Revistando
el Sentipensar de la Segunda Ola
Feminista: Contextos, miradas,
hallazgos y limitaciones
Revisiting
the Sentipensar of the second
feminist wave: Contexts, perspectives, discoveries and limitiations
Elizabeth Maier-Hirsch
El Colegio de
la
Frontera Norte
emaier@colef.mx
Palabras
claves:
Estudios
de género, feminismos de la segunda ola, Estados
Unidos, México.
Abstract: The aim of
this article is to analytically revisit the origins and development of
second
wave feminism in the United States and Mexico, with emphasis on its
ontological,
epistemological, conceptual, political, and experiential findings. This
analytical review proposes to contest actual reductionist appreciations
of its
characterization and impact. The
underlying
goal is political. It is based on the premise that a more integral view
of the
origins and development of second wave feminism could offer elements of
continuity
and common ground between contemporary and previous feminisms. The
methodology
is centered on a bibliographical review, as well as the reflective
analysis of
my own experience in the second wave feminist movement in both
countries.
Key words: Gender studies, Second wave feminisms, United
States
and Mexico.
Traducción:
Elizabeth
Maier-Hirsch,
El Colegio de la Frontera Norte
Cómo
citar:
Maier,
E.
(2020). Revistando
el Sentipensar
de la Segunda Ola Feminista: Contextos, miradas, hallazgos y
limitaciones. Culturales, 8, e485. https://doi.org/10.22234/recu.20200801.e485
Recibido:
12
de agosto de 2019
Aprobado: 20 de enero de 2020
Publicado: 05 de mayo de 2020 |
Hablar
de la segunda ola feminista es referirse a uno de los movimientos
sociales más dinámicos y transformativos de la
última mitad del siglo XX.[1]
Explorarla a mayor
profundidad implica adentrar
a las propuestas metodológicas, conceptuales y
estratégicas que informaron las distintas
tendencias y fases de dicho discurso
político de desconstrucción y
reorganización social, recordando asimismo el
sentir emocional que fungió de motor del progresivo
descubrimiento de los
componentes de la subalternidad de género.[2]
Para su momento histórico,
el feminismo de los 60, 70, 80 y 90 enarboló un novedoso
discurso radical de reconfiguración
identitaria y redistribución del poder del orden de
género de la modernidad
industrial, que con el tiempo se plasmó en nuevos derechos
anclados al cuerpo,
la sexualidad, la reproducción, la
reconfiguración de la división sexual del
trabajo, la tipificación de la violencia de
género y la participación política.
El
feminismo de segunda ola nació en los países
altamente industrializados, en
plena coincidencia con el ocaso de la modernidad industrial y en
respuesta a algunas
de las contradicciones producidas por el modelo capitalista keynesiano
de
bienestar social. Las ofertas educativas y laborales para mujeres y una
nueva
biopolítica basada en innovaciones en materia anticonceptiva
develaron nuevas
tensiones al interior de instituciones como la familia nuclear-
heterosexual-patriarcal, fundación del estado nacional y el
capitalismo
industrial. Desde su inicio en los años 60, el nuevo empuje
feminista entreveía
la reorganización de la familia y de la división
sexual de trabajo, recalcando la
necesidad de redefinir el sujeto mujer cultural
e institucionalmente de manera que se constituyera en una participante
económico,
político y social plena.
La
resonancia feminista no se restringió a los
países capitalistas hegemónicos,
sino que en pocos años se trasmutó en un discurso
trasnacional (Alvarez, 2009) adaptado
en distintas realidades nacionales de democracia liberal por mujeres de
países
no hegemónicos, cuyas necesidades e intereses fueron
similares a sus contrapartidas
clasemedieras, educadas y económicamente
autónomas de los países centrales. [3]
A pesar de las diferencias
significativas en la proporcionalidad de la clase media en los
distintos
países, la conformación de una clase media
sólida fue uno de los cometidos
principales del moderno modelo capitalista industrial de democracia
formal y ésta,
la incubadora del movimiento feminista de la segunda ola.
Con
los ajustes discursivos en atención a las diferencias
históricas, estructurales
y culturales entre países, la segunda ola demostraba una
creciente complejidad,
progresivamente profundizando y ampliando su propuesta
paradigmática
interruptora original al acomodarse a los contextos y condiciones
particulares de
cada país. En todos los casos, los feminismos se enfocaron
en el
cuestionamiento del sitio social subordinado de las mujeres, pero,
aunado a las
diferencias nacionales, sus estrategias de acción
también variaron según la mirada
política-ontológica representada por las
distintas corrientes –la liberal, la
socialista o la radical/cultural– que conformaron la segunda
ola.[4]
El
consiguiente desarrollo discursivo fue producto de la
interrelación dialéctica de
los tres ejes de los feminismos de la segunda ola: el activismo
político de
concientización, la teorización
académica y las propuestas políticas de
deconstrucción de la desigualdad. La complementariedad entre
dichos ejes no fue
siempre armónica ni lineal, pero finalmente
influyó en la consolidación de una
nueva mirada epistemológica basada en la experiencia de las
mujeres, lo que impactó
la manera de concebir la relación entre lo privado y lo
público, la familia, el
trabajo, la política, la democracia y la
ciudadanía.[5] En este sentido, la
progresiva formulación de
interrogantes claves contribuyeron a cuestionar el imaginario social
que hasta
entonces se había anclado en la naturalización de
la asimetría de género, con la
normalización de la subordinación,
discriminación de las mujeres y la
dominación privilegiada de la masculinidad.
¿Desde qué geografías sociales y
corporales, arreglos de trabajo, prácticas cotidianas,
creencias, normatividad,
jurisprudencia y subjetividades se han excluido histórica y
actualmente a las
mujeres? ¿Desde qué perspectivas y qué
condiciones se puede impulsar y asegurar
su plena participación social, económica y
política? Las respuestas diferían
según la particularidad de cada corriente feminista, empero,
todas se
adscribieron a la meta de deconstruir la desigualdad de
género.
Originalmente,
los feminismos de la
segunda ola se enraizaban
en las tensiones de la fase final de la modernidad industrial, pero con
el
tiempo se acomodaban a los parámetros de la
transición y consolidación de la era
posindustrial, caracterizada por la innovación
tecnológica, la reducción de las
funciones del Estado, la reorganización global de la
producción capitalista y
la inclusión de nuevos sujetos laborales más
propensa a la explotación, como
las mujeres y las y los migrantes indocumentados. A su vez, el colapso
del socialismo real –a
finales de los
ochenta– sacudió las utopías marxistas
e interrogó a los proyectos de izquierda,
incluyendo el discurso interseccional de género-clase del
feminismo socialista.
En este contexto, a mediados de la década de los noventa,
los feminismos mexicanos
de la segunda ola, esencialmente urbanos, mestizos, de clase media y
con
educación superior (Vargas, 2008), se dividieron de manera
categórica frente a
la opción de participar en el proceso de institucionalización, lo que implícitamente
inscribió a
sus allegadas al marco global del capitalismo neoliberal como
contrincantes de casa y
posicionó a las feministas
ortodoxas en una autonomía
sin
referente nacional.
Desde
entonces, existen cuestionamientos en torno a la eficacia de la
experiencia de institucionalización
de la perspectiva de género y su validez para los distintos
sectores de mujeres
(López, Maier, Tarrés, Zaremberg, 2014). Con el
cúmulo de experiencias institucionales, el carácter y tono de las
críticas se han elevado. En este
sentido, desde miradas identitarias
feministas enraizadas en posicionamientos sociales, expresiones
etno-culturales, orientaciones sexuales y enfoques
ideológicos distintos, se
construyen análisis que cuestionan la aplicación
universal de la perspectiva de
género y asimismo el propio valor de los descubrimientos,
teorizaciones y
agencia política de la segunda ola.
Aunado
a dichas tensiones al interior de los feminismos, también se
evidencia el avance
contemporáneo de discursos conservadores-religiosos a favor
de la
naturalización de las identidades de género y la
asimétrica relación de poder
en la familia heteronormativa (Frente Nacional por la familia, 2019).
Con el aumento
de la participación de las mujeres en todas las dimensiones
de la esfera
pública, la institucionalización y
transversalidad de la perspectiva de género[6]
y la consiguiente
desnaturalización relativa de la subordinación de
las mujeres, se registran
expresiones cada vez más
vocales y organizadas de resistencia tradicionalista y rechazo a las
propuestas
de transformación al orden de género industrial
moderno que el movimiento
feminista de la segunda ola
promovió.[7]
Dentro
de este contexto complejo, la pretensión del
presente texto es revisitar y reexaminar aspectos claves de la segunda
ola en
Estados Unidos y México. Selecciono a estos dos
países no solo porque
representan el telón de fondo de mi experiencia existencial
y activismo, sino también
porque sus historias nacionales conflictivas entrecruzadas, sus
diferencias
estructurales y sus lazos migratorios históricos y actuales
hacen que el
análisis feminista epistemológico, contextual y
fenomenológico no
comparativo ofrezca una mirada enriquecedora de los
feminismos de la
segunda ola. Propongo enfatizar: los contextos en que se emergieron los
feminismos de segunda ola y los significados de su irrupción
sociopolítica en
ambos países; la dialéctica entre la
producción académica inicial en torno al
tema y la consolidación política y cultural del
movimiento feminista; los
aportes de su metodología de pequeño
grupo de consciencia; la elaboración de
categorías que visibilizaron lo que
con anterioridad no fue socialmente relevante; las miradas y metas de
sus
distintas tendencias; y, finalmente, la influencia de los contextos
nacionales en
el auge de tendencias feministas diferenciales, enfatizando la
experiencia del feminismo popular
mexicano a modo de anticipar
la interseccionalidad identitaria como fundamental para comprender lo
particular de las diversas experiencias de ser mujer.
Empleo
la metodología feminista de análisis
epistemológico y contextual, enriquecida por la
reflexión analítica situada de la
experiencia propia de activismo feminista,[8]
tanto en Estados Unidos a
finales de los 60, como en México durante las
décadas de los setenta, ochenta y
noventa. Habiendo nacido y crecido en Nueva York e inmigrado a
México a los
veinte cinco años, ambos países forman parte
fundamental de mi experiencia existencial,
mi identidad binacional profunda y mi militancia feminista, siendo la
etapa mexicana
de mayor duración. Sustentada en dicha experiencia personal
y colectiva y en la
revisión bibliográfica, planteo recordar,
identificar y analizar el ánimo, los
hallazgos, avances y deudas de la segunda ola, con el afán
político de destacar
algunas de las contribuciones más significativos de la
segunda ola en cada país,
apreciar las continuidades y rupturas y así ofrecer
elementos que pretendan tejer
puentes entre olas y actoras
feministas del siglo XX y XXI.
Contextos,
textos y pretextos de
insumisión
Producto
del
modelo económico de los países capitalistas
altamente industrializados de la
primera mitad del siglo XX, el feminismo de la segunda ola
irrumpió el
escenario sociopolítico en EUA como aviso del momento
límite de las propias
contradicciones del capitalismo industrial moderno, en una fase de
plena
consolidación de la clase media y deterioro de la capacidad
de generar
ganancias extraordinarias para el propio sector de capital. El modelo fordista y la sindicalización
de la producción
industrial, la institucionalización y
profesionalización de una burocracia
estatal compleja y los beneficios distributivos de la receta
económica keynesiana
del bienestar social, constituyeron una clase media mayoritaria.
Asimismo, la legalización
de la anticoncepción en la década de los
cincuenta en los Estados Unidos y las ansias
desarrollistas frente a la sobrepoblación mundial creciente
abarató el costo de
dichos farmacéuticos y generalizó su uso en los
años sesenta y setenta a nivel
nacional e internacional. Esto no solo se tradujo en nuevos
parámetros biopolíticos[9] que moldearon a una familia
pequeña más acorde con el
contexto económico industrial urbano, sino que
también informó a la progresiva
reconfiguración de los valores y prácticas
sexuales.
Adicionalmente,
el institucionalizado modelo de educación pública
obligatoria para ambos sexos
y la posibilidad de estudiar una carrera universitaria, volverse
profesionistas
y gozar de la independencia económica para una cantidad
creciente de mujeres, sacudió
uno de los principales pilares de reproducción del propio
capitalismo
industrial contemporáneo: la familia nuclear y su
régimen de género. Empero no
fue la única fractura del arreglo cabal entre la
producción, la unidad familiar,
las clases sociales, la política y la ciencia, que Beck
define como la sociedad
industrial (Beck, 2000), más bien en los Estados Unidos, el
feminismo de segunda
ola se germinó dentro de una etapa histórica de
inconformidad y agitación
política de parte de múltiples actores y
movimientos sociales.
Aquellos
fueron ejercicios contestatarios pujantes de confrontación
al orden
establecido, reclamando mayor injerencia en la toma de decisiones,
mayor democratización
social y política y un ejercicio ciudadano más
incluyente e igualitario. Así fue
el caso del movimiento de derechos civiles afroamericanos, el
movimiento de
oposición a la guerra imperial en Vietnam, los nuevos
movimientos identitarios
radicales afroamericanos y puertorriqueños de los barrios
marginales de las
grandes ciudades y el movimiento universitario estudiantil de
1967-1968. A
partir de dichas experiencias de
reclamaciones
sociopolíticas, organizadas conforme a la estricta
división sexual propio del
orden de género del modelo industrial moderno, el movimiento
feminista de la
segunda ola nació impugnando lo que aún en los
movimientos sociales de la época
fueron verdades culturales no cuestionadas, es decir, la
naturalización de las
identidades sexuales, la relación de poder entre ellas y la
división sexual de
trabajo que las organizaba y les investía con significados
simbólicos
reproductores de la asimetría. La esperanza fue el motor
emocional de la época,
nutriendo nuevos imaginarios utópicos precisamente en el
momento histórico en que
los representantes del
capital exploraron arreglos estructurales neoliberales globalizados
alternativos.
Concientizarse
al género: reconfigurar la mirada
El
sabor de segundo sexo que salpicaba
la
experiencia de participación de las mujeres en estos nuevos
movimientos sociales
hizo plena consciencia con las posteriores lecturas colectivas del
texto
clásico de Simone de Beauvoir, que inicia afirmando:
“No se nace mujer; se llega
a serlo. Ningún destino biológico,
físico o económico define la figura que
reviste en el seno de la sociedad la hembra
humana…” (1981, p.13).
La
exposición meticulosa del argumento deconstructor de la
naturalización de la desigualdad
sexual, ejemplifica cómo el varón accede a lo
trascendental de lo
cultural-humano mientras que la mujer es simbolizada como presa de su
naturaleza corporal, emblematizada como útero, visto como otro, condenada a la inmanencia. Para las
feministas originarias de
la segunda ola, su posicionamiento en segunda fila del activismo de los
otros
movimientos de los sesenta, sin el mismo poder de
enunciación ni decisión de
los varones a pesar de su novedosa presencia pública, fue
una de las muestras
experienciales que inició el cuestionamiento de la
hegemonía masculina y sus
sistemas de prestigio y privilegio.
Los
dos volúmenes del Segundo Sexo
apoyaron
dicha impugnación, develando con un análisis
detallado los hechos, mitos,
ideologías, espacios y etapas de las construcciones
culturales históricas que normalizaron
la diferencia sexual como una inherente disparidad de poder y
beneficios. Como confirmación
y agravante de las fracturas entre la modernidad industrial y su modelo
familiar de género, los textos de De Beauvoir advierten la
inherencia de la
cultura en la constitución del posicionamiento universal
–aunque de grados y
expresiones distintas– de subalternidad de las mujeres frente
a los varones (Ortner,
1974). Aun cuando su meta principal fue de formular una
declaración política a
favor de la igualdad entre los sexos, lo erudito, sustentado y profundo
del estudio
de De Beauvoir invitó al feminismo académico
posterior a ahondar en la
identificación de los dispositivos productores y
reproductores de la desigualdad
desde múltiples campos de conocimiento en que
históricamente la presencia,
experiencia y perspectiva de las mujeres brillaron por su ausencia.
Habría que enfatizar el
impacto de
otros libros tempranos en la formación de una nueva
conciencia, a pesar de que sus
enfoques e hipótesis han sido refutadas como
erróneas o limitadas. En
The
Feminine Mystic, Betty Friedan (1963) habla
desde su posición privilegiada de clase acomodada, blanca y
heterosexual, interrogando a los discursos socializantes que instaban a
las
mujeres cumplir con la moderna división sexual de trabajo
como esposas, madres
y amas de casa, a pesar de tener una educación superior o
trabajo asalariado. El
texto invita a las mujeres a ser pioneras en el mundo
público y profesional reclamando
condiciones de igualdad. Por su parte, en el libro Política
Sexual, Kate Millet
(1970) ofrece una mirada más radical de la
condición femenina, develando a
la binaria opresión sexual como un dispositivo
político –entendido
lo político como la dinámica de poder
sociocultural– que
subyacía la reproducción del propio orden
patriarcal. Enriqueciendo la mirada
de Simone de Beauvoir, con el análisis de distintos textos
literarios,
psicológicos y sociológicos, Millet argumenta que
–con sus matices– las
mujeres
constituían una subalternidad universalmente oprimida y
explotada, anclada
simbólicamente al mundo personal. Y de allí su
célebre y acertada frase que tornaría
el lema de la segunda ola: “lo personal es
político” (Puleo, 2018)
Otros textos proporcionaron acercamientos
analíticos de mayor rigor en distintas
ramas, reconstruyendo la historia misma y cuestionando otros campos de
conocimiento a partir de la inclusión de las mujeres, sus
experiencias y perspectivas.
Entre ellos se destaca la revisión de la teoría
freudiana del complejo de Edipo
por parte de Nancy Chodorow (1978), que descansa en el reconocimiento
de la
influencia de la cultura en la organización de la
división sexual de trabajo y
ésta en el funcionamiento de los dispositivos
psicológicos que informan el
inconsciente diferenciado según el género.
Así la autora brinda una
interpretación sugerente de la relación entre los
procesos culturales de configuración
identitaria y los mecanismos de profundo amoldamiento del
comportamiento,
actitudes y creencias de niñas y niños.
En otro ensayo de enfoque
antropológico que consideró a
múltiples
investigaciones de diversas culturas, Sherry B. Ortner (1996/1974)
interroga la
premisa de la universalidad de la subordinación femenina.
Concluye –tal como De
Beauvoir–
que es la histórica y
universal tensión
entre cultura y natura la que construye, simboliza y reproduce la
asimetría
sexual en las sociedades patriarcales, designando a los hombres como
creadores
de la cultura y simbolizando a lo femenino como naturaleza pura. En
otro
artículo escrito con Whitehead (1996), se apunta a que son
los sistemas de
prestigio sociocultural los que producen y reproducen el
género en distintas
sociedades. Por otra parte, en su artículo “El
Tráfico de Mujeres” Gayle Rubin indaga
a mayor profundidad lo señalado por De Beauvoir en torno a
las convicciones misóginas
de los grandes teóricos psicosociales y
económicas de la Modernidad. Revisando
la lógica teórica de pensadores como Marx,
Levi-Strauss y Lacán, Rubin encuentra
supuestos de origen sexista no cuestionados.[10]
Mediante categorías como el sistema
sexo/género
y la domesticación de las mujeres,
la
autora explora a cada teoría como un dispositivo de
reproducción epistemológica
de la desigualdad sexual, finalmente asentando que la
orientación culturalmente
impuesta de la heterosexualidad produce y reproduce al orden
asimétrico de
género (1996/1974, p.35-96).[11]
Darse
cuenta de la extensión contemporánea e
histórica del orden sexual asimétrico,
desnaturalizarlo
y paulatinamente identificar los espacios, expresiones y dispositivos
que posicionaban
desfavorablemente a las mujeres en el diseño social de
valor, prestigio y
privilegios, fue una verdadera conmoción existencial. Dicho
proceso de creciente
concientización feminista no solo cuestionó la
autenticidad de las identidades
y arreglos de género, sino que -para algunas de sus
tendencias- prometió minar
el propio orden socioeconómico, político y
cultural. La identificación progresiva
de los malestares femeninos (Tamayo
en Vargas, 2006) y la formulación de imaginarios
alternativos poblaron una utopía
que prometió transformaciones radicales, siempre
privilegiando la lógica de
género por encima –y separada– de otras
dimensiones identitarias. Es
decir, elaborando al sujeto mujer a
partir de lo compartido por cuerpos
femeninos subordinados en regímenes
androcéntricos, sin advertir la misoginia
implícita en la propia construcción
simbólica del concepto mujer (Alcoff,
2019), ni las diferencias entre mujeres. Dicho reduccionismo no
contempló las
tensiones inherentes a los paradigmas discordantes que informaron los
diversos enfoques
feministas, ni lo decisivo de la intersección de otras
dimensiones identitarias
en la formulación y priorización de las
necesidades, intereses y reclamaciones
de distintos sectores de mujeres. Empero sí logró
identificar las grandes ausencias
femeninas en la historia y en las demás disciplinas del
acervo de conocimiento
occidental masculino (Scott, 2003), que
hasta entonces fueron representadas exclusivamente desde la perspectiva
del
poder masculino. Así que uno de los retos para las
feministas ilustradas de la
segunda ola fue el de progresivamente construir una
epistemología, una
sociología y una lingüística de
ausencias (De Sousa Santos, 2000), llenando los
silencios que anteriormente las excluían de la trascendencia
histórica.
La
exploración de
las lagunas lingüísticas –los espacios de
mudez social– que imposibilitaron
verbalizar la propia experiencia existencial, fue a cargo del pequeño grupo de conciencia,
una improvisada
metodología colectiva de autorreflexión en la que
se exploraron inquietudes y
descontentos individuales (frecuentemente apoyado por la creciente
bibliografía
sobre el tema). Colectivamente
explorar las
vivencias individuales de ser mujer, es decir hablar de la propia
formación
como niña, los arreglos de trabajo y privilegios de las
relaciones familiares, la
cartografía de oportunidades, expectativas y
discriminaciones, las dinámicas de
las parejas y los códigos diferenciales de la vida emocional
y sexual, desenmascaró
los silencios del régimen genérico imperante,
abriendo el espacio cultural para
nombrar en voz femenina lo que antes no tenía nombre sino
solo en el lenguaje hegemónico
de los imaginarios colectivos masculinos.
La
progresiva identificación de las ausencias femeninas en el
lenguaje develó a
las esferas privada e íntima –el hogar, la
familia, la sexualidad y la
subjetividad– como parte esencial de la dinámica
económica de reproducción
social y asimismo como campos políticos en donde las
identidades y relaciones
de género inscriben los límites de derechos y
ciudadanías. A esto se refiere el
lema feminista de la segunda ola, “lo
personal es político”, que reconfigura
el propio sentido de lo político al
desbordar lo partidario, organizacional y gubernamental para situarse
en el
corazón del ejercicio de
poder
implícito en la relación social entre los sexos.
De esta manera, los feminismos
de segunda ola advirtieron el sentido profundamente político
de lo privado e íntimo,
identificando los múltiples dispositivos de disciplinamiento
del moderno poder
patriarcal-capitalista que amoldan cuerpos dedicados al trabajo
doméstico no
asalariado y el cuidado familiar, inmiscuyendo prescripciones del
deber, amar y
desear que limitan y orientan la sexualidad femenina hacia una meta
maternal
para la reproducción social (Federicci, 2010).
Federicci
enfatiza que: “…los análisis de la
sexualidad, la procreación y la maternidad
se han puesto en el centro de la teoría feminista y de la
historia de las
mujeres” (2010, p. 27).
Esta centralidad
de lo privado y personal en la construcción de lo femenino
interroga el
concepto mismo de ciudadanía, designando a dichos campos
como espacios
ciudadanos y perfilando el cuerpo femenino como un cuerpo
político colmado de discriminaciones, opresiones,
reivindicaciones, subjetivación, derechos y
ciudadanía. La liberación femenina de
las ataduras patriarcales fue la innegociable intención del
movimiento
feminista de segunda ola. Su utopía de plena igualdad
social, político y
económico entre los sexos supuso la
transformación radical del sistema, no
únicamente su reforma. El matrimonio fue visto como la
institucionalización del
trabajo no pagado, metafórica y cotidianamente cercano a la
esclavitud. La
objetivación sexual del cuerpo de las mujeres fue rechazada
tajantemente y el
derecho a la autonomía corporal fue la
precondición ciudadana procurada.
Jelin
apunta que existen “[…] responsabilidades y
compromisos inherentes a la relación
ciudadanía-Estado.” (Jelin, et al,
2011,
p. 22). Por su parte, Marshall (en Jelín, et al.,
2011) se limitó a identificar
a tres dimensiones de la ciudadanía del
Estado-nación moderno (los derechos
civiles, los políticos y los sociales), empero actualmente
existen
interpretaciones de dicha categoría que enfatizan su sentido
expansivo.
Contemplan su substancia como un continuo proceso
de descubrimiento (De Sousa Santos, 2003)
“siempre en
construcción y transformación” (Jelin,
1997, p. 67),[12]
ampliándose y
enriqueciéndose a partir de las reivindicaciones de nuevos
movimientos sociales
y luchas políticas que forcejean sus anteriores fronteras.
En este sentido, el
reconocimiento de cada nuevo sujeto ciudadano colectivo transforma a la
propia
ciudadanía en un ejercicio más incluyente y
complejo, con sus propias categorías
y miradas, como lo emblemático de lo
personal es político del movimiento feministas de
la segunda ola.
La
creación de nuevas categorías que representen las
realidades, necesidades,
deseos y descontentos de la diversidad de mujeres es un ejercicio
aún en
proceso, especialmente para los sectores de mujeres que encarnan
historias
ausentes en la segunda ola, historias de condiciones de vida o
características
culturales, sexuales o sectoriales que requieran de nuevos conceptos
para
hacerse plenamente presentes No obstante, la arqueología
lingüística de la
segunda ola impulsó categorías y conceptos
fundamentales para entender los
posicionamientos y vivencias femeninas del orden sexual occidental.
Categorías
como el género (Lamas,1996),
el sistema sexo/género
(Rubin,1996);
conceptos como la división de la geografía social
en
privado y público según sexo, la
división sexual de trabajo, la valorización
del capital en la dialéctica entre ambas esferas; la
opresión sexual, la
discriminación sexual y la doble moral; el trabajo
doméstico no asalariado y la
maternidad como dispositivos de reproducción
social, la doble jornada, salario
igual por trabajo igual, trabajo de cuidados, feminización
de la pobreza;
autonomía corporal, maternidad no deseada, derechos
reproductivos, el derecho a
decidir; objeto sexual, cuerpo político, violencia
doméstica, violencia de género,
acoso y hostigamiento sexuales, feminicidio, violación
marital; igualdad de
género, equidad e igualdad sustantiva, entre otras. Paso a
paso se edificó una
nueva perspectiva paradigmática que, de una manera u otra,
dio voz y presencia
a más de la mitad de la población, hasta entonces
ausente del discurso público
occidental. Y sí el reconocimiento del carácter
político del cuerpo femenino es
el rasgo distintivo de la segunda ola
feminista, sus diversos enfoques ideológicos
–además de los contextos
geográficos, culturales y
socioeconómicos– privilegiaron estrategias
diferenciadas
para garantizar el reconocimiento del sujeto mujer.
Para
las feministas clasemedieras de la segunda
ola, mayoritariamente
blancas en
los países altamente industrializados, su
posición subalterna de género fue el
conflicto identitario de mayor tensión, inscribiendo en sus
cuerpos y vidas
diarias limitaciones y exclusiones que no experimentaron en sus otras
dimensiones identitarias. La síntesis de sus posiciones
sociales marcó su sitio
de enunciación, informando sus discursos de necesidades,
exigencias, reflexiones
y teorizaciones feministas.
Empero
el lugar central de la categoría de género en
su inconformidad existencial fue interpretado teórica y
políticamente de
distintas maneras según la meta-mirada de cada tendencia
feminista. A pesar de
la afirmación generalizada entre los feminismos
contemporáneos que la segunda ola
fuese de esencia liberal homogénea,
tanto en los países ricos y –aún
más– en países latinoamericanos, como
México, el
feminismo cultural y el feminismo socialista fueron igualmente
significativos,
particularmente al inicio de la ola. Con
el fin de apreciar las posibles rupturas y continuidades con los
feminismos de
la tercera ola, trazaré
a grandes brochazos
cómo las tendencias de la segunda
ola
se acercaron al concepto de la mujer,
que según Alcoff (1996) es el concepto primario de la
teoría feminista, siendo
determinado teórica e históricamente de manera
binaria por la supremacía
masculina.
Desde
el feminismo liberal la mujer se vuelve sujeto
pleno a través de su inclusión en igualdad de
derechos con el varón en la
categoría de ciudadanía
del
Estado-nación liberal. Categoría construida desde
sus inicios históricos en
Francia y Estados Unidos a partir de la tensión entre
inclusión/exclusión, siempre
en proceso de construcción, ampliación y
trasformación (Jelín, 2011). Empero, mientras
que la estrategia de liberación
femenina
de la primera ola feminista de
sufragistas de principios del siglo XX reclamó dicha
igualdad incorporándose al
marco masculino de ciudadanía mediante el derecho al voto y
la educación, la
mirada compleja de la segunda ola enfocada en
múltiples campos –como el
cuerpo, el trabajo, la salud y la participación
política– reconfiguró la idea
de igualdad ciudadana, reconociendo las especificidades que la cultura
había
inscrito sobre la biología femenina. De tal manera, su
posición en la división
sexual de trabajo de la era industrial moderna y la
condición de la maternidad
biológica y social matizaron el imaginario ciudadano, no
agregando sus demandas
a la idea de ciudadanía que nació en clave
masculina sino feminizándola mediante
la inclusión de conceptos –como género
o feminicidio–
y derechos específicos –como el derecho a una vida
libre de violencia– que
amplían la propia noción de
ciudadanía. Vale recordar que las estrategias de
constitución
del sujeto-ciudadano mujer de la
tendencia liberal siempre fueron enmarcadas dentro del
Estado-nación
capitalista.
Por
otro lado, la
tendencia feminista radical o cultural entendió a la
relación de poder entre hombres
y mujeres como la contradicción principal de la historia, y
el orden patriarcal
como el sistema de opresión originario, universal y
determinante. Desde esta
mirada, la principal confrontación societaria es entre los
géneros sexuales y
la naturalización biológica de
las relaciones de reproducción son
institucionalizadas en políticas sexuales de
opresión de las mujeres, otorgando
mayor capital social a los varones (Firestone, 1970). De
esta manera, la
categoría de clase
sexual se vuelve clave
para el
análisis del feminismo radical (Morgan 2014)
y el género se plantea como un constructo social
de lo cual
irradian todas las expresiones objetivas y subjetivas de
subordinación femenina
(Whelehan, 1995). Por esto, el propósito cardinal de esta
tendencia aboga por
la deconstrucción de
dicho orden de
poder y las identidades masculina y femenina que lo pueblan y lo
reproducen.
Sus metas incluyen la reorganización igualitaria de la
división sexual del trabajo
y el consiguiente derrumbe de la familia sexual binaria
androcéntrica reproducida
mediante tal división de labores. El papel central de la
biología en el
análisis de la subordinación de las mujeres
resultó en que el feminismo radical
y el feminismo cultural fueron dos expresiones de la segunda
ola frecuentemente relacionadas, y muchas veces hasta
ejemplificadas
con las mismas autoras (Whelehan, 1995;
Alcoff,1984) Groso
modo
sus diferencias son de matices, descansando esencialmente en el
énfasis puesto
por el feminismo cultural en reivindicar una cultura femenina a partir
de la
revalorización de los atributos culturales inscritos en la
biología de las
mujeres (Whelehan,1995). En este
sentido, la maternidad biológica y social se vuelve fuente
de un poder
exclusivo –y esencialista– de las mujeres.
Por
su parte, el feminismo socialista de
la segunda ola –cuyos
antecedentes,
del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX,
enfatizaron la necesidad de
incorporar las mujeres a la producción asalariada
además de lograr la igualdad
ciudadana– enfrentó teórica y
políticamente la ausencia del ámbito privado en
la teoría marxista sobre la explotación del
proletariado y la generación de plusvalía.
Por lo mismo, en dicho paradigma la mujer fue ignorada como sujeto de
la
historia, con la excepción en su papel de trabajadora
asalariada.
Desde
allí, los retos para el feminismo socialista
fueron múltiples. Manteniendo la construcción del
sujeto mujer y su emancipación dentro
del marco de
eliminación del capitalismo, la reorganización
productiva y repartición
igualitaria de la riqueza social, las feministas socialistas
académicas iniciaron
su revisión de la teoría marxista explorando las
tensiones y articulaciones conceptuales
entre las categorías del patriarcado
y
el capitalismo. Reconocieron la
existencia del primero mucho antes del nacimiento del segundo, pero
enfatizaron
la utilidad –como dispositivo de control– de
adaptar el orden patriarcal a las
necesidades de la explotación capitalista. Dicha
intersección teórica captada
por la categoría del patriarcado
capitalista
(Eisenstein, 1977), implicó repensar la
generación, acumulación y
reproducción del capital a partir de la relación
íntima entre el ámbito público
de producción asalariada y el ámbito privado del
trabajo doméstico y de cuidados
familiares no pagados, comprendiéndolos como una sola unidad
de explotación. De
tal manera, la reciprocidad entre la producción de bienes y
la reproducción
diaria y generacional de las clases sociales fue identificada por las
feministas socialistas como la fuente de la explotación
capitalista (Eisenstein,
1977; Harstock, 1981; Astelarra, 1984).
Como resultado de este esfuerzo
conceptual emergieron distintas propuestas políticas de
visibilizar y
socialmente revalorar las labores domésticas y familiares,
enalteciendo la
huelga de amas de casa y el reclamo de salario para el trabajo de
reproducción
y cuidado familiar como tácticas centrales (James y Dalla
Costa,1972). Finalmente, aun considerando las implicaciones
reduccionistas y universalistas del
sujeto mujer trabajadora, la articulación de las
categorías de mujer (género)
y clase (asalariada)
fueron un acercamiento inicial a la interseccionalidad (Sacks,
1979;
Asterlarra, 1884; Kirkwood, 1984)..
La
segunda ola mexicana[13]
En
sus inicios, la segunda ola mexicana
compartió muchos rasgos con los
feminismos estadounidenses, pero el posicionamiento del país
en el sistema
mundo, su grado de desarrollo industrial, la consiguiente diferencia
proporcional de la clase media, la complejidad de la
conformación de clase
trabajadora asalariada y no asalariada y la mayor influencia de una
izquierda
orgánica, finalmente inscribieron una identidad
más diversa al movimiento.
Sin
duda, los colectivos feministas originarios del
primer lustro de los años setenta, constituidos por mujeres
profesionistas de
clase alta y media con dominio del inglés, fueron
influenciados por el
feminismo estadounidense. No obstante, el feminismo mexicano no fue una
simple
réplica del estadounidense, más bien las huellas
concretas de la cultura e
historia nacionales, las condiciones del capitalismo industrial
tardío y las
contradicciones del modelo de desarrollo estabilizador –o de sustitución de importaciones, adoptado durante la Segunda Guerra
Mundial y en proceso de caducidad en la década de los
setenta–, dibujaron los
matices particulares del orden de género
posrevolucionario-industrial mexicano.
A su vez, la historia política posrevolucionaria del
país y su modelo patriarcal
organizativo de articulación del Estado con el partido
político hegemónico
oficialista y los sindicatos, organizaciones sociales y empresariales
oficiales, fomentó durante décadas una
práctica “ciudadana
ausente”
(Lamas 1996, p.102). Dicho modelo político
androcéntrico de democracia formal
restrictiva también se incrustó de maneras
diversas y relativas en los
ejercicios opositores partidistas y movimientistas de
izquierda, ejemplificando
el masivo movimiento estudiantil de 1968 la misma tendencia general de
segmentación
genérica y liderazgo masculino que los movimientos sociales
en EUA. La brutal
represión el 2 de octubre de 1968 enalteció la
tendencia autoritaria del modelo
político, restringiendo aún más las
libertades ciudadanas de expresión pública
de inconformidades.
El
estreno unos años después de la voz mexicana de
la segunda
ola feminista se sitúa dentro de dicho contexto de
represión política
prevalente en el país. Inicialmente el discurso feminista
fue rechazado por la
mayoría de las fuerzas de izquierda, a pesar de haber sido
la cuna de
militancia política de muchas feministas. Fue percibido de
etiqueta extranjera,
sin aplicación nacional, una importación imperial
que amenazaba la unidad de la
clase trabajadora, la única sustancia social considerada
fuente de transformación
política verdadera. Como resultado del rechazo al
autoritarismo y su íntima
relación con el orden patriarcal, se orientó el
feminismo mexicano hacia
posiciones de autonomía del Estado y de los partidos y
organizaciones políticos,
enfatizando la adopción de formas colectivas de toma de
decisiones y liderazgo,
a pesar de que en la práctica dichos liderazgos emergieron y
se consolidaron (Lau,
2000).
Se ha identificado tres etapas del feminismo
mexicano
de la segunda mitad del siglo XX. En la primera fase de los
años setenta, las
feministas se dedicaron a hacerse presentes, empleando la
metodología de los pequeños
grupos de conciencia, divulgando un discurso antipatriarcal, trabajando
en abrir
espacios en los medios y universidades, explorando posibles alianzas y
madurando
los ejes de un proyecto feminista nacional. Lau (2000) llama a esta
fase “la
más fecunda” (2000, p. 15). En la segunda etapa,
durante los años ochenta, las
feministas de orientación socialista se empeñaron
en establecer vínculos con
mujeres del movimiento urbano popular (MUP), con el
propósito de construir un feminismo
popular,[14]
estrechando así la colaboración entre feministas
socialistas de clase media y
mujeres de los sectores populares. La
tercera fase de institucionalización
se inicia en la
década de los noventa,
con el cúmulo de conferencias y convenciones internacionales
dedicadas al tema
de los derechos de las mujeres, la
consolidación del capitalismo neoliberal globalizado y la
recomendación de
parte de los grandes financiadores internacionales –como
condición para acceder
al financiamiento para las organizaciones sociales y no
gubernamentales– de
participar en el nuevo ejercicio político de
incorporación opositora a la
institucionalidad formal mexicana.
A
grandes rasgos, el feminismo mexicano se distinguió de los
feminismos segundaoleadas de los países
hegemónicos de varias maneras. En primer lugar, la
posición subordinada del país en el sistema mundo
se tradujo en la
consolidación de una clase media significativa pero
numérica y porcentualmente
minoritaria, con mayor capital social y privilegios que sus
contrapartes de los
países centrales, pero sin la posibilidad de alumbrar a un
movimiento feminista
de masas como se demostró en dichos países. Por
otro lado, el menor valor de la
fuerza del trabajo mexicano facilitó el acceso a los
servicios de empleadas
domésticas asalariadas, no solo para la clase alta sino
también para la clase
media. Este hecho amortiguó los conflictos de pareja de las
feministas –mayoritariamente
heterosexuales–
frente a la reorganización paritaria de la
división sexual del trabajo en casa.
Como resultado de la particular estructura económica de
México y dichos
privilegios para las clases alta y media, el tema del reparto de
labores
domésticos según género no fue un
reclamo principal de la agenda mexicana, como
lo fue para la segunda ola en los países altamente
industrializados. Asimismo,
las demandas relacionadas con el ejercicio de la maternidad tampoco
fueron un
eje del feminismo mexicano de la primera etapa (Lau, 2000). Dicha
condición no solo limitó las transformaciones
cotidianas de género, sino que iluminó
la orientación heterosexual y económicamente
privilegiado del movimiento,
provocando tensiones posteriores con distintos sectores de mujeres
cuyas
necesidades e interés no fueron incorporados a la agenda
feminista. Más bien,
sus puntos claves fueron el cuestionamiento del orden
genérico de desigualdad
entre hombres y mujeres, el rechazo a la violencia hacia las mujeres y
el
pronunciamiento a favor de la libertad sexual y el aborto (Lau, 2000).
La
extensión limitada del feminismo
mexicano advirtió la conveniencia de forjar alianzas
interclasistas para
engrosar un movimiento de mayor influencia. A finales de la
década de los
setenta se conformó la primera coalición entre
grupos feministas, mujeres de
las organizaciones y partidos políticos de izquierda,
sindicatos independientes
y agrupaciones lésbicas, consensando una
agenda que encerró demandas de tres campos
distintos: los derechos
reproductivos y la despenalización del aborto, la no
violencia hacia las
mujeres y los derechos laborales igualitarios, con
especial énfasis en el salario igual
por trabajo igual y mayor acceso a guarderías para
las madres trabajadoras.[15]
A su
vez, pero no de
menor importancia, la
actuación pública y política de otras
representaciones de mujeres, en
particular las madres del Comité de Madres de
Desaparecido/as o las amas de
casa del Movimiento Urbano-Popular (MUP), contribuyó a
reconfigurar en el
imaginario colectivo el sentido de ser mujer mexicana (Maier, 2001). Sus
acciones de confrontación e
interlocución con el Estado encarnaron reclamos e intereses
vinculados a la
simbolización de la mujer como madre, ama de casa y
cuidadora familiar. No
obstante, a diferencia del discurso hegemónico en la
sociedad industrial de la
buena mujer enclaustrada en la casa y dedicada exclusivamente a lo
privado,
la agencia colectiva de las madres de desaparecidos/as y las
integrantes del
MUP rebasaba los límites espaciales y culturales de la
figura femenina,
ilustrando los márgenes de flexibilidad de lo que Butler
definiría
posteriormente como la reconocibilidad de
la performatividad de género
(2009).
En este sentido, la intervención pública y
política de dichas actoras aportó a
re simbolizar lo que hasta entonces fue reconocido como la buena madre
y
encargada del hogar. Por lo mismo, dichas representaciones fueron campo
fértil
para alianzas, solidaridades y aprendizajes mutuos con las feministas.
Según
Vargas estas alianzas entre distintas expresiones orgánicas
de mujeres fueron
considerado el mayor aporte latinoamericano al feminismo internacional
(Maier,
2010).
Los
años ochenta vieron nacer el feminismo
popular en México, producto
y productor de encuentros, conversaciones colectivas, talleres,
capacitaciones
y búsquedas de agendas comunes entre feministas socialistas
y mujeres
activistas del MUP. Más que un posicionamiento feminista de
las propias mujeres
del sector popular, el término “feminismo
popular” remitió, entonces, al deseo,
aún utópico, de las feministas socialistas y las
pocas mujeres feministas dirigentes
del MUP de explorar los significados de la articulación
entre el género femenino
y clase popular. Ambos movimientos
–el feminismo y el MUP– resultaron de las propias
contradicciones del
capitalismo industrial mexicano, siendo el caso de las colonias
populares
emblemático de la migración rural-urbana creada
por la oferta de trabajo
industrial en las urbes, lo que derivó en una
sobrepoblación subempleada y
marginalizada. Las organizaciones barriales fueron representaciones
colectivas
de interlocución con las instituciones de las ciudades y el
Estado, enfocadas a
resolver necesidades de sobrevivencia, gestiones
burocráticas y la urbanización
de las colonias. Mientras que los dirigentes generalmente eran varones,
la gran
mayoría de las integrantes eran mujeres.
El
terremoto de 1985 devastó gran parte de la Ciudad de
México, acelerando las
colaboraciones entre feministas y las activistas populares.[16]
Las condiciones
estructurales y existenciales de las mujeres del sector popular tomaron
un
sitio privilegiado en esta búsqueda conjunta, siempre
articuladas a los rasgos
de identidad del género femenino y a la particular
división sexual del trabajo
de este sector. En tal aventura de alianzas femeninas se
empleó la misma
metodología feminista del pequeño grupo de
conciencia para explorar la
dialéctica entre la vivencia individual de mujeres mexicanas
de clase popular y
los significados colectivos de dicha vivencia vistos a partir del lente
de
género. Durante casi un lustro se realizó esta
colaboración en búsqueda de la
traducción
cultural que hiciera mutuamente comprensibles
vivencias de género diferenciadas
por clase y el mayor o menor capital social asociado. Fue el primer
acercamiento en México al reconocimiento de la
interseccionalidad, “…que en el
caso de las mujeres evidencia la confluencia de su exclusión
genérica con otros
vectores de discriminación…(los) que se potencian
entre sí al ser
experimentados simultáneamente en una misma persona o
categoría de persona…”
(Vargas, 2011, p.113).
La
experiencia del feminismo popular fue calificada por
algunas feministas como un proceso asistencialista,
por carecer las
mujeres del sector popular de una identificación feminista
asumida (Bartra,
2000, p.44). Ciertamente, al principio de dicha colaboración
las feministas socialistas
se consideraron portadoras de una conciencia universal de
género ignorada por las
activistas populares. No obstante, la noción de
universalidad fue rápidamente interrogada
por las contrastantes experiencias existenciales de ambos sectores de
mujeres, las
que se tradujeron en oportunidades, posibilidades, estrategias e
imaginarios
diferenciales según sector. La traducción
cultural entre ambos grupos no
siempre fue fácil ni exitosa, hubo notorias contradicciones,
encuentros y
desencuentros (Maier 2001). Empero la explícita meta
compartida siempre fue de
promover una auténtica conversación y
negociación de reclamos de género entre
mujeres con otras dimensiones identitarias que les posicionaban en
distintas escalas
sociales de poder y privilegio. Mientras que la vivienda, el trabajo,
las
guarderías, los comedores populares y el rechazo de la
violencia física,
psíquica y sexual fueron demandas consensadas, la cultura
religiosa del sector
popular problematizó un acuerdo sobre el aborto, finalmente
dejándolo fuera de
la agenda común. Y sobre la marcha, se fue
desdibujándose la idea de la consciencia
única o universal de
género, frente
al entendimiento progresivo de la complejidad del sujeto mujer,
su necesidades y reivindicaciones.
Las
colaboraciones entre las feministas y las mujeres
del MUP trascurrieron en una etapa de transición
histórica en que la
conjugación de numerosos factores finalmente
impactó a ambos movimientos. En
primer lugar, el desmoronamiento del socialismo real y el
desvanecimiento de
las utopías asociadas, aunado a la consolidación
hegemónica del modelo
capitalista neoliberal globalizado y los avances en las
tecnologías de la
comunicación que reconfiguraron la economía
mundial y el orden de poder de la
posguerra, develaron la necesidad de también reajustar las
identidades y
arreglos de género propios de la vertiente capitalista
industrial en proceso de
superación. En este sentido, la estricta división genérica de lo privado y
público del discurso del
capitalismo de bienestar fue
cuestionado en la nueva era neoliberal globalizada por la
progresiva entrada de las mujeres a la Población
Económicamente Activa (PEA) y
el propio discurso feminista.
El
mundo se reorganizó en nuevos bloques económicos,
reduciendo el papel del Estado en las economías nacionales y
revirtiendo las políticas
públicas y premisas fundamentales del funcionamiento del
Estado benefactor, incluyendo las
políticas
relacionadas al salario familiar que –de manera diferencial
según el país– fue un
mecanismo garante del orden de género industrial moderno.
Finalmente, en México
la modificación del modelo también
reconfiguró las reglas de juego del campo
político,
encausando a las fuerzas opositoras –incluyendo los
feminismos y las
organizaciones populares– a participar dentro de la
política formal del Estado,
con los consiguientes procesos de especialización obligada
por la nueva orientación
neoliberal y materializada mediante la distribución de los
fundos internacionales.
En este proceso, se fortalecieron a algunas organizaciones feministas
no
gubernamentales (ONG), constituyéndose en actoras
privilegiadas, en sustitución
de la pujanza movimentista de décadas anteriores. Alvarez
llama a
esta fase la ONGzación del
movimiento,
enfatizando la sustitución de metas concretas y realizables
por los objetivos estratégicos
originales (2009).
Molyneaux (2002)
considera dicho momento histórico en América
Latina como de transición entre
una política feminista de reclamos a un marco de derechos y
ciudadanía. Por su
parte, Vargas (2002) subraya que el vuelco hacia el discurso de
derechos contrastó
con una realidad socioeconómica de creciente pobreza para la
mayoría de las mujeres,
extendiéndose y profundizándose la
condición de pobreza con la aplicación de
políticas neoliberales. Dicha tensión entre
ciudadanía y pobreza recalca el
significado diferencial de la articulación de
género, clase, raza y etnicidad en
el acceso pleno a los derechos de las mujeres,
desembocándose posteriormente en
divergencias de fondo en cuanto a las metas mismas de los feminismos
La
década de los noventa vio formalizarse la
incorporación de los derechos de las mujeres a nuevas
conferencias y convenciones
internacionales, globalmente tipificando pautas de
identificación, atención y
eliminación de la inequidad de género que
–con la firma del Protocolo de la
CEDAW (1999)– obligaron a los Estados firmantes a cumplirlas
(Maier, 2007). De tal forma, la creciente hegemonía
internacional del discurso de igualdad de
género y la promoción de los derechos y
ciudadanía de las mujeres se insertan
en un periodo histórico de transición entre
modelos capitalistas,
institucionalizándose plenamente en la época de
consolidación del capitalismo
postindustrial globalizado; era que Beck caracteriza como de desfase
institucional (“institucional lag”) entre
el rezago de las instituciones
del sociedad industrial y la velocidad de los cambios cotidianos de la
vida
contemporánea (2000). Enraizado en la efervescencia del
discurso feminista y
los movimientos de las mujeres, pero promovido desde los institutos
supranacionales
e internacionales que se fortalecieron en esta época como
actores mundiales con
gran influencia en los margines de operación de los
Estados-nación, la
institucionalización de la perspectiva de género
dividió en dos el feminismo mexicano
de la segunda ola.
Por
un lado, se integró una franja mayoritaria que
argumentó a favor del proceso
institucional como una estrategia efectiva para reorganizar y
resignificar el
orden de género,
apostando así al
reconocimiento pleno del sujeto mujer, la ampliación de la
ciudadanía de las
mujeres y la expansión del concepto mismo de
ciudadanía. A la vez,
progresivamente se consolidó otra tendencia llamada el
feminismo autónomo que
rechazó la participación
institucional, reconfirmando la meta de deconstruir al orden patriarcal
desde el
posicionamiento subversivo original que reusó de toda
colaboración con el
Estado. Con el cúmulo de experiencias institucionales el carácter y tono de las
críticas se
han elevado. Por ejemplo, Nancy Fraser (2016),
la feminista socialista académica,
ha sostenido que la radicalidad de la propuesta de las
primeras
décadas del feminismo segunda
oleada fue
vaciado de contenido y aprovechado por el neoliberalismo globalizado,
volviéndose “la sirvienta del
capitalismo”. Por otra parte, académicas
latinoamericanas (Lugones 2014, Espinosa
2014, Gargallo 2014),
ejemplificando
respetivamente el feminismo lésbico, decolonial, e
indígena, descalifican a la
segunda ola por lo que afirman es una esencia liberal-burguesa, blanca
o
mestiza y heterosexual, cuyos avances son vistos como relativos y
restringidos
al contexto del Estado liberal y sus clases medias y altas, sin
considerar las
implicaciones de la intersección del género y
otras dimensiones identitarias.
En este sentido, desde miradas
identitarias feministas enraizadas en posicionamientos sociales,
expresiones
etno-culturales, orientaciones sexuales y enfoques
ideológicos distintos, se
construyen análisis que cuestionan la aplicación
universal de la perspectiva de
género y asimismo el propio valor de los descubrimientos,
teorizaciones y
agencia política de la segunda ola. Hoy en día
ambas tendencias –con sus
respectivas evoluciones paradigmáticas– pueblan el
campo de disputa por los
significados de feminismo, género, igualdad y
ciudadanía, reflejando posiciones
profundamente distintas y aun encontradas pero enraizadas ambas en los
feminismos de la segunda ola.
Reflexiones
Finales
Desde
su irrupción en el escenario público y
político de los países altamente industrializados
a finales de la década de los
sesenta, la llamada segunda ola feminista se dedicaba a develar los
dispositivos institucionales, económicos y culturales
contemporáneos e
históricos de la subordinación,
desvalorización y discriminación societal de
las mujeres. Anclando su voz y presencia a la experiencia vivida de
mujeres
cuya intersección de dimensiones de identidad
permitió el privilegio de reflexionar
exclusivamente en torno a su posicionamiento de género, sin
las tensiones de
otros incisos identitarios conflictuados, las feministas de la segunda
ola
–como actoras individuales y colectivas– y los feminismos –como enfoques
ideológicos-políticos diferenciales–, se abocaron a identificar, explorar,
analizar y deconstruir la naturalización de las identidades
sexuales, su
correspondiente reparto social de trabajo y la relación
asimétrica de poder entre
hombres y mujeres, comprendiendo a las prescripciones de
género como parte cardinal
de la reproducción diaria y generacional del moderno orden
industrial. Es
decir, a partir de distintas formas de agencia colectiva, campos de
especialización académica y epistemes
políticos se aproximaron a la tarea de identificar,
denunciar y deconstruir las dinámicas del orden
androcéntrico-heterosexual de género
y su cometido en la reproducción del moderno modelo
industrial capitalista.
Sus
reclamos rebasaron por
mucho la demanda de derechos a la educación y
ciudadanía política de la primera
ola, centrándose más bien en el examen de la
metodología del poder de lo
privado, lo íntimo y el disciplinamiento del cuerpo femenino
y traduciéndose en
la impugnación del discurso hegemónico de la
naturalidad del orden sexual. Como
señaló Simone de Beauvoir anticipadamente:
“No se nace mujer, se llega a
serla”. Poner nombre a las tecnologías de las
sociedades occidentales y
vivencias cotidianas que disciplinaron y moldearon a cuerpos sexuados
en mujeres
socialmente reconocibles aportó a una nueva
sociología de presencia, en que
sujetos femeninos anteriormente ignorados abrieron brecha al imaginario
colectivo como detentadoras de experiencias y miradas existenciales que
merecieron reconocerse como productoras de conocimiento. La emergencia
del
sujeto colectivo mujer –con todos sus impedimentos universalizantes– lo sacó de las dimensiones de ausencia
social en que la hegemonía masculina occidental le
había posicionada hace
siglos.
Hasta
ahora la segunda
ola feminista no se arropa en un marco histórico
definido. Se saben con
precisión de sus inicios en la década de los
sesenta, empero existen opiniones
contrastadas frente al momento de su ocaso; aseveraciones que encierran
críticas ontológicas, epistemológicas
e ideológicas significativas. Mientras
que algunas académicas feministas consideran que todas las
distintas
expresiones del feminismo contemporáneo pertenecen a –o son hijas de– una sola matriz (Lagarde, 2013), otras estudiosas afirman que la
institucionalización de las políticas
de género marcó su muerte, reemplazando la
radicalidad utópica original con la
meta de lo posible (Fraser, 2013). Aun otras
académicas-activistas argumentan
que los nuevos feminismos decoloniales representan una ruptura de
raíz con los
feminismos de segunda ola, produciendo
“desplazamientos
político-epistémicos a la racionalidad occidental
del feminismo eurocentrado”
(Espinosa Miñoso, et al, 2014, p.13).
Por último, la irrupción en redes
sociales y en las calles de una generación joven feminista –fundamentalmente urbana, educada y clase
mediera– a favor de
la
legalización del aborto (“Mi Cuerpo, Mi
Decisión”), protestando la desaparición
y asesinato de las
mujeres (“Ni Una
Menos”) y,
en contra del acoso,
hostigamiento y violación
sexual (“Yo También” y “El
Violador Eres Tú”), refleja en su mirada
paradigmática y lemas políticos a los hilos de
herencia de la segunda ola, en contextos
estructurales y tecnológicos disímiles que hoy en
día ofrecen posibilidades de
comunicación y organización novedosas. Empero
dichos posicionamientos
diferenciales frente a la condición, situación y
derechos de las mujeres han
resultado en fracturas del movimiento feminista, ahora con expresiones
separadas
por guetos identitarios según intersecciones precisas y
particulares.
Contrastada
a tal fragmentación,
se destaca la consolidación de discursos antifeministas
promovidos por
instituciones religiosas y organizaciones civiles afines,[17]
que han logrado grados diferenciales de influencia política
en distintos países.
En su disputa discursiva por la hegemonía de la
interpretación cultural se descalifican
a los feminismos y su teorización como una
construcción ideológica malévola,[18]
contraria al mundo natural, los valores religiosos y el mandato
superior, finalmente
posicionado en el centro del debate político la contienda
por los sentidos de la
vida, la persona, la sexualidad y la familia. Por lo mismo,
señalé al inicio
del artículo que su objetivo principal es
político, con la esperanza –quizás utópica– de que un repaso crítico de los
hallazgos y privilegios de la segunda
ola pudiera fungir de invitación a la
búsqueda de una metodología de
traducción cultural, para entablar conversaciones entre las
distintas
expresiones del feminismo de los siglos XX y XXI en un momento
histórico
distópico, carente de meta-relatos discursivos holistas e
incluyentes, alianzas
amplias y estrategias a largo plazo impulsadas por visiones
paradigmáticas de
transformación social profunda.
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Elizabeth
Maier-Hirsch
Doctora
en Estudios
Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM), con
especialidad en Estudios de Género y Estudios de las
Mujeres.
Profesor-investigadora de El Colegio de la Frontera Norte. Miembro del
SNI,
nivel 2. Ha sido
presidenta de la
Sección de Estudio de Género y Feminismos de la
Asociación de Estudios
Latinoamericanos (LASA), ha recibido varios premios y reconocimientos,
y cuenta
con seis libros y numerosos artículos y capítulos
publicados. Entre sus
publicaciones más recientes destaca: Significados ocultos de
la guerra cultural
sobre el aborto en Estados Unidos. Frontera
Norte, 30(59), pp. 57-80, 2018.
[1] Se ha
cuestionado la noción de olas
por sus implicaciones de discontinuidad. La uso aquí para
precisar a los contextos
históricos en que actoras colectivas feministas emergieron
con renovada
intensidad, nuevas miradas interpretativas, necesidades y reclamos.
[2] Considerar a
la intensidad
emocional de la esperanza, que colmó el imaginario colectivo
feminista de la
segunda ola con nociones ontológicas de profunda
transformación social,
política y cultural, evoca a la categoría de sentipensar
(Falsborda,
1984, en Escobar, 2016, p.14), que Eduardo Galeano
popularizó como la capacidad
de “no separar la mente del cuerpo, y la razón de
la emoción” (Escobar, 2016,
p.14)
[3]América
Latina ejemplifica la
relación obligada entre la democracia formal y el
florecimiento feminista,
registrándose un fuerte empuje segunda oleada
en países formalmente
democráticos como México, Costa Rica y Venezuela,
mientras que, en las
dictaduras de la época en Chile, Argentina, Brasil y
Uruguay, las feministas se
integraron a la lucha antidictatorial, retrasando la
conformación del
movimiento feminista hasta el retorno democrático (Di Marco,
2006).
[4]
Se examinará a las distintas
corrientes en
mayor profundidad en el apartado de este
artículo intitulado “Tendencias
de la segunda
ola: afinar la mirada”,
[5]
En
un primer momento, dicha
perspectiva fue considerada exclusiva y universalmente a partir de su
posicionamiento de género, ocultando así
implícitamente privilegios sociales
que provenían de otras dimensiones identitarias. Hoy en
día, los alcances del imaginario
segunda oleada son interrogados, enriquecidos y
reformulados por las
experiencias situadas y reflexionadas de nuevas actoras feministas del
siglo
XXI.
[6] La
transversalidad es una de las
premisas conceptuales y metodológicas de la Plataforma de
Beijing (2001),
enalteciendo la importancia de incluir y articular las experiencias,
intereses
y perspectivas de las mujeres en “el diseño,
implementación, monitoreo y
evaluación de políticas públicas y
programas en todas las esferas políticas,
económicas y sociales” (Maier, 2007, p.192).
[7] Llamo orden de género industrial moderno al
modelo hegemónico de las
relaciones de género que caracteriza el capitalismo
industrial consolidado,
comprendiendo a una división sexual de trabajo a partir de
la segmentación
social de lo público y lo privado, la apreciación
diferencial de dichos ámbitos
y de sus representaciones genéricas.
[8]
Ver
Feminist Methodologies for Critical Researchers (Sprague, 2005).
[9] Foucault
define a la biopolítica
como una de las técnicas centrales de la
dominación moderna. Asociada al
concepto de población que desde el siglo XVIII sustenta la
noción de un
conjunto demográfico, la biopolítica encausa a
los procesos sociobiológicos
mediante “una serie de intervenciones y controles,
reguladores” (1986, Vol.1,
p. 35-36) que amoldan el cuerpo-especie a los requerimientos
estructurales
(Maier,2016).
[10]
Algunos lustros
más tarde, Bourdieu (1996) llamó habitus
al complejo proceso de introyección y
reproducción de las
prescripciones que legitiman las relaciones sociales de poder –en este caso, la asimetría sexual– en lo profundo del inconsciente individual, el
porte
y los gestos del cuerpo. anotando
que la posibilidad de agencia y transformación existe
esencialmente en
contextos históricos particulares. En contraste, la mirada
posestructuralista
de Butler apuesta a la flexibilidad de las identidades de
género y la fluidez
de su agencia, considerando que son efectos de procesos de
“sutil y
políticamente obligada performatividad”
a través de actos de
constante repetición.
Dialécticamente los márgenes de reconocibilidad
de la performatividad
confirman, resisten y producen significados de identidad que abran a la
viabilidad de la agencia más allá de lo binario
(2009, p.335).
[11]
De Sousa Santos
anota que “la denuncia de nuevas formas de
opresión implica la
denuncia de las teorías y de los movimientos emancipatorios
que las omitieron”
(2000, p. 178).
[12]
Traducción propia.
[13] Dice
Blázquez Graff (2010:28): “El
concepto central de la epistemología feminista es que la
persona que conoce
está situada y, por lo tanto, el conocimiento es
situado...” En este sentido,
el situarse es una parte fundamental de la
metodología feminista y en mi
caso, sustenta mi énfasis en las contribuciones del feminismo
popular que
en este texto es percibido desde los recuerdos de la mirada del
feminismo
socialista. Desde 1976, me integré de lleno al activismo
feminista al
naturalizarme mexicana. Al mudarme de Oaxaca a la Ciudad de
México en 1977,
tuve la oportunidad de participar en el movimiento más
dinámico del país,
resaltando entre otras iniciativas claves: la colaboración
entre distintas
tendencias en esfuerzos como la negociación de las primeras
propuestas
jurídicas de despenalización del aborto, en 1978;
la constitución de la primera
red de alianzas entre mujeres feministas, mujeres sindicalistas,
feministas
socialistas y agrupaciones lésbicas; la
elaboración e impartición del primer
Taller de Derechos Humanos para Mujeres del Sector Urbano-Popular, de
un año de
duración; y, la formación -con muchas otras- de
la Coordinadora “Benita
Galeana” de Mujeres. El
repaso general
de los significados analíticos y emotivos de dichas
experiencias se hace destacando
una fase del feminismo mexicano de la década de los ochenta,
no valorado por
los todos los grupos feministas originarios (Bartra,2000, p.44), que se
comprende aquí como un antecedente interseccional a algunas
de las nuevas
expresiones de la tercera ola.
[14]
Sojo (1985 p. 16) define a lo
popular como las múltiples expresiones de la
clase trabajadora en América
Latina
[15] En 1979 se
constituyó el Frente
Nacional por la Liberación y los Derechos de las Mujeres
(FNALIDM). (Cano 1996)
[16]Una
tendencia de
las feministas de izquierda se abocó a apoyar el rescate de
las mujeres obreras
afectadas por el colapso de las fábricas, promoviendo la
organización y
reconocimiento del Sindicato de Costureras (Bartra, 2000, p. 44). Otro
sector
del feminismo socialista se volcó hacia el trabajo cotidiano
en las colonias
populares más impactadas por la intensidad del temblor,
agudizando viejas
necesidades e implantando nuevas.
[17] En Estados Unidos y América Latina
resalta el papel del fundamentalismo
evangélico y pentecostal y el integrismo católico
en la articulación y
promoción del discurso antifeminista.
[18] El
término
“feminazi” es invento de Rush Limbaugh, uno de los
locutores de radio
estadounidense de ultraderecha.