Revistando el Sentipensar de la Segunda Ola Feminista: Contextos, miradas, hallazgos y limitaciones
Revisiting
the Sentipensar of the second feminist wave: Contexts, perspectives, discoveries and limitiations

                                                                            
Elizabeth Maier-Hirsch
https://orcid.org/0000-0002-1390-2666
El Colegio de la Frontera Norte
emaier@colef.mx

 
Resumen: El presente artículo tiene el objetivo de revisitar analíticamente los orígenes y desarrollo del feminismo de la segunda ola en Estados Unidos y México, a partir de sus hallazgos ontológicos, epistemológicos, conceptuales, políticos y experienciales, con la intención de ofrecer una mirada situada y contextual que aporte a la construcción de puentes de mayor entendimiento entre los feminismos contemporáneos y antecesores. Dicho repaso analítico pretende desentrañar apreciaciones actuales reduccionistas de su caracterización e impacto. Su meta es política y gira en torno al rescate de una comprensión más integral de la segunda ola, basada en la premisa de continuidad entre feminismos. La metodología empleada es de revisión bibliográfica, complementado con la reflexión analítica desde la propia experiencia como participante en dicho movimiento en ambos países.

Palabras claves: Estudios de género, feminismos de la segunda ola, Estados Unidos, México.

Abstract: The aim of this article is to analytically revisit the origins and development of second wave feminism in the United States and Mexico, with emphasis on its ontological, epistemological, conceptual, political, and experiential findings. This analytical review proposes to contest actual reductionist appreciations of its characterization and impact.  The underlying goal is political. It is based on the premise that a more integral view of the origins and development of second wave feminism could offer elements of continuity and common ground between contemporary and previous feminisms. The methodology is centered on a bibliographical review, as well as the reflective analysis of my own experience in the second wave feminist movement in both countries. 

Key words: Gender studies, Second wave feminisms, United States and Mexico.

Traducción:
Elizabeth Maier-Hirsch, El Colegio de la Frontera Norte

Cómo citar:
Maier, E. (2020). Revistando el Sentipensar de la Segunda Ola Feminista: Contextos, miradas, hallazgos y limitaciones. Culturales, 8, e485. https://doi.org/10.22234/recu.20200801.e485  

 

Recibido: 12 de agosto de 2019         Aprobado: 20 de enero de 2020           Publicado: 05 de mayo de 2020

 

 

Introducción a una defensa razonada de la segunda ola

Hablar de la segunda ola feminista es referirse a uno de los movimientos sociales más dinámicos y transformativos de la última mitad del siglo XX.[1]  Explorarla a mayor profundidad implica adentrar a las propuestas metodológicas, conceptuales y estratégicas que informaron las  distintas tendencias y fases de dicho discurso político de desconstrucción y reorganización social, recordando asimismo el sentir emocional que fungió de motor del progresivo descubrimiento de los componentes de la subalternidad de género.[2] Para su momento histórico, el feminismo de los 60, 70, 80 y 90 enarboló un novedoso discurso radical de reconfiguración identitaria y redistribución del poder del orden de género de la modernidad industrial, que con el tiempo se plasmó en nuevos derechos anclados al cuerpo, la sexualidad, la reproducción, la reconfiguración de la división sexual del trabajo, la tipificación de la violencia de género y la participación política.

El feminismo de segunda ola nació en los países altamente industrializados, en plena coincidencia con el ocaso de la modernidad industrial y en respuesta a algunas de las contradicciones producidas por el modelo capitalista keynesiano de bienestar social. Las ofertas educativas y laborales para mujeres y una nueva biopolítica basada en innovaciones en materia anticonceptiva develaron nuevas tensiones al interior de instituciones como la familia nuclear- heterosexual-patriarcal, fundación del estado nacional y el capitalismo industrial. Desde su inicio en los años 60, el nuevo empuje feminista entreveía la reorganización de la familia y de la división sexual de trabajo, recalcando la necesidad de redefinir el sujeto mujer cultural e institucionalmente de manera que se constituyera en una participante económico, político y social plena. 

La resonancia feminista no se restringió a los países capitalistas hegemónicos, sino que en pocos años se trasmutó en un discurso trasnacional (Alvarez, 2009) adaptado en distintas realidades nacionales de democracia liberal por mujeres de países no hegemónicos, cuyas necesidades e intereses fueron similares a sus contrapartidas clasemedieras, educadas y económicamente autónomas de los países centrales. [3] A pesar de las diferencias significativas en la proporcionalidad de la clase media en los distintos países, la conformación de una clase media sólida fue uno de los cometidos principales del moderno modelo capitalista industrial de democracia formal y ésta, la incubadora del movimiento feminista de la segunda ola.

Con los ajustes discursivos en atención a las diferencias históricas, estructurales y culturales entre países, la segunda ola demostraba una creciente complejidad, progresivamente profundizando y ampliando su propuesta paradigmática interruptora original al acomodarse a los contextos y condiciones particulares de cada país. En todos los casos, los feminismos se enfocaron en el cuestionamiento del sitio social subordinado de las mujeres, pero, aunado a las diferencias nacionales, sus estrategias de acción también variaron según la mirada política-ontológica representada por las distintas corrientes –la liberal, la socialista o la radical/cultural– que conformaron la segunda ola.[4] 

El consiguiente desarrollo discursivo fue producto de la interrelación dialéctica de los tres ejes de los feminismos de la segunda ola: el activismo político de concientización, la teorización académica y las propuestas políticas de deconstrucción de la desigualdad. La complementariedad entre dichos ejes no fue siempre armónica ni lineal, pero finalmente influyó en la consolidación de una nueva mirada epistemológica basada en la experiencia de las mujeres, lo que impactó la manera de concebir la relación entre lo privado y lo público, la familia, el trabajo, la política, la democracia y la ciudadanía.[5]  En este sentido, la progresiva formulación de interrogantes claves contribuyeron a cuestionar el imaginario social que hasta entonces se había anclado en la naturalización de la asimetría de género, con la normalización de la subordinación, discriminación de las mujeres y la dominación privilegiada de la masculinidad. ¿Desde qué geografías sociales y corporales, arreglos de trabajo, prácticas cotidianas, creencias, normatividad, jurisprudencia y subjetividades se han excluido histórica y actualmente a las mujeres? ¿Desde qué perspectivas y qué condiciones se puede impulsar y asegurar su plena participación social, económica y política? Las respuestas diferían según la particularidad de cada corriente feminista, empero, todas se adscribieron a la meta de deconstruir la desigualdad de género.  

Originalmente,  los feminismos de la segunda ola se enraizaban en las tensiones de la fase final de la modernidad industrial, pero con el tiempo se acomodaban a los parámetros de la transición y consolidación de la era posindustrial, caracterizada por la innovación tecnológica, la reducción de las funciones del Estado, la reorganización global de la producción capitalista y la inclusión de nuevos sujetos laborales más propensa a la explotación, como las mujeres y las y los migrantes indocumentados. A su vez, el colapso del socialismo real –a finales de los ochenta– sacudió las utopías marxistas e interrogó a los proyectos de izquierda, incluyendo el discurso interseccional de género-clase del feminismo socialista. En este contexto, a mediados de la década de los noventa, los feminismos mexicanos de la segunda ola, esencialmente urbanos, mestizos, de clase media y con educación superior (Vargas, 2008), se dividieron de manera categórica frente a la opción de participar en el proceso de institucionalización, lo que implícitamente inscribió a sus allegadas al marco global del capitalismo neoliberal como contrincantes de casa y posicionó a las feministas ortodoxas en una autonomía sin referente nacional.

Desde entonces, existen cuestionamientos en torno a la eficacia de la experiencia de institucionalización de la perspectiva de género y su validez para los distintos sectores de mujeres (López, Maier, Tarrés, Zaremberg, 2014). Con el cúmulo de experiencias institucionales, el carácter y tono de las críticas se han elevado. En este sentido, desde miradas identitarias feministas enraizadas en posicionamientos sociales, expresiones etno-culturales, orientaciones sexuales y enfoques ideológicos distintos, se construyen análisis que cuestionan la aplicación universal de la perspectiva de género y asimismo el propio valor de los descubrimientos, teorizaciones y agencia política de la segunda ola.

Aunado a dichas tensiones al interior de los feminismos, también se evidencia el avance contemporáneo de discursos conservadores-religiosos a favor de la naturalización de las identidades de género y la asimétrica relación de poder en la familia heteronormativa (Frente Nacional por la familia, 2019). Con el aumento de la participación de las mujeres en todas las dimensiones de la esfera pública, la institucionalización y transversalidad de la perspectiva de género[6] y la consiguiente desnaturalización relativa de la subordinación de las mujeres, se registran expresiones cada vez más vocales y organizadas de resistencia tradicionalista y rechazo a las propuestas de transformación al orden de género industrial moderno que el movimiento feminista de la segunda ola promovió.[7]

Dentro de este contexto complejo, la pretensión del presente texto es revisitar y reexaminar aspectos claves de la segunda ola en Estados Unidos y México. Selecciono a estos dos países no solo porque representan el telón de fondo de mi experiencia existencial y activismo, sino también porque sus historias nacionales conflictivas entrecruzadas, sus diferencias estructurales y sus lazos migratorios históricos y actuales hacen que el análisis feminista epistemológico, contextual y fenomenológico no comparativo ofrezca una mirada enriquecedora de los feminismos de la segunda ola. Propongo enfatizar: los contextos en que se emergieron los feminismos de segunda ola y los significados de su irrupción sociopolítica en ambos países; la dialéctica entre la producción académica inicial en torno al tema y la consolidación política y cultural del movimiento feminista; los aportes de su metodología de pequeño grupo de consciencia; la elaboración de categorías que visibilizaron lo que con anterioridad no fue socialmente relevante; las miradas y metas de sus distintas tendencias; y, finalmente, la influencia de los contextos nacionales en el auge de tendencias feministas diferenciales, enfatizando la experiencia del feminismo popular mexicano a modo de anticipar la interseccionalidad identitaria como fundamental para comprender lo particular de las diversas experiencias de ser mujer.

Empleo la metodología feminista de análisis epistemológico y contextual, enriquecida por la reflexión analítica situada de la experiencia propia de activismo feminista,[8] tanto en Estados Unidos a finales de los 60, como en México durante las décadas de los setenta, ochenta y noventa. Habiendo nacido y crecido en Nueva York e inmigrado a México a los veinte cinco años, ambos países forman parte fundamental de mi experiencia existencial, mi identidad binacional profunda y mi militancia feminista, siendo la etapa mexicana de mayor duración. Sustentada en dicha experiencia personal y colectiva y en la revisión bibliográfica, planteo recordar, identificar y analizar el ánimo, los hallazgos, avances y deudas de la segunda ola, con el afán político de destacar algunas de las contribuciones más significativos de la segunda ola en cada país, apreciar las continuidades y rupturas y así ofrecer elementos que pretendan tejer puentes entre olas y actoras feministas del siglo XX y XXI.

Contextos, textos y pretextos de insumisión

Producto del modelo económico de los países capitalistas altamente industrializados de la primera mitad del siglo XX, el feminismo de la segunda ola irrumpió el escenario sociopolítico en EUA como aviso del momento límite de las propias contradicciones del capitalismo industrial moderno, en una fase de plena consolidación de la clase media y deterioro de la capacidad de generar ganancias extraordinarias para el propio sector de capital. El modelo fordista y la sindicalización de la producción industrial, la institucionalización y profesionalización de una burocracia estatal compleja y los beneficios distributivos de la receta económica keynesiana del bienestar social, constituyeron una clase media mayoritaria. Asimismo, la legalización de la anticoncepción en la década de los cincuenta en los Estados Unidos y las ansias desarrollistas frente a la sobrepoblación mundial creciente abarató el costo de dichos farmacéuticos y generalizó su uso en los años sesenta y setenta a nivel nacional e internacional. Esto no solo se tradujo en nuevos parámetros biopolíticos[9] que moldearon a una familia pequeña más acorde con el contexto económico industrial urbano, sino que también informó a la progresiva reconfiguración de los valores y prácticas sexuales.

Adicionalmente, el institucionalizado modelo de educación pública obligatoria para ambos sexos y la posibilidad de estudiar una carrera universitaria, volverse profesionistas y gozar de la independencia económica para una cantidad creciente de mujeres, sacudió uno de los principales pilares de reproducción del propio capitalismo industrial contemporáneo: la familia nuclear y su régimen de género. Empero no fue la única fractura del arreglo cabal entre la producción, la unidad familiar, las clases sociales, la política y la ciencia, que Beck define como la sociedad industrial (Beck, 2000), más bien en los Estados Unidos, el feminismo de segunda ola se germinó dentro de una etapa histórica de inconformidad y agitación política de parte de múltiples actores y movimientos sociales.

Aquellos fueron ejercicios contestatarios pujantes de confrontación al orden establecido, reclamando mayor injerencia en la toma de decisiones, mayor democratización social y política y un ejercicio ciudadano más incluyente e igualitario. Así fue el caso del movimiento de derechos civiles afroamericanos, el movimiento de oposición a la guerra imperial en Vietnam, los nuevos movimientos identitarios radicales afroamericanos y puertorriqueños de los barrios marginales de las grandes ciudades y el movimiento universitario estudiantil de 1967-1968. A partir de dichas experiencias  de reclamaciones sociopolíticas, organizadas conforme a la estricta división sexual propio del orden de género del modelo industrial moderno, el movimiento feminista de la segunda ola nació impugnando lo que aún en los movimientos sociales de la época fueron verdades culturales no cuestionadas, es decir, la naturalización de las identidades sexuales, la relación de poder entre ellas y la división sexual de trabajo que las organizaba y les investía con significados simbólicos reproductores de la asimetría. La esperanza fue el motor emocional de la época, nutriendo nuevos imaginarios utópicos precisamente en el momento histórico en que los representantes del capital exploraron arreglos estructurales neoliberales globalizados alternativos.

Concientizarse al género: reconfigurar la mirada

El sabor de segundo sexo que salpicaba la experiencia de participación de las mujeres en estos nuevos movimientos sociales hizo plena consciencia con las posteriores lecturas colectivas del texto clásico de Simone de Beauvoir, que inicia afirmando: “No se nace mujer; se llega a serlo. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana…” (1981, p.13).

La exposición meticulosa del argumento deconstructor de la naturalización de la desigualdad sexual, ejemplifica cómo el varón accede a lo trascendental de lo cultural-humano mientras que la mujer es simbolizada como presa de su naturaleza corporal, emblematizada como útero, visto como otro, condenada a la inmanencia. Para las feministas originarias de la segunda ola, su posicionamiento en segunda fila del activismo de los otros movimientos de los sesenta, sin el mismo poder de enunciación ni decisión de los varones a pesar de su novedosa presencia pública, fue una de las muestras experienciales que inició el cuestionamiento de la hegemonía masculina y sus sistemas de prestigio y privilegio.

Los dos volúmenes del Segundo Sexo apoyaron dicha impugnación, develando con un análisis detallado los hechos, mitos, ideologías, espacios y etapas de las construcciones culturales históricas que normalizaron la diferencia sexual como una inherente disparidad de poder y beneficios. Como confirmación y agravante de las fracturas entre la modernidad industrial y su modelo familiar de género, los textos de De Beauvoir advierten la inherencia de la cultura en la constitución del posicionamiento universal –aunque de grados y expresiones distintas– de subalternidad de las mujeres frente a los varones (Ortner, 1974). Aun cuando su meta principal fue de formular una declaración política a favor de la igualdad entre los sexos, lo erudito, sustentado y profundo del estudio de De Beauvoir invitó al feminismo académico posterior a ahondar en la identificación de los dispositivos productores y reproductores de la desigualdad desde múltiples campos de conocimiento en que históricamente la presencia, experiencia y perspectiva de las mujeres brillaron por su ausencia. 

Habría que enfatizar el impacto de otros libros tempranos en la formación de una nueva conciencia, a pesar de que sus enfoques e hipótesis han sido refutadas como erróneas o limitadas.  En The Feminine Mystic, Betty Friedan (1963) habla desde su posición privilegiada de clase acomodada, blanca y heterosexual, interrogando a los discursos socializantes que instaban a las mujeres cumplir con la moderna división sexual de trabajo como esposas, madres y amas de casa, a pesar de tener una educación superior o trabajo asalariado. El texto invita a las mujeres a ser pioneras en el mundo público y profesional reclamando condiciones de igualdad. Por su parte, en el libro Política Sexual, Kate Millet (1970) ofrece una mirada más radical de la condición femenina, develando a la binaria opresión sexual como un dispositivo político entendido lo político como la dinámica de poder sociocultural que subyacía la reproducción del propio orden patriarcal. Enriqueciendo la mirada de Simone de Beauvoir, con el análisis de distintos textos literarios, psicológicos y sociológicos, Millet argumenta que con sus matices las mujeres constituían una subalternidad universalmente oprimida y explotada, anclada simbólicamente al mundo personal. Y de allí su célebre y acertada frase que tornaría el lema de la segunda ola: “lo personal es político” (Puleo, 2018)

Otros textos proporcionaron acercamientos analíticos de mayor rigor en distintas ramas, reconstruyendo la historia misma y cuestionando otros campos de conocimiento a partir de la inclusión de las mujeres, sus experiencias y perspectivas. Entre ellos se destaca la revisión de la teoría freudiana del complejo de Edipo por parte de Nancy Chodorow (1978), que descansa en el reconocimiento de la influencia de la cultura en la organización de la división sexual de trabajo y ésta en el funcionamiento de los dispositivos psicológicos que informan el inconsciente diferenciado según el género. Así la autora brinda una interpretación sugerente de la relación entre los procesos culturales de configuración identitaria y los mecanismos de profundo amoldamiento del comportamiento, actitudes y creencias de niñas y niños.

En otro ensayo de enfoque antropológico que consideró a múltiples investigaciones de diversas culturas, Sherry B. Ortner (1996/1974) interroga la premisa de la universalidad de la subordinación femenina. Concluye –tal como De Beauvoir que es la histórica y universal tensión entre cultura y natura la que construye, simboliza y reproduce la asimetría sexual en las sociedades patriarcales, designando a los hombres como creadores de la cultura y simbolizando a lo femenino como naturaleza pura. En otro artículo escrito con Whitehead (1996), se apunta a que son los sistemas de prestigio sociocultural los que producen y reproducen el género en distintas sociedades. Por otra parte, en su artículo “El Tráfico de Mujeres” Gayle Rubin indaga a mayor profundidad lo señalado por De Beauvoir en torno a las convicciones misóginas de los grandes teóricos psicosociales y económicas de la Modernidad. Revisando la lógica teórica de pensadores como Marx, Levi-Strauss y Lacán, Rubin encuentra supuestos de origen sexista no cuestionados.[10] Mediante categorías como el sistema sexo/género y la domesticación de las mujeres, la autora explora a cada teoría como un dispositivo de reproducción epistemológica de la desigualdad sexual, finalmente asentando que la orientación culturalmente impuesta de la heterosexualidad produce y reproduce al orden asimétrico de género (1996/1974, p.35-96).[11] 

Construyendo consciencia del sujeto mujer

Darse cuenta de la extensión contemporánea e histórica del orden sexual asimétrico, desnaturalizarlo y paulatinamente identificar los espacios, expresiones y dispositivos que posicionaban desfavorablemente a las mujeres en el diseño social de valor, prestigio y privilegios, fue una verdadera conmoción existencial. Dicho proceso de creciente concientización feminista no solo cuestionó la autenticidad de las identidades y arreglos de género, sino que -para algunas de sus tendencias- prometió minar el propio orden socioeconómico, político y cultural. La identificación progresiva de los malestares femeninos (Tamayo en Vargas, 2006) y la formulación de imaginarios alternativos poblaron una utopía que prometió transformaciones radicales, siempre privilegiando la lógica de género por encima –y separada– de otras dimensiones identitarias.  Es decir, elaborando al sujeto mujer a partir de lo compartido por cuerpos femeninos subordinados en regímenes androcéntricos, sin advertir la misoginia implícita en la propia construcción simbólica del concepto mujer (Alcoff, 2019), ni las diferencias entre mujeres. Dicho reduccionismo no contempló las tensiones inherentes a los paradigmas discordantes que informaron los diversos enfoques feministas, ni lo decisivo de la intersección de otras dimensiones identitarias en la formulación y priorización de las necesidades, intereses y reclamaciones de distintos sectores de mujeres. Empero sí logró identificar las grandes ausencias femeninas en la historia y en las demás disciplinas del acervo de conocimiento occidental masculino (Scott, 2003), que hasta entonces fueron representadas exclusivamente desde la perspectiva del poder masculino. Así que uno de los retos para las feministas ilustradas de la segunda ola fue el de progresivamente construir una epistemología, una sociología y una lingüística de ausencias (De Sousa Santos, 2000), llenando los silencios que anteriormente las excluían de la trascendencia histórica.  

Descubriendo presencias y reconfigurando nociones de ciudadanía: lo personal es político

La exploración de las lagunas lingüísticas –los espacios de mudez social– que imposibilitaron verbalizar la propia experiencia existencial, fue a cargo del pequeño grupo de conciencia, una improvisada metodología colectiva de autorreflexión en la que se exploraron inquietudes y descontentos individuales (frecuentemente apoyado por la creciente bibliografía sobre el tema).  Colectivamente explorar las vivencias individuales de ser mujer, es decir hablar de la propia formación como niña, los arreglos de trabajo y privilegios de las relaciones familiares, la cartografía de oportunidades, expectativas y discriminaciones, las dinámicas de las parejas y los códigos diferenciales de la vida emocional y sexual, desenmascaró los silencios del régimen genérico imperante, abriendo el espacio cultural para nombrar en voz femenina lo que antes no tenía nombre sino solo en el lenguaje hegemónico de los imaginarios colectivos masculinos.

La progresiva identificación de las ausencias femeninas en el lenguaje develó a las esferas privada e íntima –el hogar, la familia, la sexualidad y la subjetividad– como parte esencial de la dinámica económica de reproducción social y asimismo como campos políticos en donde las identidades y relaciones de género inscriben los límites de derechos y ciudadanías. A esto se refiere el lema feminista de la segunda ola, “lo personal es político”, que reconfigura el propio sentido de lo político al desbordar lo partidario, organizacional y gubernamental para situarse en el corazón del ejercicio de poder implícito en la relación social entre los sexos. De esta manera, los feminismos de segunda ola advirtieron el sentido profundamente político de lo privado e íntimo, identificando los múltiples dispositivos de disciplinamiento del moderno poder patriarcal-capitalista que amoldan cuerpos dedicados al trabajo doméstico no asalariado y el cuidado familiar, inmiscuyendo prescripciones del deber, amar y desear que limitan y orientan la sexualidad femenina hacia una meta maternal para la reproducción social (Federicci, 2010). 

Federicci enfatiza que: “…los análisis de la sexualidad, la procreación y la maternidad se han puesto en el centro de la teoría feminista y de la historia de las mujeres” (2010, p. 27). Esta centralidad de lo privado y personal en la construcción de lo femenino interroga el concepto mismo de ciudadanía, designando a dichos campos como espacios ciudadanos y perfilando el cuerpo femenino como un cuerpo político colmado de discriminaciones, opresiones, reivindicaciones, subjetivación, derechos y ciudadanía. La liberación femenina de las ataduras patriarcales fue la innegociable intención del movimiento feminista de segunda ola. Su utopía de plena igualdad social, político y económico entre los sexos supuso la transformación radical del sistema, no únicamente su reforma. El matrimonio fue visto como la institucionalización del trabajo no pagado, metafórica y cotidianamente cercano a la esclavitud. La objetivación sexual del cuerpo de las mujeres fue rechazada tajantemente y el derecho a la autonomía corporal fue la precondición ciudadana procurada.

Jelin apunta que existen “[…] responsabilidades y compromisos inherentes a la relación ciudadanía-Estado.” (Jelin, et al, 2011, p. 22). Por su parte, Marshall (en Jelín, et al., 2011) se limitó a identificar a tres dimensiones de la ciudadanía del Estado-nación moderno (los derechos civiles, los políticos y los sociales), empero actualmente existen interpretaciones de dicha categoría que enfatizan su sentido expansivo. Contemplan su substancia como un continuo proceso de descubrimiento (De Sousa Santos, 2003) “siempre en construcción y transformación” (Jelin, 1997, p. 67),[12] ampliándose y enriqueciéndose a partir de las reivindicaciones de nuevos movimientos sociales y luchas políticas que forcejean sus anteriores fronteras. En este sentido, el reconocimiento de cada nuevo sujeto ciudadano colectivo transforma a la propia ciudadanía en un ejercicio más incluyente y complejo, con sus propias categorías y miradas, como lo emblemático de lo personal es político del movimiento feministas de la segunda ola.       

La creación de nuevas categorías que representen las realidades, necesidades, deseos y descontentos de la diversidad de mujeres es un ejercicio aún en proceso, especialmente para los sectores de mujeres que encarnan historias ausentes en la segunda ola, historias de condiciones de vida o características culturales, sexuales o sectoriales que requieran de nuevos conceptos para hacerse plenamente presentes No obstante, la arqueología lingüística de la segunda ola impulsó categorías y conceptos fundamentales para entender los posicionamientos y vivencias femeninas del orden sexual occidental. Categorías como el género (Lamas,1996), el sistema sexo/género (Rubin,1996); conceptos como la división de la geografía social en privado y público según sexo, la división sexual de trabajo, la valorización del capital en la dialéctica entre ambas esferas; la opresión sexual, la discriminación sexual y la doble moral; el trabajo doméstico no asalariado y la maternidad como dispositivos de  reproducción social, la doble jornada, salario igual por trabajo igual, trabajo de cuidados, feminización de la pobreza; autonomía corporal, maternidad no deseada, derechos reproductivos, el derecho a decidir; objeto sexual, cuerpo político, violencia doméstica, violencia de género, acoso y hostigamiento sexuales, feminicidio, violación marital; igualdad de género, equidad e igualdad sustantiva, entre otras. Paso a paso se edificó una nueva perspectiva paradigmática que, de una manera u otra, dio voz y presencia a más de la mitad de la población, hasta entonces ausente del discurso público occidental. Y sí el reconocimiento del carácter político del cuerpo femenino es el rasgo distintivo de la segunda ola feminista, sus diversos enfoques ideológicos –además de los contextos geográficos, culturales y socioeconómicos– privilegiaron estrategias diferenciadas para garantizar el reconocimiento del sujeto mujer.

 Tendencias de la segunda ola: afinar la mirada

Para las feministas clasemedieras de la segunda ola, mayoritariamente blancas en los países altamente industrializados, su posición subalterna de género fue el conflicto identitario de mayor tensión, inscribiendo en sus cuerpos y vidas diarias limitaciones y exclusiones que no experimentaron en sus otras dimensiones identitarias. La síntesis de sus posiciones sociales marcó su sitio de enunciación, informando sus discursos de necesidades, exigencias, reflexiones y teorizaciones feministas.

Empero el lugar central de la categoría de género en su inconformidad existencial fue interpretado teórica y políticamente de distintas maneras según la meta-mirada de cada tendencia feminista. A pesar de la afirmación generalizada entre los feminismos contemporáneos que la segunda ola fuese de esencia liberal homogénea, tanto en los países ricos y –aún más– en países latinoamericanos, como México, el feminismo cultural y el feminismo socialista fueron igualmente significativos, particularmente al inicio de la ola. Con el fin de apreciar las posibles rupturas y continuidades con los feminismos de la tercera ola, trazaré a grandes brochazos cómo las tendencias de la segunda ola se acercaron al concepto de la mujer, que según Alcoff (1996) es el concepto primario de la teoría feminista, siendo determinado teórica e históricamente de manera binaria por la supremacía masculina.

Desde el feminismo liberal la mujer se vuelve sujeto pleno a través de su inclusión en igualdad de derechos con el varón en la categoría de ciudadanía del Estado-nación liberal. Categoría construida desde sus inicios históricos en Francia y Estados Unidos a partir de la tensión entre inclusión/exclusión, siempre en proceso de construcción, ampliación y trasformación (Jelín, 2011). Empero, mientras que la estrategia de liberación femenina de la primera ola feminista de sufragistas de principios del siglo XX reclamó dicha igualdad incorporándose al marco masculino de ciudadanía mediante el derecho al voto y la educación, la mirada compleja de la segunda ola enfocada en múltiples campos –como el cuerpo, el trabajo, la salud y la participación política– reconfiguró la idea de igualdad ciudadana, reconociendo las especificidades que la cultura había inscrito sobre la biología femenina. De tal manera, su posición en la división sexual de trabajo de la era industrial moderna y la condición de la maternidad biológica y social matizaron el imaginario ciudadano, no agregando sus demandas a la idea de ciudadanía que nació en clave masculina sino feminizándola mediante la inclusión de conceptos –como género o feminicidio– y derechos específicos –como el derecho a una vida libre de violencia– que amplían la propia noción de ciudadanía. Vale recordar que las estrategias de constitución del sujeto-ciudadano mujer de la tendencia liberal siempre fueron enmarcadas dentro del Estado-nación capitalista.  

Por otro lado, la tendencia feminista radical o cultural entendió a la relación de poder entre hombres y mujeres como la contradicción principal de la historia, y el orden patriarcal como el sistema de opresión originario, universal y determinante. Desde esta mirada, la principal confrontación societaria es entre los géneros sexuales y la naturalización biológica de las relaciones de reproducción son institucionalizadas en políticas sexuales de opresión de las mujeres, otorgando mayor capital social a los varones (Firestone, 1970).  De esta manera, la categoría de clase sexual se vuelve clave para el análisis del feminismo radical (Morgan 2014) y el género se plantea como un constructo social de lo cual irradian todas las expresiones objetivas y subjetivas de subordinación femenina (Whelehan, 1995). Por esto, el propósito cardinal de esta tendencia aboga por la deconstrucción de dicho orden de poder y las identidades masculina y femenina que lo pueblan y lo reproducen. Sus metas incluyen la reorganización igualitaria de la división sexual del trabajo y el consiguiente derrumbe de la familia sexual binaria androcéntrica reproducida mediante tal división de labores. El papel central de la biología en el análisis de la subordinación de las mujeres resultó en que el feminismo radical y el feminismo cultural fueron dos expresiones de la segunda ola frecuentemente relacionadas, y muchas veces hasta ejemplificadas con las mismas autoras (Whelehan, 1995; Alcoff,1984)  Groso modo sus diferencias son de matices, descansando esencialmente en el énfasis puesto por el feminismo cultural en reivindicar una cultura femenina a partir de la revalorización de los atributos culturales inscritos en la biología de las mujeres (Whelehan,1995). En este sentido, la maternidad biológica y social se vuelve fuente de un poder exclusivo –y esencialista– de las mujeres.

Por su parte, el feminismo socialista de la segunda ola –cuyos antecedentes, del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, enfatizaron la necesidad de incorporar las mujeres a la producción asalariada además de lograr la igualdad ciudadana– enfrentó teórica y políticamente la ausencia del ámbito privado en la teoría marxista sobre la explotación del proletariado y la generación de plusvalía. Por lo mismo, en dicho paradigma la mujer fue ignorada como sujeto de la historia, con la excepción en su papel de trabajadora asalariada.

Desde allí, los retos para el feminismo socialista fueron múltiples. Manteniendo la construcción del sujeto mujer y su emancipación dentro del marco de eliminación del capitalismo, la reorganización productiva y repartición igualitaria de la riqueza social, las feministas socialistas académicas iniciaron su revisión de la teoría marxista explorando las tensiones y articulaciones conceptuales entre las categorías del patriarcado y el capitalismo. Reconocieron la existencia del primero mucho antes del nacimiento del segundo, pero enfatizaron la utilidad –como dispositivo de control– de adaptar el orden patriarcal a las necesidades de la explotación capitalista. Dicha intersección teórica captada por la categoría del patriarcado capitalista (Eisenstein, 1977), implicó repensar la generación, acumulación y reproducción del capital a partir de la relación íntima entre el ámbito público de producción asalariada y el ámbito privado del trabajo doméstico y de cuidados familiares no pagados, comprendiéndolos como una sola unidad de explotación. De tal manera, la reciprocidad entre la producción de bienes y la reproducción diaria y generacional de las clases sociales fue identificada por las feministas socialistas como la fuente de la explotación capitalista (Eisenstein, 1977; Harstock, 1981; Astelarra, 1984). Como resultado de este esfuerzo conceptual emergieron distintas propuestas políticas de visibilizar y socialmente revalorar las labores domésticas y familiares, enalteciendo la huelga de amas de casa y el reclamo de salario para el trabajo de reproducción y cuidado familiar como tácticas centrales (James y Dalla Costa,1972). Finalmente, aun considerando las implicaciones reduccionistas y universalistas del sujeto mujer trabajadora, la articulación de las categorías de mujer (género) y clase (asalariada) fueron un acercamiento inicial a la interseccionalidad (Sacks, 1979; Asterlarra, 1884; Kirkwood, 1984)..

La segunda ola mexicana[13]

En sus inicios, la segunda ola mexicana compartió muchos rasgos con los feminismos estadounidenses, pero el posicionamiento del país en el sistema mundo, su grado de desarrollo industrial, la consiguiente diferencia proporcional de la clase media, la complejidad de la conformación de clase trabajadora asalariada y no asalariada y la mayor influencia de una izquierda orgánica, finalmente inscribieron una identidad más diversa al movimiento.

Sin duda, los colectivos feministas originarios del primer lustro de los años setenta, constituidos por mujeres profesionistas de clase alta y media con dominio del inglés, fueron influenciados por el feminismo estadounidense. No obstante, el feminismo mexicano no fue una simple réplica del estadounidense, más bien las huellas concretas de la cultura e historia nacionales, las condiciones del capitalismo industrial tardío y las contradicciones del modelo de desarrollo estabilizador –o de sustitución de importaciones, adoptado durante la Segunda Guerra Mundial y en proceso de caducidad en la década de los setenta–, dibujaron los matices particulares del orden de género posrevolucionario-industrial mexicano. A su vez, la historia política posrevolucionaria del país y su modelo patriarcal organizativo de articulación del Estado con el partido político hegemónico oficialista y los sindicatos, organizaciones sociales y empresariales oficiales, fomentó durante décadas una práctica “ciudadana ausente (Lamas 1996, p.102). Dicho modelo político androcéntrico de democracia formal restrictiva también se incrustó de maneras diversas y relativas en los ejercicios opositores partidistas y movimientistas de izquierda, ejemplificando el masivo movimiento estudiantil de 1968 la misma tendencia general de segmentación genérica y liderazgo masculino que los movimientos sociales en EUA. La brutal represión el 2 de octubre de 1968 enalteció la tendencia autoritaria del modelo político, restringiendo aún más las libertades ciudadanas de expresión pública de inconformidades.   

El estreno unos años después de la voz mexicana de la segunda ola feminista se sitúa dentro de dicho contexto de represión política prevalente en el país. Inicialmente el discurso feminista fue rechazado por la mayoría de las fuerzas de izquierda, a pesar de haber sido la cuna de militancia política de muchas feministas. Fue percibido de etiqueta extranjera, sin aplicación nacional, una importación imperial que amenazaba la unidad de la clase trabajadora, la única sustancia social considerada fuente de transformación política verdadera. Como resultado del rechazo al autoritarismo y su íntima relación con el orden patriarcal, se orientó el feminismo mexicano hacia posiciones de autonomía del Estado y de los partidos y organizaciones políticos, enfatizando la adopción de formas colectivas de toma de decisiones y liderazgo, a pesar de que en la práctica dichos liderazgos emergieron y se consolidaron (Lau, 2000). 

Se ha identificado tres etapas del feminismo mexicano de la segunda mitad del siglo XX. En la primera fase de los años setenta, las feministas se dedicaron a hacerse presentes, empleando la metodología de los pequeños grupos de conciencia, divulgando un discurso antipatriarcal, trabajando en abrir espacios en los medios y universidades, explorando posibles alianzas y madurando los ejes de un proyecto feminista nacional. Lau (2000) llama a esta fase “la más fecunda” (2000, p. 15). En la segunda etapa, durante los años ochenta, las feministas de orientación socialista se empeñaron en establecer vínculos con mujeres del movimiento urbano popular (MUP), con el propósito de construir un feminismo popular,[14] estrechando así la colaboración entre feministas socialistas de clase media y mujeres de los sectores populares. La tercera fase de institucionalización se inicia en la década de los noventa, con el cúmulo de conferencias y convenciones internacionales dedicadas al tema de los derechos de las mujeres,  la consolidación del capitalismo neoliberal globalizado y la recomendación de parte de los grandes financiadores internacionales –como condición para acceder al financiamiento para las organizaciones sociales y no gubernamentales– de participar en el nuevo ejercicio político de incorporación opositora a la institucionalidad formal mexicana.  

A grandes rasgos, el feminismo mexicano se distinguió de los feminismos segundaoleadas de los países hegemónicos de varias maneras. En primer lugar, la posición subordinada del país en el sistema mundo se tradujo en la consolidación de una clase media significativa pero numérica y porcentualmente minoritaria, con mayor capital social y privilegios que sus contrapartes de los países centrales, pero sin la posibilidad de alumbrar a un movimiento feminista de masas como se demostró en dichos países. Por otro lado, el menor valor de la fuerza del trabajo mexicano facilitó el acceso a los servicios de empleadas domésticas asalariadas, no solo para la clase alta sino también para la clase media. Este hecho amortiguó los conflictos de pareja de las feministas                –mayoritariamente heterosexuales– frente a la reorganización paritaria de la división sexual del trabajo en casa. Como resultado de la particular estructura económica de México y dichos privilegios para las clases alta y media, el tema del reparto de labores domésticos según género no fue un reclamo principal de la agenda mexicana, como lo fue para la segunda ola en los países altamente industrializados. Asimismo, las demandas relacionadas con el ejercicio de la maternidad tampoco fueron un eje del feminismo mexicano de la primera etapa (Lau, 2000).     Dicha condición no solo limitó las transformaciones cotidianas de género, sino que iluminó la orientación heterosexual y económicamente privilegiado del movimiento, provocando tensiones posteriores con distintos sectores de mujeres cuyas necesidades e interés no fueron incorporados a la agenda feminista. Más bien, sus puntos claves fueron el cuestionamiento del orden genérico de desigualdad entre hombres y mujeres, el rechazo a la violencia hacia las mujeres y el pronunciamiento a favor de la libertad sexual y el aborto (Lau, 2000).

La extensión limitada del feminismo mexicano advirtió la conveniencia de forjar alianzas interclasistas para engrosar un movimiento de mayor influencia. A finales de la década de los setenta se conformó la primera coalición entre grupos feministas, mujeres de las organizaciones y partidos políticos de izquierda, sindicatos independientes y agrupaciones lésbicas, consensando una agenda que encerró demandas de tres campos distintos: los derechos reproductivos y la despenalización del aborto, la no violencia hacia las mujeres y los derechos laborales igualitarios,  con especial énfasis en el salario igual por trabajo igual y mayor acceso a guarderías para las madres trabajadoras.[15] A su vez,  pero no de menor importancia, la actuación pública y política de otras representaciones de mujeres, en particular las madres del Comité de Madres de Desaparecido/as o las amas de casa del Movimiento Urbano-Popular (MUP), contribuyó a reconfigurar en el imaginario colectivo el sentido de ser mujer mexicana (Maier, 2001). Sus acciones de confrontación e interlocución con el Estado encarnaron reclamos e intereses vinculados a la simbolización de la mujer como madre, ama de casa y cuidadora familiar. No obstante, a diferencia del discurso hegemónico en la sociedad industrial de la buena mujer enclaustrada en la casa y dedicada exclusivamente a lo privado, la agencia colectiva de las madres de desaparecidos/as y las integrantes del MUP rebasaba los límites espaciales y culturales de la figura femenina, ilustrando los márgenes de flexibilidad de lo que Butler definiría posteriormente como la reconocibilidad de la performatividad de género (2009). En este sentido, la intervención pública y política de dichas actoras aportó a re simbolizar lo que hasta entonces fue reconocido como la buena madre y encargada del hogar. Por lo mismo, dichas representaciones fueron campo fértil para alianzas, solidaridades y aprendizajes mutuos con las feministas. Según Vargas estas alianzas entre distintas expresiones orgánicas de mujeres fueron considerado el mayor aporte latinoamericano al feminismo internacional (Maier, 2010).

Los años ochenta vieron nacer el feminismo popular en México, producto y productor de encuentros, conversaciones colectivas, talleres, capacitaciones y búsquedas de agendas comunes entre feministas socialistas y mujeres activistas del MUP. Más que un posicionamiento feminista de las propias mujeres del sector popular, el término “feminismo popular” remitió, entonces, al deseo, aún utópico, de las feministas socialistas y las pocas mujeres feministas dirigentes del MUP de explorar los significados de la articulación entre el género femenino y clase popular. Ambos movimientos –el feminismo y el MUP– resultaron de las propias contradicciones del capitalismo industrial mexicano, siendo el caso de las colonias populares emblemático de la migración rural-urbana creada por la oferta de trabajo industrial en las urbes, lo que derivó en una sobrepoblación subempleada y marginalizada. Las organizaciones barriales fueron representaciones colectivas de interlocución con las instituciones de las ciudades y el Estado, enfocadas a resolver necesidades de sobrevivencia, gestiones burocráticas y la urbanización de las colonias. Mientras que los dirigentes generalmente eran varones, la gran mayoría de las integrantes eran mujeres.

El terremoto de 1985 devastó gran parte de la Ciudad de México, acelerando las colaboraciones entre feministas y las activistas populares.[16] Las condiciones estructurales y existenciales de las mujeres del sector popular tomaron un sitio privilegiado en esta búsqueda conjunta, siempre articuladas a los rasgos de identidad del género femenino y a la particular división sexual del trabajo de este sector. En tal aventura de alianzas femeninas se empleó la misma metodología feminista del pequeño grupo de conciencia para explorar la dialéctica entre la vivencia individual de mujeres mexicanas de clase popular y los significados colectivos de dicha vivencia vistos a partir del lente de género. Durante casi un lustro se realizó esta colaboración en búsqueda de la traducción cultural que hiciera mutuamente comprensibles vivencias de género diferenciadas por clase y el mayor o menor capital social asociado. Fue el primer acercamiento en México al reconocimiento de la interseccionalidad, “…que en el caso de las mujeres evidencia la confluencia de su exclusión genérica con otros vectores de discriminación…(los) que se potencian entre sí al ser experimentados simultáneamente en una misma persona o categoría de persona…” (Vargas, 2011, p.113).  

La experiencia del feminismo popular fue calificada por algunas feministas como un proceso asistencialista, por carecer las mujeres del sector popular de una identificación feminista asumida (Bartra, 2000, p.44). Ciertamente, al principio de dicha colaboración las feministas socialistas se consideraron portadoras de una conciencia universal de género ignorada por las activistas populares. No obstante, la noción de universalidad fue rápidamente interrogada por las contrastantes experiencias existenciales de ambos sectores de mujeres, las que se tradujeron en oportunidades, posibilidades, estrategias e imaginarios diferenciales según sector. La traducción cultural entre ambos grupos no siempre fue fácil ni exitosa, hubo notorias contradicciones, encuentros y desencuentros (Maier 2001). Empero la explícita meta compartida siempre fue de promover una auténtica conversación y negociación de reclamos de género entre mujeres con otras dimensiones identitarias que les posicionaban en distintas escalas sociales de poder y privilegio. Mientras que la vivienda, el trabajo, las guarderías, los comedores populares y el rechazo de la violencia física, psíquica y sexual fueron demandas consensadas, la cultura religiosa del sector popular problematizó un acuerdo sobre el aborto, finalmente dejándolo fuera de la agenda común. Y sobre la marcha, se fue desdibujándose la idea de la consciencia única o universal de género, frente al entendimiento progresivo de la complejidad del sujeto mujer, su necesidades y reivindicaciones.

Las colaboraciones entre las feministas y las mujeres del MUP trascurrieron en una etapa de transición histórica en que la conjugación de numerosos factores finalmente impactó a ambos movimientos. En primer lugar, el desmoronamiento del socialismo real y el desvanecimiento de las utopías asociadas, aunado a la consolidación hegemónica del modelo capitalista neoliberal globalizado y los avances en las tecnologías de la comunicación que reconfiguraron la economía mundial y el orden de poder de la posguerra, develaron la necesidad de también reajustar las identidades y arreglos de género propios de la vertiente capitalista industrial en proceso de superación. En este sentido, la estricta división genérica de lo privado y público del discurso del capitalismo de bienestar fue cuestionado en la nueva era neoliberal globalizada por la progresiva entrada de las mujeres a la Población Económicamente Activa (PEA) y el propio discurso feminista.   

El mundo se reorganizó en nuevos bloques económicos, reduciendo el papel del Estado en las economías nacionales y revirtiendo las políticas públicas y premisas fundamentales del funcionamiento del Estado benefactor, incluyendo las políticas relacionadas al salario familiar que –de manera diferencial según el país– fue un mecanismo garante del orden de género industrial moderno. Finalmente, en México la modificación del modelo también reconfiguró las reglas de juego del campo político, encausando a las fuerzas opositoras –incluyendo los feminismos y las organizaciones populares– a participar dentro de la política formal del Estado, con los consiguientes procesos de especialización obligada por la nueva orientación neoliberal y materializada mediante la distribución de los fundos internacionales. En este proceso, se fortalecieron a algunas organizaciones feministas no gubernamentales (ONG), constituyéndose en actoras privilegiadas, en sustitución de la pujanza movimentista de décadas anteriores. Alvarez llama a esta fase la ONGzación del movimiento, enfatizando la sustitución de metas concretas y realizables por los objetivos estratégicos originales (2009).

 Molyneaux (2002) considera dicho momento histórico en América Latina como de transición entre una política feminista de reclamos a un marco de derechos y ciudadanía. Por su parte, Vargas (2002) subraya que el vuelco hacia el discurso de derechos contrastó con una realidad socioeconómica de creciente pobreza para la mayoría de las mujeres, extendiéndose y profundizándose la condición de pobreza con la aplicación de políticas neoliberales. Dicha tensión entre ciudadanía y pobreza recalca el significado diferencial de la articulación de género, clase, raza y etnicidad en el acceso pleno a los derechos de las mujeres, desembocándose posteriormente en divergencias de fondo en cuanto a las metas mismas de los feminismos

La década de los noventa vio formalizarse la incorporación de los derechos de las mujeres a nuevas conferencias y convenciones internacionales, globalmente tipificando pautas de identificación, atención y eliminación de la inequidad de género que –con la firma del Protocolo de la CEDAW (1999)– obligaron a los Estados firmantes a cumplirlas (Maier, 2007). De tal forma, la creciente hegemonía internacional del discurso de igualdad de género y la promoción de los derechos y ciudadanía de las mujeres se insertan en un periodo histórico de transición entre modelos capitalistas, institucionalizándose plenamente en la época de consolidación del capitalismo postindustrial globalizado; era que Beck caracteriza como de desfase institucional (“institucional lag”) entre el rezago de las instituciones del sociedad industrial y la velocidad de los cambios cotidianos de la vida contemporánea (2000). Enraizado en la efervescencia del discurso feminista y los movimientos de las mujeres, pero promovido desde los institutos supranacionales e internacionales que se fortalecieron en esta época como actores mundiales con gran influencia en los margines de operación de los Estados-nación, la institucionalización de la perspectiva de género dividió en dos el feminismo mexicano de la segunda ola.

Por un lado, se integró una franja mayoritaria que argumentó a favor del proceso institucional como una estrategia efectiva para reorganizar y resignificar el orden de género, apostando así al reconocimiento pleno del sujeto mujer, la ampliación de la ciudadanía de las mujeres y la expansión del concepto mismo de ciudadanía. A la vez, progresivamente se consolidó otra tendencia llamada el feminismo autónomo que rechazó la participación institucional, reconfirmando la meta de deconstruir al orden patriarcal desde el posicionamiento subversivo original que reusó de toda colaboración con el Estado. Con el cúmulo de experiencias institucionales el carácter y tono de las críticas se han elevado. Por ejemplo, Nancy Fraser (2016), la feminista socialista académica, ha sostenido que la radicalidad de la propuesta de las primeras décadas del feminismo segunda oleada fue vaciado de contenido y aprovechado por el neoliberalismo globalizado, volviéndose “la sirvienta del capitalismo”. Por otra parte, académicas latinoamericanas (Lugones 2014, Espinosa 2014, Gargallo 2014), ejemplificando respetivamente el feminismo lésbico, decolonial, e indígena, descalifican a la segunda ola por lo que afirman es una esencia liberal-burguesa, blanca o mestiza y heterosexual, cuyos avances son vistos como relativos y restringidos al contexto del Estado liberal y sus clases medias y altas, sin considerar las implicaciones de la intersección del género y otras dimensiones identitarias. En este sentido, desde miradas identitarias feministas enraizadas en posicionamientos sociales, expresiones etno-culturales, orientaciones sexuales y enfoques ideológicos distintos, se construyen análisis que cuestionan la aplicación universal de la perspectiva de género y asimismo el propio valor de los descubrimientos, teorizaciones y agencia política de la segunda ola. Hoy en día ambas tendencias –con sus respectivas evoluciones paradigmáticas– pueblan el campo de disputa por los significados de feminismo, género, igualdad y ciudadanía, reflejando posiciones profundamente distintas y aun encontradas pero enraizadas ambas en los feminismos de la segunda ola.

Reflexiones Finales

Desde su irrupción en el escenario público y político de los países altamente industrializados a finales de la década de los sesenta, la llamada segunda ola feminista se dedicaba a develar los dispositivos institucionales, económicos y culturales contemporáneos e históricos de la subordinación, desvalorización y discriminación societal de las mujeres. Anclando su voz y presencia a la experiencia vivida de mujeres cuya intersección de dimensiones de identidad permitió el privilegio de reflexionar exclusivamente en torno a su posicionamiento de género, sin las tensiones de otros incisos identitarios conflictuados, las feministas de la segunda ola como actoras individuales y colectivas y los feminismos como enfoques ideológicos-políticos diferenciales, se abocaron a identificar, explorar, analizar y deconstruir la naturalización de las identidades sexuales, su correspondiente reparto social de trabajo y la relación asimétrica de poder entre hombres y mujeres, comprendiendo a las prescripciones de género como parte cardinal de la reproducción diaria y generacional del moderno orden industrial. Es decir, a partir de distintas formas de agencia colectiva, campos de especialización académica y epistemes políticos se aproximaron a la tarea de identificar, denunciar y deconstruir las dinámicas del orden androcéntrico-heterosexual de género y su cometido en la reproducción del moderno modelo industrial capitalista.  

Sus reclamos rebasaron por mucho la demanda de derechos a la educación y ciudadanía política de la primera ola, centrándose más bien en el examen de la metodología del poder de lo privado, lo íntimo y el disciplinamiento del cuerpo femenino y traduciéndose en la impugnación del discurso hegemónico de la naturalidad del orden sexual. Como señaló Simone de Beauvoir anticipadamente: “No se nace mujer, se llega a serla”. Poner nombre a las tecnologías de las sociedades occidentales y vivencias cotidianas que disciplinaron y moldearon a cuerpos sexuados en mujeres socialmente reconocibles aportó a una nueva sociología de presencia, en que sujetos femeninos anteriormente ignorados abrieron brecha al imaginario colectivo como detentadoras de experiencias y miradas existenciales que merecieron reconocerse como productoras de conocimiento. La emergencia del sujeto colectivo mujer con todos sus impedimentos universalizantes lo sacó de las dimensiones de ausencia social en que la hegemonía masculina occidental le había posicionada hace siglos.          

Hasta ahora la segunda ola feminista no se arropa en un marco histórico definido. Se saben con precisión de sus inicios en la década de los sesenta, empero existen opiniones contrastadas frente al momento de su ocaso; aseveraciones que encierran críticas ontológicas, epistemológicas e ideológicas significativas. Mientras que algunas académicas feministas consideran que todas las distintas expresiones del feminismo contemporáneo pertenecen a o son hijas de una sola matriz (Lagarde, 2013), otras estudiosas afirman que la institucionalización de las políticas de género marcó su muerte, reemplazando la radicalidad utópica original con la meta de lo posible (Fraser, 2013). Aun otras académicas-activistas argumentan que los nuevos feminismos decoloniales representan una ruptura de raíz con los feminismos de segunda ola, produciendo “desplazamientos político-epistémicos a la racionalidad occidental del feminismo eurocentrado” (Espinosa Miñoso, et al, 2014, p.13). Por último, la irrupción en redes sociales y en las calles de una generación joven feminista fundamentalmente urbana, educada y clase mediera a favor de la legalización del aborto (“Mi Cuerpo, Mi Decisión”), protestando la desaparición y asesinato de  las mujeres (“Ni Una Menos”)  y,  en contra del acoso, hostigamiento y violación sexual (“Yo También” y “El Violador Eres Tú”), refleja en su mirada paradigmática y lemas políticos a los hilos de herencia de la segunda ola, en contextos estructurales y tecnológicos disímiles que hoy en día ofrecen posibilidades de comunicación y organización novedosas. Empero dichos posicionamientos diferenciales frente a la condición, situación y derechos de las mujeres han resultado en fracturas del movimiento feminista, ahora con expresiones separadas por guetos identitarios según intersecciones precisas y particulares.

Contrastada a tal fragmentación, se destaca la consolidación de discursos antifeministas promovidos por instituciones religiosas y organizaciones civiles afines,[17] que han logrado grados diferenciales de influencia política en distintos países. En su disputa discursiva por la hegemonía de la interpretación cultural se descalifican a los feminismos y su teorización como una construcción ideológica malévola,[18] contraria al mundo natural, los valores religiosos y el mandato superior, finalmente posicionado en el centro del debate político la contienda por los sentidos de la vida, la persona, la sexualidad y la familia. Por lo mismo, señalé al inicio del artículo que su objetivo principal es político, con la esperanza quizás utópica de que un repaso crítico de los hallazgos y privilegios de la segunda ola pudiera fungir de invitación a la búsqueda de una metodología de traducción cultural, para entablar conversaciones entre las distintas expresiones del feminismo de los siglos XX y XXI en un momento histórico distópico, carente de meta-relatos discursivos holistas e incluyentes, alianzas amplias y estrategias a largo plazo impulsadas por visiones paradigmáticas de transformación social profunda.          

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Elizabeth Maier-Hirsch

Doctora en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con especialidad en Estudios de Género y Estudios de las Mujeres. Profesor-investigadora de El Colegio de la Frontera Norte. Miembro del SNI, nivel 2.  Ha sido presidenta de la Sección de Estudio de Género y Feminismos de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), ha recibido varios premios y reconocimientos, y cuenta con seis libros y numerosos artículos y capítulos publicados. Entre sus publicaciones más recientes destaca: Significados ocultos de la guerra cultural sobre el aborto en Estados Unidos. Frontera Norte, 30(59), pp. 57-80, 2018. 

 



[1] Se ha cuestionado la noción de olas por sus implicaciones de discontinuidad. La uso aquí para precisar a los contextos históricos en que actoras colectivas feministas emergieron con renovada intensidad, nuevas miradas interpretativas, necesidades y reclamos.   

[2] Considerar a la intensidad emocional de la esperanza, que colmó el imaginario colectivo feminista de la segunda ola con nociones ontológicas de profunda transformación social, política y cultural, evoca a la categoría de sentipensar (Falsborda, 1984, en Escobar, 2016, p.14), que Eduardo Galeano popularizó como la capacidad de “no separar la mente del cuerpo, y la razón de la emoción” (Escobar, 2016, p.14)        

[3]América Latina ejemplifica la relación obligada entre la democracia formal y el florecimiento feminista, registrándose un fuerte empuje segunda oleada en países formalmente democráticos como México, Costa Rica y Venezuela, mientras que, en las dictaduras de la época en Chile, Argentina, Brasil y Uruguay, las feministas se integraron a la lucha antidictatorial, retrasando la conformación del movimiento feminista hasta el retorno democrático (Di Marco, 2006).

[4] Se examinará a las distintas corrientes en mayor profundidad en el apartado de este artículo intitulado “Tendencias de la segunda ola: afinar la mirada”,

[5] En un primer momento, dicha perspectiva fue considerada exclusiva y universalmente a partir de su posicionamiento de género, ocultando así implícitamente privilegios sociales que provenían de otras dimensiones identitarias. Hoy en día, los alcances del imaginario segunda oleada son interrogados, enriquecidos y reformulados por las experiencias situadas y reflexionadas de nuevas actoras feministas del siglo XXI.

[6] La transversalidad es una de las premisas conceptuales y metodológicas de la Plataforma de Beijing (2001), enalteciendo la importancia de incluir y articular las experiencias, intereses y perspectivas de las mujeres en “el diseño, implementación, monitoreo y evaluación de políticas públicas y programas en todas las esferas políticas, económicas y sociales” (Maier, 2007, p.192).   

[7] Llamo orden de género industrial moderno al modelo hegemónico de las relaciones de género que caracteriza el capitalismo industrial consolidado, comprendiendo a una división sexual de trabajo a partir de la segmentación social de lo público y lo privado, la apreciación diferencial de dichos ámbitos y de sus representaciones genéricas.

[8] Ver Feminist Methodologies for Critical Researchers (Sprague, 2005). 

[9] Foucault define a la biopolítica como una de las técnicas centrales de la dominación moderna. Asociada al concepto de población que desde el siglo XVIII sustenta la noción de un conjunto demográfico, la biopolítica encausa a los procesos sociobiológicos mediante “una serie de intervenciones y controles, reguladores” (1986, Vol.1, p. 35-36) que amoldan el cuerpo-especie a los requerimientos estructurales (Maier,2016). 

[10] Algunos lustros más tarde, Bourdieu (1996) llamó habitus al complejo proceso de introyección y reproducción de las prescripciones que legitiman las relaciones sociales de poder en este caso, la asimetría sexual en lo profundo del inconsciente individual, el porte y los gestos del cuerpo. anotando que la posibilidad de agencia y transformación existe esencialmente en contextos históricos particulares. En contraste, la mirada posestructuralista de Butler apuesta a la flexibilidad de las identidades de género y la fluidez de su agencia, considerando que son efectos de procesos de “sutil y políticamente obligada performatividad” a través de actos de constante repetición. Dialécticamente los márgenes de reconocibilidad de la performatividad confirman, resisten y producen significados de identidad que abran a la viabilidad de la agencia más allá de lo binario (2009, p.335).

[11] De Sousa Santos anota que “la denuncia de nuevas formas de opresión implica la denuncia de las teorías y de los movimientos emancipatorios que las omitieron” (2000, p. 178).

[12] Traducción propia.

[13] Dice Blázquez Graff (2010:28): “El concepto central de la epistemología feminista es que la persona que conoce está situada y, por lo tanto, el conocimiento es situado...” En este sentido, el situarse es una parte fundamental de la metodología feminista y en mi caso, sustenta mi énfasis en las contribuciones del feminismo popular que en este texto es percibido desde los recuerdos de la mirada del feminismo socialista. Desde 1976, me integré de lleno al activismo feminista al naturalizarme mexicana. Al mudarme de Oaxaca a la Ciudad de México en 1977, tuve la oportunidad de participar en el movimiento más dinámico del país, resaltando entre otras iniciativas claves: la colaboración entre distintas tendencias en esfuerzos como la negociación de las primeras propuestas jurídicas de despenalización del aborto, en 1978; la constitución de la primera red de alianzas entre mujeres feministas, mujeres sindicalistas, feministas socialistas y agrupaciones lésbicas; la elaboración e impartición del primer Taller de Derechos Humanos para Mujeres del Sector Urbano-Popular, de un año de duración; y, la formación -con muchas otras- de la Coordinadora “Benita Galeana” de Mujeres.  El repaso general de los significados analíticos y emotivos de dichas experiencias se hace destacando una fase del feminismo mexicano de la década de los ochenta, no valorado por los todos los grupos feministas originarios (Bartra,2000, p.44), que se comprende aquí como un antecedente interseccional a algunas de las nuevas expresiones de la tercera ola.          

[14]  Sojo (1985 p. 16) define a lo popular como las múltiples expresiones de la clase trabajadora en América Latina

[15] En 1979 se constituyó el Frente Nacional por la Liberación y los Derechos de las Mujeres (FNALIDM). (Cano 1996)

[16]Una tendencia de las feministas de izquierda se abocó a apoyar el rescate de las mujeres obreras afectadas por el colapso de las fábricas, promoviendo la organización y reconocimiento del Sindicato de Costureras (Bartra, 2000, p. 44). Otro sector del feminismo socialista se volcó hacia el trabajo cotidiano en las colonias populares más impactadas por la intensidad del temblor, agudizando viejas necesidades e implantando nuevas.

[17] En Estados Unidos y América Latina resalta el papel del fundamentalismo evangélico y pentecostal y el integrismo católico en la articulación y promoción del discurso antifeminista.

[18] El término “feminazi” es invento de Rush Limbaugh, uno de los locutores de radio estadounidense de ultraderecha.