igual en este sentido si hablamos
desde la
modernidad tardía o desde su fracaso en términos
de la posmodernidad.
Como
refiere Habermas, la ciencia positiva
guarda el mérito de dar pie a una teoría del
método, con tal éxito que la
propuesta resultante se ha confundido con el proceso de razonar
científicamente, lo que equivale a decir que, en el fondo,
lo que conocemos
como ciencia, no es más que una de las posibilidades de
saber científicamente
(Habermas, 1986), aunque desde luego ha pasado a ser no solo la forma
de
conocer, sino el pilar de la vida en sus niveles más
elementales, normando
conductas y saberes que establecen los límites y los
códigos desde donde
interpretarnos y experimentar nuestras propias vidas.
La
muerte se convierte en un tabú, en tanto
que en el marco de los valores asumidos como universalmente
válidos desde el
etnocentrismo occidental, todo aquel que se considere moderno e
informado,
léase con un cierto nivel cultural, está obligado
a hacer de la vida una
alegoría (si se le acompaña de signos de juventud
y de belleza mucho mejor),
por lo que implícitamente parece haber una exigencia
respecto a su permanente negación,
huyendo del miedo, la vergüenza, el desasosiego,
la incomodidad que se experimenta frente a ella. En la cultura del
mundo global
se comparten valores vinculados al consumo de bienes y servicios que
son
pretexto para fantasear en torno a la inmortalidad y a la eterna
juventud, de
tal manera que, independientemente de los recursos y simbolismos
locales,
propios de cada país o región, nos unifica ese
terror ante la muerte que se
desdobla en la negación a la transitoriedad y temporalidad
de la vida.
El
andamiaje cultural. La muerte y sus
sentidos
La
muerte, como se menciona al principio de este
documento, es mucho más que el cese definitivo de los signos
vitales,
desbordando también y, desde luego, su acotamiento legal en
ese acompañamiento que,
según las disposiciones occidentales, se da entre la
medicina y el derecho
(Juanatey, 2004; Pérez, 2003). La llamada medicina
científica, juntamente con el
derecho (en tanto referente macro de regulación social),
asumen autoridad sobre
la muerte desde el momento en el que en ambas ramas de saber/poder, que
norman
el actuar social, recae el dictamen final sobre la condición
médica y legal de
estar muerto, de ahí el término
“legalmente muerto” a efectos de un amplio
mosaico de consecuencias y actos de los que legalmente se exime al
difunto y, en
su caso, pasan a ser responsabilidad de sus deudos. Las expresiones y
representaciones simbólicas a lo largo de la historia, y en
diferentes grupos y
culturas, nos hablan de una multiplicidad de formas en las que se
conjuntan
procesos e interacciones inscritas en estructuras de creencias y de
poder, que trascienden
a la misma muerte, dado que ésta es capaz de influir y de
transformar la
existencia de los vivos (Collins, 2009; Martí, 1999). Los
rituales no solo
acompañan a la muerte cuando ésta acontece, hay
los que la preceden y los
posteriores a su registro; en cada caso, y a partir de sus propios
roles,
participan familiares, amigos, miembros de una comunidad, afianzando o
redefiniendo lazos de convivencia, confirmando los sistemas de poder
sobre los
que tejen sus relaciones y, en ese sentido, los equilibrios que las
hacen
posibles[2].
La
enfermedad, así como la muerte, en tanto
fenómenos
sociales, aparecen como expresiones de la vida cultural (Ackerknecht,
1985), de
tal manera que su definición, los fundamentos y expresiones
económicas,
sociales, políticas que se tejen en torno a ellas dependen
de los ejes sobre
los que se estructuran sus relaciones. En las sociedades modernas, el
conocimiento científico-tecnológico ha hecho del
modelo biomédico el referente
por excelencia para acceder, y de hecho construir, los
fenómenos y las
problemáticas relacionadas con la vida, empobreciendo
conceptos que se intentan
presentar como ajenos a la historia, a la cultura, a las disputas y
equilibrios
políticos, así como a los intereses de tipo
económico. En nuestra sociedad, el
más claro ejemplo es, justamente, esa
confirmación del fin de la vida a cargo
de la medicina y que, sin embargo, tal y como se refiere en el presente
documento, se halla inmerso en una sucesión de actos
simbólicos en los que,
antes y después, se expresan las creencias, rituales,
costumbres que le dan
sentido y trascendencia en términos de relaciones y procesos
sociales.
Mientras,
por ejemplo, en la tradición
oriental la muerte es vista como una parte consustancial de la vida y
se camina
hacia ella con respeto, asumiéndola como un momento en el
trayecto y
trascendencia de lo material, como la transición a un otro
plano de la
existencia; en la cultura occidental la muerte es vista con horror, con
miedo,
a ella se asocia la obscuridad, el dolor, el sufrimiento, la fealdad
(Olvera y
Sabido, 2007; Caycedo, 2007); no hay, en este sentido, un discurso que
la
recupere fuera de los miedos y la predisposición a huir de
ella en el lenguaje
mismo. Por eso, a diferencia de otras culturas, nosotros no tenemos
palabras
que la dignifiquen, que nos permitan asumirla, pensarla, hablar de ella
y con
ella de forma amigable, no solo en el momento final sino a lo largo de
nuestras
vidas, transformando con ello nuestras concepciones y las de quienes
acompañan y
acompañamos en ese punto en el que la vida cesa, se
despliega en una
multiplicidad de significados y representaciones.[3]
La
lectura que en sus registros históricos
hace occidente acerca de la muerte ocurre a la luz de una serie de
estereotipos
que acaban determinando juicios a partir de parámetros
provistos por el mundo
moderno, de tal manera que otras culturas y momentos
históricos se nos
presentan como bárbaros, como menos desarrollados, y ante lo
cual se expresa
nuestra desaprobación (Ayman, 2012; Hertz, 1990). Entre los
esquimales se
recogen historias respecto a la práctica de una especie de
eutanasia voluntaria
“pues a petición del anciano o del enfermo se les
abandonaba tres días en un
iglú herméticamente cerrado”
(Pérez, 2003, p. 94), en tanto que, según refiere
el mismo autor, en el rito sabino se acostumbraba a arrojar a los
ancianos al
río. En la cultura maya, el sacrificio de las doncellas
(como un tributo a los
dioses) en los cenotes sagrados nos resulta hoy día
incomprensible y bárbaro;
sin embargo los estudios arqueológicos e
históricos dan cuenta de la aceptación
de la muerte por parte de las doncellas como un proceso de
cercanía con las
divinidades, la aproximación a la muerte sucede como una
distinción (no
cualquier doncella podía ser sacrificada, debía
cumplir con ciertas
características y condiciones), de tal forma que la muerte
no parecía
anunciarse como un castigo, sino como un recorrido que daba cuenta de
las virtudes
que acercaban a lo sagrado, y le daban otro valor a la vida y a la
muerte. En el
caso de la cultura egipcia, así como también
ocurrió con los aztecas, con la
cultura inca, entre otros muchos referentes culturales, la muerte se
experimenta y se representa dependiendo de las posiciones dentro de la
estructura religiosa y política que organiza sus relaciones;
no significa lo
mismo para el guerrero que para quienes detentan el poder
político o religioso,
o bien para quienes ocupan los estratos más bajos de la
organización de cada
una de esas culturas y, en cada caso, los rituales son recogidos como expresión de
las diferencias de estatus y de
poder (Morin, 1999). Occidente,
por su
parte, ostenta sus propios mecanismos en que operan estas diferencias;
los
distintos estratos y clases sociales actúan de acuerdo con
ritos y lenguajes
donde claramente se reconocen los mecanismos de poder y
dominación que los
articulan y les dan sentido.
No
obstante, a pesar del tipo de referentes a
los que se acaba de hacer alusión, poco sabemos de la muerte
en sus registros
históricos. La
lectura que nuestras
sociedades occidentales suelen hacer ocurre a la luz de la
recreación e
imposición de una idea cruzada por valores
científicos y tecnológicos sobre los
que se erige la modernidad (Lash, 2007), y donde privan principios e
intereses
económicos que, en el juego de la cultura del consumo,
presentan a la muerte
(muy de la mano de la búsqueda de una eterna juventud) como
una opción de
compra que ha empezado a abrir y a diversificar importantes nichos de
mercado, ofertando
opciones para desafiarla junto al envejecimiento. La
criogénesis es una de esas
ofertas pioneras que, desde finales del siglo pasado, apuestan por
replantear y
preservar la existencia; los científicos a cargo del
proyecto declaran respecto
a la posibilidad de devolver a la vida a los seres humanos
después de su muerte[4].
De hecho, desde fines del siglo XX, en USA existe ya una empresa
llamada Fundación Alcor
que comercializa este
tipo de servicios (Fundación Alcor, 2017). No se trata,
desde luego, de la
única opción, a ella se han ido sumando proyectos
como el de la también Fundación
Matusalén, asentada en USA y
en la que participan investigadores ligados al ámbito
médico y biotecnológico; quienes
en el marco de los desarrollos tecnológicos en curso, con
soltura y desenfado se
refieren a la inmortalidad de los seres humanos, con referencia a la
utilización de datos demográficos y
epidemiológicos que utilizan como base para
hacer proyecciones sobre la esperanza de vida de las generaciones futuras
(Fundación Matusalén, 2017).
Es
claro que, de las diferentes etapas en el
curso de la vida, donde la muerte representa el punto final, ha surgido
y se
fortalece un mercado de bienes y servicios, un negocio altamente
rentable en
ámbitos tan variados como el médico hospitalario,
el farmacéutico, el de los
estudios diagnósticos, la medicina estética,
entre los más destacados, y donde,
hoy día, cobran vida y hallan sentido conceptos como la
telemedicina o la nanotecnología.
En este sentido, el proceso de envejecimiento como anuncio de la
representación
estereotipada de la muerte es objeto de una gran
comercialización por parte de
la industria cosmética, tejiendo un fuerte lazo
mediático que presenta como
necesarios e indispensables productos y servicios capaces de
maquillar/disimular a la vejez[5]
y ahuyentar a la muerte, todo con el aval de declaraciones arropadas en
el uso
de una terminología científica, que veladamente
negocia y avala el pretendido dominio
sobre la muerte. En diferentes culturas y momentos
históricos (occidente no
escapa a esta pretensión), la leyenda y el mito dan cuenta
de la búsqueda de la
inmortalidad y la eterna juventud, la piedra filosofal en su
versión de elixir
de la vida es un claro referente de la aspiración por lograr
el
rejuvenecimiento, y la inmortalidad,[6]
otros registros recuperan pactos con “fuerzas obscuras
superiores” para lograr
esos fines, en El retrato de Dorian Gray,
Oscar Wilde, actualiza el mito con relación a las
pretensiones y valores
occidentales.
El
surgimiento y fortalecimiento de otras
vías de acceso a la realidad social, –y por otras
se entiende algo que es mucho
más complejo que herramientas o instrumentos de
investigación, y que se sitúa
en esfuerzos y prácticas epistemológicas que
rescatan y relocalizan el lugar
del sujeto en el trabajo de las ciencias sociales–,
constituyen un valioso
recurso para generar alternativas de pensamiento que, sin duda,
enriquecen el
análisis y la discusión, pero que
también y, sobre todo, representan la
posibilidad de transformar la vida, ya no desde esos grandes relatos a
los que
alude la modernidad, sino desde esos otros espacios en los que ocurre y
discurre la vida, a la que de forma inevitable alcanza la muerte; no
resulta en
este sentido fortuito el poder y la fuerza que en sus diferentes y
diversas
expresiones históricas atesora la
“inmortalidad”, sea lo que ello signifique en
cada cultura, sociedad o momento histórico.
Medicalización
y muerte
La
polémica en torno
a la ciencia y a la técnica como ideología
introduce la crítica y toma
distancia respecto a un tipo de pensamiento que, a decir de J.
Habermas, en su
momento fue un agente de cambio pero que, al institucionalizarse
(convertirse
en un pensamiento autónomo), parece funcionar a partir de
los mismos mecanismos
de dominio y sometimiento que los sistemas anteriores (Habermas, 1986).
M.
Foucault, dirá que en las sociedades modernas el saber se
convierte en una
forma de poder (Foucault, 1990). En ambos casos, y al margen de las
particularidades de cada pensamiento, es inevitable y necesario
recuperar el
sentido de un “saber científicamente”,
que permea el imaginario de los actores
en los diferentes planos y resquicios sociales, logrando germinar y
moldear una
experiencia de la vida que, en su abanico de sentidos y
representaciones, de
manera inevitable alcanza a la muerte.
La
idea que hoy tenemos de la muerte, tal y como se discute en este texto,
se
encuentra atravesada por los desarrollos que, en el campo de la
medicina y
disciplinas afines (la biología, la física, la
química), se conforman como el
saber que provee de sentido y que ha logrado hacerse con nuestra manera
de
concebir a esta última experiencia de la vida, un tipo de
saber que parece
haber sido reducido a un desafío
tecnológico que en el día a
día perfila y determina la brújula de los
discursos que invaden los medios de comunicación
tradicionales y, en gran
medida, las omnipresentes nuevas tecnologías de la
información,[7]
con particular énfasis en el campo de las llamadas redes
sociales, haciendo
circular una inconmensurable
cantidad de
discursos y contenidos relacionados con un sentido de la muerte
subordinado a
los avances tecnológicos.
La
muerte es un hecho cultural e histórico, que alcanza un
amplio abanico de
representaciones en el pasado y, desde luego, en nuestro presente
(Esteban,
2009; Jankélévitch, 2009; Kubler-Ross, 2005a;
Kubler-Ross, 2005b). El
problema en nuestras sociedades modernas
reside justo en el cuestionamiento de un sentido y experiencia de la
muerte que
se ha ido apartando de los principios de libertad; un condicionamiento
y pretensión
aséptica e indolora del fenómeno que parece
alejarse de su sentido, de su
condición más humana (Elias, 2009). En la medida
en que, juntamente con su base
histórica estructural, la muerte se despliega en un abanico
de representaciones
y de expresiones culturales (emocionales): el temor, la
aceptación, la esperanza,
el rechazo, el miedo, la resignación, estamos obligados a
repensarla y
recuperarla como parte de las relaciones que dan sentido a sus
expresiones en
el ámbito socio-emocional. De tal forma que entramos de
lleno en un terreno aún
poco explorado por las ciencias sociales y que guarda una
relación muy estrecha
con los procesos que se registran y tienen lugar en los espacios micro
de la
realidad, ahí donde se lleva a cabo la producción
y reproducción de la vida en
sociedad (Harvey, 2007; Oliva, 2009); donde la cultura y la
subjetividad
conforman el soporte de la compleja construcción del sentido
social, en tanto
el proceso mismo en el que las relaciones intersubjetivas se objetivan
y se
expresan dando cuenta del hacer social (Abril, 1999).
La sociología de las emociones es un campo
relativamente nuevo, que surge del interés por recuperar el
peso de lo cotidiano
que atañe a los sujetos en oposición a los
grandes relatos sociológicos
surgidos de la modernidad (Illouz, 2007; Vásquez, 1999); sin
duda se convierte
en un importante punto de partida para el análisis de la
muerte desde sus
connotaciones subjetivas e históricas cargadas de
significados y
representaciones culturales[8]
(Pochintesta, s.f.). Habrá
que destacar
el trabajo que la psicología, juntamente con la medicina, ha
desarrollado en
las últimas décadas, de tal forma que hoy en
día la tanatología representa un recurso
de apoyo en el acompañamiento que reciben enfermos
terminales y sus familiares.
La
medicalización de la muerte, esto es,
su
consideración como una entidad que debe ser tratada desde la
mirada médica
(como si se tratara de una enfermedad), a partir de sus preceptos y
procesos
terapéuticos (Márquez y Meneu, 2003; Foucault,
2001), devuelve su imagen
vinculada a tratamientos médico-farmacológicos,
diagnósticos y hospitalarios
(González et al, 2015),
cada vez más
distante de esa experiencia personal por la que, inevitable e
invariablemente,
cada persona tendrá que pasar, en el mejor de los casos con
el acompañamiento
de aquellos con quienes se han compartido momentos valorados como
significativos en el curso de la vida, y que al final suponen un amago
a la
soledad, aquella con la que suele representarse la partida. La
indefensión de
quien parte y de quienes se quedan, es vivida en dos planos diferentes,
aunque
tanto para el moribundo como para los deudos, los sentidos y
simbolismos sobre
los que se estructura su sentir tienen origen en el seno de los
procesos y
relaciones sobre los que se organiza y dispone la llamada vida
cotidiana. El
dolor que se experimenta en este punto es, asimismo, objeto de un
pensamiento
que lo sitúa más allá de declaraciones
fisiológicas y médicas (Rubinstein,
1990), la experiencia del dolor dice David Morris (1996),
“nunca es mera
creación de nuestra anatomía y
fisiología. Solo emerge en la intersección de
cuerpos, mentes y cultura” (p. 3). Lo cual, para el
pensamiento social, representa
un importante recurso ya que, a partir de un anclaje constructivista,
se
participa de un proyecto de realidad a la que se le da sentido a la vez
que lo
proporciona, por lo pronto en dos grandes planos: lo macro y lo micro
social, ambos
visibles actualmente en el vasto territorio de la
investigación en ciencias
sociales.
La
cama de hospital
La
medicina moderna se presenta como resultado del
desarrollo de un tipo de conocimiento científico, objetivo y
bajo esta
apariencia aséptica parece innecesario, un verdadero sin
sentido, cuestionar su
aparente neutralidad, considerando las implicaciones que atraviesan sus
arraigados usos en tanto parte consustancial de las relaciones que
validan el lugar
que ocupa en nuestra vida (Broncano y Pérez, 2009). El
desarrollo del saber
médico es visto como expresión de la
evolución humana, de tal forma que la
muerte parece quedar a merced, en una posición de
subordinación, de todo un
lenguaje que pretende significarla atándola a una serie de
tecnicismos en los
que se centra su debate (Osorio, 2012; Finkielkraut, 2006;
Sánchez, 2000;
Jaspers, 1988). Hoy en día, lo normal es que la muerte
ocurra en las
instituciones médico-sanitarias en una cama de hospital
(Aries, 2008; Alizade,
1996), lejos de los seres queridos y en un espacio que le
había venido siendo
ajeno,[9]
pero que, sin embargo, se ha convertido en su lugar
“natural” a pesar de las
protestas que en su momento pueda plantear el enfermo moribundo; para
los
familiares, o en su caso para quienes asumen la responsabilidad del
moribundo,
resulta el lugar más apropiado, tal vez porque no se sabe de
qué manera actuar frente
a ella en la soledad de la casa, a la vez que operativamente resulta
más práctico
que, ante su
declaración legal y
registro demográfico y epidemiológico, todo se
suceda al margen de nuestra
voluntad, ahí donde procedimientos y protocolos de
actuación se imponen a esos
vacíos que se han erigido en nuestro distanciamiento para
con ella. En el
hospital todo parece ocurrir de manera organizada, los actores se
comportan de
acuerdo con criterios preestablecidos por la burocracia sanitaria (en
este caso
hospitalaria), a la entrega del cuerpo por parte del hospital toca el
turno a la
industria funeraria, cuyo servicio principal es tener perfectamente
claro el cómo
actuar ante el cuerpo inerte, sin vida.
En
el marco del pensamiento Foucaltiano se
cuestionan los criterios de verdad de la medicina, accediendo a ella a
partir
de su historicidad, esto es de su relatividad, sus alcances y
limitaciones
respecto a la legitimidad que le otorga el Estado y la manera en que
supone un
mecanismos de administración y de control de las
poblaciones, de los cuerpos,
de la vida; evidenciando una constante pugna entre la
autonomía individual y la
intervención del Estado, con base en el reconocimiento y la
regulación que, a
partir del despliegue de dispositivos y tecnologías
normativas sobre la vida,
ejerce el ámbito médico (Foucault,
2001).
El
desarrollo del conocimiento biotecnológico
ha hecho posible el uso de términos y la emergencia de
escenarios, léase
realidades, ajenas a otros tiempos y experiencias, de tal manera que,
con
aparente naturalidad, ahora se alude a la muerte digna, al suicidio
asistido, a
los cuidados paliativos, solo por colocar sobre la mesa algunos
ejemplos, como
expresión del sentido y los códigos a partir de
los cuales se pretende
evidenciar el poder y los alcances de la ciencia. La medicina se
convierte así
en portadora y referente de la construcción de realidad
(es), expresando en su
función social formas concretas de existencia, como lo es el
sentido y
significado mismo de la salud, las formas y vías a partir de
las cuales ha de
ser vivida en el plano de su institucionalidad social. En esta
dirección, la
muerte queda atrapada en el ejercicio del poder sobre la vida, al
incluirla
como su límite final, donde la medicina se construye como
uno de los más claros
y poderosos referentes de verdad. En estrecha relación con
aquello que, a lo
largo de su obra, M. Foucault (1990), declara en términos de
la manera en que
en el marco del surgimiento de las sociedades modernas el saber se
convierte en
una forma de poder.
Muerte
y subjetividad
Acercarse
a la muerte desde la subjetividad establece
criterios para plantearla más allá del hecho
individual, el registro de la
muerte a partir de un acta de defunción. Dado
que la subjetividad remite
invariablemente a la constitución de los sujetos y al
cúmulo de representaciones
que los significan y hacen posible; esto es, que los construyen a
partir de
todo un engranaje simbólico y discursivo, parece claro,
entonces, que un hilo
estructurante en la concepción acerca de la muerte que
domina en nuestras
sociedades tendrá que buscarse en el surgimiento de un tipo
de conocimiento, en
el que se conjuga la constitución histórica de un
tipo de saber, con
referencia a la conformación de la
medicina como un particular campo de conocimiento
científico, de la mano de su
ejercicio como profesión: la de los médicos y de
todo aquel personal de la
salud formado en el modelo biomédico; es así
como, siguiendo el planteamiento
de M. Foucault (1991), se llega al dibujamiento de ese sujeto-objeto en
el que
cobran visibilidad los discursos y las disciplinas médicas,
el nacimiento de un
sujeto que se convierte en el objetivo de los discursos e
intervenciones
médicas y que, al mismo tiempo, es el encargado de dar vida
a estas
intervenciones que se asumen en formas de ser y hacer en el seno de la
sociedad
(Foucault, 1991; Foucault, 1990).
La
apología de verdad que se guarda en la
esencia del discurso clínico, logra una capilaridad que se
traduce en la
producción de los sujetos a quienes está
destinada la aplicación de ese saber “que
pasa de hallarse en las tablas de anatomía y
patología, para encontrarse en las
expresiones corporales experimentadas por un individuo espacialmente
localizado
al interior de una población determinada; sujeto al cual se
le prescriben y
proscriben, conductas y acciones para las que estará o no
facultado”
(Hernández, 2011, p. 52). De tal forma que tales conductas y
expresiones de
inicio individuales, juegan un papel determinante en las relaciones y
en los
procesos que en diferentes planos y niveles involucran a las relaciones
sociales, conformando el espectro de su representación y
producción (Mejía,
2000; Jaspers, 1988).
Este
movimiento de la mirada, del que habla
Foucault al intentar una reinterpretación de la historia de
las ideas a partir
de las cuales aprendemos a saber acerca del mundo, tiene, en el caso
del campo
médico, una importancia crucial al momento de acercarnos a
aquello que toca y
tiene que ver con la vida y, consecuentemente, con su inseparable
compañera: la
muerte. En el plano institucional, el saber médico
está relacionado formal y
simbólicamente (en el imaginario colectivo) con un reducido
y empobrecido
concepto de salud, sobre el que se montan y se justifican acciones y
decisiones
cuyo poder de permeabilidad nos involucra más
allá, o más acá como se prefiera,
de la inercia en que se mueve la operación de los sistemas
de salud, fundados
en la llamada medicina científica o de estado. Colocados
históricamente en la
hegemonía de un saber biomédico que moldea
nuestras ideas y nuestra actuación
respecto al cuidado de la salud (como una especie de desdoblamiento que
puede
entenderse también como un cuidado por la vida). Actuamos
sobre nosotros mismos
en un imperceptible, pero eficaz control sobre nuestro cuerpo, sobre el
ejercicio de nuestra sexualidad y sobre lo que, a lo largo de la vida
en
diferentes tonos y volúmenes, nos habla de la muerte, y
frente a la cual uno de
los recursos más vivos en el pensamiento occidental, es el
no hacerle frente,
sino encontrar los modos para evadirla, como si el solo hecho de
ignorarla,
exorcizar su presencia en el lenguaje, bastara para desaparecerla (para
hacerla
morir y así poder escapar de la maldición
bíblica). Habría que preguntarse si
este hecho aparentemente inconsciente, y hasta para algunos cruzado por
un velo
de inocencia, estaría operando en nuestra propia contra,
cuando llegado ese
momento final, de cara a lo desconocido, sería
de gran alivio el contar con
herramientas discursivas que, en el plano no solo religioso sino
filosófico,
social, cultural, tuvieran la capacidad de ayudar a cerrar el ciclo de
la
experiencia de la vida, y no sumar al sentido de incertidumbre que se
avecina,
la obscuridad y el vacío que en el plano de lo vivido se
deja atrás.
Sería
una especie de redención a cargo de
nosotros mismos, pero cuyo recurso principal había que
buscarlo a lo largo de
la vida y en un ejercicio que, desde luego, no se antoja individual
sino
colectivo. Esto quiere decir que cualquier esfuerzo
hermenéutico –interesado
por entender “desde dentro” la
constitución, los significados de lo social– se
topará con un plano emocional,
que no se resume a expresiones y matices de carácter o
personalidad de cada
persona en lo individual, sino que se jerarquiza a partir de las
disposiciones
sociales y morales, propias de una estructura social y de un particular
tiempo
histórico; desde ahí es posible partir para
comprender, y en su caso incidir,
fenómenos como el que aquí nos ocupa.
Saber
y control de las poblaciones. Discusión
final
Las
técnicas de poder, encaminadas a determinar la
conducta de otros, generan saberes a partir de objetivar los sujetos
que
producen (Heller y Fehér, 1995); en tanto que las
“técnicas de sí” son aquellas
que permiten a los individuos efectuar por sí mismos, o en
colaboración con
otros, un cierto número de operaciones sobre su cuerpo, su
alma, sus
pensamientos, sus conductas, su modo de ser, y así
transformarse a fin de
alcanzar un estado deseado, específicamente definido. De
esta forma, con referencia
a lo que se denomina biopolítica de la especie humana,
Michael Foucault (2001) refiere
la manera en que una serie de fenómenos relacionados con la
vida empiezan a ser
una preocupación de parte del poder.
La
nueva tecnología introducida está destinada a la
multiplicidad de los hombres, pero no en cuanto se resumen en cuerpos
sino en
la medida en que forma, al contrario, una masa global, afectada por
procesos de
conjunto que son propios de la vida, como el nacimiento, la muerte, la
producción, la enfermedad, etc. (Foucault,
2001, p. 220).
La
medicina forma parte privilegiada de esos mecanismos y
estrategias de saber/poder a partir de las cuales se puede regular y
administrar la conducta de las poblaciones, incluida, desde luego y a
efectos
de lo que discutimos en este documento, la concepción de
muerte, la manera en cómo
la pensamos y la experimentamos en la sociedad y en los espacios de
nuestra
cotidianeidad, dando pie a importantes debates que colocan en un primer
plano a
los campos médico y jurídico en la lucha por
plantear su sentido de
temporalidad, ya no de verdad inmanente y absoluta .
Parece
haber acuerdo en que, a partir del proceso
de secularización, la medicina ha pasado a ocupar el lugar
de la religión, en
cuanto a la imposición de un conocimiento y una moral sobre
los cuerpos
individuales, y su lectura en términos de un control social.
Solo por poner un
ejemplo, en el caso del trasplante de órganos, el
rompimiento de los límites
tradicionales entre la vida y la muerte, afianza el protagonismo de un
desarrollo científico-tecnológico que soluciona
problemas y mejora el bienestar
colectivo (Jerez y Rodríguez, 1994, p. 173) al tiempo que,
de manera velada, y
con un impresionante nivel de eficacia en el terrenos de los
imaginarios
colectivos, se proclama a los avances tecnológicos con el
poder de desafiar a
la muerte, transformando de entrada los significados de la vida para el
receptor del trasplante, para su círculo más
inmediato y para una expectante,
acrítica e irreflexiva sociedad, dominada
ideológicamente por el poder de las
apuestas científicas y tecnológicas, que se
mueven libremente en la lógica de
una razón instrumental, que hacen de la vida y de la muerte
un negocio
operativamente inalcanzable e inaccesible para el común de
la población, la que
asume y vive como propios los avances tecnológicos.
Los
vínculos entre el poder y la vida se
hallan presentes en diferentes sociedades y momentos de la historia
dentro y
fuera del mundo occidental, y constituyen un proceso antiguo y complejo
que
atiende a específicas formas y reglas de relación
e interacción entre los
miembros de una comunidad o grupo. La noción de biopoder se
constituye en un
esfuerzo por dar cuenta de un fenómeno
característico del mundo moderno donde el
capital, su dinámica y despliegue rigen el sentido del mundo
y su organización
(Osorio, 2012); de tal forma que la muerte se advierte ya no solo como
ese
peligro inminente bajo la forma de las grandes epidemias que azotaron a
Europa
en la edad media; avanzado el S. XVIII, las epidemias vienen a
significar una
preocupación más organizada, más
definida en torno a un proceso que se cierne
sobre la vida, causando problemas al naciente ordenamiento
económico social:
disminución del tiempo de trabajo, costos
económicos, en general afectaciones a
la cantidad y calidad de la producción que se traduce en
pérdidas económicas.
Se trata del eje económico, el que en el desarrollo
capitalista da sentido y
abre la puerta a un proceso de medicalización de los
cuerpos, de la muerte, de
la vida toda. Los fenómenos de la vida se convierten en
objetos de saber. Las
políticas de intervención en el ámbito
de la natalidad, el interés y seguimiento
de los fenómenos vinculados a la morbilidad y a la
mortalidad se constituyen en
una fuente de análisis y discusión que traza los
límites y define los discursos
que, individual y colectivamente, nos organizan. La medicina se
convierte así
en un mecanismo e instrumento que, en la imagen de la higiene
pública, asume las
funciones de coordinación de la profilaxis y de la
medicalización de la
población. A partir de la administración del
trabajo médico, de la
centralización y control de la información, y
asimismo en paralelo a su
desarrollo y consolidación, el saber médico opera
como normalizador de lo que
es dado conocer en el ámbito de la vida y de la muerte.
Finalmente,
es indispensable mantener una
discusión amplia y abierta que permanentemente nos recuerde
que la muerte, así
como la condición de ancianidad, no son enfermedades, de tal
manera que, aunque
en algún momento se cruzan con los sistemas de salud, deben
ser resignificados
en la extensión y profundidad de su condición y
carácter social y cultural;
generando actitudes y acciones sociales y gubernamentales favorables a
su
dignificación. Remontando las condiciones de miseria, de
abandono e
incomprensión que, lejos de los reflectores
mediáticos, desafortunadamente en
la sociedad actual acompañan al proceso de envejecimiento y
a la expresión de
la muerte en contextos de abandono, de precariedad tanto
económica como
emocional (OMS, 2016; Kubler-Ross y Kessler, 2009; Vásquez,
1999).
De
hecho, con la abierta intención de abonar
a la polémica que envuelve al fenómeno
aquí abordado, es no solo importante
sino urgente retomar de manera profunda la reflexión y el
análisis de la muerte
a la luz de todo el trabajo de investigación que se ha hecho
en las últimas
décadas, donde campos de conocimiento como el de las
neurociencias, la
tanatología, la bioética, los propios desarrollos
tecnológicos en biología,
nanotecnología, solo por mencionar algunos; discusiones tan
de moda como la del
derecho y la libertad de un enfermo terminal para decidir sobre su
muerte, o
quizá en alusión a un fenómeno
igualmente espinoso como el del suicidio.
Recientemente, en una visita a un hospital, escuché decir a
un médico
gerontólogo con formación en
tanatología que, según su experiencia cotidiana,
muchos de los pacientes en edad avanzada vivirían algunos
años más y no
clamarían por la muerte, si no sintieran que son un estorbo
o una carga para su
familia; de tal forma que, en sentido estricto, la muerte no se espera,
sino
que, emocional y anímicamente, se busca. En el caso de los
suicidas, detrás de
una decisión equivoca y cobarde para muchos (no comparto esa
visión), se
encuentra al igual que en el caso de los ancianos (convertidos para
sí mismo y
para sus familias en una carga), todo un entramado que explica y hace
comprensible a la muerte a partir de relaciones y vínculos
sociales, de nueva
cuenta económicos y culturales que la hacen posible en los
términos y
materialización que compartimos y que tendemos a asumir de
forma natural. En
algún momento y lugar de la discusión nos hemos
enredado en una falsa polémica,
expresada en el terreno de la bioética y del derecho,
ocultando debajo de una
doble moral eso que se ha dado en nombrar libertad de
decisión o, en su caso,
como una decisión equivocada; siendo que es en un concepto
funcional de la
vida, el cual nos atraviesa, desde donde fundamos nuestra
valía y el sentido
que para nosotros tiene nuestra pertenencia a este mundo, a esta
realidad. Si
ya no somos útiles, si ya no podemos ser autosuficientes
para llevar a cabo
nuestros roles y papeles como padres, proveedores, hombres o mujeres
exitosas,
consumidores, etc., entonces la muerte puede convertirse en la
única salida,
asumiendo claramente su carácter histórico y
social. Parte central del
problema, sin embargo, es que gradualmente hemos ido perdiendo la
capacidad de
ver y comunicarnos con nosotros mismos y con nuestro entorno.
Referencias
Abril,
G. (1999). Análisis semiótico del discurso. En
Delgado, J.M. y
Gutiérrez, J. (Coords.) Métodos
y
técnicas cualitativas de investigación en
ciencias sociales. Madrid,
España: Síntesis.
Ackerknecht,
E. (1985). Medicina y antropología
social. Madrid, España: AKAL/
Universitaria.
Alizade,
M. (1996). Clínica con la
muerte. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu editores.
Aries,
Philippe (2008). Historia
de la muerte en occidente: desde la edad media hasta nuestros
días. Argentina,
Buenos Aires: Adriana Hidalgo, Editora.
Ayman,
A. (2012). La cultura del cuerpo en el islam (nacimiento y muerte
del cuerpo y la circuncisión). Revista
Nómadas, 34.
Baudouin,
J.L. y Blondeau, D. (1995). La
ética ante la muerte y el derecho a morir.
Barcelona, España:
Herder Editorial.
Bauman,
Z. (2013). La cultura en
el mundo de la modernidad líquida.
México: FCE.
Berlinguer,
G. (2002), Bioética
cotidiana. México: Siglo XXI.
Brena,
S. I. (2004). El derecho y
la salud. Temas a reflexionar. México: IIJ/ UNAM.
Broncano,
F. y Pérez, A. R. (Coord.)
(2009). La ciencia y sus
sujetos.
¿Quiénes hacen la ciencia en el siglo XXI?
México: UNAM/ S XXI.
Castel,
R. (2010). El ascenso de
las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo,
México:
FCE.
Caycedo,
M. L. (2007). La muerte en la cultura occidental:
antropología
de la muerte. Revista Colombiana de
psiquiatría, 36(2), 332-339.
Cereijido,
M. y Blanck-Cereijido, F. (2003). La muerte y
sus ventajas. La ciencia para todos. México: SEP/FCE.
Collins,
R. (2009). Cadenas de
rituales de interacción, Barcelona,
España: Anthropos.
Elias,
N. (2009). La soledad de
los moribundos. México: FCE/ Centzontle.
Esteban,
R. (2009). Ensayo sobre
la muerte. Madrid: Ediciones Encuentro.
Finkielkraut,
A. (2006). Nosotros
los modernos. Madrid, España: Editorial Encuentro.
Foucault,
M. (1990). La vida de
los hombres infames. Ensayos sobre desviación y
dominación. Madrid, España:
La Piqueta.
Foucault,
M. (1991). El nacimiento
de la clínica. Una arqueología de la mirada
médica. México: Editorial S.
XXI.
Foucault,
M. (2001). Defender la
sociedad. Buenos Aires, Argentina: FCE.
Fundación
Alcor. (2017). Alcor Life Extension Foundation: Cryonics.
Recuperado de: www.alcor.org/.
Fundación
Matusalén. (2017). Methuselah Foundation. Recuperado de:
https://www.mfoundation.org/.
González,
N., et al. (2015). Medicalization risk. Bases of discussion
for a non-pharmacological care of life. Journal
of medical safety,
171-175.
Habermas,
J. (1986). Ciencia y
técnica como ideología. Madrid,
España: Tecnos Editorial.
Harvey,
D. (2007). Breve historia
del neoliberalismo. España: Akal Editorial.
Heller, Á., y Fehér, F.
(1995). Biopolítica.
La modernidad y la liberación del cuerpo.
Barcelona, España: Península/ideas.
Hernández,
C., et al. (2011). La mirada médica disciplinaria desde la
perspectiva de la medicina social. Revista
Salud Problema, 8(4), 50-58.
Hertz,
R. (1990). La muerte. La
mano derecha. México: Alianza Editorial Mexicana.
Illouz,
E. (2007). Intimidades
congeladas. Las emociones en el capitalismo.
España: Editorial Katz.
Jankélévitch,
V. (2009). La muerte.
Valencia, España: Pre-Textos.
Jaspers,
K. (1988). La práctica
médica en la era tecnológica.
Barcelona, España: GEDISA Editorial.
Jerez,
J. y Rodríguez, J. (1994). El cuerpo humano ante las nuevas
tecnologías médicas. Hacia una
redefinición del nacimiento y la muerte. REIS,
173-196.
Juanatey,
C. (2004). El derecho y
la muerte voluntaria. México: Fontamara.
Kubler-Ross,
E. (2005a). Morir es
de vital importancia. Barcelona, España:
Luciérnaga Editorial.
Kubler-Ross,
E. y Kessler, D.
(2009). Sobre el duelo y el
dolor.
Barcelona, España: Luciérnaga Editorial.
Kubler-Ross,
E. (2005b). Los niños
y la muerte. Barcelona, España:
Luciérnaga Editorial.
Lash,
S. (2007). Sociología del
posmodernismo. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu Editores.
Márquez,
S. y Meneu, R. (2003). La medicalización de la vida y sus
protagonistas. Gestión
clínica y
sanitaria, 5(2), 47-53.
Martí,
J. L. (1999). El descubrimiento científico de la salud.
Barcelona, España: ANTHROPOS.
Mejía,
O. (2000). La muerte y sus
símbolos. Muerte tecnocracia y posmodernidad.
Colombia: Universidad de
Antioquia.
Morin,
E. (1999). El hombre y la
muerte. Barcelona, España: Kairós.
Morris,
D. (1996). La cultura del
dolor. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello.
Oliva,
C. (Coord.) (2009). Hermenéutica,
subjetividad y política. México: UNAM.
Olvera,
M. y Sabido, O. (2007). Un marco de análisis
sociológico de los
miedos modernos: Vejez, enfermedad y muerte. Revista
Sociológica, 2(64), 119-149.
Organización
Mundial de la salud. (2016). Envejecimiento y ciclo de
vida. Datos interesantes acerca del envejecimiento. Recuperado de:
http://www.who.int/ageing/about/facts/es/.
Osorio,
J. (2012). Estado,
biopoder, exclusión. Análisis desde la
lógica del capital. Madrid, España:
Anthropos/ UAM-X.
Pérez,
V. (2003). Eutanasia
¿piedad? ¿delito? México:
Universidad Iberoamericana/Noriega Editores.
Pochintesta,
P. (s.f.). Las emociones en el envejecimiento y el miedo
ante la muerte. Recuperado de:
www.antropologiadelasubjetividad.com/images/trabajos/paula_pochintesta.pdf.
Real
Academia Española RAE. (2017). Criogenia. Recuperado de:
http://dle.rae.es/?id=BHLvilC
Rosselli,
D. y Rueda, J. D. (2011). El deseo de muerte y el suicidio en
la cultura occidental. Parte I: la edad antigua.
Revista
Colombiana de psiquiatría, 40, 1-14.
Rubinstein,
H. (1990). La medicina
del dolor. Madrid, España: Alianza Editorial.
Sánchez,
F. (2000). Catecismo de
ética médica. Barcelona,
España: Herder.
Vásquez,
F. (1999). Hacia una cultura de la ancianidad y de la muerte en
México. Papeles de
Población, 5(19),
65-75.
Norma
González González
Mexicana. Doctora
en Ciencias
Políticas y Sociales por la Universidad Complutense de
Madrid, España.
Profesora-investigadora de tiempo completo en la Facultad de Ciencias
Políticas
y Sociales/ UAEMéx. Integrante del Sistema Nacional de
Investigadores SNI
1999-2005, 2008-2010, 2010-2014 y 2015-2018. Sus
áreas
de
investigación e interés son:
Políticas públicas en salud;
Sociología de la salud; Investigación cualitativa
en salud; Salud, Género y Diversidad sexual; Trabajo y salud
mental, Sociología
de las emociones. Dictaminadora del CONACYT y de revistas indexadas:
CIDE,
ENAH, UNAM. Integrante de Comités científicos
internacionales.
[1] Es destacable
que, hoy en día, la
muerte se expresa desde ámbitos cada vez más
recurrentes, aunque no por ello
más visibles: las guerras, el crimen organizado, las muertes prematuras
que, en términos
generales, estarían haciendo referencia a un escenario de
riesgos que,
socialmente, colocan a niños, jóvenes y adultos
jóvenes, en la posibilidad de
morir en edades consideradas como antinaturales para ello: muertes por
accidentes, incremento del registro de padecimientos
crónico-degenerativo en
niños y jóvenes (diabetes mellitus tipo II,
hipertensión arterial, diferentes
tipos de cáncer, entre otros) que acortan la esperanza y la
calidad de vida de
grupos de población en cuyas condiciones de vida se dibuja
el mapa de la
distribución social de la enfermedad y de la muerte.
Además, desde luego del
papel de las guerras, el racismo y la homofobia.
[2] En diferentes
momentos históricos
y organizaciones culturales los actores participantes son propios del
contexto
en el cual tiene lugar la “experiencia de la
muerte”.
[3] La
concepción de la muerte en el
mundo occidental se alza sobre la base de un sentido cada vez
más inestable e
informe, no en vano los trabajos de autores como Gilles Lipovestky y
Zygmunt
Bauman en torno a los vacíos que cruzan los sentidos de la
vida, o de una
representación líquida de los
fenómenos que hoy día tienen lugar en el seno de
la sociedad. Es por ello que cualquier intento por acercarse al estudio
de la
muerte reclama, antes que nada, un repaso por lo que constituye el
sentido de
las ceremonias y rituales sobre los que se significa su
producción y
reproducción histórica, para el caso, dominada
actualmente por la simbiótica
relación entre tecnología y economía.
[4]
Según la Real Academia Española
RAE, la criogenia es una rama de la física que consiste en
la aplicación de muy
bajas temperaturas. Así, esta técnica
sería utilizada para preservar personas
legalmente muertas o animales para una posible reanimación,
cuando la ciencia y
la tecnología futura puedan remediar toda enfermedad.
[5]
Como en el caso
de otras etapas de la vida, la niñez y la juventud, la vejez
no es ajena a la
polémica respecto a los criterios para definir y delimitar
la edad que agrupa
como un particular sector de la población. Organismos
internacionales como la
ONU, la misma OMS, la OIT, hacen referencia a la vejez, atendiendo a
sus áreas
específicas de trabajo e injerencia.
En
el caso de México, han sido también variadas y
poco claras las maneras de
agrupar a los viejos, en algunos casos el criterio ha dependido mucho
de una
serie de acciones gubernamentales que tienen que ver con
“apoyos” económicos
que se destinan a este grupo de población (a veces a los
mayores de 60 años, en
otras ocasiones a los mayores de 70 años).
Aunque aquí lo más importante por
destacar tiene que ver con la
construcción social de la vejez, dotándola de
significados diversos a lo largo
de la historia occidental y en el seno de otras diferentes culturas, de
tal
forma que la definición de la vejez en términos
biomédicos correspondería a la
construcción que las sociedades occidentales hacen de ella.
[6]
La piedra
filosofal, también hace referencia a una sustancia
química que, como opera en
la leyenda y el mito histórico, es capaz de convertir
metales como el plomo en
oro o en plata.
[7]
El desarrollo de
las tecnologías de la información ha venido a
revolucionar un ámbito de lo
social que, desde luego, no podía permanecer mucho tiempo al
margen de ese gran
recurso llamado internet. De tal manera que, en la actualidad,
asistimos a la
entrada en escena de salas de velación con
cámaras conectadas a internet, donde
el acompañamiento, las visitas al velatorio y el
pésame se hacen en línea, las
esquelas y hasta los arreglos florales se mueven ya en el mundo de lo
virtual.
[8] Autores como
Eva Illouz, llaman la
atención acerca de la forma en que teóricos de la
talla de Marx, Weber,
Durkheim, Simmel, entre otros, implícitamente se refieren a
la parte emocional
que conforma a los sujetos y su importancia en el análisis
social “Lejos de ser
presociales o preculturales, las emociones son significados culturales
y
relaciones sociales, fusionados de manera
inseparable…” (Illouz, 2007, p. 15).
[9] La soledad de
la muerte se
encuentra estrechamente relacionada con ese desplazamiento de la casa
al cuarto
de hospital. La medicalización de la vida alcanza a la
muerte, de tal manera
que se produce un distanciamiento, un apartamiento de todo aquello que
puede
decirnos y comunicarnos con los recuerdos que se evocan en cada
rincón de la
casa, con los objetos a los que se otorga un valor sentimental, y que a
fin de
cuentas tienen ese poder de acompañamiento espiritual.