La
mirada etnográfica de Charles Chaplin: la
crítica del capitalismo en Tiempos
modernos
Charles Chaplin’s ethnographic gaze:
critique of capitalism in Modern
Times
Natalia
Radetich Filinich
https://orcid.org/0000-0003-3711-1196
Universidad
Autónoma Metropolitana
natalia_radetich@hotmail.com
Resumen: Tiempos
modernos,
de Charles Chaplin, constituye
uno de los documentos culturales más reveladores del sentido
profundo de la
organización capitalista del trabajo.
¿Cómo interpela nuestra contemporaneidad
esa película de vieja factura? ¿Qué
puede extraerse, para una antropología del
capitalismo, de ese viejo documento ficcional? A través de
un análisis de la
cinematografía de Chaplin y, sobre todo, de las primeras
escenas de Tiempos modernos, se
plantea que la
ficción chapliniana permite desplegar una
interrogación crítica sobre algunos
rasgos fundamentales de la racionalidad capitalista y de su violencia
intrínseca. Pensando a Chaplin como una suerte de
etnógrafo del capitalismo, se
examina su crítica a la relación entre
capitalismo y marginalidad, a la
experiencia moderna del tiempo y al sentido de la tecnología
del capital.
Deteniéndonos en estos núcleos de
problematización, analizamos la crítica
chapliniana a un modo de producción que, centrado en la
acumulación privada,
engendra un malestar colectivo de múltiples dimensiones.
Palabras clave:
Charles Chaplin, cine,
capitalismo, trabajo, tecnología.
Abstract: Charles Chaplin’s Modern
Times is one of the most revealing cultural documents about
the deep sense of capitalist organization of work. How does that
old-time film
interpellates our contemporaneity? Could something be extracted about
that old
fictional document for an anthropology of capitalism? Through an
analysis of
Chaplin’s cinematography, and especially of Modern
Times first scenes, this article sets that chaplinian fiction
allows
critical questioning about some essential characteristics of capitalist
rationality and its intrinsecal violence. Thinking Chaplin as a sort of
ethnographer of capitalism, we examine his critique of the relationship
between
capitalism and marginality, of the modern experience of time, and of
the
meaning of technology of capital. Stopping at these medullar points of
problematization, we analize the chaplinian critic of the mode of
production
that, centered on private accumulation, produces a collective
discomfort of
multiple dimensions.
Key words: Charles Chaplin, cinema, capitalism, work,
technology.
Traducción:
Grecia
Cuevas Lara,
Escuela Nacional de Antropología e
Historia
Radetich, N. (2019). La mirada
etnográfica de
Charles Chaplin: la crítica del capitalismo en Tiempos modernos. Culturales, 7, e452. doi: https://doi.org/10.22234/recu.20190701.e452
Recibido:
03 abril de 2019
/
Aceptado: 21 de agosto de 2019 /
Publicado:
18 de diciembre de 2019 |
Charles
Chaplin: el capitalismo puesto en cuestión
¿Cómo mira
ese ojo, ese ojo excepcional,
el ojo de Chaplin,
capaz de ver –y enseñar–
el
infierno de Dante o el capricho goyesco
de Tiempos modernos?
Serguei Eisenstein
Fig. 1. Fotograma de La
sortie de l'usine Lumière à Lyon (1895),
de
Louis y Auguste Lumière
FUENTE: Lumière,
L. y Lumière, A. (1985) La sortie de l'usine
Lumière à Lyon.
Recuperado
de: https://archive.org/details/LaSortieDeLUsineLumireLyon.
El
cine ha prestado atención, en múltiples
ocasiones, al problema del
trabajo –y a los temas diversos que se le asocian–
convirtiéndolo en objeto de
representación cinematográfica: la primera escena
en la historia captada por
una cámara –por la cámara germinal de
los hermanos Lumière en la Francia del
ocaso del siglo XIX–
fue la presurosa salida de las trabajadoras de una fábrica
de
artículos fotográficos –la
fábrica de la cual el padre de los Lumière era
propietario.
La
filmación
documental –que dura apenas 45
segundos y que llevó el descriptivo título
de La salida de la fábrica
Lumière en
Lyon– hace de la vida fabril su evanescente objeto
e inaugura el anchuroso
campo de la producción cinematográfica.
Así, el cinematógrafo, nacido en los
tiempos industriales y hecho posible por la técnica moderna,
se vio atraído, en
su gesto fílmico originario, por un acontecimiento de su
propia época: lo que
se presenta ante el objetivo de la cámara de los
Lumière es una escena típica
de la vida industrial, una especie de escena costumbrista de la
modernidad[1].
El gesto inaugural del cine es, así, un gesto documental que
hace el registro
fílmico de un aspecto decisivo –la
industria– de eso que Charles Chaplin
llamará, cuarenta años después, los
Tiempos modernos, título de esa
película “cuyo recuerdo, emoción o
percepción [permanece] […], en mayor o menor
grado, en […] nosotros” (Deleuze,
1984 [1983], p. 12).
Pero
si los hermanos Lumière filmaron la
precipitada salida de las obreras
de
la usina (su vertiginoso y agolpado abandono de la fábrica
tras el fin de la
jornada laboral), Chaplin, en su película Tiempos
modernos, nos hará penetrar
–ficcionalmente–
en eso que queda fuera de campo en la escena originaria de los
Lumière: las
laboriosas entrañas de la fábrica, aquello de lo
cual las obreras captadas por
la cámara de los hermanos galos parecen huir, aquello de lo
cual parecen
fugarse en rauda dispersión (dando la decidida y acaso
hastiada espalda a la
oscura –e irrepresentada– interioridad fabril). De
esta suerte, lo que en la
escena de los Lumière queda colocado en un estatuto de
virtualidad –el
industrioso seno de la fábrica del cual se huye–
es representado y críticamente
problematizado en el largometraje de Chaplin.
Tiempos modernos
(1936)
no es, de más
está decir, un documental (o un filme de
antropología visual), pero la ficción
que nos presenta no deja de poder ser vinculada, de un modo u otro, con
ese
género cinematográfico afecto a la
veridicción. Quizás ese vínculo entre
ficción y documental que Tiempos
modernos
parece presentarnos (y su inquietante aleación entre delirium y registro)
pueda explicarse por aquello que Adolfo Sánchez
Vázquez, en sus estudios
estéticos, atribuyó como cualidad a la obra de
arte: a saber, su capacidad de
engendramiento de una cierta verdad
sobre el “movimiento de lo real”
(Sánchez Vázquez, 2005, p.
17), una verdad que no tendría que ver con la
fidelidad y el
plegamiento irrestricto a la realidad sino que más bien
tendría que ver, como
escribió el mismo Chaplin, con “lo que la
imaginación puede hacer de ella”
(Chaplin, 1989, p. 423), con la capacidad de producción de
aquello que Serguei
Eisenstein llamaba “una imagen” que no
sólo consiste en la
“representación” de
la realidad sino acaso en algo más, una especie de desborde
crítico que hace
surgir, en los espectadores de una obra, “algo
nuevo” (Eisenstein, 1974, p. 19),
una especie de excedente crítico con respecto a la realidad
y su
desenvolvimiento naturalizado, una especie de distorsión[2]
que, no obstante, logra producir una experiencia de captación.
Hilarante sátira del capitalismo, la delirante
ficción cómica
de Chaplin capta con gran “fuerza representativa”
(Barthes, 1999, p. 42) –acaso
con mayor potencia evocadora que el realismo– la violenta
racionalidad
intrínseca a la organización capitalista del
trabajo.
Quizá
de allí procede –de esa captación, por
vía del absurdo y de la comicidad, de la
racionalidad capitalista y de la tesitura de la vida moderna–
el interés y la
fascinación que muchos pensadores marxistas o situados en el
espectro
heterogéneo del pensamiento crítico (como
José Carlos Mariátegui, Vladimir I.
Lenin, Siegfried Kracauer, Sigmund Freud, Walter Benjamin, Serguei
Eisenstein,
Theodor Adorno, Hannah Arendt, Eduardo Galeano, Slavoj Žižek,
entre muchos otros) han
mostrado por la obra general de
Chaplin, una obra que encontró en el cine el
“horizonte discursivo” (Hansen
citada en Kraniauskas, 2012, p. 47) para la problematización
del capitalismo y
para la revelación de su violencia inmanente. Como afirmaba
Mariátegui, Chaplin
es un “receptor alerta de los más secretos
mensajes de la época” (Mariátegui,
1928,
p. 4); el clown encontró en el cine el espacio
representacional para denunciar
la miseria del mundo y para suscitar en los espectadores, a
través del
encuentro con su mímica muda y maravillosa, una risa[3]
que, en su agitación y en su lucidez, lleva en sí
la posibilidad del
alumbramiento de una posición crítica con
respecto a algunas de las coordenadas
fundamentales de la socialidad capitalista (socialidad que, a mi
juicio, fue el
objeto cardinal y recurrente de la representación
cinematográfica de
Chaplin).
Chaplin
nació en Londres en 1889.
Procedía de una
familia muy pobre –ligada al popular mundo del music-hall–,
con un padre prematuramente muerto y una madre que
pasó buena parte de su vida internada en hospitales
psiquiátricos, por lo que
la infancia de Chaplin y de su hermano transcurrió, durante
mucho tiempo, en
orfanatos y hospicios y en la vida laboral callejera. Chaplin se
inspiró, con
penetrante sentido etnográfico y antropológico,
en la vida cotidiana londinense
para la creación de su personaje, llamado Charlot. Agudo
observador de la vida
diaria, el espíritu de Chaplin y el signo de su personaje
–según relata él
mismo en su extraordinaria autobiografía– nacieron
de la observación paciente
de las “cosas triviales” (Chaplin, 1989, p. 12) de
la cotidianidad callejera.
Cabe recordar que Chaplin era todo un crítico de la
espectacularidad en el
cine: prefería la representación de escenas
cotidianas antes que el esfuerzo
dramático y efectista por crear lo espectacular. Alguna vez
declaró, con su
elocuencia habitual, lo siguiente: “me atrae más
mostrar a un hombre en actitud
de agitar una cuchara en una taza de té que un
volcán en erupción. Prefiero
filmar la sombra que deja el paso de un tren en el rostro de un actor a
filmar
una estación ferroviaria” (Chaplin citado en
Arcella y Kleinman, 1980, p. 8).
El “territorio originario” (Benjamin, 2000, p. 61)
de Charlot es, pues, la vida
cotidiana y es también, como afirmaba Benjamin,
“la gran ciudad” (Benjamin,
2000, p. 61):
En
su infinito
deambular por las calles de Londres […] aprendió
Chaplin a observar. Él mismo
ha relatado que la idea de traer al mundo el tipo del hombre con el
bombín, sus
pasitos con el talón, el pequeño bigote
cuidadosamente recortado y el bastoncito
de bambú, le vino por primera vez a la vista de los
pequeños empleados
[londinenses]. (Benjamin,
2000, p. 61)
Pero el clown, nativo londinense, migró en 1910
a Estados Unidos,
en donde se produjo casi la totalidad de su obra (salvo aquellas
últimas
películas que rodó en Europa en el exilio, tras
haber sido expulsado de Estados
Unidos acusado, durante el macartismo, de comunista y
antiamericanista). Fue
justamente en los Estados Unidos donde creó a su personaje
Charlot. Chaplin llega
a Estados Unidos en plena diseminación del taylorismo como
modelo productivo y
justo un año antes de la publicación, en ese
país, del texto cumbre de
Frederick Winslow Taylor, Principios
de la administración científica (1911),
que revolucionó los métodos de
organización del trabajo y que dio paso
a la producción en serie.
Tal como observó Mariátegui, Chaplin
“ha ingresado en la historia en
un instante en que el eje del capitalismo se desplazaba sordamente de
la Gran
Bretaña a Norteamérica […] Su genio ha
sentido la atracción de la nueva
metrópoli del capitalismo” (Mariátegui,
1928, p. 4). La obra cinematográfica
del clown hizo de la modernidad capitalista –y del
americanismo, su nuevo eje
dominante– el reiterado objeto de su
representación satírica y crítica.
Charlot
personifica aquello que Marx llamó
el “sujeto excedentario” (Marx, 2005, p. 56) del
capitalismo. En las películas
de Chaplin (que
él mismo escribía, musicalizaba y
actuaba),
su personaje
oscila entre figuras diversificadas de ese sujeto social: aparece como
el
vagabundo, el perpetuo insolvente y excluido, el sujeto deambulatorio y
en
crónica indigencia, desposeído y sin lugar en el
mundo; es inmigrante
paupérrimo que viaja de Europa a Estados Unidos con
“esperanzas porveniristas”
(Chaplin, 1989, p. 146) (como en El
inmigrante); es el desempleado golpeado por la crueldad de la
desocupación (en
Vida
de perro, Tiempos modernos, entre otras); es soldado durante
la Primera
Guerra Mundial.
En
Armas
al hombro –el soldado raso que se muestra
infinitamente torpe en el
ejercicio de la disciplina castrense y en la obediencia a sus mandos,
es el
soldado colocado ante la fuerza mortífera de la
técnica bélica moderna y en el
justo medio de su “sangrienta estupidez”
(Eisenstein, 2010, p. 17), es el
sujeto situado, por una voluntad extraña, ante la
posibilidad inminente de su propio
acabamiento–; es, con frecuencia, trabajador informal que
apenas sobrevive en
las periferias citadinas (como en El
chico, Tiempos modernos, etcétera); es preso
fugitivo (en El peregrino);
desesperado y hambriento
buscador de oro (en La quimera del oro);
es payaso marginal.
En
El
circo y en Candilejas;
es el
empelado eventual que fracasa una y otra vez frente a las demandas de
la
disciplina laboral (en Luces de la ciudad, Tiempos modernos, entre muchas otras);
es obrero enloquecido de una fábrica fordista y luego
desempleado que rota de
un trabajo a otro durante la Gran Depresión (en Tiempos modernos) –es
allí el trabajador incluido en la frenética
organización de la producción en masa y es,
allí mismo, el trabajador excluido
de la fábrica durante la crisis (el sujeto vuelto superfluo
y conducido al
extenso territorio del empleo eventual), por lo que Chaplin muestra, a
un mismo
tiempo, el drama del incluido en el
despótico mundo de la producción capitalista
así como el drama del excluido de
ese mundo–; es el barbero
judío del ghetto
durante el régimen
nacionalsocialista (en El gran dictador[4])
–es ahí el judío perseguido,
despreciado, vuelto blanco de la violencia
genocida y de “la absurda mística en
relación con una raza de sangre pura”
(Chaplin, 1989, p. 435), etcétera. Así pues, en
sus películas,
Chaplin da cuerpo al sujeto excedentario del capital
representándolo en estas
figuras concretas del pauperismo, la exclusión, la
segregación, el racismo, la
marginalidad.
Chaplin
muestra,
con ello, la exterioridad consubstancial al sistema capitalista: un
sistema que
excluye, expulsa, rechaza aquello que no le resulta rentable, que crea
una vasta
marginalidad social de la que, sin embargo, el propio capital se
alimenta y se
beneficia. Así, con un agudo sentido –que me veo
tentada en caracterizar como
etnográfico– Chaplin logró, a
través de su personaje y de sus tramas, hacer una
caracterización extraordinariamente elocuente tanto de lo
que Marx llamó “el
ejército laboral activo” como del
“ejército laboral de reserva” (sobre
todo de
este último, pues el engendramiento sistemático
de marginalidad en el
capitalismo –tan rampante en nuestra
contemporaneidad– fue quizás el permanente
punto de mira de la crítica chapliniana).
Figs. 2, 3, 4 y 5. Charlot en The Gold Rush, Modern Times,
The Immigrant y
The Pilgrim
FUENTE:
Fotogramas de
las películas de Chaplin La
quimera
del oro (1925),
Tiempos
modernos (1936), El inmigrante (1917)
y El
peregrino (1923)
recuperados
del respositorio digital archive.org.
En
sus distintos papeles, Charlot una y
otra vez despierta la desconfianza y el fragor persecutorio de la
policía que
ve en él un sujeto siempre en falta con la ley, un sujeto
disruptivo y
trasgresor. Como pensaba Arendt, en sus películas, Chaplin
“encarna el
conflicto incesante entre el pequeño hombre y los guardianes
de la ley y el
orden” (Arendt, 2010, p. 54). Siempre hambriento, en sus
tramas “mitad
absurdas, mitad realistas” (Wilson, 2000, p. 73), Chaplin
muestra la violencia
del capital y de la sociedad moderna, encarna al sujeto producido por
la fuerza
expulsatoria del capital pero que, al mismo tiempo, resiste a la
subsunción del
capital y a la subsunción del sujeto por las instituciones
disciplinarias: su
personaje está siempre en fuga de la cárcel, del
cuartel, del hospital, de la
fábrica, del psiquiátrico, burlando
policías, agentes migratorios, sargentos,
jefes, capataces y demás “encarnaciones visibles
de la hostilidad del mundo”
(parafraseo a Hannah Arendt, 2010, p. 55), generando una ingeniosa
esquiva de
las demandas del capital y de sus instituciones.
En
sus personajes, Charlot siempre se opone
al poder: actúa “directly against
authority” (Grace, 1952, p. 358). Sus
antagonistas son siempre figuras que encarnan algún tipo de
autoridad. Charlot
pone en entredicho la legitimidad de esas autoridades y, ante ellas, es
el
“eterno insumiso” (Arcella y Kleinman, 1980, p.
13), el ingenioso
indisciplinado y refractario a los ordenamientos autoritarios. La
prodigiosa
impotencia, torpeza y fragilidad de Charlot tienen “toda la
fuerza de la dinamita”
(Kracauer citado en Vedda, 2008, p. 252).
Acaso
podemos explicarnos la perdurabilidad
de la obra de Chaplin, su constitución como obra
clásica, por la captación –que
sus películas producen– de la modernidad
capitalista y de sus acontecimientos
decisivos. Su obra cinematográfica muestra una perseverante
actualidad al
encontrar en las contradicciones del capitalismo el “material
dramático” (Arcella
y Kleinman, 1980, p. 15) para sus películas. Con el filo de
su crítica cómica,
Chaplin reparó en algunos de los acontecimientos decisivos
de la modernidad: la
vida urbana, los nuevos sujetos de la época, la guerra, el
fascismo, la disciplina
fabril, la tragedia sostenida de los sin-trabajo, la
proliferación de figuras
de autoridad y la multiplicación de las instituciones
disciplinarias. Chaplin
hizo, además, una continua sátira del progreso:
su personaje se enfrenta una y
otra vez a la técnica moderna (ya sea a la
técnica bélica o a la técnica
industrial, ambas dirigidas hacia formas de la destrucción y
de la acumulación
privada) y muestra, en ese enfrentamiento, la constitución
misma de esa técnica
que, en sus propias palabras, al mismo tiempo “que
proporciona abundancia, nos
ha dejado en la indigencia” (Chaplin, 1989, p. 442).
No
sólo en los argumentos de las películas
de Chaplin –en sus tramas, en su contenido
temático– podemos notar esta
reiterada toma de la modernidad capitalista y de sus figuras de poder
como
objeto de problematización crítica, sino que
también podemos advertir dicha
crítica en el signo de su personaje (Charlot), en su
constitución formal: en la
propia mímica de Chaplin, en los movimientos vertiginosos y
espasmódicos del
clown, podemos ver una crítica paródica de la
modernidad. Benjamin afirmaba,
con gran intuición, que “en la
actuación del payaso [Charlot] hay una obvia
referencia a la economía. Con sus movimientos bruscos imita
tanto a las
máquinas que empujan al material como al
‘boom’ económico que empuja las
mercancías” (Benjamin citado en Kraniauskas, 2012,
p. 49).
Es
como si el cuerpo pantomímico de Charlot
encarnara el vértigo productivista del capitalismo, como si
la ansiedad y la
“disciplina absoluta” (Marx, 2005, p. 48) derivadas
del imperativo de la
producción de plusvalor hubiesen tomado cuerpo en los
espasmos del personaje,
en esos movimientos trémulos que testimonian sobre una
época y nos informan,
desde su mudez y afonía fantásticas, sobre ella.
Escribe con atino John
Kraniauskas: “reírse del payaso Chaplin es una
[…] liberación catártica de la
disciplina laboral […], es decir, de la experiencia de la
clase trabajadora
como capital variable que su cuerpo
‘espasmódico’ imita y del cual
huye”
(Kraniauskas, 2012, pp. 49-50). El temblor nervioso de los memorables
movimientos del payaso denuncia una vida social organizada por el
nervio del
plusvalor.
Se ha señalado con frecuencia –y con razón– que las composiciones cinematográficas de Chaplin constituyen un peculiar amasijo de comedia y tragedia. Él mismo definía lo que llamaba los cimientos de sus películas como una “combinación de lo trágico y lo cómico” (Chaplin, 1989, p. 40) y consideraba el humor como una forma de revelación del sustrato trágico y absurdo de lo que “parece racional” (Chaplin, 1989, p. 231) en la vida social. En efecto, la de Chaplin es una obra incisivamente hilarante en la que, sin embargo, persiste siempre un sustrato trágico: un magma trágico recorre la totalidad de la obra cómica de nuestro clown. Pero hay que advertir que Chaplin no encuentra el material trágico para sus composiciones en las situaciones excepcionales de la vida social, sino que descubre esa materia trágica en la espesura trivial de la vida cotidiana. Es en “los escombros” (Benjamin citado en Jarque, 2000, p. 46) de la cotidianidad, en lo que Chaplin encontró el material para su tragedia. Y a este respecto conviene destacar que uno de los lugares en los que la imaginación de Chaplin adivinaba la existencia de un elemento trágico a explorar era el vasto y común territorio del mundo del trabajo:
En
su […] análisis
sobre la obra chapliniana, Harry A. Grace comprobaba que el cincuenta y
siete
por ciento de las películas de Chaplin se
referían a situaciones de trabajo o
de comportamiento económico. Así, a diferencia de
[…] otros “creadores de
personajes” de la primera década del siglo, que
solían ubicarse en situaciones
exteriores y no cotidianas […], Chaplin cubre en sus films una amplia gama de tareas y
oficios. Periodista, boxeador,
panadero, empleado de banco, artista circense, bombero, mozo de
restaurante,
obrero de una fábrica, cómico de music-hall,
etcétera, configuran una clara intención de
ubicar al personaje en labores que
no sólo permitían ampliar el campo
dramático de la comedia, sino que también
situaban a la misma en conflictos específicos, bien
conocidos por el público.
(Arcella y Kleinman, 1980, p. 17)
Sin duda, la película que afronta con mayor
determinación la configuración de la sociedad
capitalista y que se propone el
alumbramiento de sus conflictos endógenos (especialmente el
conflicto inherente
a la contradicción capital-trabajo) es Tiempos
modernos. Tal como nos hace saber en su
autobiografía, Chaplin tomó la
decisión de realizar esta película inspirado en
una conversación que sostuvo
con un periodista neoyorkino que le habló del
“sistema de fabricación en
cadena” (Chaplin, 1989, p. 423) que era dominante en la
década de los treinta
en Detroit, la norteña ciudad estadounidense
emblemática de la industria
automotriz y cuna del modelo productivo fordista. El periodista le
había
contado a Chaplin “la horrible historia de una gran
industria, que atraía a los
mozos sanos de las granjas quienes después de cuatro o cinco
años de realizar
ese sistema en cadena acababan con los nervios deshechos”
(Chaplin, 1989, p.
423). Inspirado en el testimonio de ese periodista, Chaplin trama el
argumento
de su película: “fue esa conversación
[escribe Chaplin] la que me sugirió la
idea de Tiempos modernos”
(Chaplin,
1989, p. 425).
Desde
el interior de lo que Theodor Adorno
y Max Horkheimer llamaron la industria
cultural, desde las entrañas subvertidas del
entretenimiento de masas,
desde la propia interioridad de lo que Louis Althusser
teorizó como los aparatos
ideológicos del Estado[5],
Chaplin nos lega una obra de humor serio que
dirige la mirada hacia su época y que moviliza
“reflexiones sobre el destino de
la sociedad capitalista de hoy” (Bleiman, 1980, p. 79). No es
extraño que
Chaplin nos haya legado dos de los documentos
cinematográficos más potentes
contra el capitalismo (Tiempos modernos)
y contra el fascismo (El gran dictador):
la sociedad capitalista y su violencia fue aquello a lo cual Chaplin
nunca dejó
de interrogar críticamente y satirizar. Detendremos ahora
nuestra atención en
el análisis de las primeras escenas de Tiempos
modernos que constituye uno de los documentos culturales más
reveladores del sentido profundo de la organización
capitalista del trabajo,
una película que reviste un
especial interés para una antropología del
capitalismo (en cuyas
coordenadas sitúo mis intereses de
investigación).
Tiempos
modernos, tiempos violentos
La
escena inicial de Tiempos modernos[6] presenta la imagen de un reloj en
funcionamiento (ver figura 6):
el continuo movimiento de la aguja hace nacer en el espectador la
sensación del
paso del tiempo, de su transcurso regular, obstinado y perseverante y
de la
posibilidad, siempre inquietante, de su medición. La sombra
que la manecilla en
movimiento proyecta sobre la carátula del reloj, confiere al
cuadro la
sensación de una angustiosa persecución. Esta
imagen inicial le asigna al reloj
un lugar fundamental y su inclusión como escena de apertura
evoca el papel
central del reloj –de ese instrumento de medición
del tiempo– en la modernidad.
Chaplin, agudo, nos recuerda que la vida moderna se ve gobernada en
buena
medida por ese modesto pero decisivo artilugio que es, al mismo tiempo
que un
mecanismo de registro y medición del tiempo, un instrumento
que ha dado “a la
empresa humana el latido y ritmo regulares y colectivos de la
máquina” (Mumford,
1992, p. 30).
FUENTE:
Fotograma de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Al
ser el tiempo la magnitud del valor
–como Marx
nos lo hizo ver–, la preocupación por su
cálculo ha acompañado al capitalismo
desde sus orígenes. Lewis Mumford nos hizo saber que esa
modesta máquina –cuyo
doble producto es la emergencia inédita de un tiempo
abstracto y la inducción
de un cambio cultural de dimensiones mayúsculas en la
experiencia social de la
duración– surgió en el siglo XIII
(antes del
despliegue del capitalismo) en el marco de las comunidades conventuales
europeas –en el seno de las órdenes
monásticas, de su ansiedad por la
“disciplina de la regla” (Mumford, 1992, p. 30),
por la vida metódica y
regular. Pero la diseminación de los relojes no se produjo
sino con el empuje
del capitalismo y de su necesidad de instaurar el pulso raudo y
abstracto de la
producción. Tal como ha mostrado Edward P. Thompson,
la erección del capitalismo
industrial fue correlativa de una “difusión
general de relojes” (Thompson, 1984,
p. 256), de esos dispositivos
que, habiendo surgido tempranamente en el siglo XIII
y habiendo instituido en el siglo
siguiente la insólita “división de las
horas en sesenta minutos y de los
minutos en sesenta segundos”
(Mumford, 1992, p. 33),
no se diseminaron
en Europa sino hasta el siglo XVIII,
cuando, saltando por los aires los muros
de los conventos y las torres de las iglesias, los relojes fueron
puestos a
regular la vida en otras instituciones disciplinarias
(en
las escuelas, en los talleres, en las nacientes fábricas),
ocuparon
paulatinamente el espacio de la vida doméstica –su
lugar privilegiado en la
casa– y más tarde ocuparon su lugar en nuestros
propios cuerpos o en sus más
próximas inmediaciones: los alojamos en nuestros bolsillos,
los pusimos a un
lado de la cama a gobernar el ritmo de nuestro descanso, los asimos a
nuestras muñecas
u, hoy, nos son dados incorporados a los teléfonos celulares
(prótesis de
nuestros cuerpos, fieles acompañantes de nuestros
desplazamientos y pequeño
pulso digital de nuestras actividades).
El
reloj –ante el
cual Chaplin nos coloca en la escena de apertura de Tiempos
modernos– instauró en la vida colectiva
un “inquieto
sentido de urgencia” (Thompson,
1984, p. 291).
Con su precisión cada vez mayor, con su progresivo
estrechamiento de
los lapsos del transcurso del tiempo, el reloj instauró una
experiencia –inédita
en la historia– de regularidad, de aceleración
general, de “sincronización de
las acciones” (Mumford, 1992, p. 31), e hizo posible la
fundación de un tiempo
abstracto que aparece como punto de referencia para toda actividad. La
instauración
de ese tiempo abstracto marcado por el tenaz e imperturbable tictac del
reloj
era indispensable para el capitalismo, éste lo
requería “para dar energía a su
avance” (Thompson,
1984, p. 257),
para utilizar “la medida del tiempo como medio de
explotación laboral”
(Thompson,
1984, p. 271),
para sincronizar las tareas, para regular los movimientos de la
vida económica, para sujetar a los obreros a la disciplina y
economía del
tiempo y para instaurar la idea moderna de que el tiempo que uno pasa
“sin
hacer nada”, se gasta, se desperdicia, se pierde
indefectiblemente, se sustrae
del mandato de la producción de plusvalor. Como
señala la antropóloga Paula
Sibilia, con el reloj “surgieron virtudes como la puntualidad
y aberraciones
como la ‘pérdida de tiempo’”
(Sibilia, 2010, p. 18): en “una sociedad
capitalista madura [escribe Thompson] hay que consumir, comercializar, utilizar todo el tiempo, es insultante
que la mano de obra simplemente ‘pase el
rato’” (Thompson,
1984, p. 285).
Fig.
7. El epígrafe irónico
FUENTE:
Fotograma de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Sobre
la imagen del
reloj en movimiento y con el telón de fondo de su latido y
urgencia, aparece un
letrero –ese recurso del cine mudo a través del
cual se logra introducir la
palabra allí donde parece no haber lugar para ella[7]–
que nos informa, con
notable ironía, lo siguiente: “‘Modern
times’. A story of industry, of individual enterprise ~
humanity crusading in
the pursuit of happiness”. A
la manera
de un
epígrafe, esta breve e inaugural inscripción
coloca al espectador ante una
anticipación de lo que vendrá, anuncia el sentido
general del largometraje que
se propone llevar a cabo una problematización de los tiempos modernos.
Figs.
8 y 9. Yuxtaposición
FUENTE:
Fotogramas de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas
de:
https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Tras
la
presentación y enterados ya de que la modernidad será el objeto de la trama,
nos encontramos con una imagen que, a
primera vista, poco tiene que ver con la modernidad y sus habituales
metáforas:
la primera escena que se nos presenta (bucólica)
está conformada por un rebaño
de ovejas que, presuroso, avanza en dirección a la
cámara. Chocando unos contra
otros, los animales caminan tan velozmente y con tal
determinación que el
espectador podría imaginar que, tras ellos y fuera de campo,
hay un pastor que
los instiga al movimiento. Gracias a una operación de
montaje, a esta imagen se
superpone otra –ésta sí una escena
clásica de la vida urbana–: brotando de la
boca de una estación de metro, un grupo de hombres avanza,
presuroso también,
en dirección a la filmadora. Los bordes de la salida del
metro –los muros que
la delimitan– cumplen aquí una doble
función: por una parte, dan cauce al
desplazamiento de los hombres –posibilitan su
tránsito ordenado– y, por otra,
entorpecen su circulación, la dificultan, la convierten en
una experiencia de
aglomeración.
Por
vía de esta
superposición de imágenes, el filme establece una
relación de analogía entre la
manada y el grupo de hombres. A través del montaje, Chaplin
plantea que algo
emparenta ambos conjuntos: la prisa, la dirección
única de su desplazamiento,
la disputa individual por el espacio, la uniformidad de los
movimientos, el carácter
de masa de ambos grupos. Pero hay sobre todo algo que parece emparentar
estas
dos escenas, algo que no se muestra –que no se hace visible,
que no está
directamente representado– pero que por alguna
razón ocupa la mente del
espectador: en ambas imágenes el espectador supone la
presencia de una
autoridad o una coerción a la que responden tanto los
animales como los
hombres; en efecto, quien observa estas escenas sospecha que el
movimiento de
los hombres y del rebaño responde a un poder que se ejerce
sobre ellos. Pero
¿dónde está esa autoridad?,
¿sobre quién recae y en qué consiste?
Así como
hemos podido imaginar que aquello que animaba el movimiento de las
ovejas era
un pastor fuera de cuadro, las siguientes escenas nos darán
una pista sobre el
poder que anima el movimiento de los hombres y que se ejerce sobre
ellos.
Figs.
10 y 11. La fábrica y los relojes checadores
FUENTE:
Fotogramas de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas
de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Una
vez fuera de la
estación de metro, vemos a los hombres cruzar una calle. Al
fondo, advertimos
lo que a todas luces es una fábrica: una
edificación de grandes dimensiones,
una construcción de arquitectura visiblemente funcional de
la que emergen, como
antiguos obeliscos, erguidas chimeneas que arrojan su constante humo.
Vemos,
también, una multitud que se enfila hacia lo que presumimos
es el acceso a la
fábrica. En la siguiente escena estamos ya dentro de ella.
Los hombres se
congregan alrededor de los relojes checadores de control de asistencia
y
registran en ellos su ingreso a la fábrica. Es el comienzo
de una jornada de trabajo.
Es
de aquí –de este
monumental edificio en cuyo interior tiene lugar la
producción– de donde
procede el poder que actúa sobre los hombres, sobre esos
sujetos que unos
segundos antes habíamos visto salir, apurados y como
atraídos por la misma
fuerza, de la boca del metro. A lo largo de su película,
Chaplin trazará un retrato
de la modernidad e irá mostrando, a través de
imágenes de una potente
evocación, los dispositivos de poder y control que alberga
el trabajo en los
tiempos modernos, unos tiempos que bien podemos reconocer como un
antecedente
que explica e ilumina algunos aspectos de nuestra propia actualidad.
Fig.
12. Las entrañas de la industria
FUENTE:
Fotograma de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
La
fábrica, que
desde la calle se mostraba como una construcción
impenetrable y cerrada sobre
sí misma, se abre ahora a nuestros ojos. Vemos,
así, las entrañas férreas de la
industria: “las máquinas pulidas como espejos, los
engranajes perfectos e
impecables” (Fuentes citado en Royo, 2005, p. 9). Los
múltiples tubos, aparatos
y columnas que, en distintas direcciones, cruzan la escena, producen en
el
espectador la sensación de estar dentro de un esqueleto
mecánico, de una
compleja organización automática compuesta por
perfectas y brillantes piezas
cuyo funcionamiento es del estricto orden de lo desconocido. Hay que
decir algo
respecto de esta evocación chapliniana de lo desconocido: en
las escenas de la
fábrica, nunca sabremos qué es lo que
ésta produce, a qué producción
objetual
específica se abocan los cientos de obreros; así
como el trabajo, en el
capitalismo, es fundamentalmente trabajo abstracto (gobernado por el
valor de
cambio), Chaplin sustrae del saber del espectador las cualidades
concretas del
objeto fabricado y sólo mostrará, como veremos
más adelante, los movimientos
productivos de los obreros consagrados a la elaboración de
un objeto
indeterminado, de un valor de uso que queda oscurecido, irrepresentado.
Caminando
por los
relucientes pisos, la multitud comienza a disolverse: lo que antes era
una
masa, un conjunto casi indiferenciado de hombres, empieza a convertirse
en lo
que Marx solía llamar el obrero
parcial
o lo que Harry Braverman llamó el “obrero
fragmentado” (Braverman, 1987,
p. 95).
Las trayectorias de los trabajadores se dividen, se ramifican,
divergen, pues cada uno de ellos se dirige hacia el puesto que tiene
asignado
en la división del trabajo y a la tarea
específica (y minúscula) a la que su
actividad es fijada.
Figs.
13 y 14. El cuarto de control de máquinas y el presidente
FUENTE:
Fotogramas de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas
de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
La
cámara nos
muestra ahora una especie de cuarto de control de máquinas,
un complejo panel
con palancas, manubrios e instrumentos de medición. Vemos
allí un hombre con el
torso desnudo que, como un Hefesto moderno, acciona un gran y
chispeante
interruptor: su tarea consiste en controlar el funcionamiento y la
velocidad de
la maquinaria total, imprimir el veloz latido del ritmo fabril. La
siguiente
secuencia nos conduce a la oficina del “presidente”
de la fábrica que,
aburrido, arma un rompecabezas, hojea un periódico, toma una
pastilla que le
trae su asistente, sin que nada de lo que hace logre llamar su
atención,
seducirlo. Hastiado en su pulcra oficina, el gerente enciende un gran
monitor
desde el cual tiene un control general de la planta: la
fábrica y sus distintas
secciones se despliegan, diáfanas, ante sus ojos.
Convertidas en nítidas
imágenes y proyectadas sobre la superficie plana de la
pantalla, los
acontecimientos de la fábrica –los comportamientos
de los hombres y la
actividad de las máquinas–, están a
disposición de la mirada y el escrutinio
del jefe[8].
A través de este monitor,
el presidente vigila el proceso de producción, supervisa las
conductas de los
empleados y, como se nos mostrará enseguida, da
instrucciones a los
trabajadores.
Fig.
15. Videoaparición
FUENTE:
Fotograma de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
A
diferencia de los
dispositivos panópticos que estudiaba Michel Foucault,
dispositivos en los que
el vigilante ve pero nunca es visto, aquí la imagen del
presidente
aparece, cuando él lo decide, en los monitores
estratégicamente ubicados en
diversos lugares de la planta (los monitores son aquí
más similares al Gran
Hermano orwelliano –que aparece siempre ante los sujetos
mostrándose y haciendo
evidente que ve–, que al
más discreto
y sigiloso panóptico). De este modo, la imagen demandante
del jefe puede
aparecer, en cualquier momento y sin previo aviso, ante los ojos de los
obreros. Este sistema de videovigilancia permite a la autoridad no
sólo
inspeccionar y cerciorarse de la calidad del trabajo de los obreros y
los
capataces sino que le permite, además, hacerse
presente: manifestarse, en forma de video-imagen, ante los
propios
trabajadores. La simple presencia de esos monitores –de esas
pantallas que
pueblan la fábrica y que albergan la posibilidad siempre
latente de la
aparición súbita de la autoridad–,
constituye, para los trabajadores, un
recordatorio de que son objeto de una continua vigilancia, de que
están
colocados bajo un puntilloso escrutinio. La siguiente escena muestra al
presidente dando una orden al encargado de la sala de control de
máquinas; como
una moderna epifanía, la imagen del presidente surge en la
pantalla y, con voz
tronante, ordena: “Section five, speed her up!”.
El
jefe ha ordenado
acelerar la producción en uno de los sectores de la
fábrica y nuestro Hefesto
ha obedecido al momento: ha hecho, en el panel de control, las
maniobras
necesarias para dar mayor celeridad a la maquinaria. Como sonido de
fondo y
amplificada por un altoparlante, escuchamos de nueva cuenta la voz del
presidente
dirigiéndose, esta vez, a un capataz: “Attention
foreman, trouble on bench
five, check nut tightening. Nut coming through loose on bench
five… Attention foreman!”.
FUENTE:
Fotograma de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
La
cámara nos
conduce al puesto de trabajo en cuestión y vemos
allí a Charlot que,
reconcentrado, intenta sin lograrlo seguir el vertiginoso ritmo de la
cadena de
montaje. Su tarea es precisa, puntual, intolerablemente
específica, es lo que
Marx llamaba, a propósito de la división del
trabajo, una “faena de detalle”
(Marx, 1973, p. 290): debe apretar un par de tuercas que le son
repetidamente
presentadas por obra de la cadena de montaje construida, como se sabe,
por una
banda móvil o “cadena conductora sin
fin” (Braverman, 1987,
p. 117).
Como
podemos advertir en las elocuentes imágenes de la
película, la
función de la cadena es doble: no sólo consiste
en presentar al obrero las tuercas
–es decir, en acercarle el objeto
sobre el cual debe recaer su trabajo– sino,
también, en arrancárselas
–en arrebatarle el objeto. La cadena de montaje, no
hay duda, es un invento audaz: al mismo tiempo que acerca
el objeto al trabajador –lo hace llegar hasta el lugar que
ocupa el sujeto sin necesidad de que el sujeto pierda tiempo en su
desplazamiento hacia el objeto–, lo sustrae
–lo lleva lejos del alcance del hombre. Así, la
acción del trabajador –en este
caso, el ajuste de las tuercas–, debe desplegarse en ese
breve lapso de tiempo
en el cual el objeto está al alcance de sus manos; el obrero
está forzado, por
la naturaleza misma de la cadena, a realizar una acción sin
retraso, sin
aplazamiento, a consumar la operación en ese breve instante
que media entre la
llegada del objeto y su desaparición. Este doble
carácter –este dar y quitar el
objeto de trabajo– es lo característico de la
cadena de montaje, de ese “engranaje
en perpetuo movimiento”
(Linhart, 2009, p. 11) que exige del
sujeto una atención permanente, que demanda una respuesta
inmediata, una acción
exenta de toda demora y de todo extravío. Con su
desplazamiento continuo e
inexorable, la cadena exige del trabajador un riguroso orden de las
operaciones
y una extrema economía del tiempo, de los gestos y los
movimientos.
FUENTE:
Fotogramas de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas
de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
En
cada mano,
Charlot porta
una llave con la que ajusta las tuercas que desfilan frente a
él y que
amenazan, en todo momento, con irse hacia la oscura boca de la cadena
de
montaje, con escabullírsele de las manos y evitar,
así, la transformación que
él está obligado a imprimirles. Las
siguientes escenas nos mostrarán a
Charlot incapaz de satisfacer la demanda que procede de la
máquina: una
repentina comezón lo obliga a rascarse y pierde el ritmo de
ajuste, una mosca
revolotea alrededor de su cabeza y vuelve a perder el ritmo y a ganarse
la
reprimenda del capataz y la furia de sus compañeros de
cadena, cuyo trabajo se
ve afectado cuando Charlot falla y se demora: el fracaso de Charlot
amenaza con
dar al traste con la producción en cadena, el ritmo de la
producción en serie
se ve colocado bajo riesgo de colapso. Luciano Sáchile ha
hecho una observación
esencial sobre esta misma secuencia:
La
pregunta que subyace en la
escena es: si tan diminuto es el trabajo de un obrero […],
si tan poco es, si
tan poco hace [en el sentido de que su trabajo está
secuestrado por un detalle,
por eso que Marx llamaba una tarea monosilábica
una y otra vez repetida], ¿por qué su ausencia
momentánea puede hacer perder
toda la producción? Lo que Tiempos
modernos muestra no es sólo
el estrés del trabajador, la precarización y las
tensionantes condiciones de
trabajo, también la importancia de su rol. Si él
no está, todo se viene abajo.
Por eso mismo […] es a partir de él, del
trabajador, de la unidad de todos los
trabajadores, que este […] sistema de explotación
se puede cambiar. (Sáchile,
2018, s/p)
Así,
Chaplin señala la condición
fundamental de la fuerza de trabajo: de la potencia creadora del
trabajo vivo
depende la totalidad de la producción (incluso en las formas
más automatizadas
de producción, todo depende del trabajo vivo pues es
éste el que en última
instancia produce las máquinas, el software
o los robots). Y esa potencia creadora de la fuerza de trabajo no
sólo se
refiere a su capacidad de creación de bienes (objetos o
servicios, mercancías
industriales o postindustriales) sino también a la capacidad
de creación de
sociedad.
Pero
volvamos a la trepidante escena de la
cadena de montaje. La
máquina se yergue aquí como persecutora y
amenazante: el trabajador es “perseguido […] por el ritmo” (Linhart,
2009, p. 40)
frenético de la cadena que amenaza con
escabullirle el objeto que él debe transformar con su
acción.
La cadena de montaje opera una
extraña transmutación: es como si el objeto,
gracias a una peculiar alquimia, cobrara
vida propia, el objeto se escapa, se va, huye de la tarea que el hombre
tiene
que operar en él.
Chaplin nos enseña aquí que la máquina
interpela al hombre, que la
cadena, con su deslizamiento continuo, obliga al sujeto a seguir, con
su propio
cuerpo y con su propio esmero, un movimiento automático e
independiente de su
voluntad, un movimiento que “no hace concesiones”
(Linhart, 2009, p. 55) y que
se erige frente a él como un poder, como una fuerza que se
ejerce y se
despliega sobre su cuerpo y su espíritu. El ritmo
automático de la cadena está
gobernado por las necesidades del ritmo de la valorización
del valor. Chaplin
muestra que la tecnología incorpora, en su propio
funcionamiento, la lógica de
la acumulación de capital. La tecnología no es,
desde luego, algo neutro, está
social e históricamente determinada.
Fig.
19. El nuevo Sísifo
Como
un Sísifo
contemporáneo, quien trabaja en la cadena de montaje
está obligado, por la
naturaleza de la máquina en movimiento, a recomenzar su
tarea una vez
terminada. Recordemos que, en la mitología griega,
Sísifo había sido condenado
por los dioses a la realización de una tarea absurda,
inadmisible para la
razón: una tarea tortuosa sin fin y que debía ser
eternamente recomenzada. El
mito cuenta que Sísifo había sido arrojado al
Tártaro y condenado
a subir una
gran roca por la empinada ladera de una montaña.
“Cada vez que [Sísifo] está a
punto de llegar a la cima […], el peso de la desvergonzada
piedra le obliga a
retroceder, y la mole vuelve una vez más a la misma base.
Allí la vuelve a
tomar pesadamente y debe empezar de nuevo” (Graves, 2006, p.
241). De este
modo, la piedra caía por su propio peso y Sísifo
debía reanudar el trabajo:
volver a subir la cuesta y a remontar la piedra eternamente sin poder
nunca
cambiar de actividad.
Ahora
bien, el operario de la cadena de
montaje tiene una tarea similar a la que imaginaron los antiguos
griegos: como Sísifo,
quien trabaja en la cadena debe reemprender la misma faena una y
otra vez, sin verla, nunca, terminada. La función de la
cadena consiste en ese
eterno retorno del objeto de trabajo: una vez realizado el ajuste de un
par de
tuercas, éste debe reiniciarse en el otro par de tuercas que
han ocupado ya el
lugar de las precedentes. El trabajo de los operarios de la cadena
consiste en
esta repetición sisífica, su trabajo se despliega
en el marco de ese eterno
retorno de lo mismo (eterno retorno del mismo objeto y del mismo gesto)
y en
esa imposibilidad de finalizar la tarea. Como Sísifo, los
obreros están
condenados a “ese suplicio indecible en el que todo el ser se
dedica a no
acabar nada” (Camus, 1963,
p. 84)
pues, una vez finalizada la acción sobre
un par de tuercas, éstas, como por arte de magia, reaparecen
ante el sujeto y
solicitan, de nueva cuenta, su pronta intervención.[9]
El trabajo adquiere, así,
la apariencia de un simulacro: “un simulacro absurdo de
trabajo, que se deshace
apenas hecho como por efecto de alguna maldición”
(Linhart, 2009, p. 15).
En
su profusa e
ingeniosa mitología, el mundo antiguo imaginó
estos suplicios y, en su intensa
vida económica, el mundo moderno los realiza. La llamada
“organización
científica del trabajo” y su perfeccionamiento
fordista efectivizó esa tarea
sin fin que la mitología griega concibió como un
tormento. Si los griegos
“mitologizaron” el horror en la leyenda de
Sísifo, el mundo moderno lo consuma
en la organización de su vida económica y en la
cadena de montaje, en ese “perpetuum
mobile”
(Marx, 1973, p. 331) que,
trayendo y volviendo a traer el objeto de trabajo, asigna al sujeto
una tarea interminable y lo convierte en un
“apéndice de la máquina”
(Marx y
Engels, 1976,
p. 117).
Tal como escribió Eisenstein a propósito de Tiempos modernos, la “cadena de
montaje que muestra la película, es
una tortura interminable, un Gólgota motorizado”
(Eisenstein, 2010,
p. 23).
Fig.
20. Devorado por la cadena
FUENTE:
Fotograma de Tiempos modernos (1936),
de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Fig. 21. En el interior del mecanismo
En
las escenas de la fábrica, Chaplin
muestra a su personaje incapaz de seguir el ritmo de la cadena,
representa al
sujeto que no puede fluir, que se
ve
desbordado por la producción en flujo continuo. Una de las
secuencias más
memorables de Tiempos modernos es
aquella en la que Charlot es ingerido por la máquina:
inhábil para seguir el
ritmo que ésta le impone –rebasado por el
movimiento de la cadena–,
Charlot pierde, una tras otra, las tuercas que la banda en movimiento
continuo le presenta y, persiguiéndolas
–intentando inútilmente satisfacer la
exigencia del mecanismo automático y la añadida
demanda del capataz que lo
conmina a acelerar el ritmo de trabajo–, salta, enloquecido,
a la lóbrega boca
de la máquina. Charlot es engullido
por las “fauces devoradoras” (Fuentes
citado en Royo, 2005, p. 9)
de la cadena, subsumido en ella; el
mimo entra, así, en el interior de la máquina, en
donde todo marcha
sobre ruedas; hay allí una armonía
sistémica entre los componentes del
mecanismo: las brillantes ruedas dentadas, el brazo
mecánico, los precisos
engranajes que dan su pulso elemental e inexorable al
“organismo del sistema
maquinista” (Marx, 1973, p. 345). El mecanismo, como el de un
reloj descomunal,
es aceitado, regular, impasible, indiferente a la variación.
Este sistema
espera de Charlot un funcionamiento semejante al de los engranajes:
debe ser
ese apéndice de la
máquina del que
hablaban Marx y Engels. Del trabajador se espera un acoplamiento
místico con la
maquinaria (o con el sistema): él debe ser una pieza, toda
diferencia entre él
y las cosas debe ser borrada, anulada.
Charlot
enloquece.
Al salir de las entrañas de la máquina baila un
extravagante ballet: usa las
llaves como parte de una delirante coreografía ajustando, en
lugar de las
tuercas, las narices de sus compañeros de trabajo, los
botones de la falda de
la secretaria, las tuercas de una toma de agua de bomberos, reitera
absurdamente el detalle que tiene asignado. En su baile, desquicia la
fábrica,
introduce un mayúsculo desorden, vuela por los aires colgado
de un gancho, huye
de todos hasta que es llevado a un hospital psiquiátrico por
una “depresión
nerviosa”, según se lee en la película.
Con su propia locura, Charlot pone “en
ridículo la
locura colectiva que nos apresa” (Chaplin
citado en
Eisenstein, 2010,
p.
42):
su desquiciamiento pone en evidencia el
propio desquicio capitalista.
La
locura de Charlot en Tiempos
modernos –el colapso nervioso que lo saca de la
fábrica
y lo lleva al psiquiátrico– no es sólo
el pretexto de Chaplin para un buen gag:
es la síntesis
mímica
de la racionalidad
capitalista que subsume todo al principio de la
valorización
del valor.
¿Obsolescencia
o
vigencia de Tiempos modernos?
No
puedo detener las llamadas, es como una
cadena: una tras otra, tras otra…
Trabajadora
de un call center en
México
Se
ha afirmado que nuestra actualidad no
evidencia ya ningún lazo de parentesco con aquella
modernidad que representara
Chaplin en Tiempos modernos, que
nuestra contemporaneidad (caracterizada como postindustrial,[10]
con una economía
predominantemente orientada al sector de los servicios, con una
tecnología
revolucionada en clave informacional y digital, con empleados que ya no
toman
la forma clásica del obrero industrial) no guarda ya ninguna
semejanza con la
obra de Chaplin. Escribe Paula Sibilia:
Inmerso en el
ambiente fabril de la era industrial,
hace casi un siglo, el personaje de Charles Chaplin [en Tiempos
modernos] […] adquiría gestos
mecanizados y se volvía
compatible con los engranajes del mundo industrializado. En nuestros
tiempos
posmodernos, es evidente que ese cuerpo está obsoleto: ya no
son esos los
ritmos, los gestos y los atributos que están en alta.
(Sibilia, 2010,
p. 193)
Difiero
de esta declaratoria de
obsolescencia de la representación de Chaplin. A mi juicio, Tiempos modernos –esa
película de vieja
factura– continúa informándonos de
nuestra propia actualidad. De más está decir
que muchas cosas han cambiado en el capitalismo
contemporáneo,[11]
pero su signo elemental
permanece inalterado y representado en esa película
ficcional que no deja de
suscitar la impresión de estar ante un “fuerte
documento realista” (Bleiman,
1980, p.
99),
un documento de que da testimonio –con esa dura
poesía que nos
hace reír “cuando más conmovidos
estamos” (Deleuze, 1984, p. 240)–
de nuestra propia situación. Tiempos
modernos nos continúa interpelando.
Observador
atento de la socialidad
capitalista, etnógrafo sui generis
de
nuestros tiempos, Chaplin nos ofrece en su obra –en la
hechura de su personaje
fantástico y en la cuidadosa minuciosidad de sus
tramas– una aguda lectura de
algunos de los rasgos centrales del modo de producción
capitalista: la creación
sistémica de marginalidad, la pauperización y la
precarización creciente de las
condiciones de vida, la irracionalidad de la apropiación
privada de lo que es
socialmente producido, la violencia inmanente al mandato de la
producción de
plusvalor, el sentido de la tecnología moderna, la
experiencia del tiempo
laboral acelerado, las formas de la vigilancia del management
sobre los trabajadores, etcétera. El filme da cuenta del
erigirse del capital en un “poder
autocrático” (Marx, 1973, p. 351), da
lúcida
cuenta de esa tecnología cuyo pulso –por
más teleinformático o postindustrial
que sea– no es sino el del plusvalor, da cuenta de una vida
social subsumida
por el principio de la acumulación privada. Los nuevos
empleados del sector de
los servicios “comparten el destino del
proletariado” (Lederer citado en
Kracauer, 2008,
p. 114)
que Chaplin muestra y denuncia con su
mímica; para los empleados de la postindustria
“rigen las mismas condiciones
que para el proletariado en sentido estricto” (Kracauer, 2008,
p. 114).
Permítaseme
esgrimir un último argumento
sobre la vigencia de la obra de Chaplin, un argumento que corre el
riesgo de
ser autorreferencial pero que quizá sea pertinente traer a
cuento: hace poco
realicé una investigación sobre los trabajadores
de los call centers en
México, esos centros de atención
telefónica que
proliferan en Latinoamérica, que producen una
mercancía sutil y relativamente
inobjetual (lenguaje, habla, interacción comunicativa entre
una empresa y sus
“clientes”) y que han sido denominados, con atino,
“fábricas de la charla”
(Virno, 2006, p. 147). Mientras hacía trabajo de campo en
esos nuevos nodos
productivos abastecidos con las tecnologías digitales y
teleinformáticas
contemporáneas, tenía la
repetida impresión de que Tiempos
modernos
seguía
hablándonos de
nuestro tiempo.
Pondré aquí sólo algunos ejemplos de las múltiples posibilidades de evocación recíproca entre Tiempos modernos y los call centers (que constituyen, a mi juicio, un ejemplo emblemático de los nuevos empleos en el sector de los servicios informatizados).
2)
Las formas de organización del trabajo y de
organización del espacio en estos
nódulos postindustriales se inspiran a todas luces en la
tradición taylo-fordista
cuyo sentido Chaplin desentraña.
3)
Las técnicas de vigilancia y control del trabajo que el management echa a andar en los call
centers recurren también a la videovigilancia que
Chaplin explora en su
película (aunque no solo a ella, pues los métodos
de control vía software
han instalado una vigilancia
mucho más sagaz).
4)
El
enloquecimiento de Charlot y la “depresión
nerviosa”
que lo lleva al manicomio recuerda aquello que algunos estudiosos de los call centers latinoamericanos han
llamado el “continuum call-psiquiátrico”
(Colectivo Quién Habla, 2006, p. 22);
los teleoperadores, situados ante una demanda sostenida de
productividad bajo
condiciones de estricta vigilancia y de reiteración ad nauseam del mismo gesto (de las
mismas palabras, de los mismos
procedimientos en “el sistema”,
etcétera), suelen verse conducidos a una experiencia
muy habitual de desborde psíquico –el llamado burnout o “síndrome
de la cabeza quemada”– que lleva a menudo a los
trabajadores de la teleindustria al consumo de la
farmacología psiquiátrica.
Si
la
fábrica chapliniana
trastorna al obrero –lo lleva al límite
convulso
de su perturbación y le deshace los nervios–, el call
center conduce al
teleoperador al
“ataque
de pánico” y al burnout.
En
fin, mientras hacía trabajo de campo en un formato
empresarial clásico de
nuestra contemporaneidad y del capitalismo informacional, las
rememoraciones de
Tiempos modernos eran recurrentes y revelaban la
actualidad de la mordaz
crítica del cómico londinense al capitalismo. No
quiero decir con esto que no
haya nada nuevo bajo el sol, por el contrario, hay infinidad de nuevas
características del capitalismo actual: desplazamientos,
transformaciones antes
insospechadas, nuevos sujetos laborales, nuevos regímenes
productivos, nuevas
tecnologías, nuevas formas de control de las fuerzas de
trabajo, nuevos métodos
de subsunción del trabajo al capital, que –desde
luego– no aparecen ni siquiera
insinuados en la película de Chaplin de 1936.
Con
todo, la crítica de Chaplin apunta a un conjunto
de rasgos, si se quiere, consubstancial al modo de
producción capitalista, de
ahí que su obra siga haciendo sentido para las nuevas
generaciones de
espectadores. Chaplin denuncia y “confronta con su
ácida mímica” (Bartra,
2008, p. 36) un
modo de producción y de
organización de la vida colectiva
que,
centrado en la generación de ganancia privada, engendra un
malestar colectivo
de múltiples dimensiones.
A
través de sus tramas, de sus guiones burlescos y
trágicos, de su gestualidad inquietante, Chaplin nos ha
legado una crítica del
capitalismo que sigue interpelándonos, una
crítica a la organización
capitalista del trabajo y a una tecnología que interiorizan
la ley del
plusvalor y que, puestas bajo el resplandor de la inteligencia
hilarante
chapliniana, aparecen
reveladas
en su violencia
constitutiva. La gestualidad mímica de Chaplin pone en
evidencia –con su propio
absurdo– lo absurdo de un régimen que
“acumula capital a fin de acumular más
capital” (Wallerstein, 2013, p. 31), que subsume todo lo que
encuentra a ese
principio tautológico y que instaura una racionalidad
“que no es más que el
código de la fuerza triunfante” (Albiac, 1992, p.
15).
Fig.
22. Chaplin imaginado como teleoperador de un call
center
FUENTE:
Anónimo. Imagen recuperada de: http://deslogueate.foroactivos.net/t1-habia-una-vez-un-call-center.
No
resulta extraño que, en Estados Unidos,
tras el estreno de Tiempos modernos,
Chaplin haya sido acusado de comunista y haya tenido que exiliarse.
Chaplin
tenía una cercanía con el diagnóstico
que hacía Marx de la sociedad
capitalista: pensaba, como Marx, que el capitalismo es un orden en el
cual la producción
consume al trabajador y en el cual el producto –esa criatura del trabajo– domina al
productor. De ahí que Chaplin recibiera una carta de la
oficina de censura de
los Estados Unidos que decía, de una de sus
películas, que en ella había
“pasajes del argumento en los que el [personaje]
[…] acusa al ‘sistema’ y ataca
la presente estructura social” (Chaplin,
1989, p. 483).
La siniestra carta alojaba sólo una virtud: tenía
razón.
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Natalia
Radetich Filinich
Mexicana.
Doctora en Antropología por la Universidad
Nacional Autónoma
de México, maestra en Filosofía por la misma
universidad y licenciada en
Etnología por la Escuela Nacional de Antropología
e Historia. Actualmente se
desempeña como profesora en el Departamento de
Antropología de la Universidad
Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa.
Su tesis doctoral “Trabajo y
sujeción:
el dispositivo de poder en las fábricas de
lenguaje” recibió el premio de la
Academia Mexicana de Ciencias a la Mejor Tesis de Doctorado en Ciencias
Sociales y Humanidades 2016 y recibió, asimismo, una
Mención Honorífica en los
Premios INAH 2016 a
la mejor Tesis de
Doctorado en Etnología y Antropología Social.
Entre
sus publicaciones se encuentran los libros La risa y el
quebranto (México:
Conaculta / Fonca, 2006) y Minotáuricas
(Barcelona: Bellaterra, 2014), entre otros capítulos en
libros colectivos y
artículos en revistas especializadas en ciencias sociales.
[1] Harum
Faroki, artista y cineasta checo-alemán, tiene una
videoinstalación titulada
“Trabajadores saliendo de la fábrica”
(1995), en la cual exhibe en doce
monitores fragmentos de igual número de películas
que, a lo largo de la
historia del cine, han tenido el mismo motivo que el filme de los
hermanos
Lumière: el registro documental o la
representación ficcional de la salida
de los trabajadores de la
fábrica.
[2] En un sentido
similar al
nuestro, Jorge Grau Rebollo sostiene que las producciones
fílmicas de ficción
tienen una “configuración refractiva”
(Grau Rebollo, 2005, p. 2) es decir, no
“relejan”
la realidad sino que la “refractan”, por lo que
pueden constituir documentos
fructíferos para la investigación en ciencias
sociales.
[3] En
mi libro La risa y el quebranto (2006)
analizo la dimensión política de la risa y su
capacidad para hacer surgir una
experiencia de distanciamiento crítico con respecto a los
ordenamientos
sociales.
[4] El
gran dictador es la
única
película en la que Chaplin interpreta al hombre autoritario:
es al mismo tiempo
el judío perseguido y el dictador perseguidor. Es
también esta película la
única en la que Charlot pronuncia un discurso (el
célebre discurso antifascista
del final del filme). Si Chaplin había sido tan refractario
a la sonorización
del cine (ver nota 7), fue también, como ha
señalado Deleuze, quien hizo un uso
radical del discurso al condenar el fascismo (cfr.
Deleuze, 1984, p. 242).
[5] El cine es, como
sabemos, una de las esferas clásicas de lo que Althusser
llamó los aparatos
ideológicos del Estado (ese
plexo de instituciones que se
encargan de la producción de legitimidad del
régimen instituido y de la
reproducción de las relaciones de clase).
Pero tal como señaló el
filósofo francés, esos aparatos son, al
mismo tiempo, terreno de disputa
política. Las contradicciones sociales se expresan en los
aparatos ideológicos,
cuya unicidad no está del todo lograda (pues el campo social
no está, tampoco,
homogenizado, no es –¡por supuesto!– una unidad sin fisuras). Esos
aparatos no tienen su sentido
definido de una vez y para siempre, sino que son ellos mismos objeto y lugar de
la “batalla
de las ideas” (Iglesias,
2014, p. 49).
La clase en
el poder, escribe Althusser,
“no puede
imponer su ley en los aparatos ideológicos […]
tan fácilmente como en el
aparato represivo”
(Althusser,
1970, p. 28), por eso hay
siempre corrientes críticas
que aparecen –aunque marginalmente– en la totalidad
de los aparatos ideológicos
(en el cine, en la literatura, en la radio, en la prensa, en la
religión, en el
sistema escolar, en
la academia, en las instituciones culturales-artísticas, en
los partidos
políticos, etcétera). La “resistencia
de las clases explotadas puede encontrar
[…] ocasión de expresarse” (Althusser,
1970, p. 28) en los
propios aparatos ideológicos, las ideas críticas y
los sectores subalternos pueden conquistar “posiciones” (Althusser,
1970, p. 28) en ellos.
Así pues, el cine es tanto un dispositivo de
producción
de una cultura –digamos– acrítica (de
eso que Gramsci llamaba el sentido
común
(Gramsci,
1971) a
través del cual los sectores dominados asumen como suyos
los intereses y la
concepción del mundo de los sectores dominantes), como
también un posible
dispositivo de crítica y antagonismo. La cultura es
“un terreno crucial de la
lucha política” (Iglesias, 2014,
p. 47). Como
sabemos, los medios de comunicación tienen una enorme
potencia para la
determinación del pensamiento colectivo, de ahí
la importancia de intervenir
críticamente en el aparato cinematográfico y
mediático. El cine de Chaplin se
sitúa en ese espectro de producción cultural
crítica:
la
obra de Chaplin subvierte el sentido de la industria cultural.
[6] Dado
que a continuación haremos un análisis de algunos
de los primeros fragmentos de
la película Tiempos modernos (1936),
sugerimos al lector que, antes de dar comienzo a la lectura de esta
parte del
artículo, vea los primeros 19 minutos de dicho filme,
disponible en https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes193 61.
[7] Recordemos
que Tiempos modernos (1936) no es, propiamente hablando, una
película muda; se trata, más bien, de una
película de transición entre el cine
mudo y el sonoro. Como es sabido, Chaplin fue muy reticente a la
sonorización
del cine, pues su personaje, Charlot, era profundamente
pantomímico. Cuando
Chaplin realizaba Tiempos modernos,
hacía ya varios años que la
sonorización estaba instalada en la industria
cinematográfica. A contrapelo de las innovaciones
técnicas del cine, Chaplin no
quería renunciar a las posibilidades que encontraba en el
cine silente, por lo
que en Tiempos modernos
experimentó
con una alternativa: hizo una combinación entre el cine mudo
y el sonoro incorporando
algunas voces pero acudiendo a los recursos habituales del cine silente
–el
carácter fuertemente mímico de las actuaciones,
el papel central de la
musicalización de las escenas, la introducción de
leyendas, etcétera.
[8] Chaplin
anticipa aquí los sistemas de videovigilancia con los que
hoy estamos tan familiarizados.
Como es sabido, el cine y la literatura de
ciencia ficción han sido prolíficos en este tipo
de anticipaciones.
[9] Tiempo
después de
haber escrito este fragmento en el que presento una analogía
entre el
trabajador de la cadena de montaje y la figura mitológica de
Sísifo, me
encontré, releyendo el primer volumen de El
capital, con un pasaje en el que Marx cita un fragmento de La situación de la clase obrera en
Inglaterra, de Engels, en
el que
este último invoca la figura de Sísifo en un
sentido similar al nuestro. Dice
Engels: “[e]sa triste rutina de una tortura inacabable de
trabajo, en la que se
repite continuamente el mismo proceso mecánico, es como el
tormento de Sísifo;
la carga de trabajo rueda constantemente sobre el obrero agotado, como
la roca
de la fábula” (Engels citado en Marx, 1973, p.
349).
[10] Habría que ver si no hay, en esa
caracterización tan habitual, un
cierto reduccionismo que ve en las ruinas industriales de Londres o
Detroit los
signos manifiestos de una absoluta transición a la
economía postindustrial oscureciendo,
con ese nombre genérico y de pretensión
omniabarcante, los lugares de destino
de esas fábricas cerradas en el “primer
mundo” y reabiertas en los países
periféricos.
[11] Estudie
los rasgos
distintivos del capitalismo contemporáneo en mi tesis
doctoral (referida en la
bibliografía) en la que, en el marco de una
discusión sobre los trabajadores de
call centers en México,
presento un
análisis de lo que a mi juicio constituyen los rasgos
más sobresalientes del
trabajo en el capitalismo actual.