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Fronterización
del espacio h Zinnia Verenice
Capó Valdivia |
En
Fronterización del espacio hacia el norte
de la Nueva España, Cecilia Sheridan Prieto exhibe el fruto de años de
experiencia de investigación y análisis con respecto
a la coexistencia de colonizadores e indígenas durante la Colonia española en
lo que es ahora el norte de México y la frontera sur de Estados Unidos.
Ella busca comprender qué significó “la frontera” para quienes desde el centro
del país la imaginaban y legislaban; para aquellos misioneros y militares que
la intentaron conquistar y colonizar, y para los grupos indígenas que la
habitaron. Lo que “el norte” significó para los habitantes de la Nueva España,
explica la autora, fue construido de la mezcla de experiencias concretas e
ideas preconcebidas. Para los españoles, la frontera norte rápidamente se
convirtió en un espacio de diferencias, donde la civilización euroamericana
confrontaba a lo salvaje e indígena, lo que justificó una serie de acciones que
culminaron en intentos por aniquilar a los pueblos de indios. A lo largo del
texto, Sheridan logra exponer la frontera simultáneamente como espacio
geográfico y fenómeno social.
Asimismo,
la antropóloga e historiadora argumenta que conceptos populares en España
durante el medievo acerca del desierto y la
frontera impactaron en el imaginario que se tuvo en la Nueva España con
respecto a las tierras del norte; dicho imaginario dio forma a políticas de
cómo avanzar hacia esa frontera septentrional, cómo colonizar y tratar con todo
lo que se encontraba en ella. Para los españoles, el desierto era un lugar
salvaje, donde habitaban los bárbaros, lo que lo hacía inseguro. El espacio
fronterizo representaba, entonces, el límite entre el bien y el mal; más allá
estaba lo arcaico, la incertidumbre, y dentro de sus límites estaba la
civilización.
La
autora ilustra cómo en la Nueva España se creía que la civilización emanaba
desde el centro del país hacia las periferias; era el avance de la sociedad
hacia tierras de infieles. Así, la frontera no era un punto fijo en la
geografía, sino que era móvil, acompañaba al proceso colonizador, que empujaba
y luchaba contra el retraso de los otros. El norte se concebía como un espacio
transformable, factible de apropiación, lleno de posibilidades, sólo era cuestión
de expulsar lo indígena para permitir que la civilización hispana floreciera.
La frontera era, de esta manera, un área de constante lucha, pues los espacios
logrados se encontraban continuamente en riesgo de volver a sucumbir a la
barbarie expulsada. Para Sheridan, esta es la esencia del razonamiento colonial
que busca justificar la intrusión y colonización en estas tierras.
Sin
embargo, la catedrática del ciesas
no se queda sólo en el mundo de las ideas, pues construye su narrativa
entretejiendo el impacto del imaginario con las experiencias de conquistadores,
colonos, militares y misioneros, cuyo poder tangible creó la frontera de la
Nueva España. Para poder gobernar, el imperio español en América, como otros,
requería clasificar y ordenar los elementos dentro de sus límites; así,
etiquetaron a los indígenas del norte como opuestos a la civilización. Si lo
que estaba fuera de las fronteras del imperio era la inseguridad que generaban
los indígenas, sería necesario que el gobierno estableciera instituciones que
estabilizaran y protegieran el área. Cuando dos siglos de estructura
gubernamental no habían logrado llevar la prosperidad a los habitantes de la
Nueva Vizcaya, el Nuevo Reino de León, Coahuila y Texas, la animadversión local
hacia los grupos nativos se convirtió en furia agresiva, pues se culpaba a éstos
de la desolación y miseria de los pueblos hispanos. Así, argumenta Sheridan, la
estrategia para lidiar con los indígenas del norte pasó de expulsión a
exterminio, pues las diferencias entre novohispanos y los “indios de guerra”
eran demasiadas como para incorporarlos al discurso y la práctica neutralizante
del mestizaje, tan socorrida en el centro y sur del país.
Lo
que distingue y enriquece a Fronterización
es que, además del estudio del imaginario y las estrategias para lidiar con las
tierras del norte, a lo largo de los cuatro capítulos encontramos un análisis
historiográfico; es decir, esta obra no sólo es un estudio de las fuentes
primarias, sino de cómo estas fuentes han sido interpretadas por otros
estudiosos del tema.
La
crítica de Sheridan es aguda, pues busca empujar el campo de estudio de la
historia del norte de México más allá de la perspectiva hispánica, recuperando
e incorporando las reacciones y adaptaciones de grupos indígenas al proceso
colonial. Así, critica a investigadores que retoman el discurso colonial que
presentaba al norte de la Nueva España como un área escasamente poblada por
bandas de “belicosos, desnudos y hambrientos” cazadores-recolectores (p. 25).
Reprocha también a aquellos que retoman acríticamente nombres otorgados durante
la Colonia a diversos pueblos indígenas (apaches, borrados), sin tomar en
cuenta que esta nomenclatura responde a procesos clasificatorios españoles,
destinados a ordenar para facilitar la gobernación. Estos nombres, en ocasiones,
agrupaban a pueblos indígenas que no se consideraban a sí mismos como grupos
fraternales, que no estaban lingüísticamente relacionados, y cuya única
similitud fue habitar los mismos territorios. Sheridan señala que continuar
utilizando estos términos, sin al menos discutir su origen, es utilizar
“descripciones etnográficas anacrónicas” (p. 137) que distorsionan las
relaciones pasadas de los indígenas del norte. Inclusive, cuestiona el que se
ubique a estos grupos, en la cartografía y el imaginario, en regiones
inamovibles ya que, nos recuerda, ellos estaban dispuestos a cambiar sus
patrones ambulantes al encontrarse con radicales cambios ambientales y
sociales.
En
este libro, la autora muestra su profunda familiaridad con el campo de estudio
de las fronteras al hacer un recorrido que comienza necesariamente con los
pioneros (Frederick Jackson Turner, Herbert Eugene Bolton), pasando por
trabajos enfocados en estudios de Latinoamérica (Ana María Rocchietti, Carmen
Bernard), para finalmente llegar al campo de fronteras en México (Cynthia
Radding, Guy Rozat). De igual forma, logra incorporar con fluidez a estos y
otros autores a su examen de fuentes primarias, tales como: crónicas,
manuscritos, informes eclesiásticos y gubernamentales, denuncias de ataques,
documentos de comercio, reportes agrícolas, solicitud de matrimonios, etcétera.
Enriquece de esta manera su trabajo, explicando el avance hispánico en el norte
de la Nueva España a partir de teoría y conceptos de la historia, ciencias
sociales y antropología (Jaques Le Goff, Marcel Mauss, Michel Foucault).
El
primer capítulo se enfoca en el pensamiento fronterizo novohispano que
conceptualizaba a las tierras del norte simultáneamente como tierras de
bárbaros y tierras de nadie. Sheridan explica la lógica de los conquistadores
que justificaba la apropiación de los terrenos, pues al carecer de
demarcaciones, nombres y asentamientos legibles para ellos, creían que éstos
estaban abandonados, aunque reconocían que los nativos “los cruzaban”. Además,
creían que sin una clara reglamentación, los nativos estaban desaprovechando
los recursos naturales. Así, los españoles tenían la necesidad de embarcar en
un proceso de territorialización, demarcando estas áreas en mapas, lo que las
convertía en lugares posibles de conquista. Dicho proceso construyó espacios
diferenciados —los de los colonizadores y los de indios—, “cuya complejidad va
más allá de la concepción del espacio como lugar de residencia o de expansión
de un Estado” (p. 32). Este capítulo ilustra cómo el imaginario prexistente se
mezcló con experiencias interpretadas, para establecer y justificar relaciones
sociogeográficas.
La
autora discute el papel de misioneros y militares en el segundo capítulo.
Explica cómo para el siglo xviii el
norte dejó de ser, en el imaginario, un vasto espacio vacío, transformándose en
tierra de constante confrontación y guerra. Aunque al comienzo de la Colonia
los indígenas del norte eran concebidos como posibles conversos, durante la Colonia
tardía ya eran sólo bárbaros que impedían el progreso del imperio español. Esta
idea se concretizó en política cuando el gobierno se confesó incapaz de
controlar a los mermados pueblos de nativos y buscó su exterminio. Las
estrategias que se utilizaron incluyeron el fomento a guerras intergrupales y
la pena de muerte a “indios de guerra” capturados. En este apartado, la autora
busca complejizar el análisis del papel de los misioneros. Lamenta que, al
igual como sucede con los indígenas, éstos se suelen agrupar indistintamente en
la historiografía, a pesar de que las diferentes órdenes religiosas tenían
distintas ideas de cuál debería ser su misión en la Nueva España.
En
el tercer capítulo la discusión se centra en la construcción de “lo chichimeca”
y qué significó para los novohispanos. Sheridan expone cómo los pobladores,
gobernantes y algunos misioneros retomaron la idea de que los “indios infieles
y bárbaros”, arbitrariamente aglomerados bajo el nombre de chichimecas, no eran
hombres, sino “bestias salvajes con forma humana” (p. 107). La historiadora
señala que estos y otros grupos nativos del norte de México eran descalificados
tanto por su idolatría de dioses falsos como por su “inhumana falta de
religión” (p. 100-101). Así, la supuesta ausencia de humanidad y religión
justificó y necesitó la imposición de la civilización hispana. El control sobre
estos indígenas se convertiría en oportunidad para misioneros y comerciantes.
Sin embargo, hubo voces que contradecían esta perspectiva, como la del cronista
fray Gerónimo de Mendieta, que aseguraban que los constantes ataques de los
indios a las misiones y poblados novohispanos eran castigo divino, consecuencia
del maltrato que se le había dado a estas personas. Asimismo, órdenes dominicas
se opusieron a la intervención militar en contra de los indígenas, ya que esta
perspectiva no consideraba el derecho de los nativos a defenderse contra la
violencia e injusticia de los españoles invasores.
En
el último capítulo, la autora analiza las consecuencias de la colonización en
el medio ambiente, y explica cómo estos cambios impactaron a los habitantes de
la región. Para que las poblaciones hispanas del norte se pudieran establecer y
luego prosperar, requirieron talar árboles, cortar matorrales y asegurar
fuentes de agua. Cambiaron el curso de riachuelos y cauces temporales, cercaron
aguajes y predios, lo que trajo consecuentes cambios microrregionales en los
recursos de flora y fauna; Sheridan llama a esto la “colonización hidráulica
del espacio” (p. 130). Así, el
avance español empujó a grupos indígenas que por siglos habían utilizado estos
recursos para su sobrevivencia. Al encontrarse los nativos con un acceso reducido
al agua y otros bienes naturales, salieron de sus refugios tradicionales,
confrontándose con españoles y otros grupos indígenas. Paulatinamente, “el
control de ríos, lagunas y aguajes se transformó en un arma poderosa contra los
nativos” (p. 133). Habiendo comprendido esto, a los indígenas intencionalmente
se les negó el acceso al agua y otros recursos naturales, lo que contribuyó a
la aniquilación de los llamados catujan, guachichiles, guaripa y otros. El
rígido control de los recursos obligaba a los nativos sobrevivientes a
incorporarse a poblaciones y misiones españolas, donde tenían que someterse a
la reglamentación y dominio de los conquistadores para asegurar su continua existencia.
Además
de la discusión previa, Fronterización
nos deja con 120 páginas de anexos, incluyendo detalladas tablas de información
misional y militar que permiten ver dónde y cuándo se localizaban múltiples
grupos indígenas, los cambios en los nombres que se utilizaban para referirse a
ellos, sus relaciones intergrupales (con cuáles grupos se aliaban y con cuáles
tenían rivalidades), y cuántas personas se creía pertenecían a cada grupo. El
libro concluye con mapas en los que se siguen los desplazamientos de los
principales grupos indígenas, y con otros elaborados y utilizados en la época
colonial.
El
elemento constante a lo largo del libro es la crítica que hace Sheridan de cómo
se ha contado la historia del norte de México. Aquí la autora cuestiona todo:
desde el concepto de etnia, nombres de grupos indígenas, su ubicación en el
territorio, la importancia del papel misional durante la Colonia, la idea de
frontera y desierto, interpretaciones de la relación entre novohispanos e
indígenas, etcétera. A pesar de esto, Fronterización
del espacio hacia el norte de la Nueva España no deja al lector con un
sentido de incertidumbre, al contrario, invita a una reflexión profunda de la
historiografía y la historia. Asimismo, Sheridan ha logrado integrar teoría
sociohistórica al análisis de este caso, discute el impacto de ideas
preconcebidas en la justificación de políticas, y considera, como pocos, el
papel del medio ambiente y las necesidades y reacciones de grupos indígenas en
la interacción colonial. Con este texto, la autora ha logrado cuestionar cómo
estudiamos y consideramos tanto a colonos como indígenas del norte de México, y
nos reta a explorar una perspectiva más matizada, perspectiva que es útil y
aplicable más allá del estudio de la frontera norte mexicana.