Archivos,
familias y espectros en el documental latinoamericano contemporáneo
Archives, families and spectra in contemporary latinamerican
documentary
Mariano Veliz
https://orcid.org/0000-0002-3938-3622
Universidad
de Buenos Aires
marianoveliz@gmail.com
Palabras clave: archivo,
documental latinoamericano, Moreira Salles, Olivera, casas.
Abstract: This article
addresses a relevant phenomenon in Latin American audiovisual production in
recent decades: the emergence of documentaries that proposed interventions on
family archives to study the link between film and history. Santiago (Uma reflexão sobre o material bruto) by João Moreira Salles (2007)
and La sombra by Javier Olivera
(2015) configure family archives as counter-archives articulated between
personal, family, national and film history. The objective of the article
focuses on investigating the aesthetic and historiographical power of these
interventions, carried out in the context of the archival turn themed by Hal
Foster. The analysis of the films is based on the theoretical proposals of Marianne
Hirsch, Roger Odin and Jacques Derrida, and is guided by a textual analysis
methodology. The result of this study will allows us to perceive the power of
the interventions on the archive as ways of rewriting the national and/or
family histories.
Keywords: Archive, Latinamerican Documentary, Moreira Salles, Olivera, Houses
TRADUCCIÓN:
Mariano Veliz, Universidad de Buenos Aires
Veliz,
M. (2020). Archivos, familias y
espectros en el documental latinoamericano contemporáneo. Culturales, 8, e453. https://doi.org/10.22234/recu.20200801.e453
Recibido: 04 de abril de 2019 Aprobado:
23 de septiembre de 2019 Publicado: 26 de marzo de 2020 |
Introducción
En La sombra (2015), Javier Olivera[1]
(1969) registra la demolición de la casa familiar donde pasó parte de su
infancia. Su padre, Héctor Olivera,[2]
había dirigido la construcción de esa propiedad en un momento de expansión de
su compañía productora, Aries Cinematográfica Argentina El conflicto entre las
imágenes de archivo, que dan cuenta de la edificación, y las imágenes presentes,
de su derribamiento, advierte acerca del enlace de la memoria y el espacio. En Santiago (Uma reflexão sobre o material
bruto) (2007), João Moreira Salles[3]
(1962) recupera un proyecto inconcluso emprendido en 1992: filmar a Santiago
Badariotti Merlo, quien había sido mayordomo en la casa de su familia durante
treinta años. Aquella aspiración deviene, trece años después, y a posteriori
de la muerte del antiguo empleado, una revisión del material registrado a
través de una voice over que escruta
ese archivo para ver y oír aquello que había quedado oculto y silenciado. A
partir de la exploración de estas dos producciones audiovisuales resulta
posible interrogar las múltiples y variables interacciones entre el archivo
familiar y el nacional así como entre el espacio y el recuerdo. En ambos
documentales también se posiciona a las intervenciones sobre el archivo como
prácticas de reescritura de la historia.
Archivos
y familias
Ambos documentales participan del
fenómeno del arte de archivo posicionado, según Hal Foster (2017), como una de
las tendencias más notables de la producción estética del siglo XXI. En Malos nuevos tiempos, Foster precisa que
en torno al año 2000 se extendió la figura del archival artist, una modalidad de artista preocupado no solo por la
utilización de archivos informales, sino también por la producción de nuevos
archivos. En este impulso archivista se recupera y radicaliza una tradición del
arte del siglo XX, activa en la segunda preguerra y favorecida en la posguerra
por la extensión de mecanismos de apropiación de imágenes, interesada por la
información histórica perdida o abolida.
El trabajo sobre
el archivo se orienta, en este sentido, a hacer presente esa ausencia. A través
suyo se busca propiciar el surgimiento de un elemento forcluido en el relato
historiográfico hegemónico y/o una dimensión oculta en el relato familiar
normativizado. En esta indagación, las intervenciones sobre los archivos
oficiales examinan la delimitación de lo visible y lo no visible, lo audible y
lo no audible, y exploran los vacíos que configuran, desde su supresión, los
sentidos de estos archivos. Eduardo Russo (2017) puntualiza al respecto que los
artistas de archivo ponen en juego múltiples estrategias destinadas a
restablecer esa presencia. Este gesto de restitución conduce, a su vez, a una
restitución equivalente de la experiencia. Esto se debe a que la falta inicial
inhibía la emergencia de cierta posibilidad de la experiencia. La intervención
sobre el archivo supone entablar una batalla radical contra las fuerzas que
llevaron al ocultamiento de esa información histórica, frecuentemente
concentrada en una imagen o una serie de imágenes, y a la concomitante
mutilación de la experiencia histórica y/o personal.
El “artista
archivero”, de acuerdo con Foster (2017), rastrea ese escamoteo en materiales
históricos menores. En su búsqueda diacrónica, encuentra las huellas del pasado
en resabios infravalorados por la cultura. A partir del hallazgo de esos
remanentes, emprende una travesía por territorios de la historia escasamente
iluminados. Uno de sus desafíos consiste, precisamente, en que las fuentes de
su trabajo suelen estar escondidas y requieren ser rescatadas del olvido a
través de un gesto de conocimiento alternativo o un ejercicio de contramemoria.
A través de este trabajo se hacen perceptibles parcelas poco exploradas del
pasado (nacional y/o familiar). El artista archivero indaga en las dimensiones
desconocidas de los territorios conocidos. Ocupa, de este modo, una posición
voluntariamente periférica y formula, desde esa excentricidad, recorridos en
ciertas ocasiones aleatorios, en otras ocasiones fragmentarios, pero siempre
inconclusos, por la historia.
La periferia desde
la que opera programáticamente el arte de archivo se vincula, en determinados
casos, con el carácter familiar de las fuentes archivísticas que retoma y sobre
las que interviene. Esta domesticidad marca el proceso entero con un carácter
híbrido. Su ubicación se establece en el contorno entre lo encontrado y lo
construido, lo fáctico y lo ficticio, lo público y lo privado. Esta última
tensión resulta particularmente destacable, dado que la recurrencia a los
archivos privados supone un cuestionamiento ineludible a los públicos. De
hecho, esta apelación puede ser vista como una perturbación del orden simbólico
en general (Foster, 2017, p. 79) al posicionar a la esfera íntima en un lugar
de preeminencia y lanzar, desde allí, un reto contra las construcciones
historiográficas oficiales.
En el marco
específico de los archivos cinematográficos resulta necesario señalar que, allí,
la forma de aparición de un archivo
(…)
participa en dos regímenes temporales simultáneos. Se proyecta en el presente
de una pantalla, pero esa aparición es paralela al transporte, al contacto
visual con un pasado mediante la función evocadora de esa imagen y las
circunstancias de lo que ha quedado registrado por la cámara (Russo, 2017, p.
65).
Por este motivo,
el archivo cinematográfico favorece la apertura del pasado, produce una
explosión de las fronteras que discriminan las capas temporales e introduce un
cortocircuito en el vínculo crononormativizado entre el pasado, el presente y
el futuro. La intervención sobre los archivos, tanto públicos como privados,
supone la emergencia de una serie de disyunciones temporales que propician
prácticas de relectura del pasado, políticas alternativas de construcción de
sentidos históricos, relatos heterodoxos para dar cuenta de los relatos
familiares.
En las últimas
décadas, en el marco del auge de los documentales subjetivos,[4] la
apropiación o intervención sobre estos archivos familiares se convirtió en una
estrategia recurrente (ver Anderson, 2011, Chalfen, 1986, Zimmermann, 1995). En esta dirección, en La sombra, Javier Olivera introduce
imágenes de archivo filmadas por Fernando Ayala,[5] el
socio de su padre en Aries, entre 1972 y 1981. La intimidad de las imágenes en
súper 8 resulta elocuente. Se trata de películas caseras que, aunque hayan sido
registradas por un cineasta y capturen la cotidianeidad de otro cineasta, se
conciben en función de un modo de lectura privado. También Moreira Salles
introduce en Santiago fragmentos de
películas familiares que registran momentos de bienestar doméstico.
En relación con
este recurso a las home movies, Roger
Odin especifica que “las imágenes de un film familiar funcionan menos como
representaciones que como índices que invitan a volver sobre el pasado vivido”
(2007, p. 202). Estas imágenes y sonidos tienen un sentido particular para
quienes experimentaron esas situaciones o establecen vínculos directos con sus
protagonistas. Desde la perspectiva semiopragmática impulsada por Odin, las
películas familiares se ponen al servicio del reforzamiento del grupo familiar
a través del registro y la conservación de momentos de felicidad y plenitud. En
este sentido, resulta evidente que estas películas no se orientan a la
retención de toda la historia de la familia, sino que implementan una política
de apertura y cierre, captura y expulsión, que conduce a la construcción de una
mitología familiar. Si su finalidad se orienta a la consecución de este relato
auto-construido, esto se debe a que no es solo un registro de las interacciones
familiares, sino que es también un dispositivo generador de estas. Entre sus
efectos se cuenta el fomento de una identidad colectiva que encuentra en esa
pertenencia su núcleo más sólido y duradero. A su vez, esa familia se presenta
como una especie de enunciadora colectiva del archivo audiovisual.
Una de las
consecuencias de este contexto comunicativo centrado en la familia reside en
que “estas imágenes no hablan por sí mismas: demasiado cotidianas, corren el
riesgo de sumergirse en la banalidad; así que hay que trabajarlas para
arrancarlas del sedimento al que se quedan pegadas para que produzcan sentido”
(Odin, 2007, p. 204). El material del archivo familiar requiere ser removido de
su contexto comunicativo (Chalfen, 1986). Se demanda la aparición de
estrategias de descontextualización que extirpen a las imágenes y los sonidos
del encuadre en el que encuentran un funcionamiento naturalizado. Esta lectura
fuera de contexto supone la irrupción de nuevos sentidos en un archivo que
puede ser percibido, en un primer momento, como insignificante. Así, irrumpe
una pregunta que condiciona ineludiblemente el trabajo con el archivo: de qué
manera asegurar su legibilidad y la construcción de sentido.
En un análisis de
las transformaciones históricas de los usos y sentidos de las fotos de los
álbumes familiares, Andrea Torricella (2018) interroga la vida posterior de
estas imágenes. Se trata de aquellas en las que se depositan valores afectivos
que condicionan los modos en los que son vistas, contempladas, apreciadas y
recordadas. Esta dimensión afectiva conduce a la proliferación de una serie de
acciones: la contemplación, el descarte, la exhibición y la preferencia, entre
otras. En todos los casos, se produce una modificación del sentido en relación
con el desplazamiento del contexto en el que fueron elaboradas y observadas. Si
las fotografías que componen el álbum familiar, como encarnación del relato
familiar normativizado, tienden a la construcción del rito del culto doméstico
(Zimmermann, 1995), esto es posible porque se ponen al servicio de la
reproducción de la ideología de la vida privada centrada en la valoración de la
familia heterosexual, el individualismo y la domesticidad de las clases medias.
Sin embargo, en esta encarnación de los valores burgueses se encuentra asimismo
el germen de posibles reescrituras, intervenciones y subversiones que desafíen
su supervivencia y/o expansión.
En este sentido,
las fotografías y las películas familiares constituyen dispositivos de memoria.
Se trata de instrumentos utilizados por la familia para rememorar el pasado o
para seleccionar y construir un pasado que será, a partir de allí, el que se
elija recordar. Frente a esta potencia ideológica del álbum familiar y de las home movies diversos cineastas se
preguntan cómo intervenir sobre ese archivo para convertirlo en una
contramemoria, construida a partir de la búsqueda de aquellas imágenes que no
se vieron, pero fueron tal vez registradas, o de aquellos discursos que no se
escucharon, pero fueron tal vez capturados. Así, estos nuevos dispositivos
analizan las estructuras de represión y silencio que regulan el funcionamiento
de los archivos en general y de los familiares en particular. En el contexto de
estas preocupaciones, Marianne Hirsch estudia en Marcos familiares (2019) las formas de perpetuar la memoria
familiar plasmadas en las fotografías, pero también los modos de elaboración de
sus estrategias de supresión y elección. De esta manera, la interrogación del
álbum familiar puede implicar el cuestionamiento de la familia como institución
y de sus modos hegemónicos de representación.
Los archivos
familiares se asientan en la intersección entre la historia pública y la
privada y, por lo tanto, desde ese posicionamiento liminar escrutan las
organizaciones familiares y las sociales. En Technologies of History (2011), Steve Anderson precisa que la
introducción de home movies en
documentales supone la irrupción de lo doméstico y lo familiar en su
interacción con lo histórico y lo político. La comprensión de este dispositivo
de memoria público-privado puede requerir la asignación de inteligibilidad a
aquello que las imágenes no muestran o incluyen en su periferia, o indagar en
el intersticio, en lo silenciado, en la sombra. Y reclama también, en
determinadas ocasiones, desautorizar las miradas que organizaron inicialmente
ese material.
Marianne Hirsch
(2019) se preocupa por explorar las estrategias de intervención en las
historias familiares y personales puestas en juego por diferentes artistas en
la contemporaneidad. En los casos que indaga, los artistas no producen imágenes
de acuerdo con las técnicas convencionales, sino que recurren a la manipulación
de imágenes ya existentes. Sobre esas imágenes despliegan una serie de acciones:
borrar, inventar, reenmarcar, fisurar. Así, descubren hiatos y ausencias dentro
de ellas que les permiten impugnar la plenitud prometida por los archivos
familiares. Estos gestos de intervención, articulados desde los contornos de
los propios álbumes familiares, crean un orden espacio-temporal que habilita la
resistencia, la revisión de los papeles familiares y de las posiciones sociales
en muy diferentes contextos culturales (Hirsch, 2019)
Tanto en La sombra como en Santiago se violenta el archivo familiar al arrancarlo de la
circulación restringida para la que había sido concebido. De esta manera, se
extraen las imágenes del encuadre en el que estaban resguardadas y se las
somete a un escrutinio orientado a desconfigurar el archivo familiar para
proponer nuevas configuraciones. En La
sombra, esta articulación alternativa de la historia de la familia Olivera
no se produce solo a través de la confrontación de los dos regímenes temporales
de la imagen (el archivo del pasado y el registro del presente), sino también
mediante el conflicto entre esas imágenes y la voice over de Olivera. La relevancia asignada a este recurso así
como la potente inscripción de la subjetividad implícita en las modulaciones de
su voz no solo promueven una resignificación de las imágenes de archivo, sino
que las dirigen, en gran medida, en contra del sentido inicial previsto.[6]
Héctor Olivera ya no es solo “el gran tycoon
de la industria cinematográfica argentina”, como menciona la voice over, sino también “la sombra
implacable del monumento” para su hijo. Si en el archivo el padre detenta el
centro de la imagen y de la composición familiar, y el resto de los miembros de
la familia parecen girar a su alrededor (como aquel plano en el que se ve a sus
hijos admirándolo por una ventana mientras el padre escribe en su oficina), la
voz abre las grietas por las que se introduce un reordenamiento disruptivo del
relato familiar. Entre la imagen y el sonido se establece una manifiesta
disyunción que confirma las múltiples tensiones organizadoras del documental.
La adición
polémica de esa voz a las imágenes en súper 8 implica una transformación
radical del funcionamiento de la autoridad hermenéutica. En Mal de archivo, Jacques Derrida sostiene
que el sentido del archivo depende de la autoridad hermenéutica legítima que lo
haya instituido. Esta autoridad impone un “principio de consignación” que
“tiende a coordinar un solo corpus en un sistema o una sincronía en la que
todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal. En un
archivo no debe haber una disociación absoluta, una heterogeneidad” (Derrida,
1997, p. 45). La voz de Olivera opera, precisamente, una remoción de la
autoridad hermenéutica que había condicionado la dinámica de ese archivo
familiar. Esta atribución no estaba concentrada en quien había filmado esas
imágenes, Fernando Ayala, sino en la autoridad familiar registrada allí, Héctor
Olivera. En esta dirección, la recomposición del archivo impulsada por su hijo
apunta a proponer un contra-archivo familiar organizado en torno a una
revolución topográfica: el intento de relegamiento, parcial e impreciso, del
magnate en torno al cual se construyó la historia del cine industrial argentino
de las décadas del 70 y del 80.
El centro del
relato familiar ya no está hegemonizado por Héctor, sino que entra en tensión
con la presencia de su hijo, a través de la incorporación de esa voz que
deconstruye el archivo privado de manera simultánea al desmantelamiento de la
casa familiar (Figura 1). En esta búsqueda, la voz reescribe el sentido de las
imágenes. Sin embargo, no se trata de una operatoria que se limite a imponer
desde la banda sonora un sentido agregado a la imagen, sino de una estrategia
de lectura que hace estallar sentidos que estaban impresos allí, pero que
habían quedado subordinados en el marco de sentido sancionado por la autoridad
hermenéutica previa.
Figura 1. El archivo del padre en La sombra (2015
Este recelo puede
evidenciarse en el trabajo sobre el desdoblamiento temporal de la voz: la voz
que formula las preguntas en 1992 y la voice
over que se articula como un comentario acerca de ese proyecto frustrado.[7]
La voz que procede del pasado, incluida en un sistema de relevo con su
asistente, Marcia Ramalho, se formaliza a través de la gestación de preguntas.
Se trata de una voz imperativa e inquisidora, una voz de mando. En la
entrevista, en tanto género discursivo, parece ineludible que quien pregunta
establezca el marco a partir del cual las respuestas serán interpretadas. El
poder de la pregunta puede ser, y lo es en Santiago,
uno de intimidación. Carmen Guarini (2017) sostiene que la voz que interroga
ocupa habitualmente el lugar del amo. Esta referencia resulta particularmente
pertinente en este caso, dado que quien pregunta es, concretamente, el (hijo
del) amo. Moreira Salles certifica, trece años después del rodaje de las
entrevistas, su incapacidad para escuchar al antiguo empleado. En las imágenes
de archivo, Santiago repite hasta la extenuación, a pedido del cineasta, las
frases que éste quiere registrar y adopta cada una de las posiciones físicas requeridas.
Así, es relegado a un lugar servil en relación con la voz del amo. En
contraposición, su voz resulta inaudible para éste.
En este sentido,
es posible pensar una semejanza en el modo en el que se distribuyen las voces
en ambos documentales. Tanto en La sombra
como en Santiago se asiste a una
torsión, o supresión, de las voces del otro. Héctor Olivera es hablado, pero no
accede nunca a un rol enunciativo. Su vida y su obra son narradas desde la voice over, sugerente y persuasiva, de
su hijo. En Santiago, el ex mayordomo
habla elocuentemente, pero no es escuchado en el presente de su alocución.
Sobre el final del documental, se introduce el momento en el que Santiago intenta
recitar un texto sobre la “raza maldita” a la que pertenece, pero el realizador
interrumpe el recitado. De hecho, no se capturó la imagen y solo se escucha la
voz sobre el fondo negro. Frente a la propia imposibilidad de escucharlo,
Moreira Salles organiza un mecanismo destinado a hacer audible lo que no fue
audible para él en el pasado.
Su búsqueda apunta
a encontrar estrategias para hacer legibles las imágenes y los sonidos que quedaron,
en el pasado, recluidos en un vacío de sentido. La necesidad de asegurar alguna
forma de inteligibilidad a las palabras y a los movimientos del antiguo
mayordomo, a sus gestos y sus recuerdos, conduce al realizador a proponer un
nuevo montaje como modo de recontextualizar y resignificar el material
capturado en 1992. En ese sondeo, el nuevo montaje, que intenta construir otros
modos de significación, requiere evaluar la propia construcción audiovisual. La
asignación de sentido disruptiva que se intenta configurar no puede evadir la
necesidad de desmontar las maneras en las que el archivo había sido previamente
articulado, evaluar sus trampas, revisar sus puntos ciegos, entender sus
mecanismos de supresión y sus estrategias de negación. A su vez, ese examen de
la producción previa se acompaña de la pesquisa y el encuentro de un punto de
vista crítico sobre sí mismo y la proposición de una distancia justa para
retratar a Santiago.
La aparición de la
voice over en el presente articula un
contra-archivo que busca leer los intersticios de la imagen y el sonido, un
sistema de interrogación del archivo atento a lo que fue registrado
accidentalmente. A través de esa exploración, Moreira Salles explica,
finalmente, que el material en bruto filmado en el pasado no hace más que
explicitar la clase social desde la que filmó a Santiago y la relación de
dominación que fue incapaz de desmontar. “Durante los cinco días del rodaje yo
nunca dejé de ser el hijo del dueño de casa y él nunca dejó de ser el
mayordomo”. El dispositivo espacial en el que brinda su testimonio Santiago,
ubicado en ambientes pequeños y con su cuerpo sobreencuadrado por los marcos de
las puertas, confirma el lugar casi objetual atribuido a lo largo del
documental (Figura 2).[8]
Figura 2. El espacio recluido del mayordomo en Santiago (2007
Fuente: Fotografía
capturada del film por el autor
Si en La sombra Olivera desplaza la relevancia
histórica del padre para que emerja otro ordenamiento del archivo familiar y
decide narrar la historia desde un posicionamiento que irrumpe en los contornos
del archivo doméstico, Moreira Salles centraliza el archivo en un personaje
periférico de la vida hogareña. En ambos documentales, el trabajo con el
archivo se orienta a desarrollar estrategias que posibiliten ver y escuchar
aquello que quedó inicialmente solapado. Sin embargo, la valoración de esa
información histórica implica siempre una remoción, un desmantelamiento. En Santiago, el trabajo se destina,
principalmente, a la instauración de un contra-archivo, pero este no es
irreconciliable con la conservación de los espacios asignados a los miembros
prominentes de su familia. En La sombra
se implementa una estrategia de asignación de sentido más radical: la
institución de un nuevo archivo no puede llevarse a cabo más que a cambio de
demoler un archivo previo.
Casas
y espectros
Los artistas de archivo se encuentran
en la búsqueda de espacios u objetos que sirvan “como arcas encontradas de
momentos perdidos en los que el aquí y el ahora de la obra funciona como un
portal posible entre un pasado incompleto y un futuro reabierto” (Foster, 2017,
p. 60). En un mismo gesto, el trabajo sobre el archivo abre el pasado y
franquea el futuro. Se trata de una alteración de todas las normativas que
regulan la concepción cronológica del tiempo. La distinción ordenada de pasado,
presente y futuro entra en crisis en las producciones archivísticas
contemporáneas. En gran medida, este tipo de insubordinación temporal halla en
los mencionados espacios y objetos los elementos a partir de los cuales
organizar la sedición. En La sombra y
Santiago, las casas familiares se
posicionan como el territorio en el que la historia se vuelve material, pero
también se conciben como el dominio donde se repliegan diferentes
temporalidades, el espacio donde estalla la heterogeneidad histórica.
Las casas se constituyen, en los dos documentales, como
operadores mnémicos. El espacio conforma en sí mismo una forma material de la
memoria. Allí se encuentra instalada una
arquitectura temporal. En el inicio de La
sombra, Olivera recupera al poeta griego Simónides de Ceos, creador de un
sistema mnemónico al que llamó “los palacios de la memoria”. Simónides narra la
experiencia que tuvo en una fiesta a la que había concurrido: luego de terminar
el banquete, el techo se desplomó sobre los invitados matando a todos en el
acto. La voice over de Olivera
explica que Simónides, el único sobreviviente, “pudo identificar los maltrechos
cadáveres recordando las posiciones en las que estaban sentados. Así, el poeta
concluyó que memoria y espacio están relacionados”. Olivera añade “Esta es mi
memoria. Estos son mis espacios”. Mientras se escucha este relato, la imagen
muestra un dibujo de la fachada de la casa de la familia Olivera sobre el que
se depositan los rollos de súper 8 que contienen el archivo familiar. Si el
espacio en general detenta la posibilidad de funcionar como agente de memoria,
las casas en particular, así como sus registros audiovisuales, refuerzan esa
potencialidad.
La construcción de
la casa de la familia Moreira Salles en Gávea había sido ordenada por el padre,
Walter Moreira Salles, un eminente empresario, banquero, dos veces Embajador
ante los Estados Unidos y Ministro de Hacienda durante la presidencia de João
Goulart, en 1948. La casa se inscribe en el documental a través de una tensión:
en las palabras de Santiago, era el centro de la vida social y cultural de la
élite carioca. Su fascinación por el Renacimiento italiano hace que perciba la
casa como una nueva versión del Palazzo Pitti florentino. Los episodios
históricos que transcurrieron en su interior, la elegancia de su arquitectura,
la celebridad de sus moradores e invitados, todo se idealiza en el relato
suntuoso e hiper-adjetivado del exmayordomo. Sin embargo, la estabilidad de
esos relatos parece amenazada por las imágenes de la casa vacía en el momento
del rodaje.[9]
Ésta resulta así compuesta como un espacio espectral, habitado solo por la
memoria de sus antiguos habitantes. Sus imágenes, en un melancólico y sepulcral
blanco y negro, evidencian la ausencia de figuras humanas. Los espacios se encuentran
despoblados, percibidos en la dureza de la soledad material de los objetos
(Figura 3).
El contraste entre
pasado y presente es más pronunciado en La
sombra. Allí, las imágenes de archivo sí muestran las fiestas y
celebraciones que tenían lugar en la propiedad de la familia Olivera en San
Isidro. El esplendor de la casa no queda recluido en el relato del testigo,
sino que es materializado en el archivo familiar. Por este motivo, la aparición
de las imágenes de su demolición funcionan como metonimia de un
desmantelamiento de la mitología articulada a su alrededor (Figura 4). Si las
dos casas adquieren un carácter fantasmagórico, la indagación de sus registros
supone un acercamiento a los fantasmas que las habitaron.
Figura 3. Casa espectral en Santiago (2007)
Fuente: Fotografía
capturada del film por el autor.
Fuente: Fotografía
capturada del film por el autor.
En “Architecture and Speculation” Fredric
Jameson concibe a las historias de fantasmas como el género arquitectónico por
excelencia debido a la importancia atribuida en su interior a la casa como locus del conflicto. Para Jameson, en
estos relatos se imbrica el destino de los espacios, el devenir de los
personajes y la travesía por el tiempo. La propiedad constituye el dominio
donde se superponen, de manera conflictiva, el pasado y el presente. Las casas
tienen una relación particular con la memoria y con los modos en los que las
generaciones previas vivieron en ellas y las transformaron (Curtis, 2008), por
este motivo, su análisis requiere la implementación de un trabajo genealógico:
sobre la casa se depositan sedimentos generacionales, resabios de experiencias,
reclamos que promueven disyunciones temporales; conforman, de esta manera,
estrategias de compresión y confusión temporal. En esta dirección, podría
señalarse que en ambas casas se lleva a cabo una lucha por la memoria y por la
imposición de un nuevo archivo que, en un caso, cuestione y, en el otro, demuela
los archivos existentes.
En Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher
explora los procesos mediante los cuales se produce la conversión del pasado de
período histórico real a tiempo fantasmático, “un Tiempo que solo puede ser
postulado retrospectivamente (retrospectralmente)” (Fisher, 2018, p. 156). En
ese marco, Fisher fomenta la aparición de una hauntología, una exploración de
la superposición de lo doméstico y todo aquello que lo perturba.[10]
El hogar, como ámbito de lo privado, y lo siniestro, como su amenaza, se
imbrican y confunden en esta dimensión de lo hauntológico (Figura 5). Esta
capacidad acentuada del espacio para incorporar su propio quiebre, aquello que
desestabiliza su funcionamiento, lo convierte en un agente destacado en la
búsqueda de una remoción del pasado como tiempo clausurado y su apertura hacia
el presente y el futuro. En las casas pueden materializarse los archivos del
pasado y traerse el pasado al presente, es posible vivificarlo, pero siempre en
su condición de pasado fantasmático. El pasado así encarnado logra sobrevivir;
sin embargo, solo lo hace en el marco de la vida leve de los fantasmas.
Este pasado
espectral es invocado a través del registro de las casas. Tanto en La sombra como en Santiago las propiedades se presentan en una autonomía radical en
relación con los espacios urbanos o suburbanos en los que se inscriben. Esta
distancia no hace más que subrayar su no pertenencia a la vida comunitaria y la
ruptura con su propio presente.
Figura 5. Casa espectral en La sombra (2015
Fuente: Fotografía
capturada del film por el autor.
Las casas poseen,
o adquieren, la posibilidad de funcionar como operadores mnémicos porque se
desprenden de cualquier otra funcionalidad; deshabitadas y abandonadas, son
puros agentes de la memoria personal y familiar; por eso, su aparición en ambos
documentales es fragmentaria: su emergencia se produce a través de la
exploración de sus resquicios; no se representa como totalidad, sino como una
sumatoria heterogénea de recortes y trozos. Al igual que las memorias que
encarnan, no se presentan como entidades omniabarcantes, sino como un conjunto
de esbozos y fracciones: la recomposición es imposible; las casas y sus
memorias se instalan en el terreno de lo incompleto.
Estas casas se
postulan como territorios habitados por espectros. En La sombra se incluye una
escena en la que presencias fantasmales de mujeres con uniformes de empleadas
domésticas ilustran las decenas de mucamas que trabajaron allí. También el
padre y la madre de Javier Olivera, ausentes en las imágenes del presente,
ocupan una dimensión espectral. Son fantasmas convocados por el relato del
pasado más que presencias reales en la actualidad. Los únicos que habitan el
presente de ese espacio son los empleados que demuelen la propiedad familiar.
Por su parte, Santiago remite continuamente a los muertos de su pasado que lo
acompañan en su cotidianeidad (“Están todos muertos, todos muertos” repite de
manera recurrente). Los planos vacíos y estáticos de la casa de Gávea subraya
el proceso de desvanecimiento de quienes la habitaron (Figura 6).
Figura 6. Casa espectral en Santiago (2007)
Fuente: Fotografía
capturada del film por el autor
En los dos
documentales, estas casas espectrales se posicionan como retratos de los logros
de los padres de los realizadores. La propiedad constituye así la imagen que la
familia eligió dar de sí misma. Tanto Moreira Salles como Olivera se detienen
en los objetos que forman parte del mobiliario y en elementos vinculados con el
estatus social detentado (la piscina, la colección de obras de arte). Las casas
funcionan como condensaciones de los éxitos acumulados. Este devenir retrato de
las casas depende de la implementación de una serie de sinécdoques que
inscriben a las propiedades en las historias familiares y a las familias en las
historias nacionales. Por eso, la decadencia de las casas espectrales se asocia
a cierta declive pronunciado en el caso argentino, de la clase de la que ambas
familias participan. El pasado es el tiempo en el que se recluyen las
celebraciones. De esos momentos de esplendor solo quedan resabios perdidos,
casas inhabitadas y memorias fragmentadas.
En el caso de La sombra, las referencias a la casa
como retrato resultan más contundentes, dado que se postula a la mansión de San
Isidro como el Xanadu construido por Héctor Olivera para celebrar su propia
gloria. Esta apelación a El ciudadano
(Citizen Kane, Orson Welles, 1941) se sostiene sobre la semejanza de los
logros, la edificación monumental como encarnación del triunfo, la cercanía de
los posibles vacíos y los probables Rosebud dichos o no dichos. En este
sentido, resulta interesante señalar que las estrategias que buscan remover a
Héctor Olivera del centro del archivo familiar entran en conflicto con esta
comparación con Welles que eleva al padre en relación directa con el referente
al que se lo aproxima. Así, la propia casa permite vislumbrar el carácter heterodoxo
del retrato y monumento que Olivera dedica a su padre.
En La sombra se multiplican las estrategias
de construcción de retratos: si la casa de San Isidro se posiciona como un
retrato espacializado del padre, también aparecen en su interior retratos pictóricos
y fotográficos de la madre del realizador, y el propio documental se presenta
como un retrato abierto, incompleto y fragmentado de Javier Olivera. En la casa
y sus imágenes de archivo se ponen en diálogo esos tres retratos. La inclusión
de un fragmento de una película filmada por Héctor Olivera en la propiedad
familiar[11]
permite a Javier recordar la dificultad de ser el hijo del dueño de la compañía
productora y las contradicciones que esto le generaba en su entrada al universo
de la realización cinematográfica. En la casa quedan asentadas las memorias
personal y familiar y constituye, en este contexto, su retrato más contundente.
En esta dirección,
Santiago se constituye como un
manifiesto retrato del antiguo mayordomo. Sin embargo, se trata de un retrato
en el que sobresalen dos dimensiones. En primer lugar, su figura está ausente
en las home movies de los años
setenta que muestran y/o construyen el recuerdo de la felicidad familiar. Ese
material, filmado en súper 8, introduce parcialmente los cuerpos de dos
empleadas domésticas que cuidan a los niños en la piscina. Esos cuerpos se
inmiscuyen accidentalmente, pero el archivo audiovisual no deja de estar centrado
en la imagen de los integrantes de la familia. En esa captura del bienestar
familiar, Santiago se encuentra ausente. El protagonista del documental quedó
invisibilizado en el registro oficial de la vida familiar. El retrato de la
familia, imbricado en el retrato de la casa, se construyó sobre la supresión
del empleado. Ante esta evidencia, Moreira Salles propone no solo una suerte de
reparación (póstuma, tardía, posiblemente insuficiente), sino una revisión del
funcionamiento del archivo y su sistema de inclusiones y exclusiones.
En segundo lugar,
dado que Santiago murió poco tiempo después del rodaje de 1992, el documental
constituye no solo un retrato, sino también una lápida. Se trata de un retrato
en ausencia. Tal vez porque en la lógica de la alta burguesía solo así un
mayordomo merece esta forma de perpetuación y reconocimiento. En este sentido,
en el documental se produce una duplicación significativa, dado que el propio
Santiago había dedicado una parte considerable de su vida a desarrollar una
tarea de archivero. Durante décadas escribió manuscritos en los que recuperaba
la historia de la “aristocracia universal”, incluyendo desde las más primitivas
hasta la conformada por las estrellas del cine hollywoodense. En las treinta
mil páginas trascriptas en bibliotecas públicas y privadas, Santiago se propuso
preservar la memoria de esos personajes, muchas veces desconocidos en la
actualidad.
El mayordomo se
dedicó a la recuperación sistemática de las historias de los grandes hombres,
de los nombres más célebres de la historia. Su ejercicio de memoria los trae de
nuevo a la vida. Dice al respecto “Para mí no están muertos porque yo todo el
tiempo converso con ellos”. En esa búsqueda adquiere sentido que su personaje
histórico preferido haya sido Francesca de Ravenna, una noble italiana de la
Edad Media rescatada del olvido por Dante en La divina comedia. Si Santiago se propone salvar la memoria de los
grandes hombres, Moreira Salles se propone salvar la memoria del antiguo
empleado de su familia. La voice over
lee fragmentos del archivo de Santiago y certifica que una dimensión de esas
historias se preserva a través de la escritura. En el documental se interroga,
de esta manera, la eficacia de estos mecanismos de conservación de la memoria:
el archivo de Santiago y el propio documental.
El documental,
como lápida, instaura un mecanismo de conservación mnémica. Santiago cuenta que
un vecino del edificio donde vive le preguntó si se estaba filmando una
película en su departamento. Y él respondió que no se estaba realizando una
película, sino que se estaba preparando su futuro embalsamamiento. La
conciencia del mayordomo acerca del funcionamiento del cine como una máquina de
embalsamar resulta notable. Se trata, sin embargo, de una momificación que resguarda
y amplifica el movimiento y la vitalidad. Así, se subraya la cercanía de la
imagen y el ritual funerario. Santiago
funciona como retrato, como lápida (incluye su nombre completo y las fechas de
nacimiento y muerte en un cartel al finalizar, Santiago Badariotti Merlo
(1912-1994)) y como estrategia para reparar su ausencia en el archivo familiar.
Esta intervención
sobre el archivo, así como la conformación de un nuevo archivo, solo es posible
a través de la inmersión en la casa de Gávea. El espacio espectral materializa
las memorias incompletas y abre la posibilidad de rediseñar las historias
personales y familiares. Por eso, Moreira Salles concluye que el retrato del
mayordomo constituye un auto-retrato indirecto (“El film que intenté
hacer hace trece años era sobre él […] ahora sé que el documental es también
sobre mí”).
Si en Santiago se compone un archivo como
retrato póstumo, en La sombra se
articula una estrategia de lectura del archivo de distinto alcance. Esto se
debe a que en el documental de Olivera se ponen en relación tres dimensiones
del pasado que pueden percibirse en juego en el entramado archivístico: la
historia personal/familiar; la historia del cine argentino; la historia
política nacional. Estos diferentes niveles se imbrican paulatinamente. El
archivo de la familia Olivera se organiza de manera heterogénea en la
confluencia de home movies,
fragmentos de las películas financiadas por Aries y una banda sonora en la que
se introducen sonidos reconocibles del pasado argentino.[12]
Así, Olivera elabora, en un documental que se establece en el contorno entre el
ensayo cinematográfico y el diario íntimo, la imposibilidad de desligar la
historia de una familia, del cine y de la nación.
Podría recuperarse
aquí a Georges Didi-Huberman (2013) y su propuesta de pensar de qué manera se
pueden recontextualizar las imágenes a través de un montaje que las
desnaturalice e incorpore la temporalidad de los procesos históricos. La
intervención sobre el archivo familiar puede iluminar estas otras dimensiones
del pasado y abrir también otras lecturas. La inclusión de fragmentos de
películas producidas por Aries[13]
conforma una suerte de archivo alternativo, oblicuo, de la historia argentina.
Olivera lee estos fragmentos no solo en el marco de la historia de su familia,
o en la oscilación de la productora fundada por su padre entre el compromiso
político y el más notorio mercantilismo, sino como indicios de las transformaciones
históricas que estaban ocurriendo en la segunda mitad del siglo XX en Argentina.[14]
La decadencia de Aries iniciada desde fines de la década del ochenta es
percibida como la caída de un cine industrial que funcionó en Argentina durante
más de veinte años sostenido, en gran medida, por las producciones de Héctor
Olivera y Fernando Ayala. Sus películas reconstruyen, con particular interés,
las tensiones sociales experimentadas en las décadas de 1970 y 1980.
En distintos
casos, la casa de San Isidro se inmiscuye en este repaso por la historia del
cine y la historia política. Allí se filmaron películas y allí también se
hacían los festejos posteriores al estreno. Olivera cuenta que luego del fin
del rodaje de La Patagonia rebelde,
integrantes del equipo, incluyendo a su padre, fueron amenazados en un
comunicado de la Triple A. Los actores involucrados partieron al exilio, pero
no Héctor Olivera. Su hijo cree, a la distancia, que la casa lo salvó de las
políticas persecutorias y exterminadoras. En la lógica policial implementada
por la dictadura, el propietario de esa mansión no podía ser, efectivamente, un
“subversivo”.
La intención de
hibridar estos diversos planos del pasado (el familiar, el cinematográfico y el
nacional) conduce a la ineludible formulación de una pregunta acerca de la
posibilidad de reconstruir la historia nacional a través del archivo y la
memoria familiar. En este caso, Olivera no parte de la pretensión de organizar,
a partir de su archivo, un nuevo archivo de la historia política nacional. Su
ejercicio lo conduce a componer un dispositivo que envuelve el espacio privado
y el público, el archivo personal y el nacional, la memoria individual y la
colectiva. La intención de abordar la historia nacional a través del archivo
familiar conduce ineludiblemente al fracaso. Resulta imposible narrar el país a
través de la historia de una de sus familias. Sin embargo, en esas astillas que
constituyen las memorias fragmentadas y los archivos íntimos, se plasman trozos
del devenir histórico que iluminan dimensiones poco exploradas de la
historia.
Conclusiones
En el marco de la exploración de
ambos documentales, habría que interrogar la potencia de los ejercicios de
memoria propuestos: el ejercicio de restaurar la memoria de Santiago por parte
de Moreira Salles y el ejercicio de complejizar la memoria oficial de su padre
por parte de Olivera. Se trata de dos transformaciones topográficas: ubicar al
mayordomo en el centro del relato; tensionar la ubicación del padre en esa
posición privilegiada. En esta dirección, tanto el gesto de producción de
Moreira Salles como el de deconstrucción de Olivera permiten cuestionar el
lugar común que confía en el poder restaurador de la memoria. Por eso, los dos conforman
películas sobre las ruinas, sobre el paso del tiempo y sobre las limitaciones
humanas para reinstaurar la experiencia.
En estos documentales, las casas fantasmales
son posicionadas como los portales que comunican, y disocian, tiempos y
sujetos. En el espacio se encarna un desmontaje de la cronología y la emergencia
de una imbricación temporal en la que el pasado, el presente y el futuro se
proyectan uno sobre otro. A partir de este trabajo sobre el espacio, el tiempo
y el archivo, Olivera y Moreira Salles logran evidenciar las lagunas del
archivo oficial y propiciar la apertura de ciertas grietas para que se escuchen
otras voces y se vean otras historias. Esto, sin embargo, no puede hacerse sin
la remoción, o la puesta en crisis, de las autoridades hermenéuticas que
regulaban el funcionamiento de los archivos previos. En ese proceso de
desmontaje y recontextualización se juega una redistribución de los roles
históricos que afecta tanto al archivo familiar como al nacional. La
intervención sobre el archivo implica, en estos casos, una alteración de los
modos en los que habían circulado las voces y los cuerpos. Esta transformación puede
hacer visible y audible a un espectro, pero también puede espectralizar a un
sujeto. Esta redistribución de lo perceptible solo es posible a través de una
intrusión sobre los archivos atenta a lo no visto y lo no escuchado.
Los artistas
archiveros configuran contra-archivos que desconfiguran los existentes y
proponen nuevas elaboraciones. En esa búsqueda, convocan episodios remanentes
del pasado y hacen presentes relatos forcluidos por la historia oficial. En este
contexto del giro al archivo experimentado en el arte contemporáneo en las
últimas dos décadas, la recurrencia a archivos personales (como las home movies
o los álbumes fotográficos familiares a los que apela Olivera o las entrevistas
a Santiago realizadas por Moreira Salles) se posiciona como una estrategia
clave para suplir las ausencias que pueblan de manera fantasmática los relatos
sobre el pasado (familiar o nacional) y para recuperar memorias que fueron
desplazadas del centro de la escena pública.
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Mariano Sebastián Veliz
Argentino. Doctor en
historia y teoría de las artes, Magister en análisis del discurso por la
facultad de filosofía y letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente
se desempeña como docente de las carreras de Artes y Letras y como investigador
del Instituto de Estudios sobre América Latina de la misma institución. Dicta
seminarios en los programas de doctorado de dicha facultad y de la Facultad de
Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Sus áreas de investigación
son: el cine latinoamericano contemporáneo, la literatura y el
latinoamericanismo, las figuraciones de la otredad y su relación con las
teorías de la visibilidad, la vinculación del arte contemporáneo y el archivo
en América Latina. Entre sus publicaciones recientes destacan: (2017) “Contra-archivos: estrategias de apropiación de imágenes y sonidos de
perpetradores”, Doc-online, 22.; (2017) “Estrategias de visibilidad de la marginalidad social en el cine
latinoamericano contemporáneo”, Demarcaciones, 5.
[1] Olivera dirigió
largometrajes de ficción como El
visitante (2000) y El camino
(2000) y el documental Mika, mi guerra de
España (codirigido con Rodolfo Pochat, 2013). En 2018 estrenó La extraña. Notas sobre el (auto)exilio.
[2] En la vasta y ecléctica
producción cinematográfica de Olivera como realizador pueden destacarse La Patagonia rebelde (1974), El canto
cuenta su historia (1976), La nona
(1979), No habrá más penas ni olvido
(1983), La noche de los lápices
(1986), Matar es morir un poco
(1989), El caso María Soledad (1993), Una
sombra ya pronto serás (1994), Ay
Juancito (2004) y El mural
(2010).
[3] Moreira Salles es director
de documentales como Notícias de uma
Guerra Particular (1999), Nelson Freire (2003), Entreatos (2004) y No Intenso
Agora (2017).
[4] Estas producciones
deben pensarse en el marco de las “narrativas del yo” proliferantes en la
escena artística y literaria de las dos últimas décadas. Al respecto, conviene
tener en cuenta el exhaustivo estudio emprendido por Leonor Arfuch (2010).
[5] Ayala fue el director
de películas emblemáticas del cine industrial argentino como El jefe (1958), El candidato (1959), Paula cautiva (1964), La fiaca (1969), Desde el abismo (1980), Plata
dulce (1982), El arreglo (1983), Pasajeros de una pesadilla (1984) y Dios los cría (1991). Debe tenerse en
cuenta que la inclusión de las películas familiares filmadas por Ayala conduce,
ineludiblemente, a una reflexión acerca de la manera en la que el trabajo sobre
el archivo afecta las definiciones clásicas de autor y originalidad.
[6] En este punto resulta
insoslayable la apelación al estudio de Pablo Piedras (2014) acerca de los
documentales en primera persona. Allí, se analizan con exhaustividad las
estrategias implementadas en el documentalismo argentino de las últimas décadas
en relación con estas formas de inscripción de la subjetividad. En particular,
resulta destacable su aporte para indagar en la emergencia de documentales
autobiográficos.
[7] Se trata de la voz de
un hermano del realizador, Fernando Moreira Salles. De esta manera, el juego de
voces se multiplica así como se desvanecen los límites entre el documental y
los procesos de ficcionalización.
[8] Moreira Salles remite
ciertas elecciones de su puesta en escena a la influencia ejercida por la
composición espacial de las películas de Yasujirô Ozu. Para reforzar esta
referencia, incluye un fragmento de Historia
en Tokio (Tôkyô monogatari,
1953).
[9] Desde 1992, allí
funciona el Instituto Moreira Salles, una institución cultural privada dedicada
a la promoción de la fotografía, la literatura, las artes plásticas y la
música.
[10] Fisher recupera, en su
proposición de una hauntología, la célebre exploración de la noción de unheimlich realizada por Sigmund Freud
en su estudio de lo siniestro. Fisher apela a la referencia de “haunt” como
lugar donde se vive y como aquello que lo invade (Fisher, 2018, p. 159).
[11] Se trata de Matar es morir un poco (Two to Tango, Héctor Olivera, 1988).
[12] En el complejo
entramado sonoro realizado por Zypce se yuxtaponen la Marcha militar de San
Lorenzo (compuesta en 1901 por el músico Cayetano Alberto Silva y con letra
escrita por Carlos Javier Benielli en 1907), Tú llegaste cuando menos lo
esperaba de Leo Dan, fragmentos del programa televisivo culinario Buenas tardes, mucho gusto, conducido
por Doña Petrona, voces procedentes de dibujos animados, comunicados de la
Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Zypce conforma así una memoria
sonora que no se limita a la familia Olivera, sino que se establece como una
memoria que es, al mismo tiempo, nacional y generacional.
[13] Se incluyen fragmentos
que evidencian la variabilidad de esta empresa productora, en un abanico que se
extiende entre el humor popular de A los
cirujanos se les va la mano (Hugo Sofovich, 1980) y la crónica política de La noche de los lápices (Héctor Olivera,
1986), pasando por La Patagonia rebelde
(Héctor Olivera, 1974), Plata dulce
(Fernando Ayala, 1982), El jefe
(Fernando Ayala, 1958), No habrá más
penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983), Paula
cautiva (Fernando Ayala, 1963), Matar es morir un poco (Two to tango, Héctor Olivera, 1988), Los caballeros
de la cama redonda (Gerardo Sofovich, 1973) y Los doctores las prefieren desnudas (Gerardo Sofovich, 1973).
[14] Aries se mantuvo en
actividad entre 1956 y 2014 y rodó más de cien películas.