Del
homosexual misógino a la marica
feminista.
Aportes
para una desidentificación política
más allá del Edipo
From a misogynist homosexual to a feminist
“marica”.
Contributions towards a political de-identification
beyond Oedipus
https://orcid.org/0000-0002-9883-7911
Universidad
Nacional de La Plata
amartinez@psico.unlp.edu.ar
Resumen: El presente artículo ofrece una
crítica de
algunos aportes que la teoría psicoanalítica
postula sobre la homosexualidad
masculina. Se toma como concepto eje al complejo
de Edipo para señalar su funcionamiento
misógino, no sólo por el lugar de
objeto al que son relegadas las madres dentro de la retórica
psicoanalítica,
sino porque configura un dispositivo de propagación del
repudio hacia lo
femenino. Para ello se exponen aportes del pensamiento feminista, como
recurso
clave para develar el aspecto socio-histórico y
político que subyace a la
pretensión universal de las explicaciones
psicoanalíticas. Asimismo se exploran
marcos de referencia no psicoanalíticos que retratan el
vínculo del homosexual
y su madre con otros sentidos no misóginos. Finalmente, a
modo de imperativo
ético-político, se propone la figura de la Marica
como narrativa alternativa que cortocircuita los sentidos y los
términos a
partir de los cuales el complejo de Edipo
articula las identidades sexuales contemporáneas.
Palabras clave: homosexual,
marica, psicoanálisis, Edipo, identidad
Abstract: This paper offers a critique to the conceptual
contributions to what the psychoanalytic theory posits as explanation
for the
formation of the homosexual masculinity. The Oedipus Complex will be
used as a
central concept to take as reference in order to unconceal its
misogynistic
operation, not only for the placement of mothers in object positions by
the
psychoanalytical rhetoric, but also for constructing a hate-generating
device
towards the feminine. For such elucidation, contributions of feminist
approach
thought are presented as key resources to reveal the political and
socio-historic aspects that underlay the universal pretension of
psychoanalytic
explanations. In the same vein, non-psychoanalytical frames that
picture the
relationship between the homosexual and his mother with other
non-misogynistic
senses are explored. Finally, as an ethical-political imperative, the
figure of
the Marica is proposed as an
alternative narrative that short-circuits the senses and words that
serve in
the Oedipus to articulate/joint contemporary sexual identities.
Key words: homosexual, “marica”,
psychoanalysis, Oedipus, identity
Traducción:
Ariel
Martínez, Universidad Nacional de La Plata
Cómo citar:
Martínez,
A. (2019). Del homosexual
misógino a la marica
feminista. Aportes
para una desidentificación política
más allá del Edipo. Culturales,
7, e457. doi: https://doi.org/10.22234/recu.20190701.e457
Recibido:
17 de abril de 2019 /
Aprobado:
25 de octubre de 2019
/
Publicado: 18 de diciembre de 2019 |
Introducción
Irving Bieber (1965) ofreció una
descripción poco atractiva, aunque ampliamente aceptada en
el campo del
psicoanálisis, sobre las madres de niños[1]
homosexuales. Señaló que éstas se
relacionan mediante una “intimidad
sobreexpuesta, posesividad, dominación,
sobreprotección y desmasculinización
[…].
Como esposa, la madre del homosexual es casi siempre inadecuada con el
rol
esperable” (Bieber, 1965, p. 250). El autor nos advierte que
estas madres
extinguen la heterosexualidad del niño para satisfacer sus
propias necesidades
psíquicas y para protegerse del abandono a cambio de otra
mujer. Así, la
desmasculinización que realiza respecto del hijo le asegura
su presencia
continua.
Una década más
tarde Bieber (1976) desplegó nuevas consideraciones sobre el
lugar que la madre
posee para el homosexual. Afirmó que el apego emocional
más profundo en la vida
de los homosexuales son las mujeres, principalmente la madre. Para
ellos, el
sentimiento básico hacia la madre es de profundo amor y
ternura. Cuando la
madre de un homosexual muere, asegura, la reacción habitual
de dolor y pérdida
se profundizan en afectos difícilmente elaborables por los
recursos psíquicos
que conocemos.
El viraje que
sufren las ideas de este autor ilustra dos aproximaciones
teóricas que el
psicoanálisis ha realizado respecto a la homosexualidad
masculina. En cualquier
caso, el concepto fundamental empleado para tal fin ha sido el complejo de Edipo, entendido como un hito
constitutivo de la historia subjetiva estructural, universal y
a-político. En
la trama de la teoría, el complejo
de
Edipo se compone de complejos vínculos tempranos
en los que circulan identificaciones
y elecciones de objeto.[2]
El particular interjuego entre ambos componentes consagra la
homosexualidad o
la heterosexualidad del sujeto.
El presente
trabajo se propone exponer la dinámica edípica
convencional que la teoría ofrece
a la hora de explicar la configuración de la homosexualidad
masculina. Desde un
prisma feminista nos interesa señalar el lugar al que es
relegada la madre –figura
protagónica, aunque denostada. También interesa
señalar que la teoría existente
en torno al complejo de Edipo
describe la eficacia en que el orden social patriarcal produce varones
homosexuales misóginos.[3]
Por ello se propone la figura de la Marica
como alternativa de la identidad homosexual masculina y el lugar de su
madre.
Con esta propuesta se intenta depurar las impregnaciones patriarcales
propias
de la teoría psicoanalítica. Se argumenta que la Marica puede ser connotada como
feminista. El homosexual que el complejo de
Edipo arroja, en cambio, es
intrínsecamente misógino.
La figura de la Marica
requiere una narrativa
alternativa respecto al relato edípico convencional. El
posicionamiento
adoptado que guía este giro se alimenta del
posfundacionalismo contemporáneo
que entiende al complejo de Edipo
como dispositivo de poder que contribuye a la producción del
sujeto en torno a
la matriz de inteligibilidad heterosexual (Butler, 1993) y al
dispositivo de
género (Preciado, 2008). De ninguna forma estas pensadoras
afirman la
existencia de un fundamento estable para las identidades. Por tanto,
ninguna
localización subjetiva sexuada puede explicarse como efecto
de una
cristalización psicológica, producida en la
temprana infancia, que opera como
causa determinante. Sin embargo, la teoría configura un
conglomerado de
sentidos que producen de forma continua identidades
hegemónicas –heterosexuales
u homosexuales–, después de todo ambas forman
parte de la taxonomía moderna
(Foucault, 2008).
Entonces, este
artículo se propone reflexionar sobre una narrativa
alternativa, no como hito
efectivamente acaecido que determina y explica la figura bajo examen (Marica), sino como relato disponible al
que puedan acudir sujetos disidentes a la hora de significar su propia
experiencia desde relatos políticamente convenientes.
Ninguna identidad es pétrea
e inmodificable (Butler, 1990). Continuos mecanismos operan de forma
permanente
a lo largo de todo el devenir del sujeto para mantener fijos los
límites
identitarios. El relato edípico es entendido como una pieza
clave de estos
mecanismos, en cuanto funciona como una narrativa socialmente
legitimada. Estas
narrativas se ofrecen como fundamentos necesarios de las
subjetividades. La
estrategia normativa –en la cual participa la
teoría psicoanalítica– radica en
una profunda naturalización que opera bajo la
ficción de una realidad psicológica
interna y sustancial que determina el ser
del sujeto. En este contexto las narrativas alternativas exploradas en
este
artículo en torno a la Marica
no
deben entenderse como los intentos de delimitar hechos
fácticos que permiten
explicar la constitución de una identidad sustancial. Por el
contrario,
partiendo de la noción butleriana de fundamentos
contingentes (Butler, 1992) se
intenta construir una narrativa alternativa, y políticamente
conveniente, que
auspicie como posible marco de subjetivación disponible para
una
resignificación de posicionamientos identitarios
misóginos.
Esta propuesta guarda especial
relevancia no sólo porque propone una
actualización teórica para el
psicoanálisis, ni porque entraña una
reflexión a nivel epistemológico sobre su
objeto de estudio, sino porque asume el imperativo
ético-político de
transformar los marcos conceptuales con los que contamos para ampliar
los
márgenes de reconocimiento respecto de franjas poblacionales
abyectas (Butler, 1993)
que caen por fuera de los marcos de inteligibilidad que nuestras
teorías
establecen.
El
Edipo freudiano
No es posible negar que las ideas de Sigmund
Freud conforman
un aporte significativo para el pensamiento contemporáneo
(Medlicott, 1976). Las
formulaciones freudianas apelan al mito de Edipo para explicar el
carácter
constitutivo y dramático de los vínculos
tempranos que todo niño y niña
atraviesa (Frank, 1960). El complejo de
Edipo, entendido por algunos autores como raigambre de
vínculos
estructurantes, plagados de ambivalencias, acaecidos
históricamente y con fuerza
determinante y alta eficacia psíquica (Berenstein, 1976),
también puede ser
abordado como una imagen del desarrollo psíquico que explica
cómo las
disposiciones libidinales y las identificaciones se ordenan,
contingentemente,
en la conformación de un yo interno, coherente,
monolítico, inmutable,
permanente, capaz de actuar racional y voluntariamente respecto de
sí mismo y de
sus objetos (Butler, 1990).
En su
correspondencia con Fliess, Freud (1979q) escribió por
primera vez sobre los
impulsos hostiles y el deseo de muerte que los hijos dirigen contra sus
padres.
Posteriormente encontró en Sófocles la narrativa
para delimitar un evento
humano universal, referido por primera vez en La
interpretación de los sueños (1979a).
Allí Freud narra la
relación temprana entre padres e hijos en los
términos de la trama del Edipo rey
de Sófocles. A partir de aquí Freud
dedicó un espacio significativo en su teoría al complejo de Edipo, incluso, en uno de sus
últimos trabajos, declaró
que “si el psicoanálisis no pudiera gloriarse de
otro logro que haber
descubierto el complejo de Edipo reprimido, esto solo sería
mérito suficiente
para que se lo clasificara entre las nuevas adquisiciones valiosas de
la
humanidad” (Freud, 1979o, p. 192). Y esta
afirmación cobra su peso cuando
apreciamos la participación del complejo de Edipo en la
conformación de
instancias psíquicas y los vínculos libidinales
que el yo establece con el
mundo exterior.
Freud expone un desarrollo libidinal,
preedípico, cuya primera forma de organización
involucra la oralidad. Allí el
niño se esfuerza por fusionarse y dominar el mundo a
través de un acto de
incorporación. La succión, en las tramas
libidinales de la sexualidad infantil,
no es un mero acto de alimentación, sino un emblema de las
relaciones entre el
niño y el entorno. El niño no tiene clara
conciencia de ser una entidad
distinta, pero aún así intenta incorporar y
contener los objetos a su
alrededor. Freud señala que “en el estadio de
organización oral de la libido,
el apoderamiento amoroso coincide todavía con la
aniquilación del objeto”
(Freud, 1979i, p. 52). Aunque la boca es el órgano principal
para esta
actividad devoradora, en tanto zona erógena es capaz de
totalizar su presencia
hasta tal punto que incluso los ojos que ven al mundo pueden cumplir
esta
función.
En la fase anal, por otra parte, el
niño
transforma su relación con el mundo. Comienza a trazar
límites de sí, pero
desea violarlos a través de maniobras sádicas. La
independencia de los objetos
es negada de forma agresiva mediante esfuerzos por controlar las cosas
y, así,
posicionarse como único hacedor de la realidad. La
excreción de heces simula el
nacimiento: “la caca cobra el significado del hijo”
(Freud, 1979h, p. 75). Los
juegos de retención y expulsión por el ano se
acompañan de la fantasía de crear
cosas y luego disolverlas a voluntad. Así el niño
adquiere un sentido
megalómano de sí mismo. A esta altura los objetos
ya son reconocidos como externos,
pero persiste la insistencia en auto-instalarse como el origen. En la
transición de la oralidad a la analidad el niño
cambia su deseo de incorporar
el mundo por un deseo de engendrarlo, trueca su deseo primordial de ser
uno con
el mundo por un deseo de estar por encima de él.
Freud señala que tanto la fase anal
como
la oral son disposiciones libidinales auto-eróticas, es
decir, que en ellas el
niño encuentra satisfacción libidinal en el
propio cuerpo sin necesidad de
otros. Esto explica la falsa sensación de autosuficiencia y
autonomía que
recubre estas tempranas experiencias. En este momento, al que Freud
denomina narcisismo primario,
sólo el yo y el
propio cuerpo es investido libidinalmente. No se dirige ninguna carga
libidinal
hacia objetos más allá del yo, por ello
ningún vínculo efectivo de dependencia
o restricción respecto de los demás es
experimentado bajo esos términos. Este
panorama libidinal cobra importancia al momento de dimensionar el valor
del complejo de Edipo como
símbolo del
límite radical y de la finalización abrupta de
las vivencias en torno a la
ficción de unidad y omnipotencia.
Durante el despliegue del complejo
de Edipo comienzan a
consolidarse los procesos que configuran la identidad sexual. Bajo el
reinado
de una nueva fase –fálica–, la
sexualidad comienza a vincularse con los
genitales. Ahora el yo sufre la herida narcisista ocasionada por el
destronamiento de “His Majesty the Baby [su majestad el
bebé]” (Freud, 1979e, p.
88) que aleja al niño de la pretendida completud y
omnipotencia. Paradójicamente,
el complejo de Edipo comienza a
instalar las exigencias de una identidad sexual que ordene el flujo
pulsional
indeterminado más próximo al carácter
“perverso polimorfo” (Freud, 1979b, p. 173)
de la sexualidad infantil, para delinear el esbozo de las identidades
coherentes
y discretas que el Edipo impone. Así, uno de los logros
adjudicados al complejo de Edipo en
la formación del
sujeto refiere a la conformación de una proto-identidad
sexual. Como es
ampliamente sabido, mientras el padre es el gran protagonista, pues
funciona como
modelo identificatorio para el niño, la madre adviene como
objeto de amor que
sella la heterosexualidad de aquel (Benjamin, 1988, 1995; Butler, 1993,
1997;
Chodorow, 2002).
Como ya hemos sugerido,
los flujos libidinales indudablemente presentes en la infancia
preedípica
adquieren otras valencias en el transcurso del complejo
de Edipo. Y el recorrido ofrecido hasta aquí, que
ha
priorizado la vertiente libidinal del Edipo, debe atemperarse con
algunas
consideraciones respecto de las identificaciones. Pues, el complejo de Edipo cobra cabal relevancia
para la subjetividad
cuando advertimos su papel en la producción representaciones
a partir de las
cuales el yo se vincula con los otros. Así, el
psicoanálisis de las relaciones
objetales nos muestra cómo oscilamos entre las
representaciones que forjamos del
otro, imbuidas en la propia historia libidinal e identificatoria, y el
otro,
más allá de la representación, como
centro autónomo de experiencia (Benjamin,
1995). Se trata de un delicado equilibrio entre fusión y
diferenciación. A
pesar de los profundos anhelos de autoafirmación, debemos
vincularnos con otros
para ser reconocidos como sujetos y para satisfacer nuestras demandas
libidinales y emocionales (Benjamin, 1988). Estamos obligados a
establecer
vínculos con el mundo como parte del despliegue de nuestra
escena psíquica.
Somos dirigidos hacia los demás y, aunque nuestros apegos
son una fuente de
placer o dolor inyectan espesor psíquico a nuestro yo por
medio de las
identificaciones (Butler, 1997).
Para Freud la historia del yo es la
historia de sus identificaciones con los objetos perdidos:
“el carácter del yo
es una sedimentación de las investiduras de objeto
resignadas, contiene la
historia de estas elecciones de objeto” (Freud, 1979k, p.
31). A lo largo de su
historia, el yo se identifica con referentes idealizados, los toma como
modelos
de ser y desea emularlos. En otras
ocasiones se identifica con otros sujetos significativos perdidos como
estrategia para preservarlos psíquicamente. En cualquier
caso, la identificación
con otros configura un material para la conformación del yo
(Freud, 1979j), también
la fuente de un recurso que nos permite superar nuestro apego
apasionado con
alguien perdido (Butler, 1997). Ya sea como dinámica que
lanza al yo hacia el
futuro, o preservación y reelaboración del
pasado, la identificación es
fundamental para la construcción de nuestras identidades.
Al menos en parte, las identificaciones
en el marco del complejo de Edipo
sirven
para contener y organizar, bajo las exigencias de las identidades
socio-sexuales, los flujos eróticos múltiples e
indeterminados. Por ellos el
niño redefine la forma en que experimenta su lugar en el
mundo, pues el Edipo
enmarca tanto la primera elección de objeto libidinal,
así como su completa pérdida
y renuncia. En el llamado período fálico, el
niño potencia la temprana
atracción libidinal hacia su madre, el apego libidinal ya no
se justifica por
la nutrición sino por el erotismo que ella suscita. Como
consecuencia de este
lazo libidinal hacia la madre, la actitud del niño hacia su
padre se impregna
de una mezcla de amor y hostilidad. El niño freudiano
compite con el padre
amado y temido, y anhela poseer a la madre amada y temida. El
niño puede
soportar estos sentimientos ambivalentes, confusos y paralizantes hacia
sus
padres durante algún tiempo antes de que exijan
resolución. El punto de
inflexión, según Freud, ocurre cuando el
niño ve los genitales del sexo
femenino e imagina la posibilidad de perder su pene. Así, la
competencia con el
padre confiere al niño temores de castración y
culpa parricida. Los deseos de
poseer a la madre más allá de la barrera del
incesto comienzan a ser refrenados
por temores a ser destruido por la figura aterradora del padre. El
miedo a la
castración, un acto que amenaza ser consumado en manos del
padre, lo induce a
renunciar y reprimir el deseo incestuoso hacia la madre, y a
identificarse con
la figura masculina todopoderosa que lo amenaza.
La identificación
con el padre asegura la interiorización de la masculinidad
como modelo a ser, desde el cual se
deriva, en el esquema
freudiano, el despliegue de la elección heterosexual de
objeto. La madre no
podrá ser modelo identificatorio –alguien como
quien el niño aspire llegar a ser–,
más bien la madre se configura
como objeto de amor –alguien que el niño quiere tener. La amenaza de
castración impone su renuncia como objeto
incestuoso y, así, el niño salda el precio que
debe pagar por conservar el pene
y, junto a él, su masculinidad que desplegará
bajo la consecución de la
heterosexualidad con otros objetos culturalmente habilitados
–esto es: teniendo otras
mujeres. Por otra parte,
la identificación con el padre inaugura otro aspecto que el complejo de Edipo explica: el
superyó.
La identificación con el padre que marca el sepultamiento
del complejo de Edipo genera un
cambio
psíquico estructural. Para Freud, la institución
del superyó representa “los
rasgos más significativos del desarrollo del individuo y de
la especie” (Freud,
1979k, p. 37).
El superyó
transmuta el diálogo constante y crítico entre el
yo y el padre edípico en un
diálogo interno: “En el lugar de la instancia
parental aparece el superyó que
ahora observa al yo, lo guía y lo amenaza, exactamente como
antes lo hicieron
los padres con el niño” (Freud, 1979p, p. 58).
Para esto el superyó utiliza las
pulsiones sádicas y cultiva sentimientos como la
vergüenza y la culpa. Estos
sentimientos se entrelazan con la compleja temporalidad
psíquica organizada en
varias capas (Freud, 1979q). Así, llegamos a lamentar en el
presente sucesos
del pasado. Damos forma al presente a través de nuestros
mayores traumas
acaecidos en el pasado, aunque también es posible actualizar
el pasado a través
de vivencias actuales. La particularidad de lo psíquico, sus
diferentes
espacios y legalidades, producen un laberinto temporal y afectivo
configurado y
puesto a rodar en el período edípico. Debido a
esto la angustia persiste luego
de franquear el Edipo: “Una desdicha que amenazaba desde
afuera –pérdida de
amor y castigo de parte de la autoridad externa– se ha
trocado en una desdicha
interior permanente, la tensión de la conciencia de
culpa” (Freud, 1979n, p. 123).
El legado del complejo
de Edipo genera, mediante un oscuro
proceso, aquello necesario para que el sujeto perdure en sus
identidades bajo
la convicción de permanencia inamovible. Freud sugiere que
la voz paterna
internalizada censura sádicamente al yo y genera
sentimientos de culpa. A pesar
de que este conflicto interno, que como hemos dicho, encuentra su
origen en la
historia sexual del niño –especialmente en su
deseo de eliminar al padre y avanzar
sobre el dominio de su primer objeto sexual: la madre–
permanece impregnando
los sucesivos vínculos del sujeto. Cuando Freud afirma que
“No sin buen
fundamento el hecho de mamar el niño del pecho de su madre
se vuelve
paradigmático para todo vínculo de amor. El
hallazgo [encuentro] de objeto es
propiamente un reencuentro” (Freud, 1979b, p. 203), se
refiere a que claramente
el sepultamiento del complejo de Edipo no destierra de la escena
psíquica los
deseos incestuosos, que deberán coexistir,
inconscientemente, con la culpa por
haber sido agente de deseo parricidas hacia el padre.
El establecimiento
del superyó simboliza la independencia y
autonomía del niño, aunque pagando el
precio de ser habitado por una intrincada moral que extrae su fuerza de
los
deseos eróticos inconscientes. Este sadismo vuelto hacia el
propio yo del niño,
ahora culposo, es la pieza fundamental para la preservación
del orden socio-cultural
y sus identidades. El niño mantiene a raya sus propios
deseos en función de las
reglas de la sociedad. Las identidades sexuales que el complejo
de Edipo produce permiten la obtención de una
individualidad cercada por categorías socialmente
establecidas. La asunción de
alguna de las identidades sexuales socialmente disponibles supone que
el niño se
ha subyugado ante las restricciones constitutivas (Butler, 1993) que
imponen
las normas sociales y, así, ha resignado la
pretensión preedípica de
incorporar, engendrar y dominar eróticamente al mundo.
Lo que comenzó como un episodio sexual dentro de la familia y la posterior introyección de un otro próximo y significativo, concluye con la formación de una voz social anónima y severa en el interior. Esta voz rumiadora, cuya introyección es totalmente involuntaria, y cuyo dominio esta fuera del alcance de la consciencia, ejerce poder sobre el yo durante toda la vida. El superyó
…conserva
a lo largo de la vida su carácter de origen, proveniente del
complejo paterno:
la facultad de contraponerse al yo y dominarlo. Es el monumento
recordatorio de
la endeblez y dependencia en que el yo se encontró en el
pasado, y mantiene su
imperio aun sobre el yo maduro. Así como el niño
estaba compelido a obedecer a
sus progenitores, de la misma manera el yo se somete al imperativo
categórico
de su superyó (Freud, 1979k p. 49).
De
Edipo a Orestes: psicoanálisis y homosexualidad masculina
Bajo la preocupación de encontrar
las
claves psicoanalíticas que permitan explicar la
homosexualidad masculina,
varios autores han recurrido al artefacto conceptual disponible a la
hora de
dar cuenta de la cristalización de los posicionamientos
sexuados: el complejo de Edipo. En
un texto clásico,
Richard Isay (1990) afirma la existencia de la homosexualidad en la
niñez, y
enfatiza la presencia de fantasías homoeróticas
durante el complejo de Edipo a
partir de las cuales algunos niños eligen como
objeto de amor a su padre. Pero Scott Goldsmith (1995, 2001) va
más lejos y
formula una etapa del desarrollo edípico
específica para el niño homosexual,
durante la cual el padre se configura como el principal objeto de amor
del niño
y, al mismo tiempo, la madre como la principal rival con quien compite
por el
afecto del padre. Así, el niño homosexual debe
lidiar y dominar sus
sentimientos amorosos y eróticos hacia el padre y la ira y
agresión hacia la
madre, de quién se temen represalias.
Goldsmith (1995) no
opta por la tragedia de Edipo para dar cuenta de la
producción del niño
homosexual. En su lugar, apela a la figura de Orestes, quien asesina a
su madre
para vengar la muerte de su padre. Según el autor, esta es
la naturaleza
esencial del drama del niño homosexual. La particularidad de
estos afectos
hacia el padre y hacia la madre ya ha sido propuesta como complejo de Edipo negativo
para los niños y complejo de Edipo
positivo en las niñas heterosexuales, donde padre
y madre son asignados
bajo los roles de objeto de amor y rival respectivamente.
A pesar de que las
denominaciones utilizadas hasta el momento parecen describir el mismo
reparto
identificatorio y libidinal, Goldsmith enfatiza la existencia de dos
diferencias significativas para el caso específico de los
varones homosexuales.
En primer lugar, para los varones heterosexuales, cuyo drama puede ser
explicado bajo los términos del Edipo negativo, el conflicto
edípico es
secundario y marca la pincelada afectiva que torna ambivalente y
bisexual la
corriente identificatoria y erótica dominante propia del
Edipo positivo. Para
los niños homosexuales esta constelación
particular que rivaliza con la madre y
erotiza al padre es dominante, no sólo una contracara
débil de la corriente
heterosexual preponderante. Por lo tanto, el contexto
edípico no alcanza para
explicar la matriz primaria que direcciona tempranamente al deseo en el
desarrollo psicosexual del varón homosexual.
En segundo lugar,
lo que diferencia el contexto edípico de la niña
heterosexual con respecto al
niño homosexual tiene que ver con las expectativas de los
padres. Goldsmith
atribuye importancia al modo en que ellos participan en el drama
edípico. Del
mismo modo que Robert Stoller (1964) destaca el rol central que tiene
para la
conformación de la identidad de género la forma
en que el niño es identificado
por quienes se encuentran a cargo de la crianza, Scott Goldsmith
señala la
forma en que los padres alientan a los niños y
niñas heterosexuales a
desarrollar vínculos eróticos con el sexo
opuesto. Para los niños
heterosexuales, por ejemplo, la competencia y la
identificación con el padre
del mismo sexo se fomentan y ratifican implícita y
explícitamente. Así, las
sanciones sobre el comportamiento de los niños, y el propio
comportamiento de
los padres, constituye y respalda la vida intrapsíquica del
niño. Entonces, la
fuerza de las expectativas de los padres hace que el drama
edípico del niño
heterosexual trascienda el conflicto interno cuando encuentra
resonancias en su
contexto vincular más cercano. Esto no sucede con el hijo
homosexual, quien no
encuentra terreno claramente marcado y seguro de resonancia en el que
pueda circular,
intersubjetivamente, su deseo.
Goldsmith (2001) asume
que la mayoría de los niños homosexuales son
criados por padres heterosexuales
que desconocen, niegan o temen la homosexualidad de su hijo durante la
primera
infancia. Desde allí, el autor nota que el universo en el
que el niño homosexual
despliega su particular drama es frustrante. En primer lugar, el padre
no
participa en una relación afectiva próxima que
sintonice con el erotismo que el
niño le infunde, más bien actúa de
manera involuntaria y competitiva, o retrocede
ante los sentimientos eróticos de su hijo. En segundo lugar,
Goldsmith afirma
que el niño homosexual tiene sentimientos competitivos y
agresivos hacia su
madre, quien probablemente sea emocional y físicamente
sensible respecto a un
niño que no solo no está interesado
eróticamente en ella, sino que también la
significa como una competidora y, consecuentemente, como una potencial
hacedora
de represalias por los anhelos que lo involucran con el padre.
En un contexto
vincular emocionalmente disonante, el niño homosexual filtra
las actitudes y
vicisitudes del comportamiento de su madre con la misma lente que
utiliza para
proyectar sus propios impulsos agresivos. Entonces, consciente o no, la
madre que
Goldsmith describe se presenta a los ojos del niño
homosexual como maligna,
intrusiva y agresiva, fundamentalmente porque el comportamiento de la
madre es
incongruente con la vida emocional interna del niño.
Goldsmith deja claro que
los sentimientos hacia ambos padres no son recíprocos ni
corroborados, el niño
homosexual se encuentra en una desventaja considerable al intentar
elaborar la intensidad
y la ambivalencia de estos sentimientos. La expresión tanto
del deseo hacia el
padre como de la agresión hacia la madre daría
lugar a un rotundo rechazo y
alejamiento por parte del padre y a represalias efectivas por parte de
la
madre.
Consecuentemente
Goldsmith (2001) describe al niño homosexual como un agente
doble. Al igual que
Stoller (1968), Goldsmith reconoce que la anatomía crea un
conjunto de
expectativas que involucran la orientación sexual,
incongruentes con la vida
intrapsíquica del niño homosexual. Como
éste no puede realizar cambios
significativos en su entorno vincular, es conminado a ocultar sus
anhelos
homoeróticos hacia el padre, también sus
sentimientos agresivos y competitivos
con la madre y, aclara el autor, con las mujeres en su conjunto.
Finalmente, el
niño homosexual se vuelve doble agente porque se presenta
como un niño que
expresa impulsos opuestos. Experimenta un conjunto de sentimientos al
tiempo
que promulga otros. Como forma cabal del despliegue de esta duplicidad,
el niño
actúa roles de género estereotipados de la
masculinidad. El conflicto se
redobla cuando esta escenificación no le ofrece la
oportunidad de integrar su
identidad de género con su sexualidad de una manera
convincente y auténtica.[4]
Según Goldsmith, el niño homosexual se transforma
en un impostor en sus
intentos de identificarse con cualquiera de los géneros,
puesto que, en sentido
estricto, los roles de género estereotipados de la feminidad
tampoco le ofrecen
un soporte de autenticidad a su sexualidad.
Esta advertencia
final de Goldsmith sugiere que el niño homosexual intenta
encontrar un sitio
entre las formas hegemónicas en que se escenifica tanto la
masculinidad como la
feminidad.[5]
Robert Stoller (1968) ha notado que el proceso mediante el cual se
conforma la
masculinidad involucra la relación del niño con
su madre y con la feminidad en
general. La separación y la ruptura con la madre son
fundamentales para el
desarrollo del sentido de la masculinidad. Stoller afirma que
…para
que la masculinidad se desarrolle, cada niño debe erigir
barreras
intrapsíquicas que eviten el deseo de mantener el sentido de
ser uno con la
madre […] El comportamiento que las sociedades definen como
apropiadamente
masculino está plagado de formas de esta maniobra defensiva:
[…] miedo a
manifestar y, por lo tanto, revelar que uno posee atributos
‘femeninos’ […];
miedo a ser deseado por un hombre. Por lo tanto, los hombres encuentran
amistad
con los hombres, pero también odian a los homosexuales. El
primer objetivo de
ser un hombre es: no ser mujer (Stoller, 1985, p. 182).
El niño homosexual permanece
identificado a su madre. Esto ocurre porque se identifica con aspectos
de su
madre que forman parte de su repertorio y despliegue
erótico. Por lo tanto, el
niño homosexual no se ajusta completamente al proceso de
desidentificación respecto
de la madre descripto como fundamento de la masculinidad (Greenson,
1968).
Entonces, la separación por desidentificación no
es una ruta completamente satisfactoria
para la formación de su identidad de género. Como
tal, la premisa no ser mujer que,
según Stoller, marca
el camino hacia la masculinidad hegemónica no opera
absolutamente para el niño
homosexual. Por otra parte, acceder plenamente a la feminidad
también resulta
problemático. La proximidad por identificación
con la madre como vía de
formación de la identidad de género femenina
está prohibida debido a las
restricciones que imponen las diferencias anatómicas como
destino legítimo de
identificación genérica.[6]
El niño homosexual retrocede ante la amenaza de castigo que
se activan ante
cualquier intento de cruzar los límites de lo culturalmente
esperable de
acuerdo con su sexo y, tal vez, es por ello que su identidad no se
resuelve en
una localización identitaria transgenérica.
Feminismo
radical: patriarcado y las mujeres como destino objetal
El término patriarcado
es frecuentemente utilizado para designar el problema social
estructural, y no psicológico, identificado por el
feminismo. Su sentido
premoderno, el ‘gobierno del padre’, refiere a la
dominación paterna retratada
en la historia, el mito y la literatura occidental. Esto implica lucha
entre
varones por el ascenso a lugares de poder ocupados por otros varones.
Este
sentido inscribe al patriarcado como un asunto de varones, en el que
las mujeres
sólo forman parte derivativamente como objetos del poder
disputado en el ámbito
público. El patriarcado ha sido resemantizado por Kate
Millett (1995), quien identifica
claramente el problema del feminismo como la sujeción de las
mujeres en manos
de los varones. La autora señala la
monopolización masculina de lo
humano e indica la supremacía
masculina como el problema principal para la situación de
las mujeres. Millett
señala que
…si
uno toma el gobierno patriarcal como la institución por la
cual la mitad de la
población que es femenina está controlada por esa
mitad que es masculino, los
principios del patriarcado parecen ser dobles: el masculino
dominará a la
hembra, el anciano dominará a los más
jóvenes (Millett, 1970, p. 25).
Otras pensadoras, como Ti-Grace
Atkinson (1974), no utilizaron el término patriarcado,
sino sistema de clase sexual para
identificar
el problema de la dominación de las mujeres en manos de los
varones. Atkinson señala
que las mujeres son una clase de naturaleza política
oprimida por la clase de
los varones. Así enfatiza la existencia de las mujeres como
corolarios de los
varones. Para Anne Koedt, Ellen Levine y Anita Rapone (1973) el
feminismo
radical significó la lucha por la eliminación
total de los roles sexuales. Estos
roles sexuales fueron definidos como construcciones
políticas masculinas que
sirven para garantizar el poder y el estatus superior de los varones.
El sistema de rol sexual niega a
las
mujeres el acceso a todo su potencial humano, pues en él las
mujeres son
socializadas para aceptar las restricciones impuestas. El feminismo
puso en
primer plano las relaciones de poder involucradas y su
vínculo con la opresión.
La noción de clase sexual
refleja en
mejor medida esta dimensión de poder implicada, por ello es
que Ti-Grace
Atkinson identifica como principio central del feminismo radical que
las
mujeres son la clase política más grande en la
historia, también el primer
grupo oprimido y el más fundamental.
Atkinson afirma
que la dominación de la clase de las mujeres constituye la
unidad funcional
clave de nuestro orden social que impregna todas nuestras
instituciones,
valores sociales, económicos y políticos
(Atkinson, 1974). Instituciones como el
matrimonio, la maternidad, la familia, las relaciones sexuales, el
amor, han
sido creadas por varones para consolidar sus roles como opresores.
Atkinson
insistió en que la única forma en que las mujeres
podían poner fin a su
opresión era negándose a participar en tales
instituciones. Las primeras
feministas radicales eran claras acerca de la naturaleza y
ubicación del
problema al que se dirigía el feminismo: el poder, la
dominación y la supremacía
masculina, los roles y las clases sexuales, y la heterosexualidad como
sistema
político.
Varias
intelectuales pertenecientes al campo del feminismo se han interesado
en el
psicoanálisis. El espectro conceptual de la
teoría psicoanalítica ofreció
herramientas para comprender los mecanismos y los efectos de la
subordinación
psíquica, describiendo el complejo de reacciones emocionales
de pasividad,
sumisión y masoquismo que garantizan la
subordinación de las mujeres. La mirada
feminista, sin embargo, se enfrentó a un escollo a la hora
de llevar hasta sus
últimas consecuencias la potencia explicativa del
psicoanálisis: la pretensión
universal de los postulados que comprometen la estructura y los
mecanismos del
inconsciente. Desde allí surge el interrogante:
¿las estructuras y mecanismos
psíquicos que participan en la subordinación de
las mujeres forma parte de un
desenlace universal? ¿O debemos pensar cómo la
realidad psíquica se escenifica
en el contexto de un orden social patriarcal?
En su publicación,
Psicoanálisis y feminismo,
Juliet
Mitchell (1982) argumentó a favor del
psicoanálisis como teoría que permite
explorar la construcción de la identidad sexual dentro de la
ideología
patriarcal. El patriarcado, en su concepción, constituye una
ideología más que
un período histórico real. Se trata de un
conjunto de relaciones y
representaciones culturales en plena sintonía con la
sexualidad reproductiva.
La ideología patriarcal enreda la diferencia
anatómica entre varones y mujeres
convirtiéndola en la base de una jerarquía y,
así, las fuerzas ideológicas
constriñen
la construcción de las identidades. Mitchell explica el gran
alcance del
dominio de las mujeres en manos de los varones, propio del patriarcado,
a
partir de una reinterpretación del lugar de la salida
exogámica en la teoría de
Levi-Strauss (1969). Esta autora sugiere que el intercambio de mujeres,
que
Levi-Strauss describe como el fundamento de las relaciones de
parentesco,
implica formas de dominio político y social sobre las
mujeres.
Juliet Mitchell
afirma que la prohibición del incesto y la consecuente
estructura exogámica
del parentesco forman parte del proceso
que produce la subjetividad sexuada.
Como objetos de intercambio, las mujeres se someten al dominio
intersubjetivo
de los varones. Como hemos señalado, el propio
Freud ofrece elementos
sobre la construcción de la identidad sexual que muestran
cómo se internalizan
estas formas de dominación. Si las estructuras elementales
del parentesco se
organizan en torno al intercambio y tráfico de mujeres
(Rubin, 1975), el complejo de Edipo
no puede permanecer
ajeno a esa dinámica simbólica. De hecho, los
desarrollos expuestos
anteriormente, que ubican a la madre como objeto amenazante de repudio,
así lo
confirman. Los varones poseen el falo y la ansiedad de
castración no es ajena a
su subjetividad sexuada. El parentesco y el control de las relaciones
reproductivas que se producen en ese marco son una respuesta al control
de tal
ansiedad. La autora insiste en la irreductibilidad del inconsciente y
el efecto
de la entrada en la cultura sobre la sexualidad. Por lo tanto, concluye
que el
falo ha sido el término central en la
organización sexual.
Jessica Benjamin (1988)
vincula la inferiorización de las mujeres en el orden social
imperante –relegadas
al estatuto de objetos intercambiados en manos de varones–
con la estructura
complementaria que el Edipo perpetúa. El complejo de Edipo
no es simétrico para
la niña y el niño. Para el niño el
complejo de Edipo es un factor constante y
creciente. Los vínculos eróticos que se
establecen desde su sexualidad fálica,
activa, se apoyan en fantasías que involucran a la madre. El
padre rivaliza con
la relación libidinal que el niño establece con
su madre, y esgrime una amenaza
de castración coincidente con la comprensión de
la diferencia sexual anatómica
del niño. En este contexto, el niño es obligado a
optar entre la madre –objeto
de amor incestuoso– y una parte corporal de mucha estima
narcisista. El niño
freudiano elige la posesión del pene. Para la
niña el proceso es diferente.
Ella también está ligada libidinalmente a la
madre, por ello atraviesa el
complejo de castración antes que el complejo de Edipo. El
descubrimiento de la
diferencia anatómica entre los sexos, y la amenaza que
representa para su
imagen narcisista, la obliga a renunciar a la madre y a recurrir al
padre. La
castración, bajo la forma de envidia del pene, estructura el
deseo y la
sexualidad heterosexual reproductiva de la niña.
Rosalind Coward
(1980) advierte que, en la lógica edípica
freudiana, la masculinidad y la
feminidad aparecen naturalizadas, es decir ajenas al proceso que
configura las
disposiciones (hetero)sexuales. Al respecto, para Freud, la centralidad
del complejo de castración
–en tanto
representación física de la diferencia
anatómica entre los sexos– subyace a la
masculinidad y a la feminidad, y, en todo caso, la identidad sexual
muestra
enlaces precarios con aquellos posicionamientos al evidenciar
cuán poco se
corresponden esas representaciones con los varones y las mujeres.
Según Freud, como
la niña no puede ser emasculada, puesto que no tiene pene,
su formación
psicológica es radicalmente diferente a la del
niño. Esto puede representar una
amenaza para la estabilidad del orden social. En el caso de la
niña: “excluida
la angustia de castración, está ausente
también un poderoso motivo para
instituir el superyó e interrumpir la
organización genital infantil” (Freud, 1979l,
p. 186). En otra ocasión Freud expresa una postura similar,
nos dice:
Uno
titubea en decirlo, pero no es posible defenderse de la idea de que el
nivel de
lo éticamente normal es otro en el caso de la mujer. El
superyó nunca deviene
tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus
orígenes afectivos
como lo exigimos en el caso del varón (Freud, 1979m, p.
276).
La normalización y
socialización de
las mujeres son, según Freud, más contingentes y
reversibles. La falta de la
experiencia edípica completa de las mujeres, afirma Freud,
también las hace
menos dispuestas a la sublimación. “El trabajo de
cultura se ha ido
convirtiendo cada vez más en asunto de los varones, a
quienes plantea tareas de
creciente dificultad, constriñéndolos a
sublimaciones pulsionales a cuya altura
las mujeres no han llegado” (Freud, 1979n, p. 101). Los
varones invierten su libido
en el trabajo de la civilización y la mujer menos interesada
en tal trabajo, “se
ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra
en una
relación de hostilidad con ella” (Freud, 1979n, p.
101). Las divisiones entre
los sexos, sin embargo, parecen no ser tan nítidas:
“todos los individuos
humanos, a consecuencia de su disposición (constitucional)
bisexual, y de la
herencia cruzada, reúnen en sí caracteres
masculinos y femeninos, de suerte que
la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones
teóricas de
contenido incierto” (Freud, 1979n, p. 276). La feminidad
(incluso cuando no es una
cualidad limitada al sexo femenino como tal) se convierte en el
símbolo de un
sentido más débil de la justicia. El
psicoanálisis afirma que, para preservar
el orden social, la feminidad debe estar dominada por la masculinidad
dentro de
cada psique.
Nancy Chodorow (2002)
ha notado que existe una diferencia en las actitudes que las madres
tienen
respecto a sus hijos en función de cómo
interpretan la diferencia entre los
sexos. Esto incide en el proceso de formación de la
identidad de género. Para
Chodorow las madres tienden a experimentar a sus hijas como
más semejantes a
ellas, como una continuación de sí mismas. La
contracara de esta actitud
resulta en una identificación con la madre por la cual las
niñas se perciben
como similares a sus madres. De este modo, la experiencia del apego
temprano se
encuentra impregnada por las actitudes diferenciales de acuerdo al sexo
de la
niña o niño y, consecuentemente, configura una
clave ineludible para la
formación de la identidad de género. Chodorow
explicita la particularidad en
que las madres experimentan a sus hijos, varones, como opuestos, y
ellos, al
definirse como varones, separan a sus madres de sí mismos,
cortando así su amor
primario y su sentido de un nexo primario. En consecuencia, el
desarrollo
masculino conlleva una individuación más
enfática y una reafirmación más
defensiva de los límites del yo. Los límites de
la masculinidad y del sentido
de ser varón deben ser contundentes y vigilados bajo
defensas rígidas contra la
amenaza de la madre y lo femenino en general.
La teoría
psicoanalítica ha sido articulada bajo el horizonte
histórico patriarcal. Como
tal, las herramientas conceptuales que esta teoría esgrime
para explicar el carácter
universal en que se produce la subjetividad y se articulan las
identidades,
tanto de género como sexuales, deben ser contempladas a la
luz de la crítica
social feminista. La teoría psicoanalítica es
acertada en tanto diagnóstico de
situación, pues nos muestra la forma en que las estructuras
sociales propagan
identidades normativas que reproducen posicionamientos
hegemónicos. En este
sentido cobra especial relevancia la búsqueda de otras
narrativas, no
misóginas, que nos permitan pensar posicionamientos
sexualmente disidentes y un
sitio alternativo para las madres que haga justicia a su lugar como
sujeto y no
como mero objeto de intercambio, control y repudio.
Hacia
otra narrativa en torno a la madre
La retórica
psicoanalítica presenta
un escenario en donde la posesividad materna marca la
identificación que
entrampa al niño en el deseo devorador de su madre: el
arreglo perfecto, según
el psicoanálisis, para la producción del hijo
homosexual. La narrativa edípica
entraña un futuro anterior implícito e implacable
en el que el niño homosexual,
demasiado prendido del deseo de su madre, se tornará,
ineludiblemente, una
versión fallida de su madre. No es difícil
detectar la forma en que la narrativa
de un niño homosexual capturado por el deseo
simbiótico de la madre, en tanto ficción
labrada por la heteronorma psicoanalítica, no es ajena a
fines homofóbicos y
misóginos que explican la homosexualidad de un
varón como el fracaso de su
madre.
Los significados
que el psicoanálisis despliega en torno al
vínculo de los hombres homosexuales con
sus madres son un diagnóstico de la heterosexualidad
obligatoria (Rich, 1980).
En ese contexto los varones homosexuales tienen que negociar sus
identidades imbuidos
en la ficción que enfrenta al hijo con su madre. Eve
Sedgwick (1998) identificó
que el tropo de la madre omnipotente, inconsciente y desconocida
subyace a las
producciones culturales y teóricas del siglo veinte que
involucran la
homosexualidad masculina. Sedwick identifica la alusión
incompleta a la figura
de la madre como estrategia para atribuirle un poder extremo o incluso
máximo,
poder sobre el que no tiene ningún control cognitivo. Basta
como ejemplo la
alusión a la madre presente en uno de los relatos de Edward
Morgan Forster al
que Sedwick echa mano, donde el protagonista del relato se encuentra
psíquicamente asediado por una
…madre,
completamente ciega en el centro de la tela de araña que
ella misma había
tejido; […] con
filamentos en
los que quedar enganchado. No había manera de razonar con
ella o acerca de
ella; no entendía nada, pero lo controlaba todo (Sedgwick,
1998, p. 248).
Sedgwick señala la paradoja de una
centralidad extrañamente periférica de la madre
en las narrativas
psicoanalíticas, sobre todo si notamos la insistencia
homofóbica popularizada
por fuentes psicoanalíticas que culpan y responsabilizan a
las madres de la
producción inconsciente de la homosexualidad de sus hijos.
La centralidad de la
madre sólo cuenta cuando se trata de encontrar la causa de
aquellas identidades
que forman parte del polo patologizado de los binarios que organizan la
epistemología del armario.
Guy Hocquenghem en
El deseo homosexual (2009)
señala
que “la homosexualidad es esencialmente neurótica;
esta neurosis está ligada al
odio hacia la mujer” (Hocquenghem, 2009, p. 54), los resortes
de tal
posicionamiento, asegura, hunden sus raíces en el interjuego
entre la amenaza
de castración y el falo en el marco de lo que el autor
denomina la edipización de la
homosexualidad.
Hocquenghem explica cómo Edipo es necesario para el control
identitatrio eficaz
de la libido, en este contexto la identidad homosexual supone la
imposición de
un relato normativo que ordena bajo términos inteligibles
otras formas no
normativas de la sexualidad. La responsabilización del deseo
materno respecto a
la homosexualidad del hijo resulta una de las manifestaciones del
Edipo.
Incluso nos ofrece, críticamente, material circulante en su
época que sostiene
cómo “demasiadas
madres desean, en su
ser más profundo, que sus hijos sean homosexuales”
(Hocquenghem, 2009, p.
59).
Freud ha indicado que
…ciertas personas,
señaladamente aquellas cuyo
desarrollo libidinal experimentó una perturbación
(como es el caso de los
perversos y los homosexuales), no eligen su posterior objeto de amor
según el
modelo de la madre, sino según el de su persona propia
(Freud, 1979e, p.
85).
…la atracción
erótica que partía de la persona de
la madre culminó pronto en la añoranza de sus
genitales, que él tenía por un
pene. Con el discernimiento, adquirido sólo más
tarde, de que la mujer no posee
pene, esa añoranza a menudo se vuelca súbitamente
a su contrario, deja sitio a
un horror que en la pubertad puede convertirse en causa […]
de la misoginia, de
la homosexualidad duradera (Freud, 1979c, p. 90).
…era que mudaba el mamar del pecho
materno en un
ser-amamantado, vale decir, en pasividad y, de este modo, en una
situación de
inequívoco carácter homosexual. Si tenemos
presente la probabilidad histórica
de que Leonardo se haya comportado en su vida como una persona de
sentir
homosexual, nos vemos llevados a preguntarnos si esta
fantasía no apunta a un
vínculo causal entre la relación infantil de
Leonardo con su madre y su
posterior homosexualidad manifiesta (Freud, 1979c, p. 92).
Estas afirmaciones
no sólo contienen la homofobia capaz de inscribir la
homosexualidad en el campo
de la melancolía, sino que también adjudican toda
melancolía a una separación
inadecuada de la madre. La comparación entre la
identificación melancólica de
la mujer y el varón homosexual sugieren que, para Kristeva,
el varón homosexual
es una mujer (heterosexual), y en tanto que mujer se identifica con, e
introyecta, el cuerpo de su madre. En la mirada
psicoanalítica de Kristeva, el
varón homosexual encierra dentro de él,
identificatoriamente, a su madre y así
invoca la vieja explicación de la homosexualidad masculina
como el alma de una
mujer en el cuerpo de un hombre.
Para Kristeva, la
homosexualidad masculina supone un doble confinamiento
melancólico. La madre se
encuentra presente en el varón homosexual y el
varón homosexual en la imagen de
su madre. El varón homosexual, en tanto
melancólico, “oculta una Cosa enterrada
viva”, la cual “quedará tapiada en la
cripta del afecto indecible, captado
analmente, sin salida” (Kristeva, 1997, p. 49). La pluma de
Julia Kristeva
encierra al varón homosexual en la cripta
melancólica, donde la madre configura
un objeto sepultado vivo dentro de la identidad normativa que el Edipo
promulga.
El retrato que el
psicoanálisis realiza tanto de la madre como del
niño homosexual no es unívoco.
La cámara lucida (1990)
de Roland
Barthes ofrece el punto alternativo que aquí queremos
considerar. El autor se
manifiesta en contra de
…tratar
la familia como si fuese únicamente un tejido de
obligaciones y de ritos: o
bien se la codifica como un grupo de pertenencia inmediata, o bien se
hace de
ella un nudo de conflictos y de inhibiciones. Diríase que
nuestros sabios no
pueden concebir que haya familias en las que las personas ‘se
amen’ (Barthes,
1990, p. 132).
Barthes escribe
sobre su madre como si fuera una deidad que lejos está de
irrumpir ante sus
ojos como un ser absorbente y devorador. Nos dice:
El
tiempo en que mi madre vivió antes que yo, esto es para
mí la Historia […],
mientras que contemplando una foto en la que ella, siendo yo
niño, me estrecha
contra sí, puedo rememorar en mi interior la suavidad
arrugada del crespón de
China y el perfume de los polvos de arroz (Barthes, 1990, p. 118).
En ocasión de encontrar fotos de su
madre, poco tiempo después de su muerte, Barthes narra el
impacto de una de
ellas: “aquella en la que se ve a mi madre, de joven,
caminando por una playa
de las Landas y en la que ‘reconocí’ su
modo de andar, su salud, su resplandor”
(Barthes, 1990, p. 116). El “resplandor” que se
desprende “del rostro amado” (Barthes,
1990, p. 116) de la madre en la fotografía contemplada por
Barthes contrasta
con la oscuridad temible y mortífera que envuelve a la
figura materna en el sol negro de
Kristeva. Barthes concibe a
la fotografía como
…literalmente
una emanación del referente. De un cuerpo real, que se
encontraba allí, han
salido unas radiaciones que vienen a impresionarme a mí, que
me encuentro aquí […]
la foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los
rayos
diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical
une el cuerpo de la
cosa fotografiada a mi mirada: la luz, aunque impalpable, es
aquí un medio
carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que han sido
fotografiados (Barthes,
1990, p. 143).
La metáfora maternante presente en
la
idea de “cordón umbilical” que anuda
fotografía y referente lleva la huella
ineludible de sus palabras respecto a las sensaciones suscitadas a
partir de
una fotografía de su madre cuando era niña, al
respecto nos dice que “por
descolorida que este, es para mí el tesoro de los rayos que
emanaban de mi
madre siendo niña, de sus cabellos, de su piel, de su
vestido, de su mirada,
aquel día” (Barthes, 1990, p. 144). La mirada de
la madre continúa irradiando
luz para su hijo. La cripta oscura recibe el calor de la madre. Barthes
nos
dice: “suele decirse que, a través de su labor
progresiva, el duelo va borrando
lentamente el dolor; no podía, no puedo creerlo; pues, para
mí, el Tiempo
elimina la emoción de la perdida (no lloro), nada
más. Para el resto, todo
permanece inmóvil” (Barthes, 1990, p. 134). Al
hablar de la muerte de su madre,
Barthes parece hacer confluir melancolía y
fotografía, pero Barthes escapa a la
melancolía que Kristeva diagnostica a los homosexuales.
Digamos que Kristeva
entiende por melancolía al desastre que
súbitamente invade al yo a raíz de una
desaparición. Nos dice que
…la
desaparición de ese ser indispensable continúa
privándome de la parte más
valiosa de mí misma: la vivo como una herida o como una
privación para
descubrir, inclusive, que mi dolor no es sino la
postergación del odio o del
deseo de venganza que alimento por aquel o aquella que me
traicionó o abandonó
(Kristeva, 1997, p. 10).
Pero más sugerente aún,
la retórica
de Kristeva anuda identificación melancólica con
incorporación canibálica, pues
“el caníbal melancólico […]
traduce esta pasión de tener dentro de la boca
[…]
al otro intolerable a quién tengo ganas de destruir para
poseerlo […] Más vale
dividido, despedazado, cortado, tragado, digerido… que
perdido” (Kristeva,
1997, p. 16). En estos términos, que hacen de la
melancolía un mecanismo
psíquico que supone un odio matricida, Barthes no es
melancólico. Él no ha
aniquilado psíquicamente a la madre. Incluso esta
operación no parece
configurar un requerimiento de su identidad homosexual. Barthes
menciona:
Puesto
que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser: y
tampoco un
ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo
irremplazable.
Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos,
más o menos tarde); pero lo que
me quedaba de vida seria por descontado y hasta el final incalificable
(sin
cualidad) (Barthes, 1990, p. 134).
Al referirse a la melancolía Freud
señala que el yo “sabe a
quién
perdió, pero no lo que
perdió en él”
(Freud, 1979f, p. 243). A pesar de que podemos sospechar que Barthes,
del mismo
modo, puede designar a quién ha perdido pero no lo que ha
perdido en ella, es
preciso señalar que, más bien, las preguntas por
el quién y por el qué no son
fácilmente distinguibles cuando señala:
“mi pena proviene del hecho de ser ella
quien era” (Barthes, 1990, p. 133). Incluso la
fotografía de su madre cuando
era niña en el invernadero anuda ambas dimensiones, es el
único objeto que, en
palabras de Barthes “era perfectamente esencial, certificaba
[…] utópicamente,
la ciencia imposible del ser único” (Barthes,
1990, p. 126).
La madre de
Barthes solo existió para él, y es eso lo que la
fotografía como ciencia imposible
del ser único refleja. De algún modo los sentidos
desplegados por Barthes
disputan la narrativa que el psicoanálisis reproduce. La
retórica
psicoanalítica codifica bajo categorías
universales a la madre y al varón
homosexual. El brillo de la melancolía de Barthes se
despliega en la
particularidad que la imagen cobra sólo frente a la mirada
de él a diferencia
del sol negro de la melancolía que el
psicoanálisis instituye.
A
modo de conclusión: la mariconería como burla del
funcionamiento edípico
El entramado
edípico nos muestra la forma en que la estructura social
ofrece el cuerpo de
las mujeres, bajo el discurso amoroso, a una economía
libidinal constitutiva de
la masculinidad (Rubin, 1975; Firestone, 1976; Mitchell, 1982). Como
Robert Stoller
(1968) y Nancy Chodorow (2002) dejan en claro, la masculinidad supone
el
repudio de la feminidad. Sin embargo, este carácter reactivo
de la masculinidad
convive con el mandato normativo de la consecución de la
heterosexualidad. De
esta forma, ser varón
reúne dos
elementos en disputa que se cristalizan en el enlace libidinal con el
otro sexo
altamente amenazante. El resultado, como hemos sugerido antes, es el
amor
romántico. Una modalidad amorosa contaminada con formas
variadas de violencia
que evitan que el enlace con lo femenino al que nos enfrenta la
heterosexualidad obligatoria (Rich, 1980) no sea fuente de
emasculación. El
dominio y la objetalización de las mujeres configuran la
estrategia para mantener
claras las fronteras de la masculinidad. Si tenemos en cuenta estas
coordenadas, el homosexual misógino se empeña por
afirmar su masculinidad.
Debido al no cumplimiento del mandato de la heterosexualidad, el
homosexual
legitima su pertenencia al territorio de la masculinidad afirmando la
estrategia disponible: la misoginia.[7]
El
varón homosexual negocia su identidad en los
términos edípicos. Por un lado rechaza
a su madre en tanto objeto de elección sexual. Por otro lado
no se identifica
con ella, pues eso resulta feminizante. Entonces, el varón
homosexual, en tanto
que varón, articula su identidad masculina a partir del
repudio hacia lo
femenino, y esto es independiente respecto a la elección
homosexual de objeto.
Judith Butler
(1993) señala que las identificaciones circulantes en el complejo de Edipo responden a direcciones
que los juegos de poder
imprimen al deseo. Así el Edipo ya no es pensado como un
hito estructural
individual, sino un dispositivo de producción patriarcal de
subjetividades.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando la no
consecución de la heterosexualidad por
parte del niño no se lleva a cabo bajo la
retórica edípica del odio hacia la
madre? Como ya hemos sugerido, Roland Barthes permite pensar un giro al
respecto. Nos habla de su madre como una mujer irremplazable. En tanto
ser
único que, en su singularidad, existía
sólo para él, su madre parece devenir en
su mujer ideal, irremplazable. Barthes puede asumir la singularidad de
su madre
y permitirnos pensar en un complejo vínculo que no
reintroduce el término madre
en tanto objeto de amor y esposa que la heteronormatividad
edípica promueve.
Barthes se convierte, incluso, en madre de su madre. Señala:
Al
final de su vida […] mi madre estaba débil
[…]. Durante su enfermedad yo la
cuidaba […], se había convertido en mi
niña, identificándose para mí con la
criatura esencial que era en su primera foto […]. Ella, tan
fuerte, que
constituía mi Ley interior, yo la vivía para
acabar como si fuese mi niña […],
si, después de haberse reproducido como otro que
sí mismo, el individuo muere,
habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no
había procreado, había
engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no
tenía razón
alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi
particularidad ya no podría nunca más
universalizarse (Barthes, 1990, pp.
127-128).
Como ya hemos indicado, al mismo
tiempo, Barthes nos dice: “el tiempo en que mi madre
vivió antes que yo, esto
es para mí la Historia” (Barthes, 1990, p. 118).
Revertir la relación con su
madre, siendo él mismo madre de su madre devenida
niña, le permite recuperar
ese tiempo y así garantizar que su madre, aún
cuando fue niña, fue siempre su
madre y nadie más. La madre parece configurar un ideal que
responde a lo que
Jessica Benjamin (1995) ha conceptualizado como amor
identificatorio.[8]
La lógica complementaria que establece la
distinción edípica entre ser
–identificarse con– y tener
–elegir como objeto amoroso a–
expone sus límites cuando mostramos otras alternativas al
posicionamiento del varón
homosexual misógino[9].
Cuando
ser y tener
colisionan, las posibilidades son otras. En este contexto, propongo
la figura Marica para pensar, al
menos, una de las formas posibles que irrumpen a partir de este
cortocircuito. Además,
también podría argumentarse que lejos de ser
misógina la Marica es
feminista. Y es eso lo que explica la idealización de la
madre como recurso para apartarla del circuito en el que deviene objeto[10].
La Marica
no se vincula en términos de
elección de objeto con su madre, simplemente porque para la Marica la madre no es un objeto. La Marica no ama a su madre, al menos no lo
hace bajo los términos edípicos donde amar
significa tener. En este sentido,
mediante la idealización de la madre, la Marica
purga el componente de dominación
y odio hacia las mujeres que el patriarcado impone como requerimiento
para ser varón y amar a
las mujeres. La Marica no odia a
las mujeres, no es un
requerimiento para ella, porque las maricas
no son varones. Y justamente porque no las odia jamás
aceptaría los términos hegemónicos
a partir de los cuales el vínculo amoroso se hace posible.
En su texto Sobre la más
generalizada degradación de la
vida amorosa Freud (1979d) expone, justamente, la
degradación del objeto
sexual como condición de todo amor.
Es
posible que la inclinación, tan a menudo observada, de los
hombres de las
clases sociales elevadas a elegir una mujer de inferior
extracción como amante
duradera, o aun como esposa, no sea más que la consecuencia
de aquella
necesidad de un objeto sexual degradado, con el cual
psicológicamente se enlaza
la posibilidad de la satisfacción plena (Freud, 1979d, p.
179).
La Marica
se retira de un circuito en el que amar a la madre, y a
todas las mujeres, supone degradarla. La Marica
es feminista radical. La Marica
combate contra las relaciones de poder que organizan el amor
romántico (Firestone,
1976).
Seguramente porque
la Marica no es un varón
vemos hasta
qué punto la identificación con lo femenino no es
discordante para su posición.
Incluso hemos visto como Barthes deviene madre. Barthes no es
homosexual.
Barthes es una Marica.
Sólo la mirada
de Barthes es capaz de captar a su madre en su singularidad, y
suspender el
papel forzado que, en tanto mujer, se le impone en el marco de un orden
patriarcal inevitablemente heterosexual.
La Marica
escapa a la taxonomía que el
Edipo prevé para sus salidas fallidas. El complejo
de Edipo en Freud es potente en tanto explica –bajo
la misma lógica que
separa dicotómicamente identificación y
elección de objeto– la producción de
heterosexualidad –alineación normativa del
deseo– y la producción de
homosexualidad –alineación abyecta del deseo. La
posición Marica
cortocircuita los términos de esta lógica
subyacente. El
resultado: una localización identitaria que no abraza la
misoginia propia de la
masculinidad hegemónica y tampoco despliega la
elección de objeto heterosexual.
La mujer, es este caso, no es objeto de amor de la Marica.
Vía idealización salvaguarda a la mujer del
destino objetal,
y así queda al margen de la trampa hetero-patriarcal que
exige a los varones
desidentificarse de sus madres y repudiar lo femenino, y, al mismo
tiempo,
vincularse amorosamente con mujeres para el logro de la
heterosexualidad. La Marica no
asume ninguno de estos dos
elementos en pugna que confluyen en la masculinidad, y que permanecen
en la
base de una forma de amor que se resuelve en violencia,
degradación y dominio
hacia las mujeres –lo que Jessica Benjamin (1995)
señala como una modalidad de
amor anterior a la operación del complejo
de Edipo, cuando era posible desplegar el amor hacia lo que
uno desea ser, en
términos del deseo de un sujeto hacia otro sujeto
significado como alteridad y
tomado, al mismo tiempo, como referente identificatorio.
Debido a que la Marica
cuestiona la división edipica
entre ser y tener,
su posicionamiento identitario excede al binario masculino-femenino.
No es mujer, pero lo femenino forma parte de sus insignias
identificatorias.
Nos es varón, pero su localización subjetiva no
se resuelve cabalmente en una performace[11]
de la femineidad. La Marica es una
identidad de borde en la que las identificaciones cruzadas entre los
géneros
permiten deshacer la rigidez de los ordenamientos convencionales. Si un
observador externo puede identificar destellos de masculinidad en una Marica, aquello que identifica es
masculinidad como significante vacío –ahora
devenido Marica, como efecto de la
depuración de la misoginia reactiva y de la
heterosexualidad obligatoria.
La figura de la Marica
que aquí se propone no existe en
tanto identidad coherente y estable. Tampoco los atributos que
aquí adjudicamos
a la Marica son el resultado de
hechos
histórico-vivenciales fácticamente acaecidos. No
se trata de un conjunto de
ciertas vivencias que determinan una identidad diferente y
más sofisticada –la Marica–
con relación a la norma social.
La Marica es una identidad
política.
Los términos que aquí delimitamos son el intento
de generar un relato, una
narrativa, socialmente disponible, que opere como marco de
subjetivación
alternativa. La disponibilidad de otros relatos hace posible que tal
materialidad significante pueda ser utilizada para una
resignificación
política. Paco Vidarte señala que “ser
sujeto marica, convertirse en marica, no
es algo dado previamente […]. Nuestro porvenir radica en
identificarnos como
[…] maricas” (Vidarte, 2010, pp. 67, 69). La
marica resulta inconsistente ante
la lógica binaria del ser
y tener que enlaza los
géneros de forma
complementaria. Ante el Edipo “ser marica […] no
tiene ningún sentido. […]
somos absurdos, incomprensibles […]. La obsesión
por la identidad, por
llenarnos de sentido, por hacernos un capital teórico es una
exigencia que
viene de su lado” (Vidarte, 2010, p. 70).
Nos alejamos de la
afirmación freudiana que señala que:
“En su cuarto o quinto año de vida, el
pequeño ser humano a menudo está hecho, y no hace
sino sacar a luz poco a poco
lo que ya se encontraba en él” (Freud, 1979g, p.
324). Lejos de esto, afirmamos
la postura de Piera Aulagnier (1991), quien nos brinda un modelo de
subjetividad abierta, en continuo devenir. No sólo la
apertura es al futuro,
sino al pasado. Aulagnier adjudica al sujeto la posibilidad de realizar
un
trabajo de una puesta en historia,
Gracias
al cual un tiempo pasado y, como tal, definitivamente perdido, puede
continuar
existiendo psíquicamente en y por esa
autobiografía, obra de un Yo que sólo
puede ser y devenir prosiguiéndola de principio al de su
existencia.
Autobiografía no solamente jamás terminada, sino
en la cual, los capítulos que
se creían definitivamente acabados, pueden prestarse a
modificaciones, ya sea
añadiendo nuevos párrafos o haciendo desaparecer
otros (Aulagnier, 1991, p. 442).
Si es posible construirse un pasado,
es importante la disponibilidad de otros modos de ser
que admitan la multiplicidad deseante, no misógina. En esta
dirección la Marica, no
es la
expresión de una identidad cristalizada en la infancia,
más bien se ofrece como
un posicionamiento ético-político que involucra
un rechazo a las relaciones de
dominación propias del patriarcado. La
politización de la propia sexualidad es
posible mediante una resignificación política de
nuestras identificaciones
(Butler, 1990). Hasta aquí se ha sugerido una narrativa a
disposición de aquel
trabajo,
merced
al cual el tiempo pasado y perdido se transforma y continúa
existiendo
psíquicamente con la forma de discurso que le habla, de la
historia que lo
guarda en la memoria, que permite al sujeto hacer de su infancia ese
‘antes’
que preservará una ligazón con su presente
(Aulagnier, 1991, p. 444).
Pero si contar con una historia en necesario para nuestra posición subjetiva presente, nuestro pasado no es pétreo y determinante. Las narrativas allí cristalizadas no son inmunes a la potencia política de revisar nuestra identidad. Después de todo el sujeto es capaz de poner en historia y memoria su propio devenir, trabajo “gracias al cual se construye un pasado como causa y fuente de su ser” (Aulagnier, 1991, p. 444). Hasta aquí una invitación a identificarnos con este libreto subversivo, no edípico.
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Ariel Martínez
Argentino. Doctor en Psicología por
la Universidad Nacional
de La Plata; Especialista en Educación en Géneros
y Sexualidades por la UNLP;
Licenciado y Profesor en Psicología por la UNLP. Profesor en
la Facultad de
Humanidades y Ciencias de las Educación y en la Facultad de
Psicología de la
UNLP. Investigador del Centro Interdisciplinario de Investigaciones en
Género
(CInIG), perteneciente al Instituto de Investigaciones en Humanidades y
Ciencias Sociales (IdIHCS, UNLP/CONICET). Sus temas de
interés e investigación
son: la intersección entre psicoanálisis y
pensamiento feminista, estudios de
género y teoría Queer. Sus publicaciones recientes son: (2018). Medusa y el espejo cóncavo.
La
raigambre normativa de la violencia sobre el cuerpo. Universitas Philosophica, 35(71);
(2018). Identidad y cuerpo en la trama del sujeto
sexo-generizado: del
psicoanálisis norteamericano a Judith Butler. La Plata (Argentina): Universidad
Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
(Biblioteca Humanidades;
40).
[1]
En este artículo el
uso del masculino no se universaliza, por lo tanto niño
homosexual no pretende representar tanto a niños y
niñas. Esto
se debe a que el foco de indagación son los niños
varones.
[2]
En psicoanálisis el
término objeto se
utiliza para
nominar otras personas, que,
desde el punto de vista del sujeto, sólo cobran existencia
como
representaciones objetales pertenecientes al mundo interno. Como el
punto de
vista adoptado es la teoría feminista, el término
objeto cobra pleno sentido en este
artículo, ya que la nominación
utilizada por la teoría psicoanalítica se vuelve
sintomática del lugar al que
las mujeres, en general, y la madre, en particular, son relegadas en el
contexto social patriarcal. Como se afirmará, la
lógica complementaria del complejo
de Edipo entre Sujeto y Objeto
no es ajena a la construcción de las identidades, tampoco a
cómo interviene en
este proceso la distribución desigual de poder y
reconocimiento entre varones y
mujeres (Benjamin, 1988).
[3]
Se
podría
objetar que la propuesta aquí presente supone que toda
identidad homosexual es naturalmente
misógina. Sin embargo, aquí señalamos
la necesidad de poner en tensión crítica
la hegemonía de ciertos relatos teóricos que se
traducen en dispositivos de
intervención en materia de salud mental. Por lo tanto, se
trata de una revisión
epistemológica a nivel teórico, un proyecto
netamente político tendiente a
generar un contra-relato que dispute la hegemonía de un
punto de vista
privilegiado que alimenta la inferiorización y
exclusión de franjas poblacionales
densamente pobladas. También se podría
señalar que la perspectiva del artículo
está ‘sesgada’, pero afirmamos la
imposibilidad de distinguir lo teórico de lo
político y enfatizamos la presencia de cualquier sesgo, no
como un problema a
superar, sino como forma de afirmar el carácter situado de
todo conocimiento.
[4]
Como se verá más
adelante, este punto es clave en el recorrido, pues,
en un contexto social
patriarcal, los efectos desmaculinizantes de la no
consecución de la
heterosexualidad conducen al homosexual a reafirmar su masculinidad y,
así,
enfatizar el componente misógino que define a lo masculino
como repudio de lo
femenino.
[5]
En sentido estricto, y
tal como sugiere Judith Butler (1990),
cualquier identidad, hetero u homo, encuentra dificultades para
encontrar un
sitio pleno y coherente en el interior de alguna de las
categorías genéricas
con las que contamos. Sin embargo Scott Goldsmith (1995) capta
acertadamente la
especificidad del conflicto entre alguien que no se ha identificado con
ser mujer, en términos de
identidad de
género, y con la dificultad de identificarse plenamente con ser varón. Pues la
heterosexualidad
forma parte constitutiva de los mandatos normativos a cumplir para
formar parte
legítimamente de la masculinidad (Butler, 1997).
[6]
Judith Butler (1990,
1993, 1997) expone de forma convincente cómo el campo
normativo impone
restricciones al flujo erótico e identificatorio. Algunas
posibilidades
identitarias, como destinos de la identificación,
están forcluidas de entrada. Aún
así, aclara, estos objetos eróticos prohibidos y,
por lo tanto, perdidos, son
introyectados melancólicamente por el sujeto y preservados
psíquicamente. Por
lo tanto, el núcleo de las identidades siempre contiene las
posibilidades
eróticas normativamente sancionadas.
[7]
La
misoginia –repudiar lo femenino para que la masculinidad no
se contamine con lo
femenino– es el precio que el varón homosexual
paga al patriarcado para ser
reconocido en su masculinidad. Si el varón homosexual queda
al margen de la
heteronorma debido a su identidad sexual, la misoginia le permite no
quedar al
margen del género. En la balanza patriarcal la misoginia
pesa lo suficiente
como para satisfacer el anhelo integracionista que el varón,
herido por su
homosexualidad, busca enfáticamente. Parece
convincente suponer que la misoginia, entendida
como mandato constitutivo de la masculinidad, en sus diferentes
niveles,
configura una premisa de mayor pregnancia que el cumplimiento del
mandato de la
heterosexualidad a la hora del establecimiento de la masculinidad
hegemónica.
[8]
El concepto de amor identificatorio
configura una
herramienta para atacar la complementariedad Sujeto-Objeto que la
rigidez de la
estructura edípica instala. Benjamin detecta que el amor
edípico se basa en la
estricta separación entre ser
y tener, que perpetúa el
tabú de tener el objeto
como el que uno es
–separación que instituye la
heterosexualidad.
[9]
El homosexual misógino
puede entenderse como un posicionamiento subjetivo a partir del cual el
enlace
erótico entre varones se articula en los términos
del complejo de Edipo convencional.
Incluso cuando tenemos lo que se
nos prohíbe tener, es decir cuando elegimos un objeto
erótico culturalmente
sancionado, el patriarcado reingresa –mediante la fuerza de
la diferenciación
entre ser y tener
que la lógica edípica instala– una
matriz subjetiva que torna
al sujeto inteligible, aunque más no sea mediante
categorías connotadas
negativamente como la de Homosexual.
Guy Hocquenghem (2009)
denomina
a esto edipización del deseo
homosexual, que arroja como resultado la identidad
homosexual, labrada a partir de las mismas estrategias
sociales
normalizadoras. Judith Butler (1990) entiende esta estrategia como la
imposición de la matriz
heterosexual,
de la que el complejo de Edipo es
un
engranaje clave.
[10]
El campo de la literatura ofrece
múltiples escenas de Maricas
frente a
la idealización de la Madre, en particular, y de la
representación de las divas
del cine, en general. Manuel Puig, en el Beso
de la mujer araña (2000) retrata el afecto
profundo entre una Marica
–Molina– y su madre, la mujer de su vida. Entre los
relatos publicados bajo el
título Los ojos de Greta Garbo,
el
autor ofrece un diálogo titulado “Si, era bella
como una diosa” en el que dos
Maricas lamentan la muerte de la actriz hollywoodense
Silvana Mangano. Una de ellas dice:
“¿Qué tengo que ver yo con esa mujer
tan refinada, tan hermosa y satisfecha? Yo soy una marica de pueblo,
gorda,
pelada y sin ningún talento especial […]
¿por qué esta muerte me conmueve
tanto?” (Puig, 1993, pp.
77-78).
[11]
Robert Stoller (1968), y otros
tantos teóricos que optan por utilizar el complejo
de Edipo como clave teórica explicativa, suponen
que el género o la
sexualidad son la expresión de un núcleo
identitario previo y determinante.
Aquí se opta por la noción performativa teorizada
por Judith Butler para
señalar que no hay sustancia previa a los sutiles actos
corporales que realizan
imitativamente (Butler, 1990) o citacionalmente (Butler, 1993) el
género, y
fundan, de forma retroactiva, la idea de un soporte o fundamento
estable y
prediscursivo. La figura de la Marica se
inscribe en esta perspectiva teórica que señala
la interioridad psicológica
como una realidad virtual altamente regulativa, instaurada y mantenida
mediante
juegos de poder –en los cuales participa el
psicoanálisis y sus identidades
pretendidamente fundacionales y estables.