Archivos, familias y espectros en el documental latinoamericano contemporáneo
Archives, families and spectra in contemporary latinamerican documentary

 

Mariano Veliz
https://orcid.org/0000-0002-3938-3622
Universidad de Buenos Aires
marianoveliz@gmail.com

Resumen: Este texto aborda un fenómeno relevante en la producción audiovisual latinoamericana de las últimas décadas: la emergencia de documentales que propusieron intervenciones sobre archivos familiares para estudiar la ligazón del cine y la historia. Santiago (Uma reflexão sobre o material bruto) de João Moreira Salles (2007) y La sombra de Javier Olivera (2015) posicionan a los archivos familiares como contra-archivos que se extienden entre las historias personales, familiares, nacionales y cinematográficas. El objetivo del artículo se centra en indagar la potencia estética e historiográfica de dichas intervenciones, realizadas en el contexto del giro al archivo tematizado por Hal Foster. El análisis de los films parte de las proposiciones teóricas de autores como Marianne Hirsch, Roger Odin y Jacques Derrida y se guía por una metodología de análisis textual. El resultado permite percibir la potencia de las intervenciones sobre el archivo audiovisual como formas de reescribir las historias nacionales y/o familiares.

Palabras clave: archivo, documental latinoamericano, Moreira Salles, Olivera, casas.

Abstract: This article addresses a relevant phenomenon in Latin American audiovisual production in recent decades: the emergence of documentaries that proposed interventions on family archives to study the link between film and history. Santiago (Uma reflexão sobre o material bruto) by João Moreira Salles (2007) and La sombra by Javier Olivera (2015) configure family archives as counter-archives articulated between personal, family, national and film history. The objective of the article focuses on investigating the aesthetic and historiographical power of these interventions, carried out in the context of the archival turn themed by Hal Foster. The analysis of the films is based on the theoretical proposals of Marianne Hirsch, Roger Odin and Jacques Derrida, and is guided by a textual analysis methodology. The result of this study will allows us to perceive the power of the interventions on the archive as ways of rewriting the national and/or family histories.

Keywords: Archive, Latinamerican Documentary, Moreira Salles, Olivera, Houses

TRADUCCIÓN:
 Mariano Veliz, Universidad de Buenos Aires

Cómo citar:
Veliz, M. (2020). Archivos, familias y espectros en el documental latinoamericano contemporáneo. Culturales, 8, e453. https://doi.org/10.22234/recu.20200801.e453  

 

Recibido: 04 de abril de 2019         Aprobado: 23 de septiembre de 2019           Publicado: 26 de marzo de 2020




Introducción

En La sombra (2015), Javier Olivera[1] (1969) registra la demolición de la casa familiar donde pasó parte de su infancia. Su padre, Héctor Olivera,[2] había dirigido la construcción de esa propiedad en un momento de expansión de su compañía productora, Aries Cinematográfica Argentina El conflicto entre las imágenes de archivo, que dan cuenta de la edificación, y las imágenes presentes, de su derribamiento, advierte acerca del enlace de la memoria y el espacio. En Santiago (Uma reflexão sobre o material bruto) (2007), João Moreira Salles[3] (1962) recupera un proyecto inconcluso emprendido en 1992: filmar a Santiago Badariotti Merlo, quien había sido mayordomo en la casa de su familia durante treinta años. Aquella aspiración deviene, trece años después, y a posteriori de la muerte del antiguo empleado, una revisión del material registrado a través de una voice over que escruta ese archivo para ver y oír aquello que había quedado oculto y silenciado. A partir de la exploración de estas dos producciones audiovisuales resulta posible interrogar las múltiples y variables interacciones entre el archivo familiar y el nacional así como entre el espacio y el recuerdo. En ambos documentales también se posiciona a las intervenciones sobre el archivo como prácticas de reescritura de la historia.

Archivos y familias

Ambos documentales participan del fenómeno del arte de archivo posicionado, según Hal Foster (2017), como una de las tendencias más notables de la producción estética del siglo XXI. En Malos nuevos tiempos, Foster precisa que en torno al año 2000 se extendió la figura del archival artist, una modalidad de artista preocupado no solo por la utilización de archivos informales, sino también por la producción de nuevos archivos. En este impulso archivista se recupera y radicaliza una tradición del arte del siglo XX, activa en la segunda preguerra y favorecida en la posguerra por la extensión de mecanismos de apropiación de imágenes, interesada por la información histórica perdida o abolida. 

El trabajo sobre el archivo se orienta, en este sentido, a hacer presente esa ausencia. A través suyo se busca propiciar el surgimiento de un elemento forcluido en el relato historiográfico hegemónico y/o una dimensión oculta en el relato familiar normativizado. En esta indagación, las intervenciones sobre los archivos oficiales examinan la delimitación de lo visible y lo no visible, lo audible y lo no audible, y exploran los vacíos que configuran, desde su supresión, los sentidos de estos archivos. Eduardo Russo (2017) puntualiza al respecto que los artistas de archivo ponen en juego múltiples estrategias destinadas a restablecer esa presencia. Este gesto de restitución conduce, a su vez, a una restitución equivalente de la experiencia. Esto se debe a que la falta inicial inhibía la emergencia de cierta posibilidad de la experiencia. La intervención sobre el archivo supone entablar una batalla radical contra las fuerzas que llevaron al ocultamiento de esa información histórica, frecuentemente concentrada en una imagen o una serie de imágenes, y a la concomitante mutilación de la experiencia histórica y/o personal.

El “artista archivero”, de acuerdo con Foster (2017), rastrea ese escamoteo en materiales históricos menores. En su búsqueda diacrónica, encuentra las huellas del pasado en resabios infravalorados por la cultura. A partir del hallazgo de esos remanentes, emprende una travesía por territorios de la historia escasamente iluminados. Uno de sus desafíos consiste, precisamente, en que las fuentes de su trabajo suelen estar escondidas y requieren ser rescatadas del olvido a través de un gesto de conocimiento alternativo o un ejercicio de contramemoria. A través de este trabajo se hacen perceptibles parcelas poco exploradas del pasado (nacional y/o familiar). El artista archivero indaga en las dimensiones desconocidas de los territorios conocidos. Ocupa, de este modo, una posición voluntariamente periférica y formula, desde esa excentricidad, recorridos en ciertas ocasiones aleatorios, en otras ocasiones fragmentarios, pero siempre inconclusos, por la historia. 

La periferia desde la que opera programáticamente el arte de archivo se vincula, en determinados casos, con el carácter familiar de las fuentes archivísticas que retoma y sobre las que interviene. Esta domesticidad marca el proceso entero con un carácter híbrido. Su ubicación se establece en el contorno entre lo encontrado y lo construido, lo fáctico y lo ficticio, lo público y lo privado. Esta última tensión resulta particularmente destacable, dado que la recurrencia a los archivos privados supone un cuestionamiento ineludible a los públicos. De hecho, esta apelación puede ser vista como una perturbación del orden simbólico en general (Foster, 2017, p. 79) al posicionar a la esfera íntima en un lugar de preeminencia y lanzar, desde allí, un reto contra las construcciones historiográficas oficiales.

En el marco específico de los archivos cinematográficos resulta necesario señalar que, allí, la forma de aparición de un archivo

(…) participa en dos regímenes temporales simultáneos. Se proyecta en el presente de una pantalla, pero esa aparición es paralela al transporte, al contacto visual con un pasado mediante la función evocadora de esa imagen y las circunstancias de lo que ha quedado registrado por la cámara (Russo, 2017, p. 65).

 

Por este motivo, el archivo cinematográfico favorece la apertura del pasado, produce una explosión de las fronteras que discriminan las capas temporales e introduce un cortocircuito en el vínculo crononormativizado entre el pasado, el presente y el futuro. La intervención sobre los archivos, tanto públicos como privados, supone la emergencia de una serie de disyunciones temporales que propician prácticas de relectura del pasado, políticas alternativas de construcción de sentidos históricos, relatos heterodoxos para dar cuenta de los relatos familiares.

En las últimas décadas, en el marco del auge de los documentales subjetivos,[4] la apropiación o intervención sobre estos archivos familiares se convirtió en una estrategia recurrente (ver Anderson, 2011, Chalfen, 1986, Zimmermann, 1995). En esta dirección, en La sombra, Javier Olivera introduce imágenes de archivo filmadas por Fernando Ayala,[5] el socio de su padre en Aries, entre 1972 y 1981. La intimidad de las imágenes en súper 8 resulta elocuente. Se trata de películas caseras que, aunque hayan sido registradas por un cineasta y capturen la cotidianeidad de otro cineasta, se conciben en función de un modo de lectura privado. También Moreira Salles introduce en Santiago fragmentos de películas familiares que registran momentos de bienestar doméstico.

En relación con este recurso a las home movies, Roger Odin especifica que “las imágenes de un film familiar funcionan menos como representaciones que como índices que invitan a volver sobre el pasado vivido” (2007, p. 202). Estas imágenes y sonidos tienen un sentido particular para quienes experimentaron esas situaciones o establecen vínculos directos con sus protagonistas. Desde la perspectiva semiopragmática impulsada por Odin, las películas familiares se ponen al servicio del reforzamiento del grupo familiar a través del registro y la conservación de momentos de felicidad y plenitud. En este sentido, resulta evidente que estas películas no se orientan a la retención de toda la historia de la familia, sino que implementan una política de apertura y cierre, captura y expulsión, que conduce a la construcción de una mitología familiar. Si su finalidad se orienta a la consecución de este relato auto-construido, esto se debe a que no es solo un registro de las interacciones familiares, sino que es también un dispositivo generador de estas. Entre sus efectos se cuenta el fomento de una identidad colectiva que encuentra en esa pertenencia su núcleo más sólido y duradero. A su vez, esa familia se presenta como una especie de enunciadora colectiva del archivo audiovisual.

Una de las consecuencias de este contexto comunicativo centrado en la familia reside en que “estas imágenes no hablan por sí mismas: demasiado cotidianas, corren el riesgo de sumergirse en la banalidad; así que hay que trabajarlas para arrancarlas del sedimento al que se quedan pegadas para que produzcan sentido” (Odin, 2007, p. 204). El material del archivo familiar requiere ser removido de su contexto comunicativo (Chalfen, 1986). Se demanda la aparición de estrategias de descontextualización que extirpen a las imágenes y los sonidos del encuadre en el que encuentran un funcionamiento naturalizado. Esta lectura fuera de contexto supone la irrupción de nuevos sentidos en un archivo que puede ser percibido, en un primer momento, como insignificante. Así, irrumpe una pregunta que condiciona ineludiblemente el trabajo con el archivo: de qué manera asegurar su legibilidad y la construcción de sentido. 

En un análisis de las transformaciones históricas de los usos y sentidos de las fotos de los álbumes familiares, Andrea Torricella (2018) interroga la vida posterior de estas imágenes. Se trata de aquellas en las que se depositan valores afectivos que condicionan los modos en los que son vistas, contempladas, apreciadas y recordadas. Esta dimensión afectiva conduce a la proliferación de una serie de acciones: la contemplación, el descarte, la exhibición y la preferencia, entre otras. En todos los casos, se produce una modificación del sentido en relación con el desplazamiento del contexto en el que fueron elaboradas y observadas. Si las fotografías que componen el álbum familiar, como encarnación del relato familiar normativizado, tienden a la construcción del rito del culto doméstico (Zimmermann, 1995), esto es posible porque se ponen al servicio de la reproducción de la ideología de la vida privada centrada en la valoración de la familia heterosexual, el individualismo y la domesticidad de las clases medias. Sin embargo, en esta encarnación de los valores burgueses se encuentra asimismo el germen de posibles reescrituras, intervenciones y subversiones que desafíen su supervivencia y/o expansión.

En este sentido, las fotografías y las películas familiares constituyen dispositivos de memoria. Se trata de instrumentos utilizados por la familia para rememorar el pasado o para seleccionar y construir un pasado que será, a partir de allí, el que se elija recordar. Frente a esta potencia ideológica del álbum familiar y de las home movies diversos cineastas se preguntan cómo intervenir sobre ese archivo para convertirlo en una contramemoria, construida a partir de la búsqueda de aquellas imágenes que no se vieron, pero fueron tal vez registradas, o de aquellos discursos que no se escucharon, pero fueron tal vez capturados. Así, estos nuevos dispositivos analizan las estructuras de represión y silencio que regulan el funcionamiento de los archivos en general y de los familiares en particular. En el contexto de estas preocupaciones, Marianne Hirsch estudia en Marcos familiares (2019) las formas de perpetuar la memoria familiar plasmadas en las fotografías, pero también los modos de elaboración de sus estrategias de supresión y elección. De esta manera, la interrogación del álbum familiar puede implicar el cuestionamiento de la familia como institución y de sus modos hegemónicos de representación.

Los archivos familiares se asientan en la intersección entre la historia pública y la privada y, por lo tanto, desde ese posicionamiento liminar escrutan las organizaciones familiares y las sociales. En Technologies of History (2011), Steve Anderson precisa que la introducción de home movies en documentales supone la irrupción de lo doméstico y lo familiar en su interacción con lo histórico y lo político. La comprensión de este dispositivo de memoria público-privado puede requerir la asignación de inteligibilidad a aquello que las imágenes no muestran o incluyen en su periferia, o indagar en el intersticio, en lo silenciado, en la sombra. Y reclama también, en determinadas ocasiones, desautorizar las miradas que organizaron inicialmente ese material.

Marianne Hirsch (2019) se preocupa por explorar las estrategias de intervención en las historias familiares y personales puestas en juego por diferentes artistas en la contemporaneidad. En los casos que indaga, los artistas no producen imágenes de acuerdo con las técnicas convencionales, sino que recurren a la manipulación de imágenes ya existentes. Sobre esas imágenes despliegan una serie de acciones: borrar, inventar, reenmarcar, fisurar. Así, descubren hiatos y ausencias dentro de ellas que les permiten impugnar la plenitud prometida por los archivos familiares. Estos gestos de intervención, articulados desde los contornos de los propios álbumes familiares, crean un orden espacio-temporal que habilita la resistencia, la revisión de los papeles familiares y de las posiciones sociales en muy diferentes contextos culturales (Hirsch, 2019)

Tanto en La sombra como en Santiago se violenta el archivo familiar al arrancarlo de la circulación restringida para la que había sido concebido. De esta manera, se extraen las imágenes del encuadre en el que estaban resguardadas y se las somete a un escrutinio orientado a desconfigurar el archivo familiar para proponer nuevas configuraciones. En La sombra, esta articulación alternativa de la historia de la familia Olivera no se produce solo a través de la confrontación de los dos regímenes temporales de la imagen (el archivo del pasado y el registro del presente), sino también mediante el conflicto entre esas imágenes y la voice over de Olivera. La relevancia asignada a este recurso así como la potente inscripción de la subjetividad implícita en las modulaciones de su voz no solo promueven una resignificación de las imágenes de archivo, sino que las dirigen, en gran medida, en contra del sentido inicial previsto.[6] Héctor Olivera ya no es solo “el gran tycoon de la industria cinematográfica argentina”, como menciona la voice over, sino también “la sombra implacable del monumento” para su hijo. Si en el archivo el padre detenta el centro de la imagen y de la composición familiar, y el resto de los miembros de la familia parecen girar a su alrededor (como aquel plano en el que se ve a sus hijos admirándolo por una ventana mientras el padre escribe en su oficina), la voz abre las grietas por las que se introduce un reordenamiento disruptivo del relato familiar. Entre la imagen y el sonido se establece una manifiesta disyunción que confirma las múltiples tensiones organizadoras del documental.

La adición polémica de esa voz a las imágenes en súper 8 implica una transformación radical del funcionamiento de la autoridad hermenéutica. En Mal de archivo, Jacques Derrida sostiene que el sentido del archivo depende de la autoridad hermenéutica legítima que lo haya instituido. Esta autoridad impone un “principio de consignación” que “tiende a coordinar un solo corpus en un sistema o una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal. En un archivo no debe haber una disociación absoluta, una heterogeneidad” (Derrida, 1997, p. 45). La voz de Olivera opera, precisamente, una remoción de la autoridad hermenéutica que había condicionado la dinámica de ese archivo familiar. Esta atribución no estaba concentrada en quien había filmado esas imágenes, Fernando Ayala, sino en la autoridad familiar registrada allí, Héctor Olivera. En esta dirección, la recomposición del archivo impulsada por su hijo apunta a proponer un contra-archivo familiar organizado en torno a una revolución topográfica: el intento de relegamiento, parcial e impreciso, del magnate en torno al cual se construyó la historia del cine industrial argentino de las décadas del 70 y del 80.

El centro del relato familiar ya no está hegemonizado por Héctor, sino que entra en tensión con la presencia de su hijo, a través de la incorporación de esa voz que deconstruye el archivo privado de manera simultánea al desmantelamiento de la casa familiar (Figura 1). En esta búsqueda, la voz reescribe el sentido de las imágenes. Sin embargo, no se trata de una operatoria que se limite a imponer desde la banda sonora un sentido agregado a la imagen, sino de una estrategia de lectura que hace estallar sentidos que estaban impresos allí, pero que habían quedado subordinados en el marco de sentido sancionado por la autoridad hermenéutica previa.

Figura 1. El archivo del padre en La sombra (2015)

 

Fuente: Fotografía capturada del film por el autor

 En Santiago se implementa un trabajo con el archivo en el que pueden encontrarse coincidencias y disidencias. Si las imágenes de archivo de La sombra procedían de otro autor, en Santiago se trata mayoritariamente de las entrevistas con el antiguo mayordomo que el propio Moreira Salles había registrado en 1992. Por este motivo, no se trata de la remoción de una autoridad hermenéutica, sino de una puesta en crisis llevada a cabo por esa autoridad. El realizador decide desconfiar de sus imágenes y sonidos y evaluar su propio material. En esta dirección, se pregunta si las hojas que caen pausadamente en la piscina y forman un decorado otoñal cayeron accidentalmente o son el resultado de una puesta en escena premeditada. Esa sospecha, volcada sobre las imágenes capturadas en la casa familiar, se replica en la desconfianza acerca de la forma en la que llevó adelante las entrevistas con Santiago.

Este recelo puede evidenciarse en el trabajo sobre el desdoblamiento temporal de la voz: la voz que formula las preguntas en 1992 y la voice over que se articula como un comentario acerca de ese proyecto frustrado.[7] La voz que procede del pasado, incluida en un sistema de relevo con su asistente, Marcia Ramalho, se formaliza a través de la gestación de preguntas. Se trata de una voz imperativa e inquisidora, una voz de mando. En la entrevista, en tanto género discursivo, parece ineludible que quien pregunta establezca el marco a partir del cual las respuestas serán interpretadas. El poder de la pregunta puede ser, y lo es en Santiago, uno de intimidación. Carmen Guarini (2017) sostiene que la voz que interroga ocupa habitualmente el lugar del amo. Esta referencia resulta particularmente pertinente en este caso, dado que quien pregunta es, concretamente, el (hijo del) amo. Moreira Salles certifica, trece años después del rodaje de las entrevistas, su incapacidad para escuchar al antiguo empleado. En las imágenes de archivo, Santiago repite hasta la extenuación, a pedido del cineasta, las frases que éste quiere registrar y adopta cada una de las posiciones físicas requeridas. Así, es relegado a un lugar servil en relación con la voz del amo. En contraposición, su voz resulta inaudible para éste.

En este sentido, es posible pensar una semejanza en el modo en el que se distribuyen las voces en ambos documentales. Tanto en La sombra como en Santiago se asiste a una torsión, o supresión, de las voces del otro. Héctor Olivera es hablado, pero no accede nunca a un rol enunciativo. Su vida y su obra son narradas desde la voice over, sugerente y persuasiva, de su hijo. En Santiago, el ex mayordomo habla elocuentemente, pero no es escuchado en el presente de su alocución. Sobre el final del documental, se introduce el momento en el que Santiago intenta recitar un texto sobre la “raza maldita” a la que pertenece, pero el realizador interrumpe el recitado. De hecho, no se capturó la imagen y solo se escucha la voz sobre el fondo negro. Frente a la propia imposibilidad de escucharlo, Moreira Salles organiza un mecanismo destinado a hacer audible lo que no fue audible para él en el pasado.

Su búsqueda apunta a encontrar estrategias para hacer legibles las imágenes y los sonidos que quedaron, en el pasado, recluidos en un vacío de sentido. La necesidad de asegurar alguna forma de inteligibilidad a las palabras y a los movimientos del antiguo mayordomo, a sus gestos y sus recuerdos, conduce al realizador a proponer un nuevo montaje como modo de recontextualizar y resignificar el material capturado en 1992. En ese sondeo, el nuevo montaje, que intenta construir otros modos de significación, requiere evaluar la propia construcción audiovisual. La asignación de sentido disruptiva que se intenta configurar no puede evadir la necesidad de desmontar las maneras en las que el archivo había sido previamente articulado, evaluar sus trampas, revisar sus puntos ciegos, entender sus mecanismos de supresión y sus estrategias de negación. A su vez, ese examen de la producción previa se acompaña de la pesquisa y el encuentro de un punto de vista crítico sobre sí mismo y la proposición de una distancia justa para retratar a Santiago.

La aparición de la voice over en el presente articula un contra-archivo que busca leer los intersticios de la imagen y el sonido, un sistema de interrogación del archivo atento a lo que fue registrado accidentalmente. A través de esa exploración, Moreira Salles explica, finalmente, que el material en bruto filmado en el pasado no hace más que explicitar la clase social desde la que filmó a Santiago y la relación de dominación que fue incapaz de desmontar. “Durante los cinco días del rodaje yo nunca dejé de ser el hijo del dueño de casa y él nunca dejó de ser el mayordomo”. El dispositivo espacial en el que brinda su testimonio Santiago, ubicado en ambientes pequeños y con su cuerpo sobreencuadrado por los marcos de las puertas, confirma el lugar casi objetual atribuido a lo largo del documental (Figura 2).[8]

 

Figura 2. El espacio recluido del mayordomo en Santiago (2007

Fuente: Fotografía capturada del film por el autor

 

Si en La sombra Olivera desplaza la relevancia histórica del padre para que emerja otro ordenamiento del archivo familiar y decide narrar la historia desde un posicionamiento que irrumpe en los contornos del archivo doméstico, Moreira Salles centraliza el archivo en un personaje periférico de la vida hogareña. En ambos documentales, el trabajo con el archivo se orienta a desarrollar estrategias que posibiliten ver y escuchar aquello que quedó inicialmente solapado. Sin embargo, la valoración de esa información histórica implica siempre una remoción, un desmantelamiento. En Santiago, el trabajo se destina, principalmente, a la instauración de un contra-archivo, pero este no es irreconciliable con la conservación de los espacios asignados a los miembros prominentes de su familia. En La sombra se implementa una estrategia de asignación de sentido más radical: la institución de un nuevo archivo no puede llevarse a cabo más que a cambio de demoler un archivo previo.

Casas y espectros

Los artistas de archivo se encuentran en la búsqueda de espacios u objetos que sirvan “como arcas encontradas de momentos perdidos en los que el aquí y el ahora de la obra funciona como un portal posible entre un pasado incompleto y un futuro reabierto” (Foster, 2017, p. 60). En un mismo gesto, el trabajo sobre el archivo abre el pasado y franquea el futuro. Se trata de una alteración de todas las normativas que regulan la concepción cronológica del tiempo. La distinción ordenada de pasado, presente y futuro entra en crisis en las producciones archivísticas contemporáneas. En gran medida, este tipo de insubordinación temporal halla en los mencionados espacios y objetos los elementos a partir de los cuales organizar la sedición. En La sombra y Santiago, las casas familiares se posicionan como el territorio en el que la historia se vuelve material, pero también se conciben como el dominio donde se repliegan diferentes temporalidades, el espacio donde estalla la heterogeneidad histórica.  

Las casas se constituyen, en los dos documentales, como operadores mnémicos. El espacio conforma en sí mismo una forma material de la memoria. Allí se encuentra instalada una arquitectura temporal. En el inicio de La sombra, Olivera recupera al poeta griego Simónides de Ceos, creador de un sistema mnemónico al que llamó “los palacios de la memoria”. Simónides narra la experiencia que tuvo en una fiesta a la que había concurrido: luego de terminar el banquete, el techo se desplomó sobre los invitados matando a todos en el acto. La voice over de Olivera explica que Simónides, el único sobreviviente, “pudo identificar los maltrechos cadáveres recordando las posiciones en las que estaban sentados. Así, el poeta concluyó que memoria y espacio están relacionados”. Olivera añade “Esta es mi memoria. Estos son mis espacios”. Mientras se escucha este relato, la imagen muestra un dibujo de la fachada de la casa de la familia Olivera sobre el que se depositan los rollos de súper 8 que contienen el archivo familiar. Si el espacio en general detenta la posibilidad de funcionar como agente de memoria, las casas en particular, así como sus registros audiovisuales, refuerzan esa potencialidad.

La construcción de la casa de la familia Moreira Salles en Gávea había sido ordenada por el padre, Walter Moreira Salles, un eminente empresario, banquero, dos veces Embajador ante los Estados Unidos y Ministro de Hacienda durante la presidencia de João Goulart, en 1948. La casa se inscribe en el documental a través de una tensión: en las palabras de Santiago, era el centro de la vida social y cultural de la élite carioca. Su fascinación por el Renacimiento italiano hace que perciba la casa como una nueva versión del Palazzo Pitti florentino. Los episodios históricos que transcurrieron en su interior, la elegancia de su arquitectura, la celebridad de sus moradores e invitados, todo se idealiza en el relato suntuoso e hiper-adjetivado del exmayordomo. Sin embargo, la estabilidad de esos relatos parece amenazada por las imágenes de la casa vacía en el momento del rodaje.[9] Ésta resulta así compuesta como un espacio espectral, habitado solo por la memoria de sus antiguos habitantes. Sus imágenes, en un melancólico y sepulcral blanco y negro, evidencian la ausencia de figuras humanas. Los espacios se encuentran despoblados, percibidos en la dureza de la soledad material de los objetos (Figura 3).

El contraste entre pasado y presente es más pronunciado en La sombra. Allí, las imágenes de archivo sí muestran las fiestas y celebraciones que tenían lugar en la propiedad de la familia Olivera en San Isidro. El esplendor de la casa no queda recluido en el relato del testigo, sino que es materializado en el archivo familiar. Por este motivo, la aparición de las imágenes de su demolición funcionan como metonimia de un desmantelamiento de la mitología articulada a su alrededor (Figura 4). Si las dos casas adquieren un carácter fantasmagórico, la indagación de sus registros supone un acercamiento a los fantasmas que las habitaron.

 

Figura 3. Casa espectral en Santiago (2007)

Fuente: Fotografía capturada del film por el autor.

 

 Figura 4. La demolición de la casa y el archivo en La sombra (2015)

Fuente: Fotografía capturada del film por el autor.

 

En “Architecture and Speculation” Fredric Jameson concibe a las historias de fantasmas como el género arquitectónico por excelencia debido a la importancia atribuida en su interior a la casa como locus del conflicto. Para Jameson, en estos relatos se imbrica el destino de los espacios, el devenir de los personajes y la travesía por el tiempo. La propiedad constituye el dominio donde se superponen, de manera conflictiva, el pasado y el presente. Las casas tienen una relación particular con la memoria y con los modos en los que las generaciones previas vivieron en ellas y las transformaron (Curtis, 2008), por este motivo, su análisis requiere la implementación de un trabajo genealógico: sobre la casa se depositan sedimentos generacionales, resabios de experiencias, reclamos que promueven disyunciones temporales; conforman, de esta manera, estrategias de compresión y confusión temporal. En esta dirección, podría señalarse que en ambas casas se lleva a cabo una lucha por la memoria y por la imposición de un nuevo archivo que, en un caso, cuestione y, en el otro, demuela los archivos existentes.

En Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher explora los procesos mediante los cuales se produce la conversión del pasado de período histórico real a tiempo fantasmático, “un Tiempo que solo puede ser postulado retrospectivamente (retrospectralmente)” (Fisher, 2018, p. 156). En ese marco, Fisher fomenta la aparición de una hauntología, una exploración de la superposición de lo doméstico y todo aquello que lo perturba.[10] El hogar, como ámbito de lo privado, y lo siniestro, como su amenaza, se imbrican y confunden en esta dimensión de lo hauntológico (Figura 5). Esta capacidad acentuada del espacio para incorporar su propio quiebre, aquello que desestabiliza su funcionamiento, lo convierte en un agente destacado en la búsqueda de una remoción del pasado como tiempo clausurado y su apertura hacia el presente y el futuro. En las casas pueden materializarse los archivos del pasado y traerse el pasado al presente, es posible vivificarlo, pero siempre en su condición de pasado fantasmático. El pasado así encarnado logra sobrevivir; sin embargo, solo lo hace en el marco de la vida leve de los fantasmas.

Este pasado espectral es invocado a través del registro de las casas. Tanto en La sombra como en Santiago las propiedades se presentan en una autonomía radical en relación con los espacios urbanos o suburbanos en los que se inscriben. Esta distancia no hace más que subrayar su no pertenencia a la vida comunitaria y la ruptura con su propio presente.


Figura 5. Casa espectral en La sombra (2015)

 

Fuente: Fotografía capturada del film por el autor.

 

Las casas poseen, o adquieren, la posibilidad de funcionar como operadores mnémicos porque se desprenden de cualquier otra funcionalidad; deshabitadas y abandonadas, son puros agentes de la memoria personal y familiar; por eso, su aparición en ambos documentales es fragmentaria: su emergencia se produce a través de la exploración de sus resquicios; no se representa como totalidad, sino como una sumatoria heterogénea de recortes y trozos. Al igual que las memorias que encarnan, no se presentan como entidades omniabarcantes, sino como un conjunto de esbozos y fracciones: la recomposición es imposible; las casas y sus memorias se instalan en el terreno de lo incompleto.

Estas casas se postulan como territorios habitados por espectros. En La sombra se incluye una escena en la que presencias fantasmales de mujeres con uniformes de empleadas domésticas ilustran las decenas de mucamas que trabajaron allí. También el padre y la madre de Javier Olivera, ausentes en las imágenes del presente, ocupan una dimensión espectral. Son fantasmas convocados por el relato del pasado más que presencias reales en la actualidad. Los únicos que habitan el presente de ese espacio son los empleados que demuelen la propiedad familiar. Por su parte, Santiago remite continuamente a los muertos de su pasado que lo acompañan en su cotidianeidad (“Están todos muertos, todos muertos” repite de manera recurrente). Los planos vacíos y estáticos de la casa de Gávea subraya el proceso de desvanecimiento de quienes la habitaron (Figura 6).

Figura 6. Casa espectral en Santiago (2007)

Fuente: Fotografía capturada del film por el autor

 

En los dos documentales, estas casas espectrales se posicionan como retratos de los logros de los padres de los realizadores. La propiedad constituye así la imagen que la familia eligió dar de sí misma. Tanto Moreira Salles como Olivera se detienen en los objetos que forman parte del mobiliario y en elementos vinculados con el estatus social detentado (la piscina, la colección de obras de arte). Las casas funcionan como condensaciones de los éxitos acumulados. Este devenir retrato de las casas depende de la implementación de una serie de sinécdoques que inscriben a las propiedades en las historias familiares y a las familias en las historias nacionales. Por eso, la decadencia de las casas espectrales se asocia a cierta declive pronunciado en el caso argentino, de la clase de la que ambas familias participan. El pasado es el tiempo en el que se recluyen las celebraciones. De esos momentos de esplendor solo quedan resabios perdidos, casas inhabitadas y memorias fragmentadas. 

En el caso de La sombra, las referencias a la casa como retrato resultan más contundentes, dado que se postula a la mansión de San Isidro como el Xanadu construido por Héctor Olivera para celebrar su propia gloria. Esta apelación a El ciudadano (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) se sostiene sobre la semejanza de los logros, la edificación monumental como encarnación del triunfo, la cercanía de los posibles vacíos y los probables Rosebud dichos o no dichos. En este sentido, resulta interesante señalar que las estrategias que buscan remover a Héctor Olivera del centro del archivo familiar entran en conflicto con esta comparación con Welles que eleva al padre en relación directa con el referente al que se lo aproxima. Así, la propia casa permite vislumbrar el carácter heterodoxo del retrato y monumento que Olivera dedica a su padre.

En La sombra se multiplican las estrategias de construcción de retratos: si la casa de San Isidro se posiciona como un retrato espacializado del padre, también aparecen en su interior retratos pictóricos y fotográficos de la madre del realizador, y el propio documental se presenta como un retrato abierto, incompleto y fragmentado de Javier Olivera. En la casa y sus imágenes de archivo se ponen en diálogo esos tres retratos. La inclusión de un fragmento de una película filmada por Héctor Olivera en la propiedad familiar[11] permite a Javier recordar la dificultad de ser el hijo del dueño de la compañía productora y las contradicciones que esto le generaba en su entrada al universo de la realización cinematográfica. En la casa quedan asentadas las memorias personal y familiar y constituye, en este contexto, su retrato más contundente.

En esta dirección, Santiago se constituye como un manifiesto retrato del antiguo mayordomo. Sin embargo, se trata de un retrato en el que sobresalen dos dimensiones. En primer lugar, su figura está ausente en las home movies de los años setenta que muestran y/o construyen el recuerdo de la felicidad familiar. Ese material, filmado en súper 8, introduce parcialmente los cuerpos de dos empleadas domésticas que cuidan a los niños en la piscina. Esos cuerpos se inmiscuyen accidentalmente, pero el archivo audiovisual no deja de estar centrado en la imagen de los integrantes de la familia. En esa captura del bienestar familiar, Santiago se encuentra ausente. El protagonista del documental quedó invisibilizado en el registro oficial de la vida familiar. El retrato de la familia, imbricado en el retrato de la casa, se construyó sobre la supresión del empleado. Ante esta evidencia, Moreira Salles propone no solo una suerte de reparación (póstuma, tardía, posiblemente insuficiente), sino una revisión del funcionamiento del archivo y su sistema de inclusiones y exclusiones.

En segundo lugar, dado que Santiago murió poco tiempo después del rodaje de 1992, el documental constituye no solo un retrato, sino también una lápida. Se trata de un retrato en ausencia. Tal vez porque en la lógica de la alta burguesía solo así un mayordomo merece esta forma de perpetuación y reconocimiento. En este sentido, en el documental se produce una duplicación significativa, dado que el propio Santiago había dedicado una parte considerable de su vida a desarrollar una tarea de archivero. Durante décadas escribió manuscritos en los que recuperaba la historia de la “aristocracia universal”, incluyendo desde las más primitivas hasta la conformada por las estrellas del cine hollywoodense. En las treinta mil páginas trascriptas en bibliotecas públicas y privadas, Santiago se propuso preservar la memoria de esos personajes, muchas veces desconocidos en la actualidad.

El mayordomo se dedicó a la recuperación sistemática de las historias de los grandes hombres, de los nombres más célebres de la historia. Su ejercicio de memoria los trae de nuevo a la vida. Dice al respecto “Para mí no están muertos porque yo todo el tiempo converso con ellos”. En esa búsqueda adquiere sentido que su personaje histórico preferido haya sido Francesca de Ravenna, una noble italiana de la Edad Media rescatada del olvido por Dante en La divina comedia. Si Santiago se propone salvar la memoria de los grandes hombres, Moreira Salles se propone salvar la memoria del antiguo empleado de su familia. La voice over lee fragmentos del archivo de Santiago y certifica que una dimensión de esas historias se preserva a través de la escritura. En el documental se interroga, de esta manera, la eficacia de estos mecanismos de conservación de la memoria: el archivo de Santiago y el propio documental.

El documental, como lápida, instaura un mecanismo de conservación mnémica. Santiago cuenta que un vecino del edificio donde vive le preguntó si se estaba filmando una película en su departamento. Y él respondió que no se estaba realizando una película, sino que se estaba preparando su futuro embalsamamiento. La conciencia del mayordomo acerca del funcionamiento del cine como una máquina de embalsamar resulta notable. Se trata, sin embargo, de una momificación que resguarda y amplifica el movimiento y la vitalidad. Así, se subraya la cercanía de la imagen y el ritual funerario. Santiago funciona como retrato, como lápida (incluye su nombre completo y las fechas de nacimiento y muerte en un cartel al finalizar, Santiago Badariotti Merlo (1912-1994)) y como estrategia para reparar su ausencia en el archivo familiar.

Esta intervención sobre el archivo, así como la conformación de un nuevo archivo, solo es posible a través de la inmersión en la casa de Gávea. El espacio espectral materializa las memorias incompletas y abre la posibilidad de rediseñar las historias personales y familiares. Por eso, Moreira Salles concluye que el retrato del mayordomo constituye un auto-retrato indirecto (“El film que intenté hacer hace trece años era sobre él […] ahora sé que el documental es también sobre mí”).

Si en Santiago se compone un archivo como retrato póstumo, en La sombra se articula una estrategia de lectura del archivo de distinto alcance. Esto se debe a que en el documental de Olivera se ponen en relación tres dimensiones del pasado que pueden percibirse en juego en el entramado archivístico: la historia personal/familiar; la historia del cine argentino; la historia política nacional. Estos diferentes niveles se imbrican paulatinamente. El archivo de la familia Olivera se organiza de manera heterogénea en la confluencia de home movies, fragmentos de las películas financiadas por Aries y una banda sonora en la que se introducen sonidos reconocibles del pasado argentino.[12] Así, Olivera elabora, en un documental que se establece en el contorno entre el ensayo cinematográfico y el diario íntimo, la imposibilidad de desligar la historia de una familia, del cine y de la nación.

Podría recuperarse aquí a Georges Didi-Huberman (2013) y su propuesta de pensar de qué manera se pueden recontextualizar las imágenes a través de un montaje que las desnaturalice e incorpore la temporalidad de los procesos históricos. La intervención sobre el archivo familiar puede iluminar estas otras dimensiones del pasado y abrir también otras lecturas. La inclusión de fragmentos de películas producidas por Aries[13] conforma una suerte de archivo alternativo, oblicuo, de la historia argentina. Olivera lee estos fragmentos no solo en el marco de la historia de su familia, o en la oscilación de la productora fundada por su padre entre el compromiso político y el más notorio mercantilismo, sino como indicios de las transformaciones históricas que estaban ocurriendo en la segunda mitad del siglo XX en Argentina.[14] La decadencia de Aries iniciada desde fines de la década del ochenta es percibida como la caída de un cine industrial que funcionó en Argentina durante más de veinte años sostenido, en gran medida, por las producciones de Héctor Olivera y Fernando Ayala. Sus películas reconstruyen, con particular interés, las tensiones sociales experimentadas en las décadas de 1970 y 1980.

En distintos casos, la casa de San Isidro se inmiscuye en este repaso por la historia del cine y la historia política. Allí se filmaron películas y allí también se hacían los festejos posteriores al estreno. Olivera cuenta que luego del fin del rodaje de La Patagonia rebelde, integrantes del equipo, incluyendo a su padre, fueron amenazados en un comunicado de la Triple A. Los actores involucrados partieron al exilio, pero no Héctor Olivera. Su hijo cree, a la distancia, que la casa lo salvó de las políticas persecutorias y exterminadoras. En la lógica policial implementada por la dictadura, el propietario de esa mansión no podía ser, efectivamente, un “subversivo”.

La intención de hibridar estos diversos planos del pasado (el familiar, el cinematográfico y el nacional) conduce a la ineludible formulación de una pregunta acerca de la posibilidad de reconstruir la historia nacional a través del archivo y la memoria familiar. En este caso, Olivera no parte de la pretensión de organizar, a partir de su archivo, un nuevo archivo de la historia política nacional. Su ejercicio lo conduce a componer un dispositivo que envuelve el espacio privado y el público, el archivo personal y el nacional, la memoria individual y la colectiva. La intención de abordar la historia nacional a través del archivo familiar conduce ineludiblemente al fracaso. Resulta imposible narrar el país a través de la historia de una de sus familias. Sin embargo, en esas astillas que constituyen las memorias fragmentadas y los archivos íntimos, se plasman trozos del devenir histórico que iluminan dimensiones poco exploradas de la historia. 

 

Conclusiones

En el marco de la exploración de ambos documentales, habría que interrogar la potencia de los ejercicios de memoria propuestos: el ejercicio de restaurar la memoria de Santiago por parte de Moreira Salles y el ejercicio de complejizar la memoria oficial de su padre por parte de Olivera. Se trata de dos transformaciones topográficas: ubicar al mayordomo en el centro del relato; tensionar la ubicación del padre en esa posición privilegiada. En esta dirección, tanto el gesto de producción de Moreira Salles como el de deconstrucción de Olivera permiten cuestionar el lugar común que confía en el poder restaurador de la memoria. Por eso, los dos conforman películas sobre las ruinas, sobre el paso del tiempo y sobre las limitaciones humanas para reinstaurar la experiencia.

En estos documentales, las casas fantasmales son posicionadas como los portales que comunican, y disocian, tiempos y sujetos. En el espacio se encarna un desmontaje de la cronología y la emergencia de una imbricación temporal en la que el pasado, el presente y el futuro se proyectan uno sobre otro. A partir de este trabajo sobre el espacio, el tiempo y el archivo, Olivera y Moreira Salles logran evidenciar las lagunas del archivo oficial y propiciar la apertura de ciertas grietas para que se escuchen otras voces y se vean otras historias. Esto, sin embargo, no puede hacerse sin la remoción, o la puesta en crisis, de las autoridades hermenéuticas que regulaban el funcionamiento de los archivos previos. En ese proceso de desmontaje y recontextualización se juega una redistribución de los roles históricos que afecta tanto al archivo familiar como al nacional. La intervención sobre el archivo implica, en estos casos, una alteración de los modos en los que habían circulado las voces y los cuerpos. Esta transformación puede hacer visible y audible a un espectro, pero también puede espectralizar a un sujeto. Esta redistribución de lo perceptible solo es posible a través de una intrusión sobre los archivos atenta a lo no visto y lo no escuchado.

Los artistas archiveros configuran contra-archivos que desconfiguran los existentes y proponen nuevas elaboraciones. En esa búsqueda, convocan episodios remanentes del pasado y hacen presentes relatos forcluidos por la historia oficial. En este contexto del giro al archivo experimentado en el arte contemporáneo en las últimas dos décadas, la recurrencia a archivos personales (como las home movies o los álbumes fotográficos familiares a los que apela Olivera o las entrevistas a Santiago realizadas por Moreira Salles) se posiciona como una estrategia clave para suplir las ausencias que pueblan de manera fantasmática los relatos sobre el pasado (familiar o nacional) y para recuperar memorias que fueron desplazadas del centro de la escena pública.

 

Referencias bibliográficas

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Zimmermann, P. (1995). Reel Families: A Social History of Amateur Film. Bloomington: Indiana University Press.

 

Mariano Sebastián Veliz

Argentino. Doctor en historia y teoría de las artes, Magister en análisis del discurso por la facultad de filosofía y letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente se desempeña como docente de las carreras de Artes y Letras y como investigador del Instituto de Estudios sobre América Latina de la misma institución. Dicta seminarios en los programas de doctorado de dicha facultad y de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Sus áreas de investigación son: el cine latinoamericano contemporáneo, la literatura y el latinoamericanismo, las figuraciones de la otredad y su relación con las teorías de la visibilidad, la vinculación del arte contemporáneo y el archivo en América Latina. Entre sus publicaciones recientes destacan: (2017) “Contra-archivos: estrategias de apropiación de imágenes y sonidos de perpetradores”, Doc-online, 22.; (2017) “Estrategias de visibilidad de la marginalidad social en el cine latinoamericano contemporáneo”, Demarcaciones, 5.



[1] Olivera dirigió largometrajes de ficción como El visitante (2000) y El camino (2000) y el documental Mika, mi guerra de España (codirigido con Rodolfo Pochat, 2013). En 2018 estrenó La extraña. Notas sobre el (auto)exilio. 

[2] En la vasta y ecléctica producción cinematográfica de Olivera como realizador pueden destacarse La Patagonia rebelde (1974), El canto cuenta su historia (1976), La nona (1979), No habrá más penas ni olvido (1983), La noche de los lápices (1986), Matar es morir un poco (1989), El caso María Soledad (1993), Una sombra ya pronto serás (1994), Ay Juancito (2004) y El mural (2010).

[3] Moreira Salles es director de documentales como Notícias de uma Guerra Particular (1999), Nelson Freire (2003), Entreatos (2004) y No Intenso Agora (2017).

[4] Estas producciones deben pensarse en el marco de las “narrativas del yo” proliferantes en la escena artística y literaria de las dos últimas décadas. Al respecto, conviene tener en cuenta el exhaustivo estudio emprendido por Leonor Arfuch (2010).  

[5] Ayala fue el director de películas emblemáticas del cine industrial argentino como El jefe (1958), El candidato (1959), Paula cautiva (1964), La fiaca (1969), Desde el abismo (1980), Plata dulce (1982), El arreglo (1983), Pasajeros de una pesadilla (1984) y Dios los cría (1991). Debe tenerse en cuenta que la inclusión de las películas familiares filmadas por Ayala conduce, ineludiblemente, a una reflexión acerca de la manera en la que el trabajo sobre el archivo afecta las definiciones clásicas de autor y originalidad.  

[6] En este punto resulta insoslayable la apelación al estudio de Pablo Piedras (2014) acerca de los documentales en primera persona. Allí, se analizan con exhaustividad las estrategias implementadas en el documentalismo argentino de las últimas décadas en relación con estas formas de inscripción de la subjetividad. En particular, resulta destacable su aporte para indagar en la emergencia de documentales autobiográficos.

[7] Se trata de la voz de un hermano del realizador, Fernando Moreira Salles. De esta manera, el juego de voces se multiplica así como se desvanecen los límites entre el documental y los procesos de ficcionalización.

[8] Moreira Salles remite ciertas elecciones de su puesta en escena a la influencia ejercida por la composición espacial de las películas de Yasujirô Ozu. Para reforzar esta referencia, incluye un fragmento de Historia en Tokio (Tôkyô monogatari, 1953). 

[9] Desde 1992, allí funciona el Instituto Moreira Salles, una institución cultural privada dedicada a la promoción de la fotografía, la literatura, las artes plásticas y la música.

[10] Fisher recupera, en su proposición de una hauntología, la célebre exploración de la noción de unheimlich realizada por Sigmund Freud en su estudio de lo siniestro. Fisher apela a la referencia de “haunt” como lugar donde se vive y como aquello que lo invade (Fisher, 2018, p. 159).

[11] Se trata de Matar es morir un poco (Two to Tango, Héctor Olivera, 1988).

[12] En el complejo entramado sonoro realizado por Zypce se yuxtaponen la Marcha militar de San Lorenzo (compuesta en 1901 por el músico Cayetano Alberto Silva y con letra escrita por Carlos Javier Benielli en 1907), llegaste cuando menos lo esperaba de Leo Dan, fragmentos del programa televisivo culinario Buenas tardes, mucho gusto, conducido por Doña Petrona, voces procedentes de dibujos animados, comunicados de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Zypce conforma así una memoria sonora que no se limita a la familia Olivera, sino que se establece como una memoria que es, al mismo tiempo, nacional y generacional.

[13] Se incluyen fragmentos que evidencian la variabilidad de esta empresa productora, en un abanico que se extiende entre el humor popular de A los cirujanos se les va la mano (Hugo Sofovich, 1980) y la crónica política de La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), pasando por La Patagonia rebelde (Héctor Olivera, 1974), Plata dulce (Fernando Ayala, 1982), El jefe (Fernando Ayala, 1958), No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983), Paula cautiva (Fernando Ayala, 1963), Matar es morir un poco (Two to tango, Héctor Olivera, 1988), Los caballeros de la cama redonda (Gerardo Sofovich, 1973) y Los doctores las prefieren desnudas (Gerardo Sofovich, 1973).  

[14] Aries se mantuvo en actividad entre 1956 y 2014 y rodó más de cien películas.