Entre la patologización y el ejercicio de la ciudadanía plena:
La experiencia de las personas lgbttti
Between pathologization and the exercise of full citizenship: The experience of lgbttti people
Ericka López Abraham Nemesio Serrato Guzmán
https://orcid.org/0000-0001-9929-5942 https://orcid.org/0000-0001-6652-9773
Universidad de Guanajuato Universidad de Guanajuato
e_08renacimiento@hotmail.com serratoan@gmail.com
Resumen: El presente artículo tiene como propósito presentar un análisis teórico sobre factores que inciden en el ejercicio de los derechos ciudadanos y la visibilidad de las personas lesbianas, gays, bisexuales, travestis, transgénero, transexuales e intersexuales (lgbttti) en el Estado democrático contemporáneo. Consideramos que a pesar de los avances legales alcanzados, sigue permeando en el imaginario colectivo y en las instituciones públicas un discurso patologizante sobre las personas no heterosexuales, que genera, por parte del Estado, su invisibilización, y por parte de los miembros del colectivo, un aletargamiento en la búsqueda de sus derechos. Sin embargo, las personas, a través de distintos actos performativos, en la cotidianidad van negociando, encontrando espacios, situaciones, personas, contextos en los que consideran viable, seguro y fructífero visibilizarse, ayudando con esto a contrarrestar el discurso patologizante y alcanzar ciertos derechos de ciudadanía plena de forma estratégica y, muchas veces, de forma parcial y temporal.
Palabras claves: población lgbttti, ciudadanía sexuada, patologización, performatividad.
Abstract: The purpose of this article is to present a theoretical analysis on factors that influence the exercise of citizens’ rights and the visibility of lgbttti people in the contemporary democratic State. We consider that a weight of the legal advances achieved continues to permeate in the collective imagination and public institutions a pathological discourse on non-heterosexual people, which generates, on the part of the State, its invisibilization, and on the part of the members of the collective, a lethargy in the search for their rights. However, people through different performative acts, in everyday life, negotiate, finding spaces, situations, people, contexts in which they consider viable, safe, fruitful to be visible, helping with this to counteract the pathological discourse and achieve certain rights of citizenship in a strategic and often partial and temporary way.
Keywords: lgbttti population, sexual citizenship, pathologization, performativity.
Traducción:
Ericka López Sánchez y Abraham Nemesio Serrato Guzmán (Universidad de Guanajuato)
Cómo citar:
López, E. y Serrato, A. (2018). Entre la patologización y el ejercicio de la ciudadanía plena: La experiencia de las personas lgbttti. Culturales, 6, e330. doi: https://doi.org/10.22234/recu.20180601.e330
Recibido: 20 de
abril de 2017 / Aceptado: 26 de
julio de 2017 / Publicado: 15 de
enero de 2018 |
Introducción
La ciudadanía plena sigue siendo, hoy día, un problema del modelo de democracia, pues los sujetos no se involucran o se involucran poco en los intereses de su colectividad; no obstante, estas conductas no se explican a partir de actitudes de apatía. Y es que la calidad de ciudadanía no es un estatus político-civil que se adquiere con el sólo hecho de llegar a la mayoría de edad, sino que es algo que se construye y potencializa en el tiempo, y que, sin lugar a dudas, está atravesado por las condiciones de historia de vida y estructurales como pobreza, marginalidad, discriminación, exclusión, violencia, entre otras muchas.
La noción de ciudadanía, como muchas otras, carece de consenso dentro de la academia, y ha sufrido modificaciones en el tiempo, manteniendo una constante: siempre ha definido con claridad quién sí y quién no puede gozar de los derechos políticos y civiles, y participar en el espacio público. En torno a ello han surgido paradigmas teórico-conceptuales que explican y vinculan los estados democráticos con sus ciudadanías, estableciéndose así derechos y obligaciones para quienes tienen este carácter, lo que implica el reconocimiento de su existencia en la vida pública.
Prevalece la creencia científica de que, al paso de los años, la noción de ciudadanía se perfecciona y se vuelve más incluyente; no obstante, en el modelo normativo de democracia prevalecen las ciudadanías uniformes y heteronormadas, con lo que no se da cabida a lo diverso. Este paradigma, entonces, desconoce, entre otras ciudadanías, a las sexuadas, con lo que se les niega el pleno ejercicio de sus derechos. Las personas de la diversidad sexual no sólo están en la lucha del goce de derechos y obligaciones como los ciudadanos que son reconocidos por el modelo normativo, sino también dando la batalla en la reconfiguración sociocultural.
Es de suma importancia decir que no todas las personas que pertenecen a algún sector de la comunidad lgbttti están en esta lucha. Dado el contexto sociocultural, han interiorizado, al paso del tiempo, la forma como se les ha visto y tratado. En un paradigma tradicional fueron consideradas personas pecadoras. Con el giro ideológico, científico y cultural que supuso la modernidad y su instrumentalización institucional, la homosexualidad fue considerada una enfermedad desde el discurso médico, una alteración en alguna parte del cerebro, o un defecto congénito; desde el discurso psiquiátrico, como una desviación, perversión, el resultado de un trauma infantil; desde el discurso religioso, como una abominación o un pecado; desde el discurso jurídico, un delito que debe ser castigado. Es decir, se construyó la idea de cuerpos patologizados y criminalizados que requerían del control a través de la medicalización de los expertos, llámense médicos o psiquiatras.
Esta mirada dominó por más de dos siglos el discurso institucional científico, jurídico y político; todo lo no binario estaba cargado de una connotación de enfermedad. En la primera mitad del siglo xx empezaron a surgir —principalmente en Alemania— discursos como los de Havelock Ellis (1859-1939) y Magnus Hirschfeld (1868-1935), que cuestionaban la patologización de la sexualidad no heterosexual y reproductiva (Pérez, 2011), pero éstos fueron erradicados durante el régimen nazi. Y es hasta la segunda mitad del siglo xx que aparecen de forma más fuerte movimientos sociales que cuestionaron el orden social dominante, como los movimientos de mujeres, obreros, de estudiantes, así como los de liberación sexual y del orgullo lgbt —en particular a partir de los disturbios Stonewall en 1969, el movimiento colectivo por el coming out—, los cuales contribuyeron a la despatologización de la diversidad sexual y, posteriormente, a la búsqueda de derechos, lo que ha permitido, poco a poco, visibilizar cambios, sobre todo en el ámbito de lo público.
Cabe mencionar que en la actualidad convergen los discursos patologizantes prevalecientes en el ámbito privado y en la socialización primaria con una tolerancia pragmática en el ámbito de lo público; es decir, en este último, cuando no se invisibiliza, se tolera, pero nunca se incorpora, lo que hace evidente la dificultad a la que se enfrentan las personas de diversidad sexual para acceder a un goce pleno de derechos y alcancen la ciudadanía real.
No obstante, la dificultad antes mencionada se vive de manera distinta por las personas de la diversidad sexual. Es importante reconocer que ellas, como el grueso de la población, viven una interseccionalidad por cuestiones de edad, apego al sistema sexo-género, nivel académico, raza, estatus socioeconómico, ocupación, condición migratoria, si se pertenece a un contexto urbano-rural o el capital sociocultural con el que cuentan. Es sabido que todos estos elementos inciden como condiciones determinantes para el ejercicio de la ciudadanía.
En este contexto interesa preguntarse: ¿Cómo negocian las personas lgbttti en el transcurso de su vida entre el discurso patologizante que limita el ejercicio de sus derechos y el discurso de ciudadanía plena para la puesta en práctica de los mismos? Aquí sólo buscamos acercarnos a lo que teóricamente se ha discutido al respecto para, luego, en una segunda fase de la investigación, realizar una aproximación empírica en el contexto de la región centro-bajío del país.
El trabajo parte del supuesto de que la ciudadanía es un constructo social que se forma en el tiempo, ya sea potencializando o minando la condición política y civil de los sujetos. En este entendido, las personas lgbttti, al no apegarse a los roles y estereotipos de género, desde su niñez experimentan condiciones de marginación y discriminación, producto de la patologización que se hace de ellas, con lo que se debilita su constitución de personas sujetas de derechos y obligaciones. El discurso de patologización que ellas interiorizan desde edades muy tempranas las lleva, en muchas ocasiones, a considerarse personas no sujetas de derechos, o bien a lidiar y negociar con este discurso patologizante, lo que hace evidente que, aunque se han dado avances al retirar la homosexualidad del catálogo de enfermedades mentales del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (dsm) desde inicios de la década de 1990, el estigma social que representó la patologización sigue permeando en el imaginario colectivo, así como en el proceso de subjetivación identitaria de los sujetos.
A pesar de ello, existen elementos como el capital sociocultural o el vínculo con personas activistas que funcionan como herramientas que les permiten a las personas lgbttti aprender a negociar con el discurso patologizante y posicionarse como sujetos de derechos, en ocasiones sólo en ciertos contextos o frente a situaciones particulares, y a veces de una forma más sólida y sostenible tanto en el ámbito público como en el privado.
¿Ya no somos anormales, enfermos ni criminales?
El discurso de patologización en la subjetivación de personas lgbttti
Es necesario entender la génesis de los discursos que construyeron la noción de patología en la sociedad occidental moderna, vinculada directamente a un ejercicio de poder de los grupos dominantes a nivel económico y político. La patologización, entre muchas otras construcciones estigmatizantes, tuvo como fin responder a determinadas necesidades muy concretas: lograr la consolidación de un orden social binario basado en una figura patriarcal, un sistema económico de mercado, un Estado masculino y heterosexual, una familia monogámica y una ciencia encargada de legitimar y controlar todos estos elementos tanto en el espacio público como en el privado.
Para Foucault (1979) la burguesía ha necesitado, o el sistema ha encontrado su propio interés en la técnica y en el procedimiento mismo de la exclusión. Y es que son los instrumentos de exclusión, los aparatos de vigilancia, la medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia, toda esta microfísica del poder, la que ha significado, a partir de un determinado momento, el mecanismo social de control y dominación. “Los mecanismos de exclusión de la locura, de vigilancia de la sexualidad pusieron de manifiesto un provecho económico, una utilidad política y, de golpe, se encontraron naturalmente colonizados y sostenidos por mecanismos globales, por el sistema del Estado” (Foucault, 1979, p. 146). En occidente tenemos una medicalización de la sexualidad en sí misma, como si ella fuese una zona de fragilidad patológica particular en la existencia humana. Toda sexualidad corre, a la vez, el riesgo de estar enferma y de inducir a enfermedades (como en ese momento lo vivió la homosexualidad) (Foucault, 1979, pp. 160-161).
La medicalización de la sexualidad surgió como un paradigma integrado por un conjunto de ideas, teorías, supuestos, premisas y representaciones, todas ellas provenientes de distintas disciplinas que intentaban explicar la etiología de la homosexualidad, con el objetivo claro de patologizarla y, a partir de ahí, justificar su tratamiento, conversión o cura (Cornejo, 2011). En este paradigma de la medicalización de la homosexualidad patologizada confluyeron desde el final del siglo xix y hasta muy avanzado el siglo xx, una multiplicidad de explicaciones patologizantes desarrolladas principalmente por la psiquiatría y el psicoanálisis, pasando por las explicaciones genéticas y hormonales de la disciplina médica. Estas ideas que dominaron las explicaciones de la homosexualidad y la fundamentaron como “anormal” a la luz del discurso científico, lograron permear y sedimentarse en las representaciones sociales de las personas por casi dos siglos.[1]
Para analizar la solidez que ha adquirido el discurso de medicalización sobre la sexualidad y el control sobre los cuerpos sustentados en el pensamiento binario, propio de occidente, Foucault señala cómo la distinción entre lo normal y lo patológico es todavía más fuerte que la de culpable e inocente, señalando que “cuando un juicio no puede enunciarse en términos de bien y mal se le expresa en términos de normal y de anormal” (Foucault, 1979, p. 41). Y cuando se trata de justificar esta última distinción, se hacen consideraciones sobre lo que es bueno o nocivo para el individuo (esto desde la perspectiva de quien ejerce el poder sobre él, de la institución disciplinaria). Son sobre estas expresiones del dualismo constitutivo de la conciencia occidental identificadas por Foucault que, en este análisis, se observa el ejercicio de la ciudadanía de las personas lgbttti.
La mirada científica patologizante hacia esos cuerpos fue legitimada por el Estado y apropiada mediante la elaboración de un marco legal que construyó, entre otras muchas cosas, una regulación social basada en lo normal y lo anormal, y fue una de las lógicas bajo las cuales se concedió la calidad de ciudadanía. Esa calidad de ciudadanía permite el acceso a derechos civiles y políticos, que significaba no sólo el ejercicio del sufragio, sino gozar de derechos sociales como el trabajo, la salud, la educación, la vivienda; es decir, los políticos y administradores públicos entraron en esa misma lógica de regulación de la sexualidad adoptada por los médicos y psiquiatras desde el discurso científico para atender a esos cuerpos desde condiciones estigmatizadas, incluso llegando a criminalizarles.
Si bien es cierto no todos los marcos legales de las naciones tipifican como delito la homosexualidad, los países que no la contemplan en su normatividad no es que la toleren, sino que recurren a sancionarla desde la parte administrativa como “daños a la moral” o propiciar el “desorden público”; tal fue el caso de México con el mítico suceso de la redada policiaca del “baile de los 41” a principios del siglo xx, que criminalizaba, ridiculizaba y exponía a “los anormales”, “los desviados”, “los jotos”, llevándoles a pagar una condena de trabajos forzados en Yucatán.[2] Esto revelaba la necesidad de no dejar pasar la homosexualidad y sus expresiones como cuestiones “normales”. Y a pesar de no encontrarse tipificada como delito, imperaba en la sociedad el sancionarla a partir de los recursos que se tuvieren, y era ahí donde los discursos médicos, religiosos y jurídicos cobraban validez y vigencia.
Con ejemplos como este, podemos observar cómo esta mirada especializada patologizante y criminalizante permeó las prácticas cotidianas, encontrando su mayor núcleo reproductor en la familia, una familia surgida de la modernidad caracterizada por ser heterosexual, pues es la unión exclusiva de hombre-mujer, tiene como fin la reproducción de la especie en un marco político, exige monogamia, fidelidad, además de regular la vida social excluyendo las anomalías. Es decir:
[…] define cuerpos y asigna placeres, regula, prohíbe y permite un determinado modelo social jerarquizado y excluyente de un “otro” frente a lo que lo “normal” está permanentemente obligado a confrontarse, dado que sus límites coinciden con la posibilidad de identificación, definición, marcado y rechazo de lo “anormal”. (Tudela, 2012, p. 14)
Este modelo de familia no sólo está validado en el contexto moderno, sino que también representa la “expresión máxima” de evolución sociocultural, de tal forma que lo que no se parezca a esta construcción es una entidad “bárbara y enferma”. Así, al ser la familia un dispositivo de control social de gran envergadura, diversas posturas teórico-políticas han equiparado su función con el Estado moderno. “Se trata de una de las más formidables invenciones políticas del siglo ilustrado: La invención del espacio público de la vida frente al espacio privado, de lo político frente a lo doméstico” (Tudela, 2012, p. 10). Lo público para los hombres sanos, productivos; y lo privado para las mujeres y los anormales, donde se aprenden roles de género; lo que sustenta “el orden natural” es lo binario: Estado-familia, hombre-mujer, público-privado, normal-anormal, heterosexual-homosexual, tutela-tutelado.
Bajo esta lógica heterosexual y binaria se elaboró el pensamiento y funcionamiento de las instituciones del Estado moderno, teniendo como la institución legal poderosa el matrimonio, y a partir de este contrato civil se construirán y derivarán derechos sociales y el derecho mismo a la procreación.
La familia monogámica, heterosexual y reproductiva se instaura como la primera institución de socialización de las personas, de tal forma que moldearán, ordenarán y educarán a sus descendientes bajo esta concepción “normal” de lo heterosexual y binario. La familia será así el espacio supremo donde se regulan los usos del cuerpo y la sexualidad, desde la díada “normal-anormal”, desarrollando, desde la socialización primaria, una serie de discursos y prácticas reguladoras para “encauzar” la expresión de género de sus miembros, procurando cumplir, por lo menos en la apariencia, con la correspondencia asignada en occidente entre sexo, género y deseo, y así, supuestamente, “prevenir” o “corregir” la expresión de masculinidad en las mujeres, pero, sobre todo, el afeminamiento en los hombres, la homosexualidad y la transexualidad.
La negación de derechos se agudiza y alcanza sus niveles de discriminación y violencia más altos cuando las personas son “trans”,[3] pues no entran en el modelo de “normal, aceptable y deseable”; es decir, son personas que carecen de alineación entre su sexo, género, práctica y deseo.
La psiquiatría hoy día, para entender la transexualidad refuerza las diferencias y desigualdades entre hombres y mujeres como elementos fijos e inmodificables, enraizados en causas puramente biológicas. “Desde esta base, se considera que el deseo del paciente de pertenecer al género contrario es inmodificable, por lo que ninguna terapia que intente cambiarlo será efectiva y se sostiene que la mejor solución para acabar con su sufrimiento es facilitar la transformación corporal” (Coll-Planas, 2011, p. 17). Esto nuevamente patologiza lo diferente, lo no binario, y aunque la medicina ha aceptado ahora intervenir en la transformación de los cuerpos cambiando el sexo, administrando hormonas, etcétera, es impensable trascender el paradigma del trastorno. Así, el discurso patologizante puede penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos, a través del proceso de socialización y de medicalización. Existe, desde el espacio público hasta la encarnación y subjetivación en los sujetos, pasando por el espacio privado, una red de biopoder, de somatopoder que es, al mismo tiempo, una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior, de la que nos reconocemos y nos perdemos a la vez (Foucault, 1979, p. 156).
Ahora bien, haciendo del poder la instancia del control y la generación de prohibiciones y regulaciones sobre el cuerpo, se está abocando a una doble “subjetivación”: el poder, del lado en el que se ejerce, es concebido como una especie de gran Sujeto absoluto —real, imaginario o jurídico, poco importa— que articula la prohibición: soberanía del padre, del monarca, de la voluntad general, del hombre heterosexual. Y del lado en el que el poder se sufre, se tiende, igualmente a “subjetivarlo”, determinando el punto en el que se hace la aceptación de la prohibición, el punto en el que se dice “no” al poder; y de este modo se supone la renuncia a los derechos naturales, al contrato social, a la ciudadanía (Foucault, 1979, p. 169).
La noción de disciplinarización es de suma ayuda para explicar este mecanismo de subjetivación, ya que como señala el autor, ésta “garantiza la sujeción constante de sus fuerzas y les impone una relación de docilidad-utilidad […] llega[n]do a ser [...] fórmulas generales de dominación [...] La disciplina disminuye las fuerzas del cuerpo en términos de obediencia política, disocia el poder del cuerpo” (Foucault, 2005, pp. 159-160).
Estos mecanismos psicológicos y sociales de regulación de la conducta instituidos desde los siglos xvii y xviii prevalecen hasta la actualidad, reproduciéndose en las principales instituciones sociales de la modernidad: la familia, la escuela, la religión y el Estado, permitiendo así que se mantenga la discriminación de manera informal y, a veces, autoinflingida, llevando a las personas lgbttti a constituirse a sí mismas como garantes del disciplinamiento a costa de la vulneración o negación de los derechos a los que como ciudadanas deberían aspirar (Foucault, 1979, p. 106).
¿Podemos ser ciudadanos? Ciudadanía liberal versus ciudadanía sexuada
El discurso de la democracia liberal tiene como aspiración “una sociedad en la que la gente se apoye entre sí con mutuo respeto y en la que todas las relaciones, no importa lo pequeño o íntimo del contexto, están impregnadas del principio de que cada persona tiene igualdad peso” (Phillips, 1998, p. 331).
La democracia tiene como elemento primario la noción de ciudadanía; la primera sólo es posible porque encuentra su existencia y su razón de ser en la segunda. La ciudadanía significa pertenecer a una colectividad, y al ser parte de esta comunidad se adquieren derechos y deberes. Concretamente, los derechos están vinculados con lo político, con lo cual las personas adquieren existencia en el espacio público; sin el goce de estos derechos, las personas de una sociedad no pueden intervenir en los asuntos del Estado.
Estas definiciones de democracia y de ciudadanía plantean una supuesta realidad asexual, desgenerizada y, en consecuencia, descorporalizada. Para ser ciudadanos y estar en la vida pública es necesario “dejar atrás los cuerpos”, olvidándosele así a la democracia liberal que no hay individuos de género neutro.
La noción de ciudadanía nació desde un inicio con una etiqueta elitista y exclusiva: ¿Quiénes eran ciudadanos? Los hombres, de sexo masculino, que gozaran de propiedad privada y que fueran normales y sanos; esto último está vinculado con los discursos de regulación desde lo médico, religioso y jurídico que en los albores del surgimiento del Estado moderno marcaron la pauta sobre los cuerpos, prácticas e identidades que podrían considerarse valiosas, dignas de ser reconocidas y, sobre todo, normales.
Tuvieron que pasar varios siglos para que la noción de ciudadanía fuera dando cabida a más cuerpos. Desde finales del siglo xviii, las mujeres blancas, heterosexuales, de clase media, emprendieron la lucha por la demanda de derechos civiles, y no sería hasta entrado el siglo xx cuando las mujeres ganarían ciertos derechos políticos básicos como el sufragio y el derecho a la propiedad privada.
Sin embargo, otros cuerpos continuaron quedando desdibujados de la noción de ciudadanía: indígenas, migrantes, homosexuales, lesbianas, bisexuales, personas trans e intersexuadas. Y es que en el siglo xx se pasó de una idea de ciudadanía androcéntrica a una binaria, donde persistían las estructuras económicas y políticas de las sociedades, otorgando altos grados de segregación racial y sexual. Esto permite observar que la democracia y, en consecuencia, la ciudadanía, son constructos sociales definidos por grupos específicos que poseen intereses. Así lo expone Anne Phillips (1998): “cuando un grupo está sistemáticamente infrarrepresentado, algún otro grupo está obteniendo más de lo que le corresponde” (p. 323).
Judith Butler (2011), por su parte, señala que en el espacio público se generan disputas acerca de quién o quiénes pueden aparecer, porque es donde se reconfiguran las ciudadanías y se validan. En este sentido, se sobreentiende que la democracia representará sólo unos cuerpos.
[...] lo que el liberalismo considera un “individuo” debe ser repensado como un sujeto forjado por las normas, sometido a normas identitarias, y habilitado en el espacio político precisamente a través de esa regulación y ese sometimiento. (Butler, 2011, p.12)
Es decir, históricamente y de manera reiterada, el planteamiento de que hombres y mujeres —sin importar orientación sexual, identidad, expresión sexogénerica, condición socioeconómica, color de piel, creencia religiosa, etcétera— participen en igual medida y en “igualdad de condiciones” en la vida pública de estas sociedades democráticas ha resultado ser idílico, por lo menos para las personas que no entran en el modelo de ciudadanía dominante que, además, se ha considerado como neutral. Ejemplos de ello los podemos encontrar en los códigos civiles que estipulan el registro del sexo del infante al nacer:[4] “Al nacer la primera identidad social y política que tenemos está en función del sexo biológico [...] Tener vagina o pene nos determina como niña o niño. Así esta primera forma de clasificación pasa por reconocer nuestra naturaleza biológica, a la vez que socialmente nos va ubicando como seres masculinos o femeninos” (Argüello, 2014, p. 114). Bajo esta consideración, un “simple” trámite burocrático ejecutado de forma mecánica, realizado en una oficina, tiene una trascendencia mayor, ya que al reconocer legalmente la asignación de un sexo, también se está delimitando a qué derechos y en qué calidad podrá acceder el infante durante su trayecto de vida. En la primera etapa de la infancia repercutirá por lo menos en el acceso a servicios de salud, educación y seguridad social. Esta situación se torna especialmente problemática para las personas intersexuales o para las que no pueden acceder a este registro por diversos motivos.
Aquí cabe destacar de manera particular el caso de las personas intersexuales, ya que, de acuerdo con los protocolos existentes, es necesario asignar un “sexo verdadero” (hombre o mujer) determinado médicamente; esto representa una patologización de la intersexualidad y justifica la intervención a sus cuerpos —que va desde la cirugía hasta la administración de hormonas—, lo que implica, además, un proceso de “adaptación” social de las niñas y niños, muchas veces largo y doloroso, donde los progenitores sólo avalan o acatan la decisión médica (Argüello, 2014, p. 115).
Por otro lado, tenemos los códigos civiles que consideran al matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer con fines procreativos;[5] una vez más, éstos están fundamentados en la diferencia biológica y en la legitimación cultural, política y económica de la desigualdad que estipula el sistema sexo-género a través de la reproducción del modelo de familia nuclear heterosexual; con ello, niegan a las parejas del mismo sexo no sólo la posibilidad de contraer matrimonio, sino también de otros derechos vinculados con éste, como la afiliación de la pareja a un sistema de seguridad social, la obtención de una pensión o seguro de vida —en caso de viudez—, o la adopción de hijos en pareja, por mencionar los más representativos.
En cuanto a las personas trans, una de las problemáticas más recurrentes a las cuales se ha enfrentado esta población ha sido la imposibilidad de tener identificación civil avalada por el Estado. La identificación de estas personas no tiene concordancia entre su sexo biológico y su identificación de género. Sus nombres no concuerdan con su sexo, y en algún momento de sus vidas, sus fotos/imágenes de identificación suelen no corresponder tampoco; es decir, se les niega el derecho al libre desarrollo de la personalidad y a la autodeterminación de su identidad sexogenérica al ser distinta al sexo-género asignado al nacer, o para hacerlo requieren de su patologización y medicalización (Coll-Planas, 2011).
La resistencia del Estado para reconocer y garantizar el derecho al reconocimiento de la identidad de género, a la unión legal entre personas del mismo sexo, a su existencia sexuada en los espacios públicos de las personas no-normativas, deriva en su precarización de vida, violencia sistemática y, en consecuencia, su condición ciudadana es casi nula. En 2012, la Organización Internacional del Trabajo (oit) puso en marcha el proyecto “Pride”, con el objetivo de realizar estudios sobre la discriminación contra los trabajadores y las trabajadoras lgbttti alrededor del mundo. Dicha investigación arrojó que las personas transexuales son las que enfrentan las formas más severas de discriminación laboral, debido a que no cuentan con un documento de identidad que refleje su género y su nombre; la reticencia de las personas empleadoras a aceptar su forma de vestir; la disuasión de utilizar baños acordes con su género; y presentar una mayor vulnerabilidad al hostigamiento y el acoso por parte de sus compañeros de trabajo (Marjane, 2017).
Por estas razones, las personas trans se ven excluidas del empleo formal. En el caso concreto de las mujeres transexuales, la oit afirma, en su estudio, que la única estrategia de supervivencia que les queda es el trabajo sexual, situación que necesariamente impacta en los indicadores de pobreza de los países, aunque estas personas sean negadas como ciudadanas.
Bajo esta considercación, el tipo de ciudadanía al que hace alusión la democracia liberal es fundamentalmente heteronormativa, masculina, blanca y de clase media. Es decir, y de acuerdo con Lind y Argüello (2009), ésta “se estructura a partir de reglas y normas que otorgan mayores privilegios a los individuos heterosexuales que a los individuos no-normativos, sean estos gays, lesbianas, bisexuales, transexuales o personas transgénero” (p. 13), por lo que es necesario repensar la noción de ciudadanía desde un enfoque incluyente que debilite las formas exclusivas desde las cuales se constituye; y en ese tenor está la ciudadanía sexuada.[6] Es por ello que diversos movimientos sociales, excluidos de la normatividad impuesta por la democracia liberal, han hecho visible y demandado que la democracia no ignore la diferencia sexual ni las otras diferencias que atraviesan el cuerpo, y que muchas veces tienen como consecuencia la anulación como ciudadanos en el modelo de democracia vigente. Es decir, el modelo democrático tiene que reconceptualizarse llevando en mente la diferencia. La democracia tiene que tratar con el nosotros y los otros no sólo como individuos, sino reconociéndolos como grupos sexuados, para lo que es necesario transformar también el diseño del marco legal y la elaboración de las políticas públicas, pues son estas estructuras las que establecen las pautas de convivencia social y validan el reconocimiento de cuerpos en la vida cotidiana para permitir su participación en la vida pública.
Estas luchas por la ciudadanía sexual, en lo que respecta a América Latina, no son del todo nuevas; no obstante, las demandas por derechos sexuales y ciudadanía sexual surgieron recientemente en la década de 1990. De acuerdo con Evans (2007), esta ola de demandas está propiciada por diferentes factores: el aumento de la movilización de activistas contra la homofobia y la transfobia en la región, que, a su vez, se han sumado a otros movimientos más amplios de justicia global que critican la globalización, el neoliberalismo y las formas de estratificación social; el aumento de grupos conservadores de orden religioso y político que influyen con el objetivo de obstaculizar o revertir la formulación y puesta en práctica de programas y leyes sobre derechos reproductivos, particularmente con respecto al aborto; la proliferación de redes transnacionales que insertan los derechos sexuales al marco de los derechos humanos y la lucha contra la pobreza; y las coyunturas políticas que han dado pauta a la discusión de derechos sexuales dentro de las políticas públicas y reformas legales, concretamente las oportunidades que han dado en este sentido los gobiernos de izquierda.
En este sentido, la lucha por la ciudadanía necesariamente obliga a mirar los cuerpos y a respetar, desde el espacio público, la libre determinación como seres sexuales, así como la libertad de expresión sexual, de género, el derecho a controlar el propio cuerpo y, por ende, entender que existe una soberanía del cuerpo.
Es importante subrayar que la sexualidad siempre ha estado confinada al espacio privado (como lo han sido el género y las mujeres) y, por tanto, ha quedado fuera del ámbito cívico y político. Así, es muy fácil que las democracias modernas constituyan una idea de ciudadanía donde no existen las personas no normativas y, en consecuencia, es imposible que existan derechos políticos y civiles para ellas: lo que no se nombra no existe. En este tenor, Plummer (2001, p. 238) señala cómo muchos aspectos de la “vida personal” se quedan al margen de derechos, obligaciones, reconocimiento y respeto como: con quién vivir, cómo educar a los hijos, cómo disponer del cuerpo, cómo relacionarse como un ser con género, cómo ser una persona erótica (Lind y Argüello, 2009).
En términos jurídicos, la sexualidad se ha ubicado en dos categorías: lo “respetable” o lo “criminal”:
Las leyes sexuales establecidas en toda América Latina durante el periodo colonial o a principios de la República ya establecían esta división entre buenos y malos, puros y contaminados [...] Las leyes contra la sodomía, la prostitución y la mezcla de razas trabajaron de la mano para construir el ideal de ciudadano español o de origen mestizo, de clase media o alta, respetable y heterosexual. (Clark, 2001; Guy, 1991; Prieto, 2004; citados en Lind y Argüello, 2009, p. 14)
Bajo este entendido jurídico que permeó las prácticas cotidianas, no únicamente la homosexualidad es denigrada, sino todas las prácticas sexuales relacionadas con el sexo por placer, múltiples parejas sexuales, o el sexo fuera de las relaciones matrimoniales. Así, el imperio de la heteronormatividad no sólo regula las prácticas homosexuales, lésbicas, bisexuales, sino que también controla las prácticas heterosexuales mediante la jerarquía moral de ciudadanos sexuales buenos y malos.
¿Ejercer nuestros derechos? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con quién?:
Performatividad, resistencia y agencia lgbttti
En el abordaje del ejercicio de la ciudadanía de las personas lgbttti, es necesario comprender el poder en términos foucaultianos como un elemento constitutivo presente en distintos niveles y dimensiones en todas las relaciones sociales y políticas; que no se está nunca “fuera”, que no hay “márgenes” para la pirueta de los que están en ruptura; que no existe una forma inabarcable de dominación o un privilegio absoluto de la ley; es decir, no se puede estar “fuera del poder”, no se puede estar de todas formas atrapado bajo los regímenes reguladores de la vida, el cuerpo, la conducta, la sexualidad; los sujetos pueden asumir un rol activo y ejercer resistencia, pues como lo expresa este autor,
No existen relaciones de poder sin resistencias; que éstas son más reales y más eficaces cuando se forman allí mismo donde se ejercen las relaciones de poder; la resistencia al poder no tiene que venir de fuera para ser real, pero tampoco está atrapada por ser la compatriota del poder. Existe porque está allí donde el poder está; es pues como él, múltiple e integrable en estrategias globales. (Foucault, 1979, p. 171)
En este interjuego entre el poder y las resistencias en el campo de las ciudadanías sexuadas resulta relevante aproximarnos al enfoque de “construcción de las identidades”, el cual remite a una de las discusiones básicas de la sociología: el orden se logra a partir del agente o de la estructura. No obstante, el enfoque constructivista ha posibilitado la creación de herramientas analíticas para advertir que las identidades se sitúan a la mitad del camino entre las relaciones de agencia y estructura.[7] Esto es, las identidades obedecen a órdenes normativos, pero están también acompañadas de la emergencia de actores sociales que interpelan dichos órdenes. Las identidades se ubican dentro de las estructuras de dominación, pero aun dentro de este constreñimiento son capaces de moverse y replantearse. “De allí que cuando nos posicionamos en una perspectiva constructivista, lo hacemos para comprender y situar el carácter histórico, social y político de las identidades (en nuestro caso, sexuales y de género). Se trata de una aproximación analítica que implica abrirnos hacia las diferenciaciones identitarias en tanto construcciones sociales contingentes” (Argüello, 2013, p. 176).
Las identidades son “construcciones sociales” y, por tanto, no pueden escapar de la constante configuración y reconfiguración que se dan de acuerdo con las relaciones de poder dentro de las cuales se enmarcan. Así, las identidades no son esencias, sino relaciones entre un álter y un ego (Calhoun, 1994; Giménez, 2000; citados en Argüello, 2013).
Respecto a las identidades sexuales, hay que reconocer el papel que tuvieron los aportes de los distintos postulados del feminismo y los estudios de género para cuestionar los supuestos naturalistas y esencialistas que imperaban en la atribución de roles femeninos y masculinos, cuestionamiento que está en la base de la reflexión sobre las sexualidades.
Los feminismos, y posteriormente los estudios de género y de diversidad sexual, “desnaturalizaron” los roles y espacios sociales diferenciados para hombres y mujeres, y posicionaron la reflexión sobre un orden estructural patriarcal que oprimía a las mujeres y las personas lesbianas, gays, bisexuales, trans e intersexuales. La concepción de Simone de Beauvoir sobre que “la mujer no nace, se hace”, apuntaló las bases para la posterior reflexión sobre la construcción cultural del género y la sexualidad.
El lema de los feminismos de las décadas de 1960 y 1970, “lo personal es político”, revela muy bien el carácter político de los asuntos “privados” e interpela la contundente línea entre el espacio público y privado. Por su parte, el análisis de Butler sobre el sexo, el género y el deseo permitió cuestionar el pensamiento binario propio del sistema sexo-género occidental.
En cuanto a las luchas frente a los Estados democráticos por el reconocimiento de identidades, la despatologización, la descriminalización y la consecución de derechos políticos, como las de la población lgbttti, Foucault señala que para que no fracase el proceso revolucionario que éstas suponen para el modelo de democracia vigente, una de las primeras cosas que deben comprenderse es que el poder no está localizado por completo y de forma inamovible en el aparato del Estado, y que “nada cambiará en la sociedad si no se transforman los mecanismos de poder que funcionan fuera de los aparatos de Estado, por debajo de ellos, a su lado, de una manera mucho más minuciosa, cotidiana” (Foucault, 1979, p. 108). Es decir, si desde lo cotidiano, desde la performatividad se consigue modificar estas relaciones de dominación, control, patologización del cuerpo y la sexualidad, o se hacen intolerables los efectos de poder que en ellas se propagan, se dificultará enormemente el funcionamiento de los aparatos de Estado en tanto dispositivos disciplinarios y reguladores del cuerpo y la sexualidad.
De acuerdo con Butler (2011, p. 13), “La teoría performativa del género se entiende comúnmente como la repetida puesta en acto de normas sociales en —y a través de— la vida del cuerpo, haciendo hincapié en las normas genéricas que producen a los sujetos que pueden, bajo ciertas condiciones, encontrar maneras de resistir o resignificar esas normas”; dichas normas, además, están estructuradas por fantasías dominantes o imaginarios (sexistas y heteronormativos) que introducen inestabilidad en los mismos sujetos que buscan regular. Es en esta reiteración cotidiana de actos de resistencia (performance) frente a las normativas sobre el cuerpo, la sexualidad y la expresión de género, que se vuelve un objetivo posible su transformación; en este mismo sentido, la visibilización y demanda reiterada de derechos de la población lgbttti frente a las instituciones del Estado contribuye a su reconocimiento en tanto ciudadanos que no han sido reconocidos. Es por ello que aquellos cuerpos y placeres que no logran ajustarse a las operaciones imaginarias de la ley, como los de las mujeres, los de la población lésbico, gay, bisexual, travesti, transgénero, transexual e intersexual, los de personas indígenas, migrantes, discapacitados, exponen esos imaginarios como contrademocráticos y violentos al ser excluidos, invisibilizados o discriminados por ellos, desarrollando modalidades alternas para la vida sexual y la existencia corporal, convincentemente relacionales, que van en contra e impugnan la regulación de la identidad y la restricción tanto del poder político como de los ideales democráticos en el nombre de una democracia más radical que les incluya, les permita participar en la vida pública del Estado y, sobre todo, les permita ejercer sus derechos civiles y políticos fundamentales.
La resistencia y performatividad de las personas miembros del colectivo lgbttti en búsqueda de reconocimiento, respeto y el ejercicio de derechos desde la cotidianidad, pueden cobrar distintas formas desde lo individual, lo grupal y lo colectivo; resistencias que se fortalecen de forma dialéctica. Desde la resistencia y postura política individual se busca impactar desde el espacio privado y el contexto próximo al individuo a través de la expresión de su subjetividad, que implica, en un primer momento, gustos musicales, formas de vestir, de hablar, amistades, pareja, elección de proyectos de vida y profesionales, pero que va más allá: hacia la búsqueda de servicios públicos de salud, educación, vivienda, empleo, seguridad social, de múltiples trámites como el matrimonio, el cambio de identidad sexo-genérica, la medicalización despatologizada, el ejercicio del trabajo sexual descriminalizado, demandas que, al adquirir un carácter grupal y colectivo, buscan posicionarse en la agenda pública del Estado.
Muchos de estos esfuerzos de resistencia desde lo individual son acompañados desde los grupos de liberación lgbttti que trabajan por la búsqueda de reconocimiento público y legal y por la reducción del estigma social. Asimismo, existe una construcción simbólica en torno a las personas de este colectivo que lucha, en estos mismos términos y a nivel cultural, a través de los discursos emitidos por los medios de comunicación, las nuevas tecnologías de la información y otras industrias culturales, de los esfuerzos de los grupos y de los sujetos individuales, por encontrar un reconocimiento social y político equitativo al reconocimiento con el que cuentan las personas heterosexuales.
Asimismo, es importante reconocer que no para todas las personas de esta población resulta igualmente factible la asunción de esta postura performativa de resistencia, o al menos no en el mismo nivel; ésta muchas veces está supeditada a las condiciones sociales, políticas, económicas, geográficas, entre otras, que hacen mucho más factible para algunas personas y mucho más complicado para otras el asumir una postura de reivindicación de derechos. Y es que no es lo mismo, por ejemplo, ser lesbiana y pertenecer a un ámbito rural, que serlo en una megalópolis. De igual forma, no es lo mismo ser un hombre obrero homosexual sin acceso a información clara, despatologizada, reivindicativa de derechos, sin una red de apoyo, que ser un hombre gay con una formación en estudios de género o derechos humanos, activista y con una red de colaboración en lo personal y profesional que visibilice, respete y promueva los derechos de las personas no heterosexuales.
Esto no quiere decir que se esté sólo de un lado o del otro, aceptando el peso de la estructura. Lo que se debe tener en cuenta es que las personas son agentes, y que ellas pueden estar en situaciones en que consideren factible, seguro, fructífero y conveniente visibilizarse como lgbttti, y otras en que decidan que lo mejor es omitir esta información para mantener desde su integridad física hasta su estatus social o político.
En este orden de ideas, la familia merece una alusión específica. Resulta relevante el papel de la performatividad y resistencia en el proceso de socialización de la familia, ya que, de acuerdo con Heller y Fehér (1995), es el primer movimiento político que propugna una desnaturalización de la familia desde dentro; en esta desnaturalización se encontraría, por ejemplo, la de la atmósfera emotiva que, según la norma, se considera uno de sus elementos “naturales”; asimismo, se encontraría la desnaturalización del patriarcado, de la socialización y violencia de género, de la reglamentación de la sexualidad y del cuerpo.
Adicionalmente, dichos autores señalan que, hasta el momento, esto se hizo desde fuera, a través de movimientos en el espacio público:
Pero ahora la batalla se libra desde el propio espacio que la familia ocupa, en la vida diaria, y sólo pasa desde allí al espacio público. Los movimientos han planteado hasta ahora cuestiones absolutamente fundamentales, como el fin del patriarcado, la equiparación de los sexos y la pauta cambiante de los papeles sexuales dentro de la familia, la violencia intrafamiliar, los derechos de los niños y temas similares. (Heller y Fehér, 1995, p. 51)
En esta batalla consideramos que también se debe contemplar la búsqueda de reconocimiento y de libertad de las minorías sexuales desde el espacio interior de la familia, a través de acciones como la salida del clóset, la reivindicación como persona trans o intersexuales, que desde la vida cotidiana buscan cuestionar simbólicamente el orden sexual impuesto mediante la estructura familiar tradicional. Bajo esta perspectiva, consideramos que gracias a estos actos performáticos de resistencia también se podría llegar a cuestionar la heteronormatividad que desde la familia consolida a la heterosexualidad y a la biología como parte de lo que siempre se ha considerado “natural” y que, sin embargo, no debe seguir siéndolo si es que como sociedad queremos alcanzar el ideal de libertad y democracia que la modernidad prometía.
De la anormalidad a la performatividad
Las personas lgbttti han tenido que sortear una larga historia de estigmatización que va de lo pecaminoso, abominable, desviado, anormal, patológico, incluso hasta lo criminal. Tuvieron que surgir múltiples movimientos y discursos de resistencia desde lo individual y lo colectivo a nivel teórico, político y social para cuestionar las etiquetas que, hasta entonces, habían sido impuestas por los grupos dominantes y que dejaban a estas personas invisibilizadas —en el mejor de los casos—, o hasta llegar a ser criminalizadas y sancionadas por el Estado —en los casos más extremos—.
A pesar de los cambios legales y sociales alcanzados, sigue pesando sobre el imaginario colectivo una representación que mengua la ciudadanía y dignidad de las personas no heterosexuales, situación que lleva a las personas lgbttti a ejercer una ciudadanía desde la performatividad; es decir, según la situación o el contexto, ejercen su ciudadanía desde la sujeción al modelo heternormativo dominante o desde la libertad sexual que visibiliza y reivindica la diferencia, sin alcanzar aún los derechos políticos plenos de los cuales goza cualquier persona normada desde los parámetros de la democracia liberal.
Y es que pensar las ciudadanías desde lo corpóreo es algo todavía distante de la realidad. La vida, el sexo, el cuerpo, la sexualidad y el erotismo siempre han sido administrados por el Estado; todo el orden político-gubernamental está adiestrado para ordenar los cuerpos-sexos y darles cauce desde una lógica binaria “perfectamente entendida y naturalizada”; todo el ordenamiento político sobre la sexualidad ha permeado en la totalidad de la vida cotidiana de las personas. La forma como el Estado ha penetrado en lo más íntimo de la vida de las personas a través de los mecanismos religiosos, morales, legales, educativos y culturales ha sido tan eficaz y exitosa, que la propia población ha llegado a tener la capacidad de autocontrolarse a través de la rutinización de las prácticas reguladoras sobre la sexualidad y a reproducir los discursos “naturales” sobre el sexo.
El autocontrol ha sido un dispositivo tan exitoso que los cuerpos no normados han aprendido a negociar con él. Muchas personas lgbttti han normalizado vivir su sexualidad desde la clandestinidad que otorga “la vida privada”, y en el espacio público recatar su orientación sexual, identidad y expresión de género para hacerse sujetas de derechos políticos y civiles. No obstante, esto se hace factible para los cisgénero,[8] no así para las personas trans, quienes aun han aprendido a “moderar” su expresión de género para ser aceptadas en la medida de lo posible; incluso sus trabajos como sexoservidoras es una práctica laboral marginal pero aceptada por el sistema patriarcal, a la cual se ven obligadas a recurrir para salvaguardar su sobrevivencia.
Bajo estas consideraciones, es necesario realizar una investigación empírica profunda sobre las prácticas performativas que en la cotidianidad las personas lgbtttti ejercen para disociar los escenarios en los que es posible visibilizarse y en los que no, y plantearnos las siguientes interrogantes: ¿Qué permite hacerlo? ¿Qué lo obstaculiza? ¿Siguen siendo educados en el miedo, la vergüenza o la culpa por no ser heterosexuales? ¿Qué “beneficios” puede tener el anonimato? ¿Qué costos tiene la visibilidad? ¿En qué espacios es más fácil visibilizarse y en cuáles es más complicado? ¿Qué derechos es posible exigir y desde qué performatividad? ¿Cómo se posicionan en el espacio público?
Los avances logrados por los movimientos políticos y los estudios académicos sobre diversidad sexual en búsqueda de derechos, así como la visibilidad y reivindicación de personas lgbttti en lo individual desde la cotidianidad, han reclamado al Estado la deuda que aún tiene para reconocer, responder y garantizar a esta población los mismos derechos que se les brinda a las personas heterosexuales. La respuesta no ha sido positiva y mucho menos pronta; existen múltiples resistencias, tanto de movimientos sociales conservadores como desde el ámbito de la política y la administración pública, llegando incluso, en algunos contextos, a reforzar leyes y códigos civiles homofóbicos y transfóbicos.
En esta dialéctica entre la agencia y la estructura, es fundamental que el Estado logre reconocer y garantizar los derechos plenos de las personas lgbttti en la normatividad, en la administración e impartición de la justicia, y en la construcción de política pública, y que lo haga con la clara conciencia de que son parte del conjunto de la población y que la violencia a sus derechos y precarización de su vida económica, social y emocional le resta consolidación a la formación de una ciudadanía integral y comprometida con su colectividad y, por ende, al proyecto democrático.
No obstante, todo esto pretende ir acompañado de una política pública que garantice: 1) la difusión de información clara, objetiva y despatologizante,; 2) la apertura en medios de comunicación y tecnologías de la información para lograr que las nuevas generaciones puedan visibilizar de forma permanente, en todos los espacios de la vida social, su orientación sexual e identidad sexo-genérica, sin temer nunca más represiones o negación de derechos; y 3) la socialización en las nuevas generaciones de familias, desde parámetros que cuestionen el sistema sexo-género binario, permitiendo el libre desarrollo de la personalidad, cuerpo y sexualidad de sus miembros.
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Ericka López Sánchez.
Mexicana. Doctora en Estudios Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa; Maestra en Sociología Política por el Instituto de Investigaciones Dr. José Luis Mora; Licenciada en Periodismo y Comunicación Colectiva por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora-investigadora en el Departamento de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad de Guanajuato. Sus temas de interés e investigación son: ciudadanías sexuadas, cultura política y metodología cualitativa. Entre sus publicaciones se encuentran: (2016). Crisis en la enseñanza de la metodología cualitativa. Revista Andamios, 13(31); y (2016). Entre la actividad social del feminismo y la investigación científica. En V. Góngora Cervantes y R. Vázquez Valenzuela (Coords.), Perspectiva de género en la práctica educativa de la Universidad de Guanajuato. Aproximaciones feministas. México: Universidad de Guanajuato.
Abraham Nemesio Serrato Guzmán.
Mexicano. Maestro en Estudios Socioculturales por la Universidad Autónoma de Baja California, y Licenciado en Trabajo Social por la Universidad de Guanajuato Campus León. Actualmente se desempeña como coordinador del Programa Institucional de Igualdad de Género de la Universidad de Guanajuato. Sus áreas de interés e investigación están enfocadas a familia y homosexualidad, homofobia, estudios de género, e intervención social. Entre sus publicaciones se citan: (2016). Yo nunca iba a salir del clóset. Matrimonio y paternidad de un hombre homosexual. En I. J. Jasso Martínez, B. Lamy y V. Freitag (Coords.), Actores sociales emergentes. México: Fontamara; y Serrato Guzmán, A. y Balbuena Bello, R. (2015, julio-diciembre). Calladito y en la oscuridad. Heteronormatividad y clóset, los recursos de la biopolítica. Culturales, 3(2).
[1] Es hasta 1974 que la Sociedad Americana de Psiquiatría empezó a cuestionar estas ideas y propuso retirar la homosexualidad de la entonces vigente tercera edición del dsm. No obstante, esta propuesta fue aceptada por la Sociedad Americana de Psicología, por la Sociedad Americana de Psicoanálisis y por la Organización Mundial de la Salud hasta entrada la década de 1990.
[2] El “baile de los 41” se suscitó en noviembre de 1901 y fue una fiesta en la que concurrieron personas de la clase alta de la Ciudad de México; este evento fue denunciado por los vecinos del lugar, pues se escandalizaron al observar que la mitad de las personas (hombres) estaban vestidos de mujer. La policía llegó al sitio, detuvo a las personas y las exhibió socialmente. El suceso fue reportado y seguido por los periódicos de mayor circulación de la época, difundiendo también que había un integrante número 42 en esa fiesta y que era el yerno de don Porfirio Díaz, Ignacio de la Torre y Mier. Coadyuvó a la burla y escarnio social la caricaturización que realizó José Guadalupe Posada. Posteriormente, se generaron rimas y cuentos que difundieron la historia. Desde las artes y las ciencias sociales, autores como Salvador Novo y Carlos Monsiváis han realizado análisis de la repercusión que este hecho ha tenido en el imaginario colectivo y en la política homofóbica del país.
[3] De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, persona trans es el término paraguas frecuentemente utilizado para describir las diferentes variantes de las identidades de género (incluyendo transexuales, travestis, transformistas, entre otros), cuyo denominador común es que el sexo asignado al nacer no concuerda con la identidad de género de la persona. Aunque la identidad de género no la determinan las transformaciones corporales, las intervenciones quirúrgicas o los tratamientos médicos, éstos pueden ser necesarios para la construcción de la identidad de género de algunas personas trans.
[4] Para el caso de Guanajuato, estipulado en el artículo 66 del Código Civil del estado.
[5] Para el estado de Guanajuato, dispuesto en el Título Quinto del Código Civil del estado.
[6] La ciudadanía sexuada se refiere a “[...] aquella que enuncia, facilita, defiende promueve el acceso de los ciudadanos al efectivo ejercicio de los derechos tanto sexuales como reproductivos y a una subjetividad política que no ha disminuido por las desigualdades basadas en características asociadas con sexo, género y capacidad reproductiva” (Cabral, Grinspan y Viturro, 2006, p. 262, citados en Lind y Argüello, 2009, p. 13).
[7] La agencia y la estructura son dos enfoques diferentes de la sociología que permiten entender cómo se desarrolla el actuar de los sujetos. Desde el enfoque de la estructura, el sujeto está constreñido al orden social, el cual se le impone y él únicamente lo reproduce, eliminando así su capacidad individual de actuar fuera del orden establecido; en tanto que la agencia reconoce la capacidad del sujeto de dar cuenta de su realidad, así como su capacidad de acción individual para renegociar la norma y generar prácticas alternas que transformen el orden social.
[8] Cuando la identidad de género de la persona corresponde con el sexo asignado al nacer. El prefijo “cis” es antónimo del prefijo “trans”.