La
vida no es una sola: los usos políticos de la
“vida” en Latinoamérica
José Manuel
Morán Faúndes
Lynn M. Morgan
Conicet/Universidad Nacional
de Córdoba
Mount Holyoke College
jmfmoran@gmail.com
lmmorgan@mtholyoke.edu
Resumen:
El
artículo analiza
los disímiles usos políticos con que se moviliza
el discurso de defensa de la
vida en Latinoamérica, considerando las particularidades que
cobró esta bandera
de lucha desde la demanda de protección de la vida esgrimida
por los movimientos
de derechos humanos surgidos de finales del siglo xx, y los
procesos de biopolitización de la vida.
Particularmente, se analizan tres casos que muestran cómo la
vida moviliza agendas
disímiles y hasta contrapuestas: la defensa del aborto legal
sostenida por los
feminismos para evitar la muerte de mujeres; la defensa de la vida
desde la
concepción sostenida por la jerarquía
católica; y la defensa de la vida humana
y del planeta, movilizada por grupos socioambientales. Así,
pese al creciente
consenso logrado por la expansión de los derechos humanos
respecto de la
necesidad de proteger la vida, se muestra cómo
ésta, lejos de ser neutral, es
un significante políticamente disputado.
Abstract:
This
article
analyzes the many ways in which the “defense of
life” discourse has been
mobilized for differing political uses in Latin America, considering
the
meanings ascribed to this banner of struggle from the demand for
protection of
life advocated by the human rights movements of the late twentieth
century, to
processes surrounding the biopoliticization of life. In particular, we
analyze
three cases that show how life mobilizes different and even conflicting
agendas: the defense of legal abortion advocated by feminist movements
to
prevent the death of women; the defense of life from conception
advocated by
the Catholic hierarchy; and the defense of human life and the planet,
mobilized
by socio-environmental groups. Despite the growing consensus reached by
the
expansion of human rights regarding the need to protect life, the
article shows
how —far from being neutral— life is a politically
disputed signifier.
Keywords: life, rights, social movements,
Latin America.
Traducción:
Lynn
M. Morgan (Mount
Holyoke College) y José Manuel Morán
Faúndes (Universidad Nacional
de Córdoba)
Morán, J. y Morgan,
L. (2018). La
vida no
es una sola: los usos políticos de la
“vida” en Latinoamérica. Culturales, 6, e326.
doi: https://doi.org/10.22234/recu.20180601.e326
Recibido: 26
de marzo de 2017 / Aceptado: 21 de
agosto de 2017 / Publicado: 15 de
enero de 2018 |
En Argentina, en el
año 2002, un
grupo de mujeres del barrio Ituzaingó de la ciudad de
Córdoba comenzó a
investigar las razones por las que muchos niños y
niñas de esa zona habían empezado
a presentar severos problemas de salud. Tras hallar que las afecciones
se
relacionaban con los agroquímicos diseminados durante los
procesos de
fumigación en las plantaciones de soya adyacentes, las
mujeres decidieron
organizarse para denunciar lo que estaba aconteciendo. Hoy, conocidas
bajo el
nombre “Madres de Ituzaingó” y aliadas
con agrupaciones aledañas, han formado
un colectivo cuya lucha para evitar las prácticas de cultivo
que atentan contra
la salud y la vida de las personas se sustenta, entre otras cosas, bajo
el lema
“Sí a la vida”.
En Colombia, durante la
década de 1990 y en el marco del proceso de reforma del Código Penal, diversas
organizaciones y expertos de varias
disciplinas unieron esfuerzos para definir estrategias por la
despenalización
del aborto en el país.
Este colectivo tendría
una participación activa,
junto a otros organismos, en la movilización que
llevó a que, en 2006, la Corte
Constitucional de Colombia despenalizara el aborto bajo ciertas
causales. Tiempo
después de su conformación, el colectivo se
autodenominó Mesa
por la Vida
y la Salud
de las Mujeres.
Años más
tarde, en 2013,
se llevó a cabo, en la ciudad de Capulálpam de
Méndez (México), un encuentro
entre diversos pueblos originarios, comunidades y organizaciones de la
sociedad
civil, cuya finalidad fue analizar las consecuencias de los proyectos
mineros desarrollados
en los territorios de Mesoamérica y generar alternativas de
resistencia desde
las comunidades y pueblos originarios. El espacio de
reunión, en aquella oportunidad,
tuvo como nombre “Encuentro de los pueblos de
Mesoamérica: Sí a la vida, no a
la minería”.
Como puede dilucidarse a
partir de estos tres breves casos, la defensa de la vida es, hoy en
día, un eje
central de la lucha de diversos movimientos sociales y procesos de
acción
colectiva en América Latina. Asimismo, proteger, promover y
garantizar la vida
son algunos de los lugares y plataformas discursivas desde donde
múltiples
sectores articulan parte de sus luchas políticas. Sin
embargo, los sentidos que
adquiere la vida dentro de cada causa son también diversos.
Paradójicamente, la
vida no es una sola, por lo que las luchas por la vida son
fragmentarias,
múltiples, e incluso a veces contradictorias entre
sí. ¿Qué es “la
vida”? ¿De
qué hablan los movimientos sociales cuando hablan de la
vida? ¿Qué vidas son
aquellas que buscan ser defendidas? ¿Qué amenazas
se ciernen sobre ellas?
De uno u otro modo, la
vida resulta una dimensión en la que actualmente convergen
diversas luchas
sociales. Los ejemplos son variados: la lucha por la
legalización de las
prácticas de aborto seguro a fin de evitar la muerte de
mujeres por embarazos
de riesgo, o la demanda por políticas de
erradicación de la violencia de género
son parte central de la agenda feminista latinoamericana
contemporánea (Lamas,
2008). De modo similar, así como en la década de
1980 gran parte de la agenda
de los movimientos gay confluyó en la lucha por proteger
vidas mediante la
prevención y el tratamiento del vih/sida,
actualmente la lucha en contra de la homo, lesbo y transfobia se ha
tornado
central en las demandas lgbti
(Pecheny
y De la Dehesa, 2011). Asimismo, la protección de la vida de
las especies, en
el contexto de un capitalismo que pone a disposición
absoluta del ser humano la
vida animal y vegetal, así como el resguardo de la vida
humana en el marco de
procesos de producción altamente contaminantes y
extraactivistas, se hace parte
de las agendas de diversos colectivos socioambientales (Tischler y
Navarro,
2011). Si bien las luchas de estos movimientos no se agotan
necesariamente en
la protección de la vida, ésta, sin embargo,
representa una parte no menor de
sus agendas. El racismo, la xenofobia, la homofobia, la transfobia, la
misoginia, el capitalismo extraactivista, entre otros, son algunos de
los
sistemas de poder que diversos movimientos reconocen como riesgosos
para las
vidas de determinados sectores poblacionales.
Muchas veces, las vidas
que buscan ser protegidas por estos diversos movimientos se intersectan
entre
sí, pero, en otras ocasiones, estas vidas también
se complejizan, fragmentan y
adquieren texturas políticas mutuamente excluyentes.
Quizás el caso más
ejemplificador sea el de los sectores conservadores religiosos donde
confluyen
las jerarquías de ciertas iglesias, organizaciones no
gubernamentales, sectores
políticos, entre otros actores, abanderados con la
nominación “pro vida”.
Pero la vida no sólo se ha constituido en el
centro de gestión política de
estos sectores al momento de oponerse a técnicas de muerte
digna o eutanasia. De
manera central, desde
la
década de 1980, este movimiento ha venido desarrollando en
la región un
discurso focalizado en la idea de la vida como bastión de
lucha en contra de
los derechos sexuales y reproductivos defendidos por los movimientos
feministas
y lgbti
(Morán, 2015; Mujica, 2007;
Vaggione, 2012). Así,
por ejemplo, la defensa de la vida
de embriones y fetos ha sido erigida por sobre el derecho al aborto o
al acceso
a ciertas técnicas de reproducción asistida. A su
vez, la defensa del
matrimonio exclusivamente heterosexual como institución
promotora de la
reproducción de la vida es protegida en contra de las
demandas por el
matrimonio igualitario de los movimientos lgbti (Luna, 2002;
Morán y Peñas, 2013; Morgan, 2014; Vaggione,
2012).
Frente a este
protagonismo que ha adquirido la vida en las luchas
políticas y sociales de
América Latina, y ante los disímiles usos que se
le da a este concepto en cada
una de estas causas, se torna relevante la siguiente pregunta:
¿Qué es la vida?
A su vez, la reivindicación del derecho a la vida, a la
existencia, a su
protección, implica una lucha por la definición
de qué es una vida y qué vidas
cuentan (Scheper-Hughes, 1992).
En este mismo orden de
ideas, se presentan algunas
reflexiones acerca de las
fragmentarias maneras en las que la idea de la protección y
el derecho a la
vida es movilizada por distintos sectores en América Latina
y los múltiples
significados que adquiere la vida en estos contextos. El
objetivo es comprender
cómo la vida se constituye en un concepto abierto, difuso e
incluso
contradictorio, abordando críticamente algunas de las formas
que adquiere en
Latinoamérica y que condensan parte de los principales
procesos de
movilización.
Al profundizar en los sentidos que adquiere la
idea de la
vida tanto en las causas “progresistas” como
“conservadoras”,[1]
sostenemos la hipótesis de que estas contradicciones y
fragmentaciones, lejos
de responder a una paradoja, se explican debido a que la vida es un
concepto
cuyo significado es siempre abierto y está sometido a una
constante e
inevitable disputa de sentidos. En otras palabras, no es que la vida
sea un
concepto universal que es comprendido y movilizado de manera correcta
por
algunos, y entendida de modos erróneos por otros. La vida es
un concepto en
tensión, impugnado y políticamente constituido,
por lo que las vidas que cada
causa defiende pueden ser muy distintas, dependiendo de las
definiciones,
paradigmas y cosmovisiones que le subyacen.
A fin de profundizar en esto, en las dos primeras
secciones
del artículo discutimos de modo general cómo, a
nivel global, la idea de la vida
ha sido transformada por un creciente proceso de
tecnificación y biopolitización,
y cómo se interconectó en
Latinoamérica con el lenguaje de los derechos
humanos, tornándose un concepto impugnado y adquiriendo, a
su vez, protagonismo
en las luchas sociales y políticas latinoamericanas.
Posteriormente, y sin
desconocer las múltiples y diversas causas desde las que se
articulan luchas
por la defensa de la vida en la región, nos concentramos en
particular en tres
casos: la defensa de la vida esgrimida por los sectores conservadores
religiosos, por los colectivos feministas y los movimientos
socioambientales.[2]
Ello, con el fin de mostrar y poner en discusión las
tensiones existentes entre
estos disímiles usos políticos de la vida, pero
también para mostrar las
inesperadas formas de solapamientos que se erigen, y cuyas
consecuencias
políticas merecen atención.
La
intersección de la vida y
los derechos
En
el último siglo, la valoración
moral de la vida ha transitado hacia un relativo proceso de
expansión
generalizada. En gran medida, el sistema internacional de derechos
humanos,
consagrado durante la posguerra, ha expandido el reconocimiento de la
vida en
tanto bien necesario de protección a nivel global (Fassin,
2010a). Aunque este
es un proceso en constante construcción y en lo absoluto
libre de fisuras,
pareciera ser que el derecho a la vida ha ido gradualmente adquiriendo
cierto
reconocimiento en diversas sociedades, al menos en el plano formal.
Si bien los procesos de
expansión de la protección jurídica de
la vida comenzarían a darse de manera
global a partir de la posguerra, en cada región se
resignificarían estos
procesos con base en sus propias experiencias colectivas. En
América Latina, por
ejemplo, durante el último cuarto del siglo xx,
la defensa de la vida se transformó en una
dimensión clave de la agenda de una
serie de agrupaciones de derechos humanos que comenzaban a organizarse
por la
paz, la democracia, la verdad y la memoria (Jelin y
Azcárate, 1991). En una
región cuya historia reciente ha estado signada por procesos
dictatoriales y de
conflicto armado, la protección de la vida
adquiriría una connotación de alta
importancia dentro de los recientes procesos de recuperación
y fortalecimiento
de las democracias (Morgan, 2014). Frente a las políticas de
ejecuciones
extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas llevadas a cabo en
el marco
de estos procesos, las agrupaciones de familiares y
víctimas, así como los
colectivos de derechos humanos conformados a partir de las
décadas de 1970 y
1980, jugarían un rol central de resistencia. Su lucha se
centraría
especialmente en denunciar las violaciones a los derechos humanos en
general, y
consolidarlos en el marco del retorno a la democracia. El derecho a la
vida
tendería a adquirir una connotación fuertemente
ligada a dichos procesos,
siendo interpretado por estos movimientos y por las incipientes
democracias de
finales del siglo xx
como el
derecho a no ser asesinados ni desaparecidos, en tanto principio
fundamental
amparado bajo el marco regional e internacional de derechos humanos. La
protección de la vida comenzaba a ser esgrimida como
dimensión básica de
cualquier régimen de finales del siglo xx
que se apreciase de democrático (Dagnino, 2005).[3]
Asimismo, en
Latinoamérica ha habido una histórica
convergencia entre la
expansión discursiva de la valoración de la vida
y la intensificación de las
demandas por la protección de los derechos humanos. Los
principales movimientos
de derechos humanos que surgieron tras los periodos de conflicto armado
y
dictaduras de la segunda mitad del siglo xx
se focalizaron, en un comienzo, en el desarrollo de una justicia de
transición
y de comisiones de la verdad (Cárdenas, 2011; Sikkink,
2011). Como contracara
de este proceso, la amenaza a las vidas de ciertos sectores
específicos de la
sociedad, circunscritas a situaciones de violencia que no se vinculaban
de modo
exclusivo a procesos dictatoriales y de conflictos armados, no
necesariamente
hicieron parte del encuadre discursivo inicial de las agrupaciones de
derechos
humanos. Así, por ejemplo, y pese a los incipientes
instrumentos regionales
internacionales que habían empezado a consagrarse en la
materia, la violencia
contra las mujeres no era problematizada como violación a
los derechos humanos propiamente.
Debido a esto, hace veinticinco años aún era
posible decir que “los derechos de
las mujeres no son categorizados comúnmente como derechos
humanos” (Bunch, 1990,
p. 486). Las conferencias de Naciones Unidas, así como las
convenciones
promovidas desde el sistema regional de derechos humanos durante la
década de 1990,
junto al creciente rol que fueron adquiriendo las organizaciones no
gubernamentales en estos contextos, han permitido la
expansión de los
movimientos de derechos humanos (de modos vacilantes y desiguales)
hacia la
inclusión de las causas feministas, así como lgbti,
indígenas, raciales y socioambientales. En este sentido, la
ampliación del
derecho a la vida ha sido un proceso sinuoso, ceñido a
disputas por la
interpretación del alcance de los derechos humanos (Conklin
y Morgan, 1996).
Pero la sinuosidad de
este camino se entrelaza, además, con una segunda
constelación de
transformaciones intensificadas a partir de la segunda mitad del siglo xx: la
protección jurídica de la vida se
enfrenta también, y de manera constante, a disputas respecto
no sólo de cuál es
el alcance de los derechos humanos, sino de qué es una vida,
qué cuenta como
tal, cuáles son sus límites semióticos
y materiales, y qué prácticas y
circunstancias son susceptibles de causar un daño a esas
vidas (Butler, 2010).
La vida ya no es más “imaginada como una
creación fija inalterable” (Rose, 2007,
p. 40); la vida se ha vuelto inestable, señala Stefan
Helmreich, lo que
conlleva a “un disenso social acerca de su
significado” (2011, p. 693). Los
sentidos que adquiere la vida, de este modo, son radicalmente situados;
éstos
no pueden comprenderse por fuera de los procesos políticos y
sociales
vivenciados en cada contexto, ni de los marcos de significados,
constantemente
disputados, a través de los cuales nos apropiamos de la idea
de la vida. Así,
como indica Roberto Esposito (2011),
…
[la vida] no es
definible e identificable en cuanto tal, con independencia de los
significados
que la cultura, y por ende la historia, han impreso sobre ella.
[…[ [L]os
saberes que la han tematizado tienen ellos mismos una precisa
connotación
histórica, sin la cual su estatuto teórico puede
quedar completamente
indeterminado (p. 50).
Uno de estos
principales saberes que tematizan la vida, que se ha tornado dominante
para
interpretar, comprender e inteligir qué es una vida, es la
biología. La
“vida” se trasladó al centro de
los imaginarios contemporáneos, no sólo en el
sentido foucaultiano de quién
tiene “el poder de hacer vivir y dejar morir”
(Fassin 2010b, p. 88), sino como
resultado de las transformaciones epistémicas,
semióticas y materiales
ocurridas en las ciencias biomédicas y
biológicas. Los nuevos desarrollos
científicos, los modernos paradigmas introducidos por el
campo de la biología,
así como las contemporáneas
tecnologías de modificación, mejoramiento y
gestión
somática, han deconstruido la idea de los cuerpos como
entidades cerradas con
límites fijos y estables (Lemke, 2011). La vida, en este
sentido, no sólo está
albergada en un cuerpo integral y con fronteras estáticas.
Los discursos
biológicos contemporáneos han dejado de
focalizarse exclusivamente en la
dimensión cerrada y unificada de los cuerpos de los seres
vivos (animales, por
supuesto, pero también vegetales), y han comenzado a prestar
atención de manera
central a las estructuras moleculares que contendrían las
“leyes” que
regularían su funcionamiento (Lemke, 2011), esto es, a la
“vida en sí” (life itself) (Fassin, 2010b; Helmreich, 2011;
Rose,
2007). El desarrollo de la biotecnología y la biomedicina ha
suscitado una
verdadera “molecularización de la vida”
(Rose, 2007). Así, los cuerpos se
debaten entre un antiguo paradigma “molar”[4]
—que comprendía la corporalidad en
términos de grandes masas (de fluidos,
tejidos, órganos, etcétera)— y un nuevo
paradigma molecular —que visualiza y
piensa sus objetos en términos de genes, procesos
neuronales, transformaciones
químicas, etcétera— (Rose, 2007).
Siguiendo a Irma van der Ploeg
(2004), la
materia viva se ha convertido en el centro de la gestión
política, produciendo
una perspectiva que no sólo afecta nuestra
comprensión de nosotros mismos o la
estructura de las relaciones sociales, sino que produce nuevas
ontologías del
cuerpo. Nuestras formas de entendernos y de identificarnos han dejado
de ser una
disposición del reconocimiento y las relaciones sociales, y
devienen en una
función de nuestra información
biológica. De este modo, como indica Nikolas
Rose (2007), la vida en sí representa un cambio
epistemológico que ha impactado
en nuestras formas de comprendernos a nosotros mismos cada vez
más como
“sujetos somáticos”, esto es, como seres
cuya individualidad es, al menos en
parte, debatida en torno a su existencia biológica, y cuyas
experiencias y
formas de agenciamiento se articulan con base en el lenguaje de la
tecnociencia
contemporánea. Del mismo modo, la vida animal y vegetal del
planeta ha
comenzado a ser entendida bajo una escala molecular, generando procesos
de
modificación, hibridación o
complementación genética, química,
etcétera, de
animales, alimentos y recursos. En este contexto, estas nuevas
tecnologías y
matrices discursivas científicas han otorgado protagonismo
a entidades liminales que saturan los debates sobre qué es y
cuándo comienza la
vida. Las células madre, las
líneas celulares, los embriones, entre otras entidades, han
llegado a ser
definidas dentro de ciertos discursos como sujetos sociales poseedoras
de vida,
capaces de agencia y merecedoras de protecciones éticas y
hasta jurídicas
(Kaufman y Morgan, 2005). La ampliación del poder para
crear, modificar y
potenciar la vida trajo consigo la aparición de nuevos
debates bioéticos
respecto de las responsabilidades personales, sociales, e incluso entre
especies, que implica la contemporánea capacidad que nos
otorga la tecnociencia
para actuar sobre los cuerpos (Franklin, 2003).
Bajo estas consideraciones, el
interés por la defensa del derecho a la
vida puede ser leído como una dimensión del
creciente fenómeno de
biopolitización de la vida. En el núcleo de la
radical desestabilización de la
vida, una diversidad de actores disputan por legitimar, proteger y
expandir sus
demandas concernientes a la protección de la vida, pero
entendiéndola de
maneras disímiles e incluso contradictorias entre
sí. La demanda “Sí a la vida”
se activa en este escenario, creando un espacio discursivo donde se
articulan
amenazas al futuro de ciertas poblaciones, con los derechos reclamados
en
representación de entidades definidas como humanas,
no-humanas o marginalmente
humanas (como células madres, embriones, primates no humanos
y otros animales,
así como humanos flotando en estados comatosos o
criopreservados). Los derechos
y los valores atribuidos a una forma de vida se entrelazan, y a menudo
se
enfrentan, con los derechos atribuidos a otras entidades.
“Sí a la vida” existe
en la intersección de la vida y los derechos, donde
personas, grupos y
movimientos argumentan acerca de qué vidas importan y
quién tiene la autoridad
para crearlas, hacerlas visibles, subjetivarlas, protegerlas o
eliminarlas.
La
movilización de la vida y los derechos en
Latinoamérica
La conjunción de la
expansión y
alcance de los derechos humanos, por un lado, y el desarrollo de nuevas
matrices discursivas y producciones materiales basadas en el desarrollo
tecnocientífico, por otro, tuvo consecuencias directas en
las formas de promover
y defender la vida por parte de diversos movimientos en
Latinoamérica. “Vida” y
“derechos” comenzarían a articularse en
una serie de proyectos, y no sólo en
las ciencias de la vida y la medicina clínica (Rose, 2007,
p. 54).
Paradójicamente, esta conjunción ha derivado en
nuevas disputas respecto del
sentido del derecho a la vida. Tal vez, en ninguna parte estas
tensiones han
sido más visibles que en Argentina, donde la defensa de la
vida constituye el
marco interpretativo de causas y actores no sólo
disímiles, sino, muchas veces,
enfrentados entre sí, como pueden ser las agrupaciones de
derechos humanos, los
movimientos feministas y la Iglesia católica.
La contienda
política
sobre la vida se remonta a más de treinta años.
El jueves 9 de julio de 1982,
en plena dictadura militar, las madres de la Plaza de Mayo realizaron
una
“Marcha por la Vida”, exigiendo conocer el destino
de sus hijos desaparecidos en
la dictadura. Su lema remitía a la
“Aparición con Vida” (Feitlowitz, 2011,
p.
39) (véase figura 1). Al finalizar la dictadura en Argentina
en 1983, el nuevo
presidente, Raúl Alfonsín, fue elegido bajo el
lema de su partido, la Unión
Cívica Radical, “Somos la vida” (Jelin,
1994, p. 46). El movimiento de derechos
humanos que surgió para exigir justicia, memoria y
reparación por la
destrucción realizada por la dictadura, dedicó su
energía a promover el derecho
a la vida. Bajo esta bandera, estos movimientos procesarían
el legado de la
dictadura, buscando crear un recuerdo duradero de los abusos, llevar a
los criminales
ante la justicia, documentar las desapariciones y promover el
compromiso de
distintos sectores políticos con esta causa (Jelin, 2003).
Como indicó Jacobo
Timerman, un editor argentino encarcelado por pronunciarse en contra de
la
junta militar durante la dictadura, “lo que hace una
política de derechos
humanos es salvar vidas” (citado en Sikkink, 2004, p. xx).
Figura 1. Fuente: http://informateaca.com/madres-de-plaza-de-mayo-disertaran-en-la-uns/
Precisamente, para
identificar las vidas eliminadas por la dictadura, para recuperar las
vidas
secuestradas por los militares, y para forjar una memoria
histórica de respeto
a la vida, los avances tecnocientíficos del
último cuarto del siglo xx fueron
centrales. Las organizaciones
de derechos humanos, especialmente Madres y Abuelas de Plaza de Mayo,[5]
comenzaron a utilizar la evidencia genética para determinar
los casos de
personas sustraídas de sus padres durante la dictadura,
configurando un
imaginario donde las “identidades reales se encuentran en sus
orígenes
biológicos” (Gandsman, 2009, p. 445). De este
modo, el mismo imaginario
hegemónico producido por la ciencia moderna, orientado a
descifrar los códigos
que contendrían el “programa
predeterminado” de la vida, entendido éste bajo la
idea de un código encriptado en estructuras neuronales,
químicas y
principalmente genéticas (Haraway, 2004),
permitiría identificar a las víctimas
del terrorismo de Estado y llevar a sus autores a juicio (Di Lonardo et
al,
1984; Tate, 2007), así como identificar a los sobrevivientes.
Pero la defensa del
derecho a la vida sostenido por las agrupaciones de derechos humanos
hallaría
otros derroteros en Argentina, articulándose,
desplazándose e hibridándose con
otras luchas que exceden a los crímenes de la dictadura. Un
primer ejemplo de estas
bifurcaciones y desplazamientos de sentidos es el forjado por las
agrupaciones
feministas en su demanda por la legalización del aborto. Uno
de los principales
símbolos de la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo
históricamente ha
sido el pañuelo blanco que cubre sus cabezas. Este
símbolo sería reapropiado
por el movimiento feminista en 2005, cuando una serie de organizaciones
de
mujeres se aliaron para crear la Campaña Nacional por el Derecho al
Aborto Legal, Seguro y Gratuito. El
pañuelo, esta vez de color verde, marcaría una
articulación de sentidos, donde
el derecho al aborto sería reclamado no sólo como
un ejercicio de autonomía
corporal, sino, además, como una forma de salvar vidas
expuestas a abortos
inseguros y embarazos de riesgo. “Educación sexual
para decidir,
anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”,
ha constituido
uno de los principales lemas de esta campaña hasta el
día de hoy.
Un segundo ejemplo,
contradictorio con el anterior, lo constituye la agenda de
oposición a los
derechos reproductivos sostenida por la jerarquía
católica. Paradójicamente,
mientras la identidad genética emerge como respuesta a la
demanda de los
movimientos de derechos humanos por la aparición con vida de
los desaparecidos,
la misma identidad genética se convierte en el argumento de
esta iglesia para
oponerse al aborto y a ciertas técnicas de
reproducción asistida, por
considerar que el derecho a la vida del embrión, portador de
dicha identidad
genética, se vería violado (Morán,
2014). El razonamiento se basa en la idea de
que si el gen constituye el territorio que aloja los códigos
predeterminados
que rigen el funcionamiento de la vida, y si la identidad
genética de un nuevo
individuo aparece de manera completa e inalterable en el momento de la
fecundación,
el cigoto entonces constituiría la primera célula
portadora de una
individualidad única e irrepetible, esto es, una nueva vida
digna de protección
(Morán y Peñas, 2013). El imaginario de la vida
en sí, donde los genes han
emergido como una suerte de santo grial de la esencia humana (Fausto-Sterling et al, 1994), es resignificado
así por sectores
conservadores religiosos. Adicionalmente, la curia argentina utiliza el
mismo argumento de las
agrupaciones de derechos humanos para oponerse a la donación
de gametos, en
parte, con el argumento de que los niños concebidos a
través de la donación
heteróloga de gametos se ven privados de sus
orígenes paternos y maternos y,
por lo tanto, de sus verdaderas identidades biológicas
(Luna, 2002).
En los más de
treinta
años que transcurrieron desde que finalizó la
dictadura, disímiles grupos
políticos han competido entre sí para defender la
vida. A pesar de ello, no
están de acuerdo acerca de cómo definirla o
valorarla, cuáles vidas proteger,
cómo esas vidas deben ser defendidas o qué papel
debe desempeñar el Estado en
dicha protección.
Las
miradas católicas conservadoras sobre la vida y los derechos
En Latinoamérica, la
principal
oposición a los derechos sexuales y reproductivos se
configura en torno a un
activismo conservador religioso, liderado centralmente por la
jerarquía de la
Iglesia católica (Vaggione, 2005). En el marco de su rechazo
a las demandas
feministas y lgbti,
este activismo
pone en juego una idea de la vida que resulta central para sus causas
políticas
(Mujica, 2007).
Para los activistas
religiosos conservadores, la vida es sagrada, es un regalo divino que
comienza
con la concepción (Lemaitre, 2014). Esta idea
emergió dentro de la doctrina
católica primero con base en un discurso netamente
teológico, secularizándose
recién a finales del siglo xx
(Morán
y Peñas, 2013). Fue el papa Pío IX quien, en
1869, declaró por primera vez
dentro de esta iglesia que el aborto en cualquier etapa de
gestación y desde el
momento de la concepción constituiría un
homicidio, cuya pena sería la
excomunión, tomando como fundamento la doctrina de la
inmaculada concepción (Galeotti,
2004; Hurst, 1998). Según dicha doctrina, la virgen
María habría recibido la
gracia santificante de su alma en la fecundación, con lo
cual habría sido
concebida sin pecado original. De modo indirecto, esta doctrina apoyaba
la
tesis de que el alma llegaba al cuerpo en la concepción (y,
por lo tanto, de
que la vida de un nuevo ser humano comenzaría en ese
instante), pues si se
asumía que María habría recibido su
alma en ese momento, se abría entonces la
posibilidad de pensar que la animación de todo ser humano
podría ocurrir en ese
instante.
Un siglo después,
sin
embargo, la Iglesia católica secularizaría su
discurso, entendiendo que la vida
merecedora de protección comenzaría en la
concepción no sólo debido a razones
teológicas, sino también biológicas. A
lo largo del siglo xx,
la posición católica se nutrió de
las categorías, proposiciones e imaginarios
científicos que se han extendido en
el escenario cultural de Occidente, logrando reformularse a partir de
los
discursos dominantes de la ciencia contemporánea basados en
la genética. En
este marco, la defensa católica de la fecundación
como el momento en el que
emerge la vida sufrió un “giro
genético” (Morán y Peñas,
2013) en 1974, tras la
publicación del documento vaticano
“Declaración sobre el aborto” (Seper,
1974),
en el cual la Iglesia católica señalaba que el
hecho de que el cigoto
constituye la primera célula con una identidad
genética única e irrepetible que
se reproducirá en todas las células del
embrión, el feto y el ser que se forme
a partir del desarrollo de éstos, sería una
prueba suficiente para proclamar su
rechazo a toda tecnología o práctica que atentase
contra la vida en gestación a
partir de la concepción. Así, la
biopolitización de la vida, nutrida de los
imaginarios de la “vida en sí” (Franklin,
Lury y Stacey, 2000; Rose, 2007), habilitaría
la adopción de un discurso
secular de la vida, haciendo que las fronteras que separan lo religioso
de lo
secular se tornen cada vez más borrosas (Vaggione, 2005).
Junto a este marco
genetista, las demandas morales de los conservadores acerca de la
santidad de
la vida son generalmente formuladas, además, mediante un
lenguaje de derechos.
La vida no sólo es sagrada desde la concepción,
sino que su protección
constituiría también un derecho humano. La
yuxtaposición retórica de la vida y
los derechos es un ejemplo de lo que Juan Marco Vaggione (2005) llama
“secularismo estratégico”, en el cual
los actores religiosos escogen lenguajes
y conceptos seculares para optimizar su legitimidad moral y
política. El
lenguaje de los derechos humanos universales se ha convertido
“en la lengua
franca del pensamiento moral global” (Ignatieff, 2001, p.
53).
Sin embargo, en
términos
generales, la cosmovisión sostenida por el conservadurismo
religioso no es
compatible con la idea de los derechos humanos en tanto
construcción secular,
ni como el resultado de “la negociación humana y
la deliberación”, sino más
bien como “el producto de Dios y su autoridad”
(Castelli, 2007, p. 674). De
acuerdo con este punto de vista, los derechos humanos no deben ser
entendidos
como el lugar de luchas sociales (Estévez, 2008; Sommers y
Roberts, 2008, p.
398), sino como principio dado por Dios mediante la ley natural.
La ley natural,
considerada como la expresión divina de la voluntad de Dios,
apela, en palabras
de Julieta Lemaitre, a “una moral objetiva de origen divino,
anterior a la del
Estado y unida a la ley humana” (2014, p. 239). Bajo esta
consideración, los
derechos humanos universales son aquellos derechos fundamentales
otorgados por
Dios a los seres humanos individuales. Esta
“versión teologizada de los
derechos humanos” (Castelli, 2007, p. 684) a menudo reclama
como foco central
el derecho a la vida. Desde el punto de vista del conservadurismo
religioso,
sólo cuando el derecho a la vida es asegurado, la gente
puede disfrutar de los
demás derechos, como el derecho a la dignidad, a formar una
familia, a la
libertad de conciencia, a nacer dentro de los límites del
matrimonio
heterosexual y a conocer la identidad (qua
genética) de los padres, y a mantener relaciones conyugales
procreativas. Nunca
se debe presumir de ejercer control sobre la vida o la muerte, ya que
eso sería
usurpar el poder del Creador. En palabras del filósofo
católico Donald De Marco
y el especialista en ética teológica
católica Benjamin Wiker:
Tal como los
recientes desarrollos de la tecnología médica
dejan en claro, al rechazar a
Dios, no hemos rechazado las funciones atribuidas correctamente a Dios,
sino
que nos las hemos apropiado como nuestras. Ahora somos nosotros los que
definimos el bien y el mal; definimos el nacimiento, la vida y la
muerte; y
somos nosotros quienes nos crearemos nosotros mismos de acuerdo a la
imagen que
deseamos (De Marco y Wiker, 2004, p. 18).
La filosofía de la
ley
natural fue la base de la importante encíclica Evangelium Vitae del papa Juan Pablo II
de 1995, la cual articula
el principio de respetar la “cultura de la vida”
(Vaggione, 2012) desde la
concepción hasta la muerte natural. Al tomar como plataforma
estas ideas, la
encíclica, así como otros documentos vaticanos,
hacen un llamado a los
católicos a oponerse al aborto, a la
anticoncepción, a la fertilización in
vitro, a la inseminación artificial,
a la masturbación, a la clonación, a la
investigación con células madre
embrionarias, al alquiler de vientres, a las relaciones sexuales fuera
del
matrimonio, al sexo sin reproducción y a la
reproducción sin sexo (Luna, 2002).
Asimismo, los
católicos
conservadores utilizan el lenguaje secular de los derechos para abogar
por los
embriones y fetos, pero no para promover los derechos de las mujeres
infértiles
o de las familias. De este modo, no reconocen de por sí un
derecho sin
restricciones a tener hijos, ya que éste quedaría
limitado, precisamente, por
el uso de ciertas prácticas que consideran inmorales, como
la fertilización in vitro.
En otras palabras, los
embriones y los fetos poseerían un derecho absoluto a nacer,
pero los adultos no
tienen derecho irrestricto a beneficiarse de las tecnologías
de reproducción
asistida. Los niños no son propiedades o posesiones, dicen
los sectores
conservadores, sino que son más bien “un regalo de
Dios”. Así, tras el fallo de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos que obligó al
Estado costarricense
a brindar tratamiento de fertilización in
vitro a las personas que lo requiriesen (cidh,
2012), el sacerdote Mauricio Víquez de Costa Rica dijo que
“No existe una
declaración de derechos humanos en la que se hable del
hijo como un derecho” (Víquez, citado en Sequeira,
2015). Crear embriones humanos
en el laboratorio, él argumentaría, es inmoral.
Sin embargo, una vez que
existen esos embriones, en tanto “niños no
nacidos”, se les concede el mismo
derecho a la vida que a los embriones concebidos a través de
otros medios. En
otras palabras, la doctrina católica naturaliza y legitima
los embriones,
íconos de la vida (Morgan, 2009), al tiempo que condena
diversas técnicas
artificiales a través de las cuales se puede crear vida. Los
activistas
católicos justifican su interpretación
construyendo “novedosas líneas de
propiedad y protección alrededor de los organismos y sus
elementos” (Helmreich,
2011, p. 672), mostrando que el límite entre la vida y los
derechos es
perennemente inestable y controvertido.
Aunque los activistas
religiosos conservadores afirman que la “cultura de la
vida” define un aspecto
central de la identidad católica, es importante
señalar que es sólo
recientemente que su eslogan “Sí a la
vida” ha llegado a focalizarse sobre los
asuntos asociados a las políticas reproductivas en
América Latina. En gran
parte de la región, previo de la década de 1990,
las aproximaciones católicas a
la idea de la vida, y especialmente aquellas inspiradas en la
teología de la
liberación, cubrían dimensiones vinculadas a la
injusticia social, incluyendo
la lucha contra la desnutrición, la guerra, la tortura, el
abuso infantil, la
contaminación y otras prácticas que amenazan el
derecho a la vida (Estévez,
2008). Pero cuando el papa Juan Pablo II estuvo al frente del Vaticano
entre 1978
y 2005, la idea católica de la vida se volcó de
manera prioritaria hacia la
obturación de los derechos sexuales y reproductivos,
ignorando a menudo la
complicidad de esa perspectiva con las violaciones a los derechos
humanos de
las mujeres y poblaciones lgbti. También
ignoraron las luchas sociales relacionadas con la desigualdad
económica, la
explotación del medio ambiente y las injusticias de
género que le dieron a
América Latina la tasa más alta de aborto
inducido en el mundo, en una región
con leyes altamente restrictivas en la materia (Guttmacher Institute,
2012).
En el análisis
final, el
énfasis de la Iglesia católica en una
“cultura de la vida” parece no ser tanto
un reflejo de los valores religiosos fundamentales, sino un esfuerzo
por parte
de la jerarquía por usar la sexualidad y la
reproducción como temas que
permitan forjar una identidad católica.
La
vida y el aborto: la perspectiva feminista
Si bien no todos los feminismos
son iguales y existen diversas
corrientes en su interior, este movimiento ha tendido a asumir a la
vida de un
modo muy distinto al promovido por la jerarquía
católica. Lejos de comprenderla
bajo marcos interpretativos de sacralidad o inmutabilidad, los
feminismos
suelen pensar la vida como contingente, relacional, situada y
des-esencializada.
Así, en el caso específico de los embriones y
fetos, éstos adquieren valor
moral no en virtud únicamente de su existencia material,
sino cuando les son
imputados atributos y significados vinculados a la personalidad (personhood). En palabras de Valerie
Hartouni, “quién o qué es llamado
persona es, entre otras cosas, una formación
histórica altamente contingente; es tanto el espacio como la
fuente de disputas
culturales en curso y construidas siempre
como un hecho auto-evidente de la naturaleza”
(1997, p. 300; cursivas en el
original). Los embriones y los fetos no se vuelven significativos sino
hasta
que nosotros les atribuimos significados. Es decir, que algunos
embriones
podrán valorarse incluso antes de ser concebidos, mientras
que otros nunca
serán socialmente valorizados (Morgan, 2009). Esta
visión reconoce que los
primeros márgenes de la vida serán siempre un
lugar de disputa, especialmente
cuando algunos sectores insisten en imponer sentidos únicos
sobre las mujeres
embarazadas.
En contra de la
visión conservadora religiosa,
las fronteras de la vida, esto es, su inicio, su fin y sus procesos, no
pueden
establecerse de manera objetiva y neutral. Así, la
crítica feminista plantea
que la apelación a la identidad genética como
punto de partida para la
demarcación de una nueva vida sólo puede ser
válida bajo un paradigma
esencialista y reduccionista, pues reduce a los seres humanos a
entidades
meramente genéticas, a un simple conjunto de
códigos preprogramados (los
genes), ignorando cómo lo biológico se
interconecta con sentidos socialmente
construidos.
En contraposición a
las perspectivas
esencialistas de la vida, los feminismos han erigido al
género como una
dimensión analítica clave, ya que los debates
sobre el embarazo y el valor
moral de los embriones tienen implicancias centrales para la
constitución del
género como una categoría social, y sus efectos
recaen con especial fuerza
sobre los cuerpos de las mujeres. De igual forma, las feministas ha
tendido a
argumentar a favor de la autonomía de las mujeres, su
autodeterminación y su
bienestar, insistiendo en que la vida de las mujeres debe tener
prioridad sobre
las entidades a las que aún no se les ha atribuido
necesariamente la condición
de personas. En este sentido, los feminismos han focalizado
generalmente su
atención sobre la salud y los derechos de las mujeres,
apoyando, al mismo
tiempo, la defensa de la vida de las mujeres y el derecho al aborto
seguro. Y
es que, en muchos contextos, las restricciones al acceso a servicios de
aborto
seguro tienen como consecuencia la interrupción de embarazos
de manera insegura
que pueden derivar en la muerte de la mujer, en problemas a su salud o
en su
encarcelamiento. O bien tales restricciones acarrean una maternidad
obligatoria
que incluso, en algunos casos extremos, pueden derivar en infanticidio.
A su
vez, la penalización del aborto somete a las mujeres a la
tortura bajo la
apariencia de la maternidad obligatoria, incrementando, en muchas
ocasiones, la
mortalidad materna (Haddad y Nour, 2009). Por esto, el lema
“Ni una muerta más
por aborto clandestino” se ha erigido como una idea clave
para los feminismos
de la región y su protección de la vida.
Bajo estas premisas, las
feministas latinoamericanas han buscado establecer diversas alianzas en
sus
esfuerzos para despenalizar el aborto. Sin embargo, muchos legisladores
y
profesionales médicos en varios países se han
mostrado reacios a abrazar la
causa. Incluso, varias de las principales organizaciones de derechos
humanos
han sido lentas en su actuar, tal vez debido a que la
apropiación conservadora
de la idea del “derecho a la vida” representa un
“formidable obstáculo” para los
defensores de los derechos reproductivos (Skinner, 2012, p. 19).
Amnistía
Internacional, por ejemplo, guardó silencio sobre el tema
del aborto recién
hasta 2007, cuando finalmente se pronunció por “el
derecho de la mujer a no
sufrir tratos inhumanos, crueldad, coerción,
discriminación o violencia”
(Amnesty International, 2007). Enmarcar la prohibición al
acceso al aborto
seguro en términos de violencia contra las mujeres
permitió a esta influyente
organización de derechos humanos apoyar a “las
mujeres que buscan una
interrupción médica del embarazo segura y
temprana, en casos de violación,
incesto o cuando la vida o la salud de la mujer está en
grave riesgo”, así como
a oponerse al “encarcelamiento y otras sanciones penales por
aborto contra las
mujeres o sus proveedores”, y apoyar la atención
médica para las “mujeres que
sufren complicaciones por abortos inseguros” (Amnesty
International, 2007).
Asimismo, es importante
destacar que Amnistía Internacional reconoció que
no todos los embarazos son
iguales, porque algunos pueden ser causados por la violación
de los derechos
humanos. Bajo esta consideración, adoptó el
lenguaje del “derecho a la vida”,
indicando que “los organismos de los tratados de derechos
humanos han señalado
en repetidas ocasiones que el aborto inseguro impacta sobre el derecho
a la
vida”, dado que 70 000 mujeres mueren cada año
como consecuencia de abortos
inseguros (Amnesty International, 2007). Una vez más, vemos
que el lenguaje de
los derechos humanos se sobrepone con el utilizado por otros
movimientos, como
los religiosos conservadores, pero bajo sentidos disímiles.
Los
movimientos socioambientales y la fragilidad del feto
En 2013, manifestantes chilenos
que
participaban en una marcha mundial contra las semillas y alimentos
genéticamente modificados de Monsanto, llevaban pancartas
que decían “No a
Monsanto, sí a la vida” (Lavoz, 2013). En abril de
2014, bajo el lema “Sí a la
vida, no a las papeleras”, la Asamblea Ciudadana Ambiental de
Gualeguaychú, de
la provincia de Entre Ríos, en Argentina, convocó
a la marcha “Sin fronteras,
por la vida”, en protesta por la construcción de
una fábrica de celulosa en la
otra orilla del río, en el vecino Uruguay (Diario
El Argentino, 2014). Estos constituyen sólo dos
ejemplos de cómo la
enunciación “Sí a la vida” no
únicamente se circunscribe a las disputas por los
derechos reproductivos en Latinoamérica. Adicionalmente,
otro conjunto de
movimientos y luchas políticas, como las socioambientales,
han movilizado este
discurso como parte central de su protesta.
Los movimientos
socioambientales tienden a articular en sus discursos la vida
biótica (la vida
en la Tierra) con la vida antropocéntrica. Para muchos de
estos grupos, el
futuro del medio ambiente está determinado por causas
sociales en lugar de
“naturales”, que, a su vez, les permite ver la vida
en sí misma (es decir, el
futuro del planeta) como parte de aquello que podemos modificar (Knorr,
2005,
p. S76). Cuando los movimientos socioambientales enuncian
“Sí a la vida”,
generalmente están culpando a la economía
capitalista, a la acumulación, al
consumismo, a los procesos de industrialización no
sustentables y/o a las
políticas gubernamentales que ponen en riesgo la vida en el
planeta. En una era
de mejora y extensión de la vida, la consigna
“Sí a la vida” se puede aplicar a
las políticas poblacionales, a la expansión de
los derechos humanos y las
políticas de la identidad, así como a la
protección del planeta.
El uso político de
la
vida que activan los movimientos socioambientales en defensa de la vida
vegetal
y animal se conecta con el reclamo por la protección de
nuestros cuerpos, de su
salud, de su bienestar. Sin embargo, las imágenes, frases y
metáforas que
movilizan algunos de estos grupos operan con base en construcciones
semióticas
fuertemente arraigadas en estereotipos de género. Uno de
ellos se vincula con
la superposición que establecen entre la vida del planeta
—incluyendo el clima,
el aire, el agua, la tierra cultivable y la biodiversidad— y
el feto, en tanto
ícono de la vida (Morgan, 2009). Y es que en muchos de los
imaginarios
movilizados por los movimientos socioambientales se articulan
imágenes de fetos
como modos de simbolizar la inocencia, la vulnerabilidad y las amenazas
futuras
a la vida: una suerte de metáfora de humanos-canarios en la
mina de carbón,
capaces de registrar peligros inminentes para la salud humana
colectiva. No por
nada, en la anteriormente mencionada marcha “Sin fronteras,
por la vida”,
organizada por la Asamblea Ciudadana Ambiental de
Gualeguaychú contra las
fábricas de celulosa en Uruguay, varios carteles mostraban
un feto que llevaba
una máscara de protección contra la
contaminación, mientras los manifestantes
cantaban “No a las papeleras, sí a la
vida”.
El tropo que asocia a
los fetos con la fragilidad y la susceptibilidad tiene una larga
historia que
se remonta a la teoría de las impresiones maternas, en la
que se pensaba que
cualquier eventual sobresalto, trauma, etcétera, que
sufriera una mujer
embarazada, repercutiría en el niño en desarrollo
(O'Connell, 2003, p. 122). El
equivalente actual lo constituyen las investigaciones
científicas que muestran
que los “organismos no nacidos que atraviesan un
rápido desarrollo, son
especialmente vulnerables a la influencia externa”
(Christensen y Casper, 2000,
p. S102). El tropo de la vulnerabilidad del feto se utiliza para
advertir que
las mujeres embarazadas no deben beber alcohol, fumar cigarrillos o
tomar
drogas ilícitas o farmacéuticas.
También se emplea para justificar las leyes de
protección del feto (Dubow, 2011). Esto explica
cómo el feto emerge en nuestras
sociedades como un símbolo clave de la fertilidad, la
generatividad y la
perpetuación de la vida en la Tierra. De hecho, la
correspondencia simbólica
que se suele hacer entre el planeta y el feto humano muestra
cómo “diferentes
órdenes de la vida en sí se convierten en
analogías de unos a otros” (Franklin,
Lury y Stacey, 2000, p. 35). Los ejemplos se pueden ver en las
imágenes del
planeta superpuesta sobre los vientres de mujeres embarazadas que
circulan por Internet
(véase figura 2), o en las publicidades de los
vehículos híbridos que utilizan
a delfines, osos polares, elefantes y fetos para convencer a sus
clientes de
comprar vehículos eléctricos “para la
próxima generación” (Morgan, 2011).
Figura 2. Izquierda: Save
Mother
Earth.
Fuente: http://savenaturesaveearthsavehumanlife.blogspot.com.ar/
Derecha:
“Día Mundial del Medio Ambiente”
Fuente: http://consciencia-global.blogspot.com.ar/2014/06/dia-mundial-del-medio-ambiente-05-de.html
Los propios
científicos vinculados
con las causas socioambientales recurren a estos tropos, informando
regularmente sobre las consecuencias de la exposición
prenatal a sustancias
químicas industriales como el plomo, el mercurio, los
bifenilos policlorados (pcb)
y los disruptores endocrinos como
el dietilestilbestrol (des).
Por
ejemplo, un estudio de 2006 encontró que el aumento de la
exposición prenatal
al plomo se asocia con peores niveles de desarrollo mental en los
bebés
mexicanos (Hu et al., 2006); mientras que un estudio de la
exposición al
arsénico en la minería y la fundición
en Antofagasta, Chile, mostró su
asociación con tasas elevadas de mortalidad fetal
tardía (Laborde et al.,
2015).
Vivian Christensen y
Monica Casper argumentan que los científicos pueden
alimentar intencionadamente
nuestros temores acerca de los peligros para el feto,
motivándonos a “hacer los
cambios necesarios en la forma en que vivimos en el planeta”
(2000, p. S113).
Un efecto de este tipo de estudios, señalan las autoras, es
que las mujeres
embarazadas son hechas responsables por el futuro del planeta. Cuando
algunos
grupos socioambientales marchan por las calles gritando
“Sí a la vida”, están
usando el feto metonímicamente de esta manera, para
transformar el futuro del
planeta, advirtiéndonos acerca de cómo nuestras
acciones amenazan nuestra
propia existencia.
Los movimientos
socioambientales progresistas no parecen molestos por el hecho de que
su
retórica de “Sí a la vida”
sea la misma que la utilizada por los opositores al
aborto, tal vez debido a que sus proyectos políticos son tan
evidentemente
distintos. Los movimientos socioambientales no están
abogando por el derecho a
la vida de los fetos individuales, ni están argumentando que
las mujeres deben
ser privadas del derecho a controlar su propio cuerpo o determinar su
propio futuro
reproductivo. Sin embargo, es claro que los activistas socioambientales
y los
religiosos conservadores están interactuando y dibujando un
mapa semiótico a
partir del mismo imaginario social, en donde el feto tiene
múltiples
significados y se despliega al servicio de agendas políticas
divergentes
(Christensen y Casper, 2000, p. S94).
Curiosamente, esta
convergencia entre la vida, los derechos y el medioambiente
permitió que el
cambio climático se fuese convirtiendo en un tema cada vez
más presente dentro del
discurso conservador religioso desde finales del siglo xx. En 1991, en la encíclica Centesimus
Annus, el papa Juan Pablo II
(Wojtyła, 1991) comenzó a hablar de la necesidad de proteger
a la especie
humana, al igual que a las diversas especies de animales en peligro de
extinción. A partir de esta idea, planteó la
necesidad de fundar una ecología
humana, cuya estructura fundamental sería la familia
instituida en el
matrimonio entre un hombre y una mujer. Benedicto XVI, a su vez,
utilizó en
diversas ocasiones el mismo concepto para oponerse a los derechos
reproductivos, creando un paralelismo entre la necesidad de la
protección de la
vida de la especie humana y la protección de la vida de las
demás especies
(Ratzinger, 2009). El aborto, la fertilización in vitro (en tanto técnica que
utiliza el descarte de embriones), los
métodos anticonceptivos, etcétera, se
convertían, así, en atentatorias de la
vida del planeta y la supervivencia de la especie.
Por otra parte, en 2014, bajo el nuevo mandato del
papa
Francisco, el National Catholic Reporter
(ncr)[6]
dio un paso más en el cruce de la frontera que separa al
activismo antiaborto
del activismo ambientalista, con una editorial que propuso que el
cambio climático
debe convertirse en una dimensión central de la agenda pro
vida de la Iglesia católica
(National Catholic Reporter, 2014).
Ante esta propuesta, diversos católicos conservadores
respondieron airadamente
que los católicos de izquierda estaban tratando de desplazar
el aborto como
tema central de la agenda de defensa de la vida promovida por la
Iglesia,
mientras que los católicos más liberales
argumentaron que al enfatizar en el
cambio climático, se podría finalmente convencer
a los ecologistas para que se
aliaran en su oposición al aborto. “La
ética consistente de la vida”, escribió
un comentarista, “invita a la empatía
política de aquellos que no comparten
actualmente nuestras convicciones acerca de la inviolabilidad de la
vida en el
vientre materno, o en los hogares de ancianos, o en el corredor de la
muerte”
(Winters, 2014). Este punto de vista utópico exagera el
potencial para la
alineación filosófica y política entre
ambos movimientos, invisibilizando otras
alternativas, como la feminista, donde el derecho al aborto
sí puede ingresar en
el repertorio de opciones ético-políticas
favorables a la vida (pro vida).
Reflexiones
finales
Los diversos movimientos
sociales
que ponen en funcionamiento la consigna “Sí a la
vida” disputan los sentidos
que permiten definir qué es aquello que llaman y llamamos
“vida”, cuáles son
las vidas que cuentan, y quiénes las defienden. Los
activistas religiosos
conservadores priorizan la utilización de embriones y fetos
para simbolizar su
idea de la santidad de la vida humana desde la fecundación,
así como la
primacía del derecho natural y el derecho de las personas a
la libertad
religiosa. Los defensores de los derechos reproductivos y sexuales
hacen
hincapié en la igualdad de género y en una
construcción relacional y des-esencializada
de la vida, poniendo en el centro de discusión el derecho a
la libertad sexual,
a la autonomía y al pluralismo. Por su parte, los activistas
socioambientales recurren
a simbolismos que vinculan a las mujeres embarazadas y a los fetos con
la salud
del planeta y el futuro de la humanidad. El contexto de
América Latina
demuestra cómo la consigna “Sí a la
vida” se solapa, superpone, colisiona y se
tensa en múltiples y fragmentarias direcciones.
“Sí a la vida” es
siempre la expresión de un deseo inalcanzable,
nunca se puede estar a favor de “la” vida como un
universal, ya que la vida es
siempre un lugar disputado, desplazado e incluso contradictorio. Las
vidas por
las que los movimientos están a favor se enfrentan e
interpelan mutuamente. Por
esto, la pregunta central que debemos hacernos no es cuán a
favor o en contra
de la vida se está, ni cuán genuina y sincera es
la defensa que ciertos grupos
hacen acerca de la vida. Quizás una pregunta más
pertinente sea cómo esa idea
de la vida y esa lucha que se emprende por defenderla afecta a ciertas
poblaciones, expresiones y subjetividades. Asimismo, debemos
preguntarnos si
todas las vidas que se defienden son idénticas unas con las
otras y bajo qué
paradigmas, ideas y supuestos ha sido construida esa
equiparación. En otras
palabras, la pregunta que debemos hacernos es cómo la vida
que defendemos está
abriendo o cerrando posibilidades de un mejor futuro, a qué
otras vidas se
incluye o excluye ese futuro, y bajo qué criterios y
horizontes de sentido se
han construido esas fronteras.
La vida surge de luchas sociales, marcos
discursivos en
constante construcción, procesos tecnológicamente
mediados, etcétera. No se
limita a las políticas fetales ni a las políticas
sexuales. Tampoco se limita a
los reinos de la teología, la bioética, la
medicina o la ley. A pesar de estos
usos dispares y contradictorios de “Sí a la
vida”, la vida es una poderosa
metáfora, así como un significante moral y un
catalizador político. Y a pesar
de que todos estos movimientos se erigen para proteger la vida, la vida
no es
una entidad singular. La vida no es una sola.
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José
Manuel Morán
Faúndes.
Chileno. Doctor en Estudios
Sociales de América Latina y Magíster en
Sociología por la Universidad Nacional de
Córdoba. Cientista Político por la
Pontificia Universidad Católica de Chile. Investigador
Asistente del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas (Conicet, Argentina) por el
Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la
Universidad Nacional de
Córdoba. Docente de la Facultad de Derecho, Universidad
Nacional de Córdoba.
Desarrolla investigación relacionada con sexualidad,
religión y (bio)política,
vinculada a la movilización conservadora en las disputas en
torno a los
derechos sexuales y reproductivos. Es coeditor del libro Laicidad
and religious diversity in Latin America (2017, Springer),
junto a Juan Marco Vaggione, y coautor del artículo
“The strategies of the
self-proclaimed Pro-Life groups in Argentina. The impact of new
religious
actors on sexual politics” (2016, Latin
American Perpectives, 43[3],
144-162), junto a María Angélica Peñas
Defago.
Lynn M. Morgan.
Estadounidense. Ph.D. in Medical Antrophology,
University of California, Berkeley y San Francisco. M.A. in
Anthropology,
University of California, Berkeley. B.A. in Anthropology and Latin
American
Studies, Columbia University. Actualmente ocupa el cargo de Mary E.
Woolley
Professor of Anthropology del Department of Sociology and Anthropology,
Mount
Holyoke College. Sus áreas de investigación
son la antropología
médica y los estudios feministas de la ciencia, y trabaja
especialmente con
foco en América Latina. Entre sus
últimas publicaciones destacan: Morgan, L. M. (2015).
Reproductive rights or
reproductive justice? Lessons from Argentina. Health
and Human Rights, 17(1),
136-147; y Morgan, L. M. (2014). ¿Honrar a Rosa Parks?: Intentos de los
sectores católicos conservadores a favor de los
‘derechos’ en la América Latina
contemporánea. Sexualidad, Salud y
Sociedad, 17, 174-197.
[1] A falta de un concepto más preciso,
utilizamos la dicotomía
progresista/conservador para distinguir distintos tipos de
acción colectiva
vinculados con la apertura de ciertos derechos focalizados en sujetos
históricamente marginados (mujeres, diversidad sexual,
negros, etcétera), en
contraste con dinámicas de movilización
contrarias a estos procesos.
[2] Si bien el
presente artículo es un trabajo de
reflexión analítica, para cada uno de estos tres
casos tomamos ejemplos de
distintas latitudes de la región, a fin de graficar y poner
en perspectiva
nuestras consideraciones y argumentos. Con ello no pretendemos abarcar
todas
las múltiples formas que pueden adquirir los movimientos
conservadores
religiosos, feministas y socioambientales, ni la diversidad que habita
en el
interior de cada uno. Tampoco buscamos describir de manera exhaustiva
los
discursos y formas de acción colectiva de cada uno. Nuestra
intención es
evidenciar cómo la defensa por la vida es movilizada de
modos disímiles y
fragmentarios en la región, en el marco de distintas luchas
sociopolíticas.
[3] Esto no quiere
decir que los derechos humanos se agoten en el derecho a la vida, ya
que, hoy
en día, la agenda de los derechos humanos implica no
sólo proteger la vida,
sino, además, elevar la calidad de vida de las personas.
[4] Molar no tiene traducción
directa al español, pero
refiere a aquello relativo a las grandes masas de materia.
Así, Rose (2007)
utiliza este concepto para graficar el paso de una
epistemología científica que
visualizaba y pensaba sus objetos a un nivel “molar”,
a una que comenzó a inteligirlos a escala molecular.
[5] En Argentina, son
tres las organizaciones históricas que nuclean a las madres
y abuelas que
comenzaron a luchar por los derechos humanos durante la
última dictadura
cívico-militar: Madres de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de
Mayo Línea
Fundadora, y Abuelas de Plaza de Mayo.
[6] El ncr
es un periódico
estadounidense independiente, que sigue
una línea editorial basada explícitamente en los
principios de la Iglesia católica.