Fronterización del espacio hHHhhhhhacia el norte
de la Nueva España

Cecilia Sheridan Prieto
ciesas/Instituto Mora, México, 2015
isbn 978-607-486-321-5 (ciesas)
isbn 978-607-9294-99-1 (Instituto Mora)

 

Zinnia Verenice Capó Valdivia
 https://orcid.org/0000-0001-5809-6023
Stony Brook University
zinnia.capo-valdivia@stonybrook.edu



En Fronterización del espacio hacia el norte de la Nueva España, Cecilia Sheridan Prieto exhibe el fruto de años de experiencia de investigación y análisis con respecto a la coexistencia de colonizadores e indígenas durante la Colonia española en lo que es ahora el norte de México y la frontera sur de Estados Unidos. Ella busca comprender qué significó “la frontera” para quienes desde el centro del país la imaginaban y legislaban; para aquellos misioneros y militares que la intentaron conquistar y colonizar, y para los grupos indígenas que la habitaron. Lo que “el norte” significó para los habitantes de la Nueva España, explica la autora, fue construido de la mezcla de experiencias concretas e ideas preconcebidas. Para los españoles, la frontera norte rápidamente se convirtió en un espacio de diferencias, donde la civilización euroamericana confrontaba a lo salvaje e indígena, lo que justificó una serie de acciones que culminaron en intentos por aniquilar a los pueblos de indios. A lo largo del texto, Sheridan logra exponer la frontera simultáneamente como espacio geográfico y fenómeno social.

Asimismo, la antropóloga e historiadora argumenta que conceptos populares en España durante el medievo acerca del desierto y la frontera impactaron en el imaginario que se tuvo en la Nueva España con respecto a las tierras del norte; dicho imaginario dio forma a políticas de cómo avanzar hacia esa frontera septentrional, cómo colonizar y tratar con todo lo que se encontraba en ella. Para los españoles, el desierto era un lugar salvaje, donde habitaban los bárbaros, lo que lo hacía inseguro. El espacio fronterizo representaba, entonces, el límite entre el bien y el mal; más allá estaba lo arcaico, la incertidumbre, y dentro de sus límites estaba la civilización.

La autora ilustra cómo en la Nueva España se creía que la civilización emanaba desde el centro del país hacia las periferias; era el avance de la sociedad hacia tierras de infieles. Así, la frontera no era un punto fijo en la geografía, sino que era móvil, acompañaba al proceso colonizador, que empujaba y luchaba contra el retraso de los otros. El norte se concebía como un espacio transformable, factible de apropiación, lleno de posibilidades, sólo era cuestión de expulsar lo indígena para permitir que la civilización hispana floreciera. La frontera era, de esta manera, un área de constante lucha, pues los espacios logrados se encontraban continuamente en riesgo de volver a sucumbir a la barbarie expulsada. Para Sheridan, esta es la esencia del razonamiento colonial que busca justificar la intrusión y colonización en estas tierras.

Sin embargo, la catedrática del ciesas no se queda sólo en el mundo de las ideas, pues construye su narrativa entretejiendo el impacto del imaginario con las experiencias de conquistadores, colonos, militares y misioneros, cuyo poder tangible creó la frontera de la Nueva España. Para poder gobernar, el imperio español en América, como otros, requería clasificar y ordenar los elementos dentro de sus límites; así, etiquetaron a los indígenas del norte como opuestos a la civilización. Si lo que estaba fuera de las fronteras del imperio era la inseguridad que generaban los indígenas, sería necesario que el gobierno estableciera instituciones que estabilizaran y protegieran el área. Cuando dos siglos de estructura gubernamental no habían logrado llevar la prosperidad a los habitantes de la Nueva Vizcaya, el Nuevo Reino de León, Coahuila y Texas, la animadversión local hacia los grupos nativos se convirtió en furia agresiva, pues se culpaba a éstos de la desolación y miseria de los pueblos hispanos. Así, argumenta Sheridan, la estrategia para lidiar con los indígenas del norte pasó de expulsión a exterminio, pues las diferencias entre novohispanos y los “indios de guerra” eran demasiadas como para incorporarlos al discurso y la práctica neutralizante del mestizaje, tan socorrida en el centro y sur del país.

Lo que distingue y enriquece a Fronterización es que, además del estudio del imaginario y las estrategias para lidiar con las tierras del norte, a lo largo de los cuatro capítulos encontramos un análisis historiográfico; es decir, esta obra no sólo es un estudio de las fuentes primarias, sino de cómo estas fuentes han sido interpretadas por otros estudiosos del tema.

La crítica de Sheridan es aguda, pues busca empujar el campo de estudio de la historia del norte de México más allá de la perspectiva hispánica, recuperando e incorporando las reacciones y adaptaciones de grupos indígenas al proceso colonial. Así, critica a investigadores que retoman el discurso colonial que presentaba al norte de la Nueva España como un área escasamente poblada por bandas de “belicosos, desnudos y hambrientos” cazadores-recolectores (p. 25). Reprocha también a aquellos que retoman acríticamente nombres otorgados durante la Colonia a diversos pueblos indígenas (apaches, borrados), sin tomar en cuenta que esta nomenclatura responde a procesos clasificatorios españoles, destinados a ordenar para facilitar la gobernación. Estos nombres, en ocasiones, agrupaban a pueblos indígenas que no se consideraban a sí mismos como grupos fraternales, que no estaban lingüísticamente relacionados, y cuya única similitud fue habitar los mismos territorios. Sheridan señala que continuar utilizando estos términos, sin al menos discutir su origen, es utilizar “descripciones etnográficas anacrónicas” (p. 137) que distorsionan las relaciones pasadas de los indígenas del norte. Inclusive, cuestiona el que se ubique a estos grupos, en la cartografía y el imaginario, en regiones inamovibles ya que, nos recuerda, ellos estaban dispuestos a cambiar sus patrones ambulantes al encontrarse con radicales cambios ambientales y sociales.

En este libro, la autora muestra su profunda familiaridad con el campo de estudio de las fronteras al hacer un recorrido que comienza necesariamente con los pioneros (Frederick Jackson Turner, Herbert Eugene Bolton), pasando por trabajos enfocados en estudios de Latinoamérica (Ana María Rocchietti, Carmen Bernard), para finalmente llegar al campo de fronteras en México (Cynthia Radding, Guy Rozat). De igual forma, logra incorporar con fluidez a estos y otros autores a su examen de fuentes primarias, tales como: crónicas, manuscritos, informes eclesiásticos y gubernamentales, denuncias de ataques, documentos de comercio, reportes agrícolas, solicitud de matrimonios, etcétera. Enriquece de esta manera su trabajo, explicando el avance hispánico en el norte de la Nueva España a partir de teoría y conceptos de la historia, ciencias sociales y antropología (Jaques Le Goff, Marcel Mauss, Michel Foucault).

El primer capítulo se enfoca en el pensamiento fronterizo novohispano que conceptualizaba a las tierras del norte simultáneamente como tierras de bárbaros y tierras de nadie. Sheridan explica la lógica de los conquistadores que justificaba la apropiación de los terrenos, pues al carecer de demarcaciones, nombres y asentamientos legibles para ellos, creían que éstos estaban abandonados, aunque reconocían que los nativos “los cruzaban”. Además, creían que sin una clara reglamentación, los nativos estaban desaprovechando los recursos naturales. Así, los españoles tenían la necesidad de embarcar en un proceso de territorialización, demarcando estas áreas en mapas, lo que las convertía en lugares posibles de conquista. Dicho proceso construyó espacios diferenciados —los de los colonizadores y los de indios—, “cuya complejidad va más allá de la concepción del espacio como lugar de residencia o de expansión de un Estado” (p. 32). Este capítulo ilustra cómo el imaginario prexistente se mezcló con experiencias interpretadas, para establecer y justificar relaciones sociogeográficas.

La autora discute el papel de misioneros y militares en el segundo capítulo. Explica cómo para el siglo xviii el norte dejó de ser, en el imaginario, un vasto espacio vacío, transformándose en tierra de constante confrontación y guerra. Aunque al comienzo de la Colonia los indígenas del norte eran concebidos como posibles conversos, durante la Colonia tardía ya eran sólo bárbaros que impedían el progreso del imperio español. Esta idea se concretizó en política cuando el gobierno se confesó incapaz de controlar a los mermados pueblos de nativos y buscó su exterminio. Las estrategias que se utilizaron incluyeron el fomento a guerras intergrupales y la pena de muerte a “indios de guerra” capturados. En este apartado, la autora busca complejizar el análisis del papel de los misioneros. Lamenta que, al igual como sucede con los indígenas, éstos se suelen agrupar indistintamente en la historiografía, a pesar de que las diferentes órdenes religiosas tenían distintas ideas de cuál debería ser su misión en la Nueva España.

En el tercer capítulo la discusión se centra en la construcción de “lo chichimeca” y qué significó para los novohispanos. Sheridan expone cómo los pobladores, gobernantes y algunos misioneros retomaron la idea de que los “indios infieles y bárbaros”, arbitrariamente aglomerados bajo el nombre de chichimecas, no eran hombres, sino “bestias salvajes con forma humana” (p. 107). La historiadora señala que estos y otros grupos nativos del norte de México eran descalificados tanto por su idolatría de dioses falsos como por su “inhumana falta de religión” (p. 100-101). Así, la supuesta ausencia de humanidad y religión justificó y necesitó la imposición de la civilización hispana. El control sobre estos indígenas se convertiría en oportunidad para misioneros y comerciantes. Sin embargo, hubo voces que contradecían esta perspectiva, como la del cronista fray Gerónimo de Mendieta, que aseguraban que los constantes ataques de los indios a las misiones y poblados novohispanos eran castigo divino, consecuencia del maltrato que se le había dado a estas personas. Asimismo, órdenes dominicas se opusieron a la intervención militar en contra de los indígenas, ya que esta perspectiva no consideraba el derecho de los nativos a defenderse contra la violencia e injusticia de los españoles invasores.

En el último capítulo, la autora analiza las consecuencias de la colonización en el medio ambiente, y explica cómo estos cambios impactaron a los habitantes de la región. Para que las poblaciones hispanas del norte se pudieran establecer y luego prosperar, requirieron talar árboles, cortar matorrales y asegurar fuentes de agua. Cambiaron el curso de riachuelos y cauces temporales, cercaron aguajes y predios, lo que trajo consecuentes cambios microrregionales en los recursos de flora y fauna; Sheridan llama a esto la “colonización hidráulica del espacio”      (p. 130). Así, el avance español empujó a grupos indígenas que por siglos habían utilizado estos recursos para su sobrevivencia. Al encontrarse los nativos con un acceso reducido al agua y otros bienes naturales, salieron de sus refugios tradicionales, confrontándose con españoles y otros grupos indígenas. Paulatinamente, “el control de ríos, lagunas y aguajes se transformó en un arma poderosa contra los nativos” (p. 133). Habiendo comprendido esto, a los indígenas intencionalmente se les negó el acceso al agua y otros recursos naturales, lo que contribuyó a la aniquilación de los llamados catujan, guachichiles, guaripa y otros. El rígido control de los recursos obligaba a los nativos sobrevivientes a incorporarse a poblaciones y misiones españolas, donde tenían que someterse a la reglamentación y dominio de los conquistadores para asegurar su continua existencia.

Además de la discusión previa, Fronterización nos deja con 120 páginas de anexos, incluyendo detalladas tablas de información misional y militar que permiten ver dónde y cuándo se localizaban múltiples grupos indígenas, los cambios en los nombres que se utilizaban para referirse a ellos, sus relaciones intergrupales (con cuáles grupos se aliaban y con cuáles tenían rivalidades), y cuántas personas se creía pertenecían a cada grupo. El libro concluye con mapas en los que se siguen los desplazamientos de los principales grupos indígenas, y con otros elaborados y utilizados en la época colonial.

El elemento constante a lo largo del libro es la crítica que hace Sheridan de cómo se ha contado la historia del norte de México. Aquí la autora cuestiona todo: desde el concepto de etnia, nombres de grupos indígenas, su ubicación en el territorio, la importancia del papel misional durante la Colonia, la idea de frontera y desierto, interpretaciones de la relación entre novohispanos e indígenas, etcétera. A pesar de esto, Fronterización del espacio hacia el norte de la Nueva España no deja al lector con un sentido de incertidumbre, al contrario, invita a una reflexión profunda de la historiografía y la historia. Asimismo, Sheridan ha logrado integrar teoría sociohistórica al análisis de este caso, discute el impacto de ideas preconcebidas en la justificación de políticas, y considera, como pocos, el papel del medio ambiente y las necesidades y reacciones de grupos indígenas en la interacción colonial. Con este texto, la autora ha logrado cuestionar cómo estudiamos y consideramos tanto a colonos como indígenas del norte de México, y nos reta a explorar una perspectiva más matizada, perspectiva que es útil y aplicable más allá del estudio de la frontera norte mexicana.