Civilización,
barbarie, ciudad:
Sarmiento
protector de los animales en la Buenos Aires de fines del XIX
Sarmiento
protector of animals in the Buenos Aires of the late nineteenth century
Leandro Ezequiel Simari
https://orcid.org/0000-0002-2987-2043
Universidad
de Buenos Aires/CONICET
simarileandro@gmail.com
Resumen:
Entre
1882 y 1888, Sarmiento produjo una serie de textos y proyectos dirigidos a
discutir y modificar el trato que los animales recibían en la Argentina, tanto
por parte de individuos como de las instituciones estatales. Además de la
publicación de artículos en la prensa sobre la materia, ese eje de interés lo
condujo a convertirse, desde 1882 y hasta 1885, en presidente de la Sociedad
Argentina para la Protección de los animales. El siguiente artículo analiza los
fundamentos y finalidades que Sarmiento postuló para legitimar la incipiente
labor de defensa del animal, así como los puntos de contacto que establece
entre éstos y los núcleos principales de su pensamiento, su literatura y su
programa político.
Palabras
clave:
Sarmiento, protección de los animales,
civilización, barbarie, higiene.
Keywords:
Sarmiento, protection of animals, civilization,
barbarism, hygiene.
Traducción:
Leandro Ezequiel Simari, Universidad de
Buenos Aires
Cómo
citar:
Ezequiel,
L. (2019) Civilización, barbarie, ciudad: Sarmiento protector de los animales
en la Buenos Aires de fines del XIX. Culturales,
7, e373. doi: https://doi.org/10.22234/recu.20190701.e373
Recibido: 19 de febrero de 2018
Aprobado: 15 de mayo de 2018
Publicado: 15 de febrero de
2019 |
Introducción
¿Cuáles son los atributos de la
civilización? ¿Cuáles los instrumentos de que un pueblo, una raza, una nación
—siguiendo la oscilante terminología decimonónica— dispone para completar su
trayectoria hacia ella desde la barbarie originaria? En décadas ininterrumpidas
de escritura y práctica política, Domingo Faustino Sarmiento hizo de una serie
de respuestas posibles a estos interrogantes el eje de su literatura, su
pensamiento y su modelo de país.[1] A las muchas de ellas que
dieron forma a textos cruciales de la cultura argentina y merecieron la
atención de estudios críticos de orientación diversa, pueden sumarse, todavía,
otras dos respuestas que, casi desapercibidas, se articulan con suficiencia dentro
del cuadro mayor: una conducta benevolente hacia los animales como atributo de
civilización, una sociedad protectora de los animales como instrumento efectivo
para procurar alcanzarla.
Durante el primer lustro
de la década de 1880, Sarmiento se sirve de El
Nacional y El Censor,[2] por entonces sus medios
habituales de intervención en los debates que dominan la escena pública, para problematizar
el lugar y el trato que la Argentina de fin de siglo dispensa, en su presurosa
modernización, a la vida de los animales.[3] Más aún, en sintonía con
esta arista de su actividad en la prensa, también se convertirá en miembro de
la Sociedad Argentina para la Protección de los Animales (SAPA), a la que
presidirá entre 1882 y 1885.
Sin ser la primera entidad
de este tipo en Argentina,[4] la SAPA habría de
distinguirse por su perduración en el tiempo y, sobre todo, por su búsqueda de
fomentar la creación de instituciones afines en el resto del país.[5] Aunque una primera
fundación fallida, en 1879, se deba a la iniciativa del religioso metodista
Juan Francisco Thomson, y su ingreso a la SAPA se produzca recién en 1881 —cuando
el poeta Carlos Guido y Spano intente sacarla de un ostracismo de dos años—[6] Sarmiento será responsable
de una suerte de fundación institucional de derecho, asentada sobre la adopción
de un reglamento interno, el reconocimiento legal de su personería jurídica y
las tempranas (aunque frustrantes) relaciones con el cuerpo de policía. En
otras palabras, aquello que él mismo habría de denominar como “la organización
definitiva de esta Sociedad” (Sarmiento, 1883, p. 3). A partir de este momento,
la SAPA comienza a formalizar sus intenciones, a otorgarle periodicidad a sus
reuniones y a publicar, desde 1882, sus informes anuales.
Con estabilidad,
reconocimiento jurídico y capacidad de producir discursos e intervenciones
públicas, los cuatro años de presidencia de Sarmiento inauguran el trayecto que
habría de dotar a la SAPA de los tres rasgos distintivos de su trayectoria
futura: un resquicio de atención en la opinión pública, un canal directo y
asiduo de intercambio con autoridades metropolitanas y nacionales y, muy
especialmente, una orientación filosófica y práctica más o menos definida y
estable como marco de su prédica y su praxis.
Con Sarmiento llegan las
esporádicas alusiones a la protección de los animales a los principales periódicos
de la época: La Nación, La Prensa, El Nacional, El Censor, El Mosquito. Con Sarmiento llegan los
proyectos de ley presentados al Congreso,[7] los reclamos incesantes de
ordenanzas municipales nuevas o del cumplimiento de las vigentes, las continuas
idas y venidas de notas y denuncias hacia y desde las oficinas de la
administración de Torcuato de Alvear, por entonces intendente de Buenos Aires. Finalmente,
y por sobre todas las cosas, con Sarmiento llega para la SAPA el momento de la
definición explícita de sus objetivos y principios, la discriminación precisa
del objeto de su protección, la delimitación de sus campos de operación.
A través de su actividad
en la prensa y su labor al mando de la sociedad protectora, Sarmiento postulará
criterios para diferenciar un conjunto específico dentro de la “multiplicidad
heterogénea de seres vivos” (Derrida, 2008, p. 48) que se subsume detrás del
término animal, un recorte reducido
al que, en función de argumentos éticos o prácticos, la humanidad debería
proteger. Además de un atisbo del imaginario de época sobre la animalidad y su
relación con lo humano, esos criterios también dejan leer la voluntad suplementaria
de expandir el campo de acción y análisis más allá de su hipotética
circunscripción primaria. En efecto, aunque el disparador permanente sea la
defensa (en determinados contextos y bajo ciertos parámetros) del animal, los
textos y proyectos que al respecto produce Sarmiento no dejan de evidenciar la
pretensión de intervenir no sólo sobre las condiciones de vida y explotación
—económica y simbólica— de los animales, sino también sobre la gama diversa de
fenómenos que la rodean. Así, para Sarmiento, la protección de los animales,
los mecanismos institucionales y textuales que la apuntalan, se perfilan como
una vía legítima para participar en (cuando no, directamente, inaugurar)
debates diversos sobre la realidad material y cultural del país.
De este modo, si la
impronta que Sarmiento imprime a sus escritos sobre el maltrato y la protección
de los animales permitiría incluirlos en su tendencia constante a reflexionar
“acerca de lo que hoy llamaríamos ‘cultura material’” (Aliata, 2012, p. 134) y
de las ideas e imaginarios que la sostienen, la SAPA, desde su llegada a la
presidencia, parece haberse convertido en esa otra recurrencia que Fernando
Aliata (2012) también detecta en su trayectoria: la de una vocación política,
un pragmatismo y una voluntad transformadora que lo empujan, una y otra vez,
hacia “la construcción a pequeña escala de un modelo físico que ejemplifica el
modo en que la realidad debe transformarse. Un fragmento de programa que,
realizado con eficacia, permitiría a la sociedad constatar las ventajas
incontrovertibles de sus doctrinas” (p. 136).
Los textos e iniciativas de
Sarmiento en torno a la protección de los animales operan como puertas de
acceso novedosas a problemas ya conocidos, atajos imprevistos que conducen de
nuevo hacia dilemas y debates arduamente transitados por el veterano de la
política y las letras. A través de ellos, Sarmiento vuelve a mirar, desde otro
ángulo, el cuadro mayor de su pensamiento: su visión del país, las
preocupaciones que le resultaron urgentes durante esos años finales y las
otras, las que, aun en la renovación de las coyunturas históricas, de los
actores intervinientes y de su propio aparato conceptual, remitieron siempre a
un idéntico patrón de análisis y a idénticas conclusiones.
Pensar en el lugar del
animal en la Argentina de fin de siglo, en su relación con el hombre, en los
espacios que se le deparan en la ciudad, en las formas en que se lo explota,
transporta, estudia, mata, será otro punto de partida para volver a pensar la
Argentina de fin de siglo, el hombre, la ciudad, las formas de producir,
explotar, transportar, estudiar, matar. Porque si el interés por mitigar los
padecimientos de la vida animal es un estandarte que iza por primera vez,
Sarmiento no dejará de enarbolarlo en sus campos de batalla conocidos y, cabría
decir, dilectos.
Civilización
Una de las primeras preocupaciones de
Sarmiento como presidente de la SAPA parece haber consistido en clarificar sus
objetivos y, a la vez, dotarlos de una legitimidad que excediera al selecto
pero acotado espectro de hombres y mujeres que militan en sus filas.[8] Entre 1882 y 1883, tres
premisas, en adelante repetidas, reformuladas y articuladas de diversas formas,
son las que esbozan, a grandes rasgos, su programa incipiente. Aunque no
necesariamente se las exponga de este modo, es posible reconstruir el orden lógico
con que se implican entre sí.
El punto de partida en la
reflexión y apología de Sarmiento (1900b) será una reivindicación de la
utilidad que los animales tienen para la existencia humana: en múltiples
sentidos, son ellos quienes “nos ayudan á vivir” (p. 90). Del aprovechamiento,
a priori legítimo, que el hombre hace de esas vidas subordinadas y útiles se
desprende su única responsabilidad hacia ellas: la responsabilidad de eludir en
su perjuicio los “actos de crueldad innecesaria” (Sarmiento, 1883, p.4). Quien
los cometa, no sólo lesionará a seres sensibles al dolor, sino que traicionará,
además, la esencia de su propia humanidad. En cambio, quien los eluda o, mejor
aún, quien los prevenga, movilizará “sentimientos de humanidad trascendental”
(Sarmiento, 1900b, p. 90). El beneficio del credo y la práctica proteccionista
resulta, entonces, doble: alcanza, de diferentes maneras, a protector y
protegido. Proteger a los animales se postula, así, como un acto humanitario y humanizador.
El significado difuso detrás
de los términos principales que componen la sigla de la SAPA comienza a
especificarse: ni la labor protectora
persigue el ideal de sustraer a los animales de todo sufrimiento,
convirtiéndolos en vidas protegidas, ni proteger a los animales implica una acción que englobe,
estrictamente hablando, a la gama diversa de seres vivos que se incluyen dentro
del reino animal (al margen de la obvia exclusión del hombre). En ese sentido,
los enunciados de Sarmiento son más precisos de lo que parecen y deben ser
interpretados en su literalidad: los animales a proteger son aquellos que
resultan útiles para el desarrollo de la vida humana y el modo de protegerlos
consiste en reducir al mínimo sus padecimientos en el tránsito de esa
explotación. Es la crueldad innecesaria
(el adjetivo se repite, una y otra vez, en todas sus variantes) aquella de la
cual se quiere sustraer al animal, sin cuestionar la legitimidad de su
reducción por parte del hombre a la categoría unidimensional del útil, que los emparenta con los objetos
y los concibe menos como vivientes que como herramienta de trabajo y transporte
o reservorio de alimento y materias primas. Por eso, “destruir animales
desauciados [sic] por los veterinarios” (Sarmiento, 1900a, p. 195) o debatir
sobre “las diversas formas de carnear” (Sarmiento, 1900c, p. 161) al ganado
constituyen atribuciones que las sociedades protectoras deben encarar.
Asimismo, si en términos
ideales la misión de la SAPA es proteger a la multiplicidad indiferenciada de
lo viviente que encierra la noción de animal,
esa inasible diversidad se acota de inmediato. Con una intencionalidad práctica
manifiesta, Sarmiento manda a imprimir, a poco de asumir la presidencia de la
institución, un folleto con instrucciones para sus miembros, reproducido por El Nacional el 13 de diciembre de 1882.
Entre acciones recomendadas en caso de presenciar maltratos, referencias a
sociedades protectoras del extranjero y una brevísima jurisprudencia nacional e
internacional, esta especie de manual de operaciones declara que “a los
propósitos de la Sociedad para la Protección de los animales” (Sarmiento, 1882,
p.4) se asume como suficiente la definición dispuesta por el artículo 14 de una
ordenanza de calles fechada en 1872, según la cual se consideran animales a
proteger “todo caballo, yegua, potrillo, toro, buey, vaca, ternero, mula, asno,
oveja, cordero, cerdo, cabra, perro, gato y cualquier otro animal doméstico, y todas las palabras que
denotan plural, deben aplicarse al singular y los masculinos al femenino”
(Sarmiento, 1882, p. 4).
Sin embargo, el concepto
de animal útil que Sarmiento impone no comprende, en sentido estricto, el
mismo conjunto de vivientes que la tradicional categoría del animal doméstico.
Las iniciativas que expanden los alcances del paraguas proteccionista más allá
de esa circunscripción inicial, en todo caso, vendrán a ratificar que el animal
a proteger es todo aquel que, en algún sentido, beneficie, aliviane o
enriquezca la existencia humana: las aves que habitan y decoran la ciudad, los peces que pueblan las costas del Río de la
Plata y los animales cautivos del Jardín Zoológico, por ejemplo. La perspectiva
sarmientina acerca del animal útil cumple, así, con la premisa de
Keekok Lee (2005): “en general, el interés de la sociedad por ciertos animales
es dictado por los roles que juegan en la vida humana” (p. 6).[9]
Aun cuando no olvide
responder afirmativamente al tan mentado interrogante de Jeremy Bentham sobre
la capacidad de los animales de sufrir y,[10] por lo tanto, aun cuando
esgrima como fundamento suficiente para resguardarlos del maltrato su condición
de seres sensibles al dolor,[11] los objetivos,
motivaciones y fuentes de legitimidad esbozados por Sarmiento invitan a
calificar la orientación filosófica que imprime a la SAPA como kantiana, si no por influencias
directas, al menos por transitar la senda ya inaugurada por las sociedades protectoras
de animales extranjeras en las que se inspira.[12] Al sostener que la
existencia animal no es, como la humana, un fin en sí misma, Kant (1988) se
predispone a considerar a los animales como “instrumentos al servicio del
hombre” (p. 289), limitados a existir únicamente “en tanto que medios” (p.
287). La dimensión ética del vínculo entre humanos y animales quedaría, en este
esquema de pensamiento, librada a los alcances de la analogía: en la medida en
que el hombre es capaz de reconocer rasgos de su propia naturaleza en la
naturaleza animal, se impele a mantener una conducta humanitaria hacia ella. Los deberes que observa respecto de los
animales no serían, entonces, sino “deberes indirectos para con la humanidad”
(Kant, 1988, p. 287), una suerte de obligación por extensión hacia seres que,
sin ser humanos, despiertan en él un alto grado de identificación y empatía.
Si el animal-instrumento
de Kant y el animal útil de Sarmiento resultan fácilmente
homologables, son sobre todo las conclusiones que el filósofo extrae de sus
premisas las que parecen haber prendido en el credo de las sociedades
protectoras de animales de Argentina y el mundo: mientras juzga que una actitud
benevolente hacia el animal constituye no sólo un modo de respetar, sino además
de promover “indirectamente los deberes para con la humanidad” (Kant, 1988, p.
289), también sugiere, por el contrario, que los actos de crueldad alientan una
conducta inversa. Con cierta ligereza, Kant hace del niño que atenaza la cola
de su perro un candidato a ascender en la escala de la violencia hasta culminar
con el asesinato de un semejante. El axioma detrás de estas reflexiones se
torna explícito en una sentencia que bien podría haber oficiado de lema para la
SAPA de Sarmiento: “Se puede, pues, conocer el corazón humano a partir de su
relación con los animales” (Kant, 1988, p.
288).
Pero si en su dimensión
ética el programa de la SAPA resulta eminentemente kantiano, la clave interpretativa con que su presidente proyecta
esa base filosófica hacia la praxis concreta no podría resultar más sarmientina: que la labor de protección
de los animales sea, para Sarmiento, un proyecto humanitario significa, por sobre todas las cosas, que se trata de
un proyecto civilizador. Cuando
defina la institución que preside y la vocación que la alienta como un “nuevo
elemento de civilización y humanización” (Sarmiento, 1900c, p. 161), Sarmiento
estará revelando que el beneficio de la labor desempeñada por la SAPA que, en
primera instancia, podría haberse considerado como colateral es, en realidad,
el eje mismo de su misión. Sin que se problematice (no en la praxis
proteccionista; tampoco en el plano del discurso) la mirada antropocéntrica que
los restringe a existir en tanto que medios, los animales, sus cuerpos, sus
padecimientos, reportarán ahora una utilidad novedosa para el hombre: la de
propiciar una nueva pedagogía para la vieja e infatigable búsqueda de dotar a
la Argentina y sus habitantes de los valores y atributos de la vida civilizada.
Aun cuando, en este posicionamiento, se limite a reproducir argumentos
esgrimidos por sociedades protectoras del extranjero,[13] no dejan de resultar
significativas las muchas formas en que Sarmiento logra articular su veta de
defensor de los animales con temas y preocupaciones centrales de su trayectoria
intelectual y política.
La protección de los
animales y la civilización van, entonces, de la mano. Nada parece respaldar
mejor tal premisa que el dato incontrastable de la exitosa labor que desempeñan
las sociedades protectoras en las ciudades que componen esa cartografía de la
civilización que Sarmiento nunca deja de diseñar y corregir: Londres, París,
Viena y Nueva York son grandes urbes modernas y, además, pioneras en la
materia, tal como insisten en recordar tanto sus artículos en la prensa como
sus discursos en las asambleas de la SAPA. Esa referencia permanente conocerá
sus picos de entusiasmo cuando el informe de la Secretaría de 1885 anticipe que
“la República Argentina será bien conocida en aquellas naciones [las
civilizadas] por la Sociedad Protectora
de los Animales, desempeñando así ésta un papel más importante que el de
nuestros ministros acreditados ante las mismas” (SAPA, 1885, p. 18).
Para una modalidad de
reflexión e imaginación política y literaria atravesadas por la analogía y la
comparación permanentes, la referencia sostenida a la situación de los animales
y, sobre todo, de sus protectores en las sociedades modernas a las que se
quiere emular resulta un movimiento conjeturable. Así, Sarmiento hará una
repetida y no pocas veces forzada ostentación de las relaciones internacionales
que la SAPA cosecha. Ya en abril de 1882, un artículo publicado por El Nacional anuncia que “la Republicana
Sociedad Protectora de los Animales de Buenos Aires ha recibido de la Real de
Londres y de la Americana de Nueva York (…) cartas de reconocimiento,
confraternidad y estímulo” (Sarmiento, 1900d, p. 243). Ese espaldarazo inicial,
que se saluda y celebra como una bendición, se ratificará pocos meses después,
cuando otro artículo de Sarmiento confirme que la SAPA “está ya en contacto con
las [sociedades protectoras de animales] de Londres y Nueva York, recibiendo de
aquella su último informe” (Sarmiento, 1900e, p.369).
Para julio de 1883, su
inserción en el mapa mundial de instituciones afines parecerá plena cuando “la
Sociedad de Viena ‘Protectora de Animales’, patrocinada por el archiduque
Rodolfo, príncipe heredero de la corona Imperial Austríaca” (Sarmiento, 1900c,
p. 160) la invite a enviar representantes “al noveno Congreso Internacional de
las Sociedades Protectoras de Animales”
(Sarmiento, 1900c, p. 160). No exentas de jactancia, las alusiones a los
vínculos que la SAPA mantiene con sociedades afines del extranjero ofrecen a
Sarmiento un mecanismo para reforzar el nudo con que ata protección de los
animales y civilización, además de sugerir que su labor se encuentra legitimada
por el hecho de transitar en la misma senda de “las demás sociedades análogas
del mundo civilizado” (Sarmiento, 1900c, p. 162).
Pero si Sarmiento y sus
compañeros de causa se permiten celebrar tempranamente la lenta y novedosa
gestación en suelo argentino de un rasgo de civilización que autorice, al menos
de manera parcial, la identificación con Europa y los Estados Unidos, ese
entusiasmo inicial no enturbiará el análisis severo de los contratiempos que
entorpecerán su desarrollo. En esos casos, la referencia a las sociedades
protectoras del extranjero ofrecerá a la retórica de Sarmiento un punto de comparación
propicio para habilitar autocríticas, mensurar logros y fracasos y, muy
especialmente, agitar la polémica cuando sus reclamos frente a las autoridades
o a la opinión pública resulten desoídos.
Si, en términos generales, la referencia a las relaciones exteriores de la SAPA contribuye a remarcar los méritos de su vocación y su programa, legitimando su cariz pedagógico y civilizador, cuando el contrapunto se efectúe en torno a tópicos o problemáticas particulares servirá, sobre todo, para evidenciar una deuda de la sociedad para con la SAPA o de la SAPA para consigo misma. Es, de hecho, a través de la estrategia contrastiva que Sarmiento asienta, en distintas oportunidades, las que probablemente hayan constituido las principales frustraciones en su gestión. En primer lugar, de este modo señala la necesidad imperiosa de fijar un medio de difusión propio y estable para la propaganda institucional:
La Sociedad de Nueva York hace publicar un periódico bajo el nombre de Nuestros amigos animales. En Massachussets se publica otro mensualmente, Nuestros amigos mudos. En Illinois, El Periódico humano; en California, El amigo del animal; en Inglaterra, El mundo animal; en la Habana, El Boletín de la Sociedad Protectora de animales y plantas; en Ohio, El Educador humano. Nosotros solos no tenemos voz. (Sarmiento, 1900a, p. 197).
Si
nuestra nación aspira, como es natural, á figurar entre las más civilizadas del
mundo, es necesario convenir que entre los vacíos de su legislación, que es
necesario llenar, encuéntrase el referente a una ley que defina y pene los
actos de crueldad para con los animales.
Los
Estados Unidos tienen su legislación al respecto, la Bélgica tiene incorporados
á su famoso Código Penal los artículos 559 y 561 sobre la materia; la Francia,
la ley de 2 de Julio de 1850 (…) la Inglaterra igualmente, y una de las últimas
del Parlamento fué para proteger las aves.
El
Congreso Argentino, pues, llenando este vacío, hará figurar á la República, en
cultura y civilización, á la par de las citadas naciones. (Sarmiento, 1885, p.
65).[14]
En los textos de Sarmiento sobre la
materia, la SAPA y la protección de los animales se revisten de la misma
ambivalencia que en otras zonas de su escritura impregna, por ejemplo, al libre
comercio ultramarino, la navegación de los ríos o la escritura y lectura de
novelas: la de ser, a la vez, camino y punto de llegada en el tránsito hacia la
modernidad y el progreso. Si ejercer y promover una actitud benévola hacia el
animal es un mecanismo propicio para irradiar en la sociedad los valores de la
civilización, que la Argentina ostente una sociedad protectora de animales es,
al mismo tiempo, una etiqueta que la autoriza a sentarse sin pudor en la mesa
de las naciones civilizadas del mundo.
Esa dualidad, que fuerza
la lógica sin caer en la contradicción, resulta altamente funcional a la
voluntad pedagógica y propagandística que prima en los textos de Sarmiento
sobre los animales, sus usos y su
protección. Porque en el doble cariz, civilizador y civilizado, que atribuye a
la SAPA y su tarea se juega, en buena medida, la efectividad (y, se diría, la condición
de posibilidad misma) de posicionar a la vida animal como punto de partida de
iniciativas y reflexiones que deriven, finalmente, en dilemas que la rodean,
condicionan y, sobre todo, la exceden, en tanto que parecen afectar de manera
más concluyente al hombre que al animal mismo.
Pero si la protección de
los animales es una actividad civilizadora, si ostentar una sociedad protectora
es un rasgo de civilización para el país, si los actos humanitarios hacia los animales educan y contagian sentimientos
civilizados, el razonamiento y la retórica de Sarmiento se verán completados a
través de su célebre matriz dicotómica. Maltratar al animal, infligir en la
carne sensible de esa vida útil un
sufrimiento que exceda lo estrictamente ineludible para su explotación, que
sea, por lo tanto, gratuito, improductivo, inútil,
representan el exacto polo opuesto, el pasado y presente vergonzantes que se
quieren erradicar. Sin reeditar la escala kantiana que lleva desde la crueldad
innecesaria del niño con su cachorro hasta el asesinato a sangre fría del
hombre por el hombre, Sarmiento retornará, una vez más, al esquema distributivo
que le permite ordenar la realidad material y cultural del país en dos
categorías extremas. Como ocurre, según Pablo Ansolabehere (2012), en su obra
capital, Sarmiento apelará a la fórmula sintetizadora de civilización y barbarie para “aprovechar al máximo sus virtudes
pedagógicas” (p. 239).
Barbarie
En 1846, el ojo expectante del viajero que
pisa por primera vez suelo europeo, ávido como está de novedades, analogías y
contrastes, se detiene en su itinerario a contemplar dos atracciones públicas,
como si en ellas se cifrara una clave para entender la vida y la cultura de las
ciudades en las que tienen lugar. De un lado, París y la invención del
hipódromo; del otro, Madrid y las tradicionales corridas de toros: bajo la
mirada extranjera, estos dos eventos centrados en torno a la habilidad y la
potencia animal se perfilan, sobre todo, como radicalmente antagónicos.
La carrera de caballos en
el hipódromo es moderna, un juego de “destreza i osadía” (Sarmiento, 1900f, p.
145), elegante, armónica y capaz de poner de manifiesto todas las aptitudes del
animal y “cuanto hay de noble i artístico en el hombre para dominarlo y dirijirlo”
(Sarmiento, 1900f, p. 145. La corrida de toros en la plaza, en cambio, es un
anacronismo, un resto de violencia inmotivada que hace del español “el pueblo
más romano que existe hoi en día” (Sarmiento, 1900g, p. 161), subyugado por sus
ansias de “panem et circenses” (Sarmiento,
1900g, p. 161), aterido en su progreso porque se encuentra más predispuesto a
“nuevas carnicerías i nuevos combates” que a escuchar hablar “de caminos de
hierro, de industria o de debates constitucionales” (Sarmiento, 1900g, p. 163).
Civilización y barbarie:
sin contraponerlos explícitamente, las descripciones que Sarmiento ofrece en
sus Viajes por Europa, África y América,
luego de participar de ambos eventos, organizan de manera implícita la
dicotomía. Sin embargo, como en los demás textos del período, los antagonismos
tajantes se relativizan, y el análisis se enriquece cuando demuestra no ser
rígido. Si el hipódromo, enclave de civilización, debe extrapolarse a suelo
americano es, sobre todo, porque su éxito queda garantido de antemano “por el
costado mismo que tenemos del bárbaro” (Sarmiento, 1900, vol. V, p. 145).
¿Dónde mejor arraigará esta práctica deportiva que en la tierra en que el
jinete y el caballo reditan una versión prosaica y criolla del mitológico
centauro? Poco más de tres décadas antes de plantear una pedagogía
civilizatoria en torno a los modos de proteger y explotar la vida animal,
Sarmiento ya imaginaba un modo de dar nueva orientación a las tendencias
bárbaras a través de ella.
En las corridas de toros,
en contrapartida, Sarmiento no detecta rasgos de civilización o valores
civilizatorios que permitan atemperar su naturaleza bárbara. Sin embargo, la
desestabilización de la célebre dicotomía se produce, en este caso, de otro
modo. Más aún, se diría que se produce del modo que es habitual en Sarmiento. Sin
alivianar la condena que la razón, la moral o la ideología emiten, Sarmiento no
puede (no quiere) disimular que la barbarie cautiva o, mejor aún, que la
barbarie fascina: [15] “He visto los toros i
sentido todo su sublime atractivo. Espectáculo bárbaro, terrible, sanguinario, i
sin embargo lleno de seducción i de estímulo” (Sarmiento, 1900g, p.169).
Aunque su prosa no aligere la virulencia del cuadro, Sarmiento extraerá de su experiencia conclusiones encontradas. Mientras sostiene, por un lado, que “si esta diversión puede ser acusada de barbarie i de crueldad, es preciso convenir sin embargo que no envilece al individuo como la borrachera, que es el innoble placer de los pueblos del norte” (Sarmiento, 1900g, p. 161), sus reflexiones finales resultan, por otro lado, menos complacientes:
en España los autos de fe i los toros anduvieron siempre juntos i el pueblo pasaba de la plaza Mayor de ver quemar vivo a un hereje, a la plaza de Toros, a ver destripar caballos, ensartar y sacudir toreadores en las astas, o morir veintenas de toros i caballos entre charcos de sangre i de excrementos derramados de los rotos intestinos (…) Este pueblo así educado, es el mismo que se ha abandonado a las espantosas crueldades de la guerra de cristinos i carlistas en España, el mismo que a orillas del Plata, se ha degollado entre sí con una barbaridad, con un placer, diré más bien, que sobrevive hoy en la raza española; porque no ha de conservarse un espectáculo bárbaro sin que todas las ideas bárbaras de las bárbaras épocas en que tuvieron origen vivan en el ánimo del pueblo. Es para mí el hombre un animal antropófago de nacimiento que la civilización está domesticando (…) i ponerle sangre a la vista, es solo para despertar sus viejos y adormecidos instintos. (Sarmiento, 1900g, p.p. 170-171)
La contrastación entre el
relato que Sarmiento ofrece de su experiencia en Madrid, su artículo de 1888 y
los argumentos de Sansón Carrasco que convoca para rebatir promueve un efecto
de lectura no exento de cierto viso paradojal: respondiendo a las afirmaciones
con que polemiza, Sarmiento se está respondiendo a sí mismo, está saldando las
tensiones que, entre la admiración y el rechazo, disemina en su texto de 1849.
Pero, a la vez, lo está haciendo a fuerza de ser consecuente con la conclusión
más contundente extraída en aquel entonces. Y es que Sansón Carrasco está muy
cerca de la perspectiva del Sarmiento viajero: no niega el sustrato bárbaro del
duelo entre toro y torero, aunque, todavía con más fervor que aquel, elija
exaltar, por sobre todas las cosas, su incomparable poder de atracción. Para el
Sarmiento de 1888, esa dualidad ya no resulta admisible. Sólo le queda
reescribir una única veta de aquel texto: la que lo lleva a configurar el
triple vínculo entre corridas de toros, atraso cultural y supervivencia de la
violencia y la barbarie.
¿Qué clausura la
posibilidad de reconocer, hacia 1888, esa fascinación elemental que había
experimentado, cuatro décadas atrás, en la plaza de toros de Madrid? A priori,
desde luego, su reciente profesión de fe pública en favor de la protección de
los animales. Pero la conmiseración frente al innecesario sufrimiento de toros
y caballos, ya presente en la anécdota que refiere en sus Viajes, no parece haberse intensificado tanto, con el correr de los
años, como su convicción de que la violencia infringida a un ser sensible y la
sangre derramada ante la vista de una multitud expectante son capaces de
devolver al hombre a su estado de barbarie original. Si “el corazón del estranjero
novicio” (Sarmiento, 1900g, p. 169) puede entregarse a las emociones que deparan
las corridas, el protector de los animales, miembro ilustre de la SAPA y
enérgico defensor de la tarea civilizadora que esa empresa conlleva, se obliga
a eludir la contemplación fascinada para reafirmar, en cambio, sus potenciales
efectos nocivos sobre la conducta del espectador medio.
Su postura no podía ser,
en 1888, menos tajante: cinco años atrás, es a propósito de un proyecto para
construir una plaza de toros en Rosario que Sarmiento consigue alcanzar el
punto máximo de atención para la institución que por entonces todavía preside.
El confuso episodio encuentra a un infatigable septuagenario en marcha hacia la
ciudad santafesina, con la atención de la prensa sobre su figura,[17] sobre todo después de
pronunciar, durante la inauguración del Hospital de la Caridad, un encendido
discurso en el que acusa a las autoridades locales de ofrecer el innecesario
resquicio para el recrudecimiento de “los hábitos de barbarie” (Sarmiento, 1900h, p. 205) que el país busca sepultar.
Finalmente, el proyecto de reinstalar en suelo argentino una “Bastilla
española” (Sarmiento, 1900h, p. 206) quedaría trunco.
El artículo de 1888
reedita, en parte, aquella polémica pública de comienzos de la década, esta vez
a través de una contienda de escrituras. Extremando posiciones, Sarmiento
fundamenta su sentencia adversa a las corridas de toros a partir de dos
analogías. En primera instancia, la analogía entre la tauromaquia y la ya
perimida costumbre de ejecutar reos en la plaza pública: “Creyóse por siglos
que el espectáculo del suplicio escarmentaba al espectador. La estadística ha
probado que excita al crimen, como la vista ó el olor de la sangre despierta
los instintos feroces adormecidos en el pueblo” (Sarmiento, 1900d, p. 263). En
segunda instancia, y en un giro casi kantiano,
la analogía que abrevia la distancia entre el sadismo con los animales y el
homicidio: los castigos a que se somete a un toro en la arena no son sino “lo
mismo exactamente que hacen á diario gauchos, españoles, italianos en nuestras
calles, por un quítame allá esas pajas, por nada” (Sarmiento, 1900d, p. 263).
Habiendo liquidado el
Estado la costumbre de espectacularizar
el ejercicio de su poder soberano, Sarmiento reclama un paso más en el camino
de la civilización: no más espectáculos
de barbarie en torno al cuerpo, la sangre, el dolor, la muerte del animal. El
uso de ese término, aplicado por igual a las corridas de toros y las
ejecuciones públicas, sugiere una de sus preocupaciones principales en torno a
los alcances de la violencia bárbara, sea dirigida contra hombres o animales:
no el sufrimiento de la víctima en sí y no, hasta cierto punto, los instintos
salvajes que impulsan al victimario, sino el efecto indeterminable que pueda
producir su contemplación por terceras personas. La barbarie contagia, la
sangre derramada es un llamado primitivo a la violencia.
Aun cuando, para la
década de 1880, Buenos Aires se haya convertido en una ciudad poblada de
entretenimientos fundados en la explotación de los animales, desde el todavía modesto
Jardín Zoológico hasta los circos y espectáculos de variedades, [18] el otro “feo y penoso
espectáculo” (Sarmiento, 1900i, p. 85) que escandaliza a Sarmiento, tanto o más
que las corridas de toros, es, significativamente, el de los caballos que
derrapan por el empedrado y agonizan en la vía pública.
El objeto de su
preocupación no radica, entonces, en el uso del animal para una diversión
baladí, en la transacción entre empresario y público a costa de su sudor y, en
ocasiones, su tormento; ni siquiera en los posibles efectos perturbadores,
según una mirada de época, de ese dispositivo que democratiza, iguala y
pervierte los límites entre cultura, política y consumo:[19] las alarmas que Sarmiento
dispara en torno a la noción de espectáculo,
quieren advertir, concretamente, acerca de los hipotéticos peligros que
conlleva la frecuente contemplación de un ser vivo en trance de sufrimiento.
Una corrida de toros es
potencialmente capaz de convocar una pequeña multitud; un caballo agonizante,
puede paralizar el tránsito y capturar la atención de una calle céntrica:
cuanto más alto sea el nivel de exposición, más escandaloso resulta el
espectáculo. Por eso, se relativizan los peligros del reñidero de gallos,
porque “los gallos son un espectáculo mínimo
que no hace escándalo, no habiendo en el mundo rueda que admita más de cien
mirones” (Sarmiento, 1900d, p. 261). Más que nunca, la vocación de Sarmiento
toma distancia de la defensa directa del animal para concentrarse en los
efectos, a la vez secundarios y prioritarios, que de ella se desprenden. Poco
importa, si bien se miran sus argumentos y denuncias, si los padecimientos del
animal son voluntaria o involuntariamente infringidos por el hombre, si el acto
de crueldad se consuma por acción u omisión. Se diría, incluso, que no es una
inquietud prioritaria la intensidad, la duración o el grado de reversibilidad
del daño sufrido: el principal peligro a erradicar consiste en la posibilidad
de que el hombre abandone, por sobreexposición, su sensibilidad ante la
contemplación de una vida animal doliente y que, en versión negativa de la
empatía de Kant y Sarmiento, carezca, por analogía, de sensibilidad frente al
dolor de un semejante.
Si el toro protagoniza la
cruzada principal de Sarmiento como presidente de la SAPA, el caballo, “uno de
los compañeros más útiles del hombre” (SAPA, 1885b, p. 15). Es, en cambio, el destinatario de una menos
resonante, pero más continua, búsqueda de mejoras en las condiciones de su
explotación. Sin embargo, esa prioridad no siempre condujo al éxito. Aun a
pesar del tono optimista que lo domina, el informe correspondiente al año final
de la gestión de Sarmiento demuestra que, en este aspecto, los avances de la
SAPA son, más bien, limitados. Así, por un lado, el informe de la Secretaría de
1885 carga contra el intendente mismo, a quien se acusa de haber desoído las
múltiples peticiones “para que impida que la Administración de la Limpieza
Pública se sirva de animales en tan lastimoso estado y ate potros ariscos a sus
carros” (SAPA, 1885, p. 21). Por otro lado, el anexo documental reproduce dos
notas firmadas por Albarracín (1885a) que van en el mismo sentido: la primera,
dirigida a Toribio Almagro, a quien se acusa de ofrecer “un espectáculo harto
desagradable” (p. 39) con la tropilla de caballos de su propiedad que abandonó
en un baldío de Palermo y que se encuentra “muriéndose
de hambre” (p. 39); la segunda, a la compañía de tranvías de Federico
Lacroze, para exhortarla a dejar de utilizar “caballos enfermos y mancos”
(Albarracín, 1885b, p. 42).
Entre la grandilocuente y exitosa campaña contra la plaza de toros de Rosario y la constante y no siempre recompensada vigilancia por el bienestar equino en la Capital, Sarmiento y la entidad que preside perfilan algunas de las premisas elementales de su credo proteccionista. Se repiten la definición de la crueldad innecesaria hacia el animal como espectáculo de barbarie y la estimación de su gravedad de acuerdo con un criterio que prioriza la masividad potencial de su contemplación por sobre el daño infringido a la vida animal e incluso por sobre su carácter voluntario o accidental. Sin embargo, hay todavía otra costumbre bárbara por combatir, una cuya gravedad se redobla porque combina la violencia en la ejecución y desmembramiento del animal con la silenciosa nocividad de prácticas antihigiénicas, contaminando, a la vez, la salud del ciudadano en cuerpo y espíritu. En su diatriba contra las corridas de toros, Sarmiento dirá que
aquel
espectáculo que se compone de bosta, de panza, sangre, alaridos y puñaladas
traidoras (…) es el reflejo del estado moral de los espectadores. ¿Quiénes son los que gozan en los toros, los
españoles, los argentinos y los orientales? (…) ¿Ven sin volver la cara tripas
arrastrando, panzas despachurradas, carnes sangrando y mortecinas? Vayan á sus
mataderos y vean la carne que comen, y la manera de matar las reses.
(Sarmiento, 1900d, p.p. 265-266)
Aunque prescindiendo de toda descripción echeverriana, un informe presentado en
1883 por la SAPA ante la Comisión de Higiene ya había recurrido al mismo símil
para dimensionar los padecimientos tolerados por los animales en las
caballerizas de los tranvías de Lacroze: “Con pasto seco sin picar, sin baño, y
sin revolcarse los animales, tales caballerizas son mataderos” (SAPA, 1883, p.
28).
Como en sus múltiples versiones alegóricas, el matadero se presenta para Sarmiento como un espacio fuera de la ley, un recorte de pura potencia bárbara, al punto que habilita una poco fundamentada filiación con quienes constituyeron en su pensamiento, desde siempre, una suerte de grado cero de la civilización:
En los mataderos es donde se ejercita más á sus anchas las crueldades y actos de barbarie que nos vienen de los indios salvajes. Nuestras prácticas al respecto son abominables. Hasta el legislador que dio las ordenanzas parece ignorar que la carne cansada es venenosa, pues sus disposiciones principian sin prohibir que se correteen los animales de matanza, lo que hacen por gala los chulos y auxiliares de la carneada. (Sarmiento, 1900j, p. 108)
En ese punto, se intuye, para Sarmiento y la SAPA, un nuevo frente de lucha. La pedagogía civilizatoria de la protección de animales, en efecto, no sólo se quiere apta para reformar el estado de barbarie que, atándola al pasado, limita los progresos intangibles de la cultura argentina: también se piensa como herramienta transformadora de una realidad material que reclama la intervención y normativización (preferentemente con la anuencia estatal) de esferas tan diversas como los espectáculos públicos ofrecidos al vulgo,[20]el estado del tránsito de bienes y personas por un trazado urbano casi caótico y el control de los estándares de salubridad e higiene en la producción y comercialización de los alimentos de origen animal. Así, esa tendencia general de Sarmiento a reconducir sus reclamos contra el maltrato animal hacia ámbitos y debates que, en buena medida, exceden los alcances inmediatos de su preocupación primaria tiene aquí un terreno de aplicación del todo concreto: la ciudad, sus escenarios, sus actores y sus prácticas.
Ciudad
e higiene
Al margen de los procesos históricos
concretos, el concepto de ciudad se instala en la escritura de Sarmiento como
emblema y bastión de la vida civilizada. Detrás de esa convicción sostenida,
Adrián Gorelik (2016) destaca su consecuencia “con la premisa iluminista que
subraya las virtudes educativas del espacio urbano” (p. 51), al que atribuye
una potencialidad transformadora: “una ciudad moldea —y por lo tanto puede
cambiarla— a la sociedad que habita”. Por esa razón “debe cambiar ella misma si
la sociedad ya lo hizo” (Gorelik, 2016, p. 51).
De cambio serán,
precisamente, las décadas finales del siglo XIX para Buenos Aires y para la sociedad
porteña. Si “ya a fines de la década del sesenta la ciudad da la impresión de
estar siendo desbordada por su propio crecimiento” (Liernur, 1992, p. 107),
éste se tornará “vertiginoso” (Liernur, 1992, p. 103) en los años
subsiguientes, impulsado por el aluvión inmigratorio y por los efectos de un
programa modernizador, a medias planificado y a medias urgente, que se
consolidará luego de la federalización de Buenos Aires y, sobre todo, a partir
de la gestión como intendente de Torcuato de Alvear.
De una población y un
trazado urbano en franca expansión, tópicos fundamentales en los debates
contemporáneos sobre la viabilidad de Buenos Aires como ciudad moderna y habitable, se desprenden los más
complejos y apremiantes desafíos para este proceso. Los desequilibrios
sanitarios derivados del hacinamiento, la infraestructura defectuosa y la
higiene irregular obligan a repensar los modos de controlar la totalidad de la
materia viviente que la urbe condensa; las exigencias desprendidas de la mayor
superficie a cubrir por el comercio, el transporte y otros servicios públicos
se afrontan con esfuerzos y violencias que no sólo recaen sobre espaldas
humanas. Así, el cambio acelerado que alcanza todas las esferas de la vida
urbana de la Buenos Aires finisecular también dejará su rastro en la vida
animal, trastocando los roles y el lugar que se le depara en el espacio de la
ciudad y en su funcionamiento. Y si, como propone la geografía animal, los
espacios destinados por los hombres a los animales “marcan la diferencia en
torno a la constitución misma de las relaciones” (Philo y Wilbert, 2005, p. 5)
entre unos y otros, el eco de estas transformaciones, entonces, repercutirá no
sólo en la definición de los escenarios materiales de los cuales el animal
desaparezca o, por el contrario, forme parte: también tendrá su resonancia en
el terreno de lo simbólico, en el discurso, en las representaciones culturales
de la animalidad y en los modos de pensar y representar su relación con la vida
humana.
En el diseño de Buenos
Aires como metrópoli moderna y cosmopolita, el movimiento hacia la vida animal
es de absorción y rechazo. Absorción del animal para el ocio y el
divertimiento, a la usanza de las grandes urbes europeas y estadounidenses, en,
por ejemplo, el Jardín Zoológico o el espectáculo de variedades. Rechazo del
animal en su faz productiva, que lo aleja paulatinamente del centro de la
ciudad, para ser recluido en los barrios, primero, y resultar por completo
expulsado, después.[21] Absorción de un número
creciente de ejemplares equinos, necesarios para poner en funcionamiento los
medios de locomoción de mercaderías y pasajeros, desde el núcleo urbano a sus
cada vez más distantes y poblados márgenes y viceversa. Rechazo, finalmente, de
los animales callejeros que adensan, sin utilidad ni dueño, las zonas céntricas
de la ciudad y que deben ser erradicados. De un lado, el animal al servicio de
la modernidad y el progreso; del otro, el animal asociado al pasado bárbaro, a
la enfermedad y la inmundicia: el criterio de utilidad que Sarmiento instala para recortar los alcances de la
tarea de la sociedad protectora de animales encaja con estas distinciones a la
perfección.
El contexto histórico de
Buenos Aires se presenta propicio para que la pedagogía civilizatoria que
Sarmiento detecta en la protección de los animales despliegue su doble voluntad
de intervención y reconversión: no sólo podrá velar por las nuevas condiciones
de existencia de los vivientes que quedan directamente bajo el amparo de su
prédica, sino también poner en discusión los roles y utilidades que el humano les adjudique en las nuevas experiencias y
percepciones de la ciudad. La intangible transformación ética y humanitaria que
el hombre alcanzaría a través de la defensa del animal adquiere, quizá, su cara
más concreta: en este caso, permite también pugnar por la revisión, regulación
o instauración de prácticas urbanas en torno al animal que se muestren
compatibles con el ideal sarmientino de una ciudad moderna.
No resulta ocioso
recordar que la década que culminaría con una primera y frustrada pretensión de
fundar en Buenos Aires una sociedad protectora de animales se había inaugurado
con una devastadora epidemia de fiebre amarilla. En ese contexto, el animal, en
toda su materialidad biológica, cristalizó en la opinión pública como uno de
los factores en los cuales perseguir el origen y la propagación de la enfermad.
El cuadro urbano que la prensa pintaba en los primeros meses de 1871 parecía,
de hecho, invadido por la amenaza animal:
el Riachuelo, “envenenado” por la sangre y suero que destilaban los saladeros;
las calles, “minadas de enormes ratones” y contaminadas de “restos infectos” (La Nación, 1871, marzo 5) de animales
muertos en descomposición; el aire, corrompido por “la putrefacción animal
genuina” (La Nación, 1871, marzo 15) que
emanaba de los mataderos. El diagnóstico resultante fue unánime: entre las
causas que hacían de Buenos Aires una ciudad enferma e inhabitable, una de las
principales se cifraba en el animal, en su cuerpo, en sus fluidos, en sus
desechos y en su carne muerta. Ante tal panorama, la pluma alarmada de los
articulistas de 1871 emitiría su sentencia sobre la ciudad en términos que, en
buena medida, anticipaban a Sarmiento: “es cosa singular que Buenos Aires, una
de las ciudades más adelantadas de Sud América (…) conserve ciertos puntos
donde está impreso el sello primitivo de la barbarie” (La Nación, 1871, marzo 15).
Poco más de diez años
después, las conclusiones a las que arriba el ya por entonces presidente de la
SAPA parecen ser, en líneas generales, las mismas. Más que conducir a un
diagnóstico distinto, la vocación de proteger a los animales se revela como un
camino diferente para responder a los mismos dilemas y perseguir los mismos
resultados. Así, una vez más bajo la gestión de Sarmiento (1883), se definirá
un nuevo principio básico para la SAPA y su credo: además de “sentimientos
compasivos, pasión de las almas nobles y sensibles” (p. 7), debe mover a la
protección de los animales el reconocimiento de “la relación estrecha que
existe entre el bienestar de los animales y la salud pública” (Sarmiento,
1885c, p. 84). Por eso, y porque concibe ambos términos de esa estrecha relación como parte de su
esfera de influencia, el plan de acción de Sarmiento frente al estado de los
corrales de abasto de Buenos Aires no se detendrá en una denuncia ante las
autoridades municipales “por el trato que reciben los animales antes de ser
carneados y la manera de efectuarse esa operación” (Sarmiento, 1883, p.p. 5-6).
Más aún, tampoco se contentará con incluir, como parte de su reclamo, la ya
mencionada advertencia sobre los efectos nocivos que el maltrato y la falta de
higiene tienen sobre la carne luego destinada a consumo por parte de la
población porteña.
Por el contrario, en el
informe de 1883, Sarmiento (1883) también anunciará que “se ha traído un
tratado ilustrado de cocina francesa para poner á la vista de los miembros de
la Sociedad muestras del color que afecta la carne enferma ó cansada” (p. 6).
Aunque no los declare, los objetivos de esta iniciativa pueden conjeturarse:
¿capacitar a los miembros de la SAPA para que inspeccionen mercados y
reconozcan el alimento en mal estado? ¿Iniciar, con una oleada de esas
denuncias, una campaña de concientización que demuestre que la declamada
relación entre bienestar animal y salud pública es estrictamente cierta? En
cualquier caso, una vez más, Sarmiento no concibe su rol de protector de los
animales como un esfuerzo únicamente restringido a morigerar su sufrimiento,
sino como una iniciativa capaz de abarcar todos los ámbitos que, en la vida
urbana, rodeen, afecten o resulten afectados por la vida animal.
Algo similar ocurrirá en
torno a la situación de los perros que vagan por las calles. En 1885, una nota
de la SAPA de Sarmiento, firmada por su secretario, Albarracín, y dirigida al
intendente, propondrá modificaciones al sistema hasta entonces utilizado para
lidiar con esta problemática. Desde 1871, según Canepa (1936), la disposición
municipal ordenaba liquidar a los perros en el espacio mismo de la vía pública,
con albóndigas envenenadas que le arrojaban los agentes de policía. Muy pronto,
ese método demostraría sus falencias: “no era raro que algunos canes muertos
permanecieses varios días abandonados en la calle” (p. 59). Para evitar que el
envenenamiento inmediato deje la agonía y muerte del animal enclavadas en el
espacio público, enfermando moral y físicamente a los ciudadanos, la SAPA
propondrá que sean “recogidos y depositados durante cuarenta y ocho horas,
llamándose por los diarios a los que se considerasen con derecho á ellos,
vencido cuyo término serán muertos los no reclamados” (Albarracín, 1885c, p.
28). Además de contribuir a la higiene urbana, las medidas sugeridas, más que a
los animales, parecen dirigidas a proteger “la inviolabilidad del derecho a la
propiedad” (Albarracín, 1885c, p. 28). La distinción que, implícitamente, se
establece es, entonces, entre el perro vagabundo, animal inútil e incluso nocivo para la vida en la ciudad, y el perro
extraviado, a quien un dueño humano puede reconocer como su mascota y que, por
lo tanto, merece la posibilidad de eludir la muerte.
Pero, dado que el transporte y el mantenimiento de la higiene pública son exigencias prioritarias de una Buenos Aires en presuroso crecimiento, ninguna práctica urbana en torno a los animales parece requerir una regulación más urgente que aquellas que se centran en la explotación del caballo. En este punto, no sólo Sarmiento proclama la competencia y legitimidad de la SAPA para intervenir: en 1883, es el director de la Comisión de Higiene, José Elordi (1883), quien le solicita que se encargue de “investigar la causa que motiva el lamentable estado en que se encuentra la caballada” (p. 23) de la empresa de tranvías de Lacroze. Para entonces, Sarmiento ya ha hecho públicos, a través de El Nacional, sus reclamos contra el maltrato padecido por los caballos durante las diversas faenas en que se los emplea y su preocupación por las muchas formas en que su sufrimiento deteriora la vida urbana. Más aún, un artículo breve como el publicado el 18 de octubre de 1882 sugiere, a través de su título y del modo en que organiza su exposición, hasta qué punto desvela a Sarmiento la urgente necesidad de dar a las calles de Buenos Aires un orden y una fisonomía modernos, también en materia del trato propinado al animal. Bajo el título “Obstrucción”, el texto se inaugura con el relato de una escena reciente:
Ayer á las cinco de la tarde, la caída de un caballo de carro, en la calle Perú (…) trajo una obstrucción de carros cargados, tramways y coches, que ocupaba dos cuadras, haciendo una cadena entre todos ellos, sin poder avanzar ni retroceder, mientras el infeliz animal con las patas al aire se estropeaba cada vez más. (Sarmiento, 1900i, p. 85)
Para erradicar este espectáculo de barbarie, que entorpece el tránsito y lesiona el “decoro público” (Sarmiento, 1900i, p.
85), Sarmiento impulsará el uso de un tipo especial de herraduras con tacos,
por ser las que hipotéticamente se adaptan mejor a los resbaladizos y gastados
adoquines de las calles porteñas. Su objetivo final es que no exista caballo en
tránsito por la ciudad, sea su dueño un particular, una empresa o el Estado
mismo, sin que las utilice. Así, conseguirá el compromiso del intendente para
aplicarlas en los caballos de policía y del servicio de limpieza, y el de las
empresas de tranvías, para utilizarlas en los animales de su propiedad.
Todavía, sin embargo, quedará el desafío de convencer de sus beneficios a los
dueños de carros de carga, “que son los que más expuestos están á estos
accidentes” (Sarmiento, 1900i, p. 85).
Si ciudad y civilización
son nociones que se articulan de manera sostenida en el programa de Sarmiento,
otro tanto ocurre, en una multiplicidad de sentidos, con la idea de libre
circulación: de los barcos por los ríos, del comercio por los puertos
internacionales, de la información a través de la prensa, de las comunicaciones
a través de canales modernos como el telégrafo, de las personas y los bienes a
través de las calles de la ciudad. Por eso, una ciudad moderna y civilizada con
arterias principales súbitamente bloqueadas por accidentes como los que retrata
su artículo es, para Sarmiento, un contrasentido. Mientras los avatares de la
historia y el desarrollo urbanístico desmienten su anhelo de una ciudad nueva[22]
en torno al Parque 3 de Febrero, la opción que se abre ante Sarmiento es esta:
sentar posición sobre las reformas que se acumulan durante la década de 1880,
discutir los proyectos de la gestión de Alvear,[23] diversificar sus canales
de influencia sobre las autoridades y la opinión pública para tratar de ajustar
la ciudad real, con sus desafíos y dilemas, a la ciudad ideal que, con
sucesivas modificaciones, fue diseñando en su programa. En ese contexto, sus
escritos e iniciativas en torno a la protección de los animales cumplen,
precisamente, ese exacto papel.
Menos ambiciosa que la
utópica Argirópolis y menos innovadora que la nueva ciudad en torno al parque,
Sarmiento proyecta una imagen de ciudad moderna en la cual los valores humanitarios y civilizadores pongan en armonía explotación de los animales útiles con las exigencias urbanas del
transporte, el comercio y la higiene pública; una Buenos Aires en la que, como
en “la mayor parte de las ciudades de cierta consideración”, se instalen
“bellísimas fuentes de hierro de aguas corrientes con tazas de tal manera
dispuestas que no [sea] raro ver á un pasante tomando agua de un lado, bebiendo
un caballo del otro, y al pie apango su sed un perro” (Sarmiento, 1900a, p.
197); en la que la buena alimentación de los caballos del transporte y el
servicio de limpieza pública garanticen su eficacia, en la que la sangre y la
agonía del animal no incite a la barbarie ni contamine la salud de los
ciudadanos. La SAPA y la doctrina que representa, entonces, son esgrimidas por
Sarmiento como herramientas transformadoras de la existencia del animal en la
ciudad, pero, por sobre todas las cosas, como herramientas transformadoras de
la ciudad misma.
Coda:
El padre de los animales
Civilización y barbarie, ciudad e higiene:
Sarmiento articula su labor al frente de la SAPA a partir de los mismos ejes
que vertebran las más constantes aristas de su programa literario y político.
En esa misma clave, pero con valoración condenatoria, su faceta de protector de
los animales será leída por una zona de la prensa de la época que, al abordarla
en clave satírica, encontrará en ella un flanco abierto para criticar, en
términos más generales, la trayectoria de su más encumbrado promotor.
Según Claudia Román
(2017), el periódico satírico El Mosquito,
dentro del contexto de una prensa rioplatense que se diversifica y expande, alcanza su momento de esplendor entre
1870 y 1891, mientras Henri Stein oficia como “su director y dibujante
estrella” (p. 21). Durante buena parte de ese período, y hasta su muerte, en
1888, Sarmiento, una de las personalidades de mayor expectación pública de su
tiempo, se convierte en uno de sus blancos dilectos. Si los acicates hacia él
dirigidos fueron especialmente agudos entre 1879 y 1880, años en que El Mosquito manifestó, según Román
(2017), “un respaldo abierto a la candidatura [presidencial] de Julio A. Roca
en la parte visual del periódico” (p. 208), en detrimento de la postulación de
Sarmiento, su labor como protector de los animales constituyó una de sus caras
más satirizadas por la publicación a lo largo del tiempo.
A tal punto El Mosquito parece haber estado atento a
la tarea de Sarmiento en la sociedad protectora de animales que una página del
almanaque para 1882, reproducida en la edición del periódico del 25 de
diciembre de 1881, puede considerarse como la primera vinculación directa que
registra la prensa entre Sarmiento y la lucha contra el maltrato animal. La
ilustración imagina un episodio, narrado en tres escenas, que tiene por
protagonistas (y víctimas de la sátira) a Sarmiento y Guido y Spano, quienes,
declamando que su misión es “proteger á los animales” (El Mosquito, XIX, n° 990), interrumpen la marcha de un tranvía de
pasajeros con la ayuda de un oficial de policía, al que ordenan llevarse
detenido al conductor. Acto seguido, harán descender a los pasajeros para
culminar, en el último cuadro, tirando ellos mismos del vehículo, que ahora
ocupan los recientemente liberados caballos.
A diferencia de las
caricaturas animalescas a las que los dibujantes de El Mosquito recurren ocasionalmente, se opera aquí otro tipo de
animalización implícita que, en buena medida, contradice uno de los principios
de la SAPA de Sarmiento. A los fines de su búsqueda humorística, la ilustración
equiparará la protección de los animales con una hiperbólica inversión de
roles: proteger al animal, parece decir la escena, equivale a dejar de
explotarlos y ponerse a su servicio, subordinarse a ellos. En otras palabras,
la vocación protectora, en vez de civilizar y humanizar al hombre, como quería
Sarmiento, lo animaliza.
En el mismo sentido puede
interpretarse la caricatura publicada el 2 de diciembre de 1883, año de la
campaña antitaurina que triunfó en Rosario. En ella, un Sarmiento ataviado como
torero aparece rodeado de una heterogénea colección de animales (que, por
cierto, no respeta los criterios de discriminación impulsados por la SAPA),
detrás de la cual se lee un estandarte con el lema: “Viva nuestro segundo
padre” (El Mosquito, XXI, n°
1091).
La irónica animalización
visual de Sarmiento como modo de ridiculizar su prédica en contra del maltrato
a los animales tendrá un correlato verbal todavía más lapidario, bajo la forma
de un largo poema titulado “Monólogo de don Faustino”, que se publica en El Mosquito (XXI, n° 1092) del 9 de diciembre del mismo año. Las
primeras 23 estrofas, que, haciendo juego con el título, se presentan como una
reflexión de Sarmiento sobre sí mismo, acumulan críticas, burlas y agresiones
de distinto calibre. A través de ellas, el hipotético monólogo repasa
definiciones que sobre Sarmiento esgrimen o podrían esgrimir sus detractores,
desde alusiones a su apariencia física (“Podrán decirme que soy / Mas feo que
un endriago”) hasta crudas acusaciones contra su personalidad (“Que soy falso y
envidioso / Provocativo, insolente / Egoísta, maldiciente, / Procaz, fatuo y
rencoroso”). Sin embargo, son sobre todo dos estrofas continuadas las que
preparan el provocador desenlace del texto: “También decirme podrán / Que por
malo y no por necio, / Un buen día puse á precio / La cabeza de Jordan. / Que
cuando fui Presidente, / Sin reparar en pelillos, / Hice asesinar caudillos, /
E hice matar mucha gente.”
Culminado este primer
conjunto de estrofas compuestas a partir de la misma lógica, el monólogo cambia de eje. Sin haber
desmentido una sola de las cuantiosas injurias que dice recibir, Sarmiento
pasará, en esta ficticia alocución, a desestimarlas en su totalidad, al
adjudicarse un mérito mayor: “los hombres imparciales, / Nunca dirán que no he
sido, / Un protector decidido / De todos los animales”. Es esa irónica
construcción adversativa, que contrapone la protección de los animales a una
extensa sucesión de defectos y acusaciones que el Sarmiento construido por el
poema admitiría, la que da paso al verdadero núcleo mordaz del texto, en la
estrofa siguiente: “De todos [los animales], con excepción / De los que tienen
conciencia, palabra é inteligencia, / Y la luz de la razón”. Luego de un súbito
cambio en la voz enunciativa que convierte a Sarmiento de monologuista en
destinatario, el poema se cerrará con 12 estrofas que girarán en torno a esa
misma aclaración: “Eres digno
protector / De todos los animales, / Menos de los racionales, / Que á estos,
palabra de honor, / No les tienes una pizca, /Ni media pizca de amor”. Y
remata: “Tu proteges á potrillos, / Toros, vacas y carneros / Carpas, ovejas,
corderos / Y novillos, / Pero no á los indiecillos.”
De este modo, la veta de
protector de los animales que Sarmiento cultiva desde comienzos de la década de
1880 no sólo dará pie para que El
Mosquito condense en un único texto las más negativas miradas que sobre su
figura circulaban en la opinión pública contemporánea: también será, como en
los textos y proyectos del propio Sarmiento, un mecanismo para reeditar, al
paso y sin profundizar, viejos cuestionamientos sobre el modo en que su
literatura y su gobierno encararon dos de los dilemas centrales de la política
del siglo XIX argentino: el del caudillismo y el del indio. La matriz crítica
del texto explota esa contraposición: mientras la enunciación se atribuye a
Sarmiento, ser protector de los animales y no de los hombres se esgrime con
jactancia; cuando la voz enunciativa cambia, la valoración se invierte y su
efecto crítico se potencia al dejar en ridículo la vindicación anterior.
Así, buena parte del
humor corrosivo con que se lo fustiga se despliega a partir de esa falsa
paradoja: el repudio que el texto manifiesta por las posturas de Sarmiento
hacia ciertos grupos humanos se refuerza al instalar como contrasentido o
hipocresía que un defensor del animal sea capaz de despreciar a los indios e
instigar la muerte de sus enemigos políticos. De este modo, como ocurría con
las ilustraciones satíricas, El Mosquito interpreta
a Sarmiento y la protección de los animales en una clave que entra en tensión
con el modo en que él mismo propone hacerlo. Siguiendo la lógica del poema, se
desarticula la premisa kantiana y sarmientina de que el buen trato hacia el
animal predispone a un trato noble y humanitario hacia el resto de los hombres.
Y no sólo porque el poema sobreentiende que la protección del animal no basta
en sí misma como distintivo de nobleza y civilización, sino, sobre todo, porque
niega, con Sarmiento como ejemplo, que ella y la crueldad hacia los hombres
(léase, en términos sarmientinos, que ella
y la barbarie) sean incompatibles.
Conclusión
Con sus artículos sobre la materia y su
labor al frente de la SAPA, Sarmiento encuentra en la protección de los
animales un mecanismo político y cultural para abordar con nuevas perspectivas
y nuevos argumentos, desde un espacio lateral respecto del centro de la escena
pública, algunos de los debates que marcan la agenda de la década de 1880 y
que, en buena medida, se entrelazan en sus diagnósticos con las principales
inquietudes de su extensa y multifacética trayectoria. El ejemplo que al
respecto imparten las ciudades más avanzadas de Occidente parece autorizar,
bajo una clave novedosa, la reedición del viejo modelo dicotómico de análisis:
de un lado, la protección de los animales como valor civilizado y medio
civilizador, del otro, la crueldad innecesaria hacia el animal como resto
primitivo de barbarie, como espectáculo
bárbaro que exacerba la violencia en la sociedad y el individuo.
Al mismo tiempo, las presurosas
transformaciones que experimenta Buenos Aires, y su impacto, más o menos
directo, en el lugar material y simbólico que la cultura urbana porteña depara
al animal, sugieren, para la SAPA y su presidente, que es legítima la
pretensión de intervenir de manera concreta sobre el nuevo cuadro de situación.
En este contexto de cambio, y en los términos de Sarmiento, proteger al animal
del sufrimiento innecesario también opera como primer paso hacia la regulación
de todo ámbito y toda práctica urbana que se despliegue en torno a la vida
animal.
Así, la perspectiva
polarizadora se completa: de un lado, la práctica civilizada y civilizatoria
que la SAPA representa como medio para armonizar la explotación humanitaria de los animales con los
modernos criterios de salud e higiene públicas y de orden y estética urbanos;
del otro, las costumbres bárbaras que enferman física y moralmente a la ciudad
al fomentar o tolerar dentro de sus límites la convivencia con el sufrimiento,
la sangre, los despojos o la presencia indeseada del animal. Entonces:
civilización frente a barbarie, ciudad moderna frente a ciudad primitiva,
higiene frente a contaminación, salud frente a enfermedad, son alternativas
contrapuestas que, entre otras cosas, también se definen en torno al cuerpo de
animal y a la manera que el hombre tiene de relacionarse con él, de apropiarse,
de utilizarlo, de tolerarlo o exterminarlo.
Sin embargo, y aunque
Sarmiento parezca obviar esta circunstancia, el contexto histórico y cultural
en que se desenvuelven la SAPA y su programa contempla todavía otra mirada
sobre la animalidad que, de manera indirecta, podría interpelar a su vocación proteccionista.
Tácitamente, El Mosquito parece
asumir, en su crítica y su sátira, esta circunstancia, confrontando a Sarmiento
y la defensa del animal con una pregunta que sobrevuela la década, sobre todo a
partir de la ola de xenofobia desatada por la masiva llegada de inmigrantes y
de la generalizada divulgación y vulgarización de teorías asociadas al
evolucionismo spenceriano y al transformismo darwiniano: ¿puede, bajo ciertas
circunstancias y al distanciarse de ciertos parámetros hegemónicos, una vida
humana valer menos que una vida animal? Con el tono irónico que lo caracteriza,
pero sin ambigüedades, el periódico satírico le atribuye a Sarmiento una
terminante respuesta afirmativa.
Referencias
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Leandro Ezequiel Simari
Argentino.
Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, actualmente cursa
el doctorado en Literatura como becario del CONICET en la misma Universidad. En
lo laboral se desempeña como Investigador del Instituto de Literatura
Hispanoamericana (Universidad de Buenos Aires). Sus áreas y temas de
investigación versan sobre: literatura argentina del siglo XIX, literatura
hispanoamericana y prácticas y discursos en torno a la animalidad en la cultura
argentina del XIX. Entre sus últimas publicaciones se citan: “La ciudad y sus
observadores: miradas sobre Santiago en Nocturno
de Chile, de Bolaño y Loco Afán,
de Lemebel” (Revista Iberoamericana, Instituto Ibero-Americano de Berlín); “Variaciones
de la mirada científica ante la animalidad en las ficciones de Eduardo Holmberg”
(Revista Anclajes, Universidad Nacional de La Pampa).
[1] Escritor, periodista, político, pedagogo,
Sarmiento atraviesa, con su multifacética trayectoria, la historia y la cultura
del siglo XIX argentino. Figura clave de la oposición letrada al partido
federal y, sobre todo, a la hegemonía de Juan Manuel de Rosas, sus dos períodos
de exilio en suelo chileno (entre 1831 y 1836, primero, y entre 1840 y 1851,
después) no le impidieron convertirse en un referente del romanticismo
rioplatense y en un lúcido analista de una realidad argentina que, en relación
con algunos de los tópicos centrales que aborda, conocía, para ese entonces, a
distancia y a través de lecturas. Durante este período, publicará su obra
capital, el Facundo (1845),
dispositivo textual de imposible circunscripción genérica, germen del ensayo
sociológico y de la novela en Argentina. Aliado circunstancial e inmediato
opositor al gobierno que Justo José de Urquiza consolidó luego de la batalla de
Caseros y la caída de Rosas, Sarmiento sumaría a su temprano desempeño en la
función pública en Chile el paso por diferentes cargos políticos (gobernador de
su provincia natal, San Juan, por caso) y misiones diplomáticas para su país,
hasta alcanzar la presidencia en 1868. Tan controversial en su rol de escritor
como en su desempeño al frente del Estado Nacional, su mandato incluiría la
incesante puesta en marcha de iniciativas en sintonía con el programa esbozado
por sus textos periodísticos y literarios (incremento de los establecimientos
educativos, multiplicación de las instituciones públicas dedicadas a la actividad
científica, creación del Parque 3 de Febrero, fundación de colonias agrícolas
en el interior del país, sanción del Código Civil, fomento de la inmigración
europea), pero también los embates derivados de la Guerra del Paraguay, una
situación económica precaria y un contexto sanitario crítico en los principales
centros urbanos contra el que batalló de manera incesante y que, sin embargo,
tuvo el trágico corolario de la epidemia de fiebre amarilla de 1871. Si su
texto clásico, su adscripción más o menos cabal al romanticismo, su
trascendencia como impulsor de la educación pública y su desempeño en la
primera magistratura argentina suelen bastar para un esbozo general, casi
escolar, de sus contribuciones, quizá sean otras dos circunstancias las que mejor
ejemplifiquen lo infatigable de su labor política e intelectual. En el primer
sentido, cumplido su mandato como presidente, se desempeñó, durante 1881, como
Director General de Escuelas de la provincia de Buenos Aires, un cargo de
escasa relevancia política en comparación con el anterior, pero pleno de
significación para el desarrollo de su modelo de país. En el segundo sentido, y
lejos del vicio dogmático que podría haberlo atado a viejos esquemas de
pensamiento, Sarmiento se aproxima a nuevas corrientes filosóficas y
científicas al promediar la década de 1870, se reconoce admirador del
evolucionismo de Spencer, se posiciona como defensor del transformismo
darwiniano y revisita, en esa nueva clave, viejos dilemas de su propia obra, en
Conflicto y armonía de las razas en
América, texto de 1883 al que él mismo define como una versión envejecida del Facundo.
[2] Según Claudia Román
(2017), para 1880, El Nacional,
fundado en 1852, se había convertido, junto con La Tribuna, en uno de los diarios “‘decanos’” (p. 35) de la prensa
argentina. El Censor, por su parte,
fue fundado por el propio Sarmiento en 1885 y dirigido por su nieto, Augusto Belín
Sarmiento.
[3] La consolidación del
Estado nacional, sobre todo a partir de la federalización de Buenos Aires en
1880; el impacto decisivo de las oleadas inmigratorias y la consecuente
explosión demográfica registrada en la Capital, en particular, y en el Litoral
argentino, en general; los procesos de secularización y alfabetización que,
junto con un fortalecido entramado de instituciones públicas dedicadas a la
educación y la ciencia, cristalizan el clima cultural atravesado por una
versión vernácula del positivismo spenceriano; la creciente injerencia del
poder estatal sobre el gobierno de la vida biológica de la población, el
afianzamiento y la diversificación de la prensa gráfica, los medios de
comunicación y el sistema de transporte; las transformaciones en un campo
cultural más amplio, autónomo y complejo que experimenta por primera vez una
sincronía (en ocasiones ilusoria) respecto de las tendencias gestadas en las
principales metrópolis europeas, son algunos de los rasgos que definen el
proceso de modernización que Argentina atraviesa con el cambio de siglo. Sin
embargo, dada la temática central de este trabajo y las consideraciones sobre
el animal como un útil que se
esbozarán más adelante, quizá convenga recordar, sobre todo, que, como parte
del mismo proceso histórico, la economía refuerza su articulación con el mundo
a través del denominado modelo agroexportador.
En ese contexto, las nuevas tecnologías implementadas, desde la década de 1880,
en la refrigeración de la carne permitirían, justamente, el paulatino
crecimiento de su exportación al mundo, un sesgo que la historia económica
nacional sostendría hasta el presente. El ganado, en particular el bovino,
redoblaría, entonces, su ya notable relevancia para la economía argentina.
[4] Sarmiento (1900a) mismo
recuerda que “la ha precedido la de Rosario, aunque decayese” (p. 196)
[5] Cabe señalar que,
aunque se proclame una sociedad argentina,
el radio de acción efectivo de la SAPA se restringe, casi sin excepciones, a la
Capital Federal y a municipios colindantes de la provincia de Buenos Aires.
[6] Para una minuciosa
reconstrucción de la historia de la SAPA, en particular, y de la protección de
los animales en Argentina, en general, consultar Los perritos bandidos. La protección de los animales de la Ley
Sarmiento a la Ley Perón, de Silvia Urich (2013).
[7] Ya en su discurso en la
reunión anual de 1883, Sarmiento (1883) puntualizaba su necesidad de “una ley
del Congreso y un reglamento u ordenanza municipal que invistan a nuestra
Sociedad con facultades suficientes para representar legalmente el sentimiento
público contra los actos de crueldad innecesaria, ejercidos con los seres mudos
e indefensos” (p. 4). Un año después, impulsaría un proyecto de ley en ese
sentido, que sería tratado sin éxito en 1885 y terminaría perdiendo estado
parlamentario. Con significativas modificaciones, 1891 sería el año en que, de
manera póstuma, se cumpliera con su exigencia.
[8] Entre fundación y
refundación, la causa proteccionista mereció, desde 1879 en adelante, la
atención de una nómina generosa de hombres célebres, como lo demuestran las
nóminas de socios incluidas en los sucesivos informes anuales: Carlos Casares,
Lucio Vicente López, Ricardo Gutiérrez, Emilio Mitre y Vedia, José Antonio
Wilde, Santiago Calzadilla y, más tarde, Bartolomé Mitre, entre otros.
[9] Las traducciones de
citas correspondientes a bibliografía en inglés son propias.
[10] Bentham (2008) plantea
esta reflexión en Los principios de la
moral y la legislación.
[11] En la argumentación de
Sarmiento (1900d), de hecho, la defensa del animal fundada sobre su
sensibilidad análoga a la humana se combina con su confianza en los avances del
conocimiento científico: “cuando las ciencias han demostrado que los animales
tienen una chispa de razón, de la misma calidad de la nuestra, pero una
sensibilidad idéntica, todas las personas cultas tratan á los animales como
quisieran ser tratadas ellas” (p. 264).
[12] Según la exhaustiva
investigación realizada por Jorge Dotti acerca de la recepción de la obra de
Kant en Argentina, las referencias en la obra de Sarmiento al pensamiento del
filósofo alemán se reducen a la mínima expresión:
[13] Baste contrastar las ya
referidas afirmaciones de Sarmiento con las de su par estadounidense, Henry
Bergh, presidente de la sociedad protectora de animales de Nueva York, en una
carta remitida a la SAPA a comienzos de 1885, en la cual define la iniciativa
compartida por ambas entidades como la “obra humana y civilizadora de proteger
al indefenso mundo animal de la crueldad y del abuso” (Bergh, 1885, p. 37).
[14] Ambas deudas de la
gestión de Sarmiento resultarían saldadas por la infatigable tarea de su sobrino
y sucesor, Ignacio Albarracín. En 1904, comienza a editarse El Zoofilo Argentino, publicación
oficial de la SAPA. Eliminada del proyecto original su ambigüedad en torno a
las atribuciones de los miembros de la Sociedad frente a la autoridad policial,
en agosto de 1891 se promulgaría, finalmente, la ansiada ley contra el maltrato
a los animales.
[15] Según Ansolabehere
(2012), “en términos literarios Sarmiento demuestra, sin decirlo abiertamente,
que la barbarie es un objeto mucho más atractivo y proteico que la
civilización” (p. 239).
[16] En marzo de 1888, La Razón, diario motevideano, había
publicado “Una ley, por una cornada”, artículo de Daniel Muñoz que ensaya una
apología de la corrida de toros, fundada sobre el carácter atractivo y
emocionante de dicho espectáculo.
[17] Además del estrecho
seguimiento que El Nacional hizo del
periplo de Sarmiento, su viaje a Rosario despertó una menos bondadosa atención
por parte de El Correo Español (1883,
noviembre 23). Ambos diarios porteños enviaron corresponsales a cubrir las
novedades, mientras la prensa rosarina se dividía en dos facciones: de un lado,
La Capital y El Mensajero, elogiosos ante cada intervención pública de
Sarmiento; del otro, El Independiente,
que relativizaba su labor al afirmar
que el proyecto de la plaza de toros nunca había sido más que un rumor
infundado.
[18] El caso más emblemático
es el de la Compañía Ecuestre de los Hermanos Carlo. El 6 de abril de 1884, El Mosquito hace una doble referencia a
sus espectáculos. Por un lado, una ilustración de página entera reconstruye
aproximadamente los diversos componentes que se combinaban en sus funciones
regulares: música, danza, clowns, como complemento de las destrezas demostradas
por caballos y jinetes. Por otro lado, un anuncio del Politeama promociona una
novedad: “por primera vez ‘Una Noche en Pekin´, o un baile chinesco” que
incluirá, según el anuncio “caballos, osos, monos y perros” (El Mosquito, XXII, n° 1104). A partir de
entonces, mutará el nombre de la empresa a uno más acorde: los avisos
publicados a partir del año siguiente la denominarán como Gran Compañía Ecuestre y Colección Zoológica de los Hermanos Carlo.
[19] Para un lúcido análisis
al respecto, ver el capítulo que Graciela Montaldo (2017) dedica al espectáculo en el entresiglos en su
libro Museo del consumo. Archivos de la
cultura de masas en Argentina.
[20] A propósito de la
potencial construcción de la plaza de toros en Rosario, dirá Sarmiento (1900h):
“el pueblo gusta de los espectáculos que están a su altura; pero los gobiernos
deben propender á elevarlos á la altura de la civilización moderna, que es
humana y artística y detesta los espectáculos sangrientos” (p. 207).
[21] En este sentido, no
sólo deben tenerse en cuenta las discusiones que derivaron en la expulsión de
los saladeros del entorno del Riachuelo, en 1871, y la reubicación sucesiva de
los mataderos en los márgenes de la capital creciente, sino también las
variantes en torno al tránsito por el centro de la ciudad de mercaderías de
origen animal o transportadas por animales. Así lo marca, por caso, el recuerdo
de Manuel Bilbao (1902): “Han desaparecido (…) los lecheros á caballo, las
vacas con sus cencerros, y los carros verdes de los carniceros” (p. 596). El propio
Bilbao señalará que, hacia el final del siglo, serán los tranvías los
encargados de transportar la carne desde los mataderos a los mercados, con un
mecanismo más aséptico que el presentado por Luis Canepa (1936) al describir la
metodología anterior: “llevaban la carne colgada dentro de carretas entoldadas
con cueros. A horas determinadas de la mañana y la tarde, se instalaban en las
bocacalles, parando allí la carreta; desuncían los bueyes o desataban los
caballos (…) y en la parte delantera de la carreta colgaban la carne” (p. 432).
[22] Para un análisis acerca
del proyecto sarmientino de generar un nuevo centro urbano en torno al parque
emplazado en Palermo (por entonces, un rincón distanciado del núcleo
tradicional de la ciudad), consultar el capítulo que Adrián Gorelik (2016)
dedica al tema en La grilla y el parque.
Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936.
[23] Como destaca Gorelik
(2016), los reparos de Sarmiento frente a la gestión de Alvear, que se aboca a
reformar y modernizar el centro clásico de Buenos Aires en vez de desplazarlo
hacia zonas nuevas, encontrarán su grado máximo de oposición cuando se proyecte
el trazado de la Avenida de Mayo, que vendría a “ratificar el eje central de la
ciudad tradicional” y a promover “una renovación de la ciudad existente sobre
sí misma” (p. 85).