¿Por qué están de
vuelta los
comunes? La postcomunidad de los comunes digitales
Why Are the Commons Back? The
Postcommunity of the Digital Commons
Alberto López
Cuenca
https://orcid.org/0000-0003-2478-9416
Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla
alberto.lcuenca@correo.buap.mx
Resumen:
Este
artículo pretende caracterizar teóricamente la
idea de los comunes y señalar
los motivos de su auge en años recientes. Partiendo de dos
de sus definiciones
más extendidas, la expuesta en Governing the
Commons por Elinor Ostrom y
la desarrollada por Peter Linebaugh en Stop Thief! The Commos, Enclosures and Resistance, se
sostiene que los comunes hacen referencia al singular ensamblaje
de
recursos, colectividad y formas de gobernanza. A partir de esta
caracterización, el objetivo de este artículo es
subrayar que los comunes en el
entorno digital plantean un reto a dicha definición pues no
presuponen la
existencia ni de un bien escaso ni de una comunidad definida de
antemano. Se
concluirá que es el hacer común de una pluralidad
heterogénea el que instituye
una “comunidad postindetitaria” unida no por lo que
comparte sino,
paradójicamente, por lo que no posee.
Palabras
clave:
digitalización, comunidad,
gobernabilidad.
Abstract: This article aims to theoretically
characterize the idea of the commons and to point out the reasons for
its boom
in recent years. Starting from two of its most widespread definitions,
the one
exposed in Governing the Commons by Elinor Ostrom
and the one developed
by Peter Linebaugh in Stop Thief! The Commos, Enclosures and
Resistance,
it argues that the commons refer to the unique assembly of resources,
collectivity and ways in which both are governed. From this
characterization,
the purpose of this article is to underline that the commons in the
digital
environment pose a challenge to this definition because they do not
presuppose
the existence of a scarce good or a community defined beforehand. The
article
concludes that it is the common doing of a heterogeneous plurality that
establishes a “post-idetitarian community” united
not so much by what it shares
but, paradoxically, by what it does not possess.
Keywords:
digitization, communities, governance.
Traducción:
Alberto López Cuenca, Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla
Cómo
citar:
López, A. (2020).
¿Por qué están de vuelta
los comunes? La postcomunidad de los comunes
digitales. Culturales, 8, e490. https://doi.org/10.22234/recu.20200801.e490
Recibido:
20
de septiembre de 2019
Aprobado: 19 de
junio de 2020
Publicado:
13 de agosto 2020 |
Introducción
Hasta hace poco tiempo,
términos como “los
comunes”, “el procomún” o
“los bienes comunes” tenían un uso
anecdótico en
español. Cuando eran usados lo hacían asociados a
un debate académico más bien
técnico: en ciencias sociales, economía
política y la teoría de juegos, se
hacía referencia a ellos por la denominada
“tragedia de los comunes” (Hardin,
1968), que expone una hipotética paradoja en la que las
decisiones racionales
de un individuo, que quiere maximizar su beneficio, acaban por destruir
un bien
compartido y perjudicarlo irreversiblemente. La situación
actual es muy
distinta. El recurso a esos términos está tan
extendido que es difícil saber
exactamente a qué refieren (Helfrich, 2008; Hess, 2008; Nonini, 2008; López, 2011). Desde mediados de la
década de 1990 los comunes se han ido popularizando
paulatinamente con múltiples enfoques para dar cuenta de
numerosos fenómenos,
desde las estrategias de organización de un nuevo agente
político contra el
capitalismo global (Negri y Hardt, 2009; Abad, 2015) a la exigencia de
un
internet y unas nuevas tecnologías libres y colaborativas
(Vercelli, 2010; Allen
y Potts,
2016), pasando por el derecho a habitar y modificar
colectivamente la
ciudad (Harvey, 2012; Navarro, 2016; Letelier, Micheletti y Vanhulst,
2016), la
producción de pensamiento crítico para la
intervención social (Fundación de los
comunes, 2013) y los modos ancestrales de configuración de
las formas de vida y
los saberes de las comunidades originarias (Díaz, 2007;
Martínez, 2010).
¿A qué se ha
debido la
expansión de la idea de los comunes en estas
últimas décadas? ¿Qué
nuevos
significados ha tomado y qué implicaciones ha tenido su
aplicación en ámbitos
como el de los medios digitales? Este artículo pretende, por
una parte,
caracterizar teóricamente la idea de los comunes y
señalar los motivos de su
auge como tema de investigación y concepto de uso, no
sólo académico sino como
bandera de organizaciones y movimientos sociales en años
recientes. Partiendo
de dos de sus definiciones más extendidas, la expuesta en Governing
the
Commons por la economista política Elinor Ostrom
(1990) y la desarrollada
por el historiador Peter Linebaugh (2014) en Stop Thief! The Commos, Enclosures and
Resistance,
se sostendrá
que los comunes no hacen referencia a una cosa o a un bien sino al
singular
ensamblaje de tres aspectos: recursos,
colectividad y formas en
que ambos son gobernados. Desde esta perspectiva, los comunes son
más bien
formas de relación social, que dan prioridad a lo compartido
y a su
sostenibilidad sobre los intereses y el beneficio individuales (Campos
y
Rodríguez, 2017; Caravaggio, 2017; Pascual, 2018;
Guadarrama, 2018).
A partir de esta
caracterización, el segundo objetivo de este
artículo es subrayar una
problemática ligada a la renovada y extendida
suscripción de los comunes al
entorno digital, que plantea un reto a la referida
definición tradicional, pues
los comunes ya no pueden entenderse ahí delimitados por la
unidad que provee el
sentido de pertenencia a una comunidad específica, ni a un
recurso escaso que
ésta ha de administrar. A diferencia de los comunes
tradicionales –que están
ligados a bancos de pesca, al agua de regadío o a un huerto
urbano y sus formas
colectivas de regulación–, el ejercicio de los
comunes digitales no parte de la
existencia de un bien escaso ni de una comunidad definida de antemano
que se
gobierna para la subsistencia de aquél y ella misma. Se
señalará que en las
condiciones desplegadas por los medios digitales no es una comunidad
definida
previamente la que acoge la práctica de velar por los
comunes, sino que es el
hacer común de una pluralidad heterogénea el que
instituye una “comunidad postindetitaria”
unida no tanto por lo que comparte sino, paradójicamente,
por lo que no posee
(Espósito, 2012).
A diferencia de los comunes
tradicionales, la ontología de los comunes digitales los
hace ubicuos, prolijos
y reproductibles: no pueden sensu stricto ser
poseídos en exclusividad
por nadie (López, 2009). De ahí que la comunidad
postidentitaria que se
conforma en su regulación opera, más bien, a
partir de la carencia que de la
posesión. ¿Cómo sería
posible una comunidad de desposeídos digitales que
está
ligada en la medida en que cuida de un bien común que no
puede acaparar en
exclusividad? Para advertir la necesidad de replantear la
noción de comunidad,
en su relación con esta singular característica
de los comunes digitales, se
llamará la atención sobre las limitaciones de las
denominadas licencias Creative Commons,
que aunque pretenden
favorecer la libre circulación, acceso y
modificación de saberes y producciones
culturales, siguen presuponiendo nociones liberales de sujeto,
comunidad y obra
que las mantienen ligadas a una concepción tradicional de
propiedad (Berry y
Moss, 2005; Cramer, 2013) y dificulta, con ello, la posibilidad de
configurar
nuevas formas de gobernanza de los comunes. Frente a ellas,
señalaremos en qué
dirección habría quizás que entender y
practicar el sujeto, la comunidad y la
propiedad desde una perspectiva más cercana a un ethos
posthumanista que
los comunes digitales hacen imaginables (Hall, 2016).
El retorno de los comunes
El historiador Peter Linebaugh
(2014) ha señalado
en Stop Thief! cuatro momentos para entender el
interés generalizado por
la noción de los comunes que tiene lugar desde la
década de 1990 (pp. 143-144).
Este renacimiento global del término se
explicaría –dejando de lado las
singularidades de cada proceso particular– por la
atención mediática que
cobraron acontecimientos como la insurrección del
Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas en 1994 contra, entre
otras cosas, los
dictados neoliberales del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte
(TLCAN). El tratado, firmado por México con Estados Unidos y
Canadá, había
exigido acabar en 1992 con el estatuto legal del ejido, clave en las
reformas
agrarias, repartos y propiedad comunal de la tierra, recogido en el
artículo 27
de la Constitución mexicana desde 1917, y amenazaba de nuevo
a las otras formas
de vida comunitarias que aún subsisten en miles de
comunidades indígenas.
En segundo lugar, se
desató la
preocupación internacional por la degradación
medioambiental –un bien común que
a todos beneficia y afecta, pero acuciado por los intereses
empresariales y
especulativos de unos pocos– dada la contaminación
y la explotación cada vez
más intensa y descontrolada de recursos, que dio pie a la
firma del Protocolo
de Kioto en 1997. Un tercer momento que, según Linebaugh
(2014), otorgó carta
de naturaleza a una recuperación de las ideas y las
prácticas de los comunes
fueron los debates sobre la naciente red de Internet y las
posibilidades de
democracia directa y autoorganización que hacía
posible, entre otras cosas por
el empuje que cobró la idea de un software
no privativo, de código
abierto y accesible y modificable por todos los usuarios frente a
intereses
comerciales monopólicos.
Finalmente, el derrumbamiento
del bloque soviético en 1989 había inaugurado la
década, permitiendo volver a
hablar de comunes disociándolos del proyecto estatal y
totalitario del
comunismo de Estado que había representado a nivel global la
urss.
Se podían de nuevo volver a
reivindicar los comunes, pero ya sin el politburó
ni los partidos únicos
de por medio que los gestionaran. Como bien se encarga Linebaugh (2014)
de
subrayar en los numerosos casos que considera en Stop Thief!,
tanto la
noción como las formas de regular los bienes comunes tienen
una larga historia
que anteceden tanto al capitalismo como no cesan de existir, aunque los
acorralen, durante la implementación y el apogeo de
éste. La cuestión es
entonces qué coyuntura en la década de 1990
avivaría exponencialmente el
interés en ellos.
La
agresividad con la que se pusieron en marcha distintos acuerdos y
tratados que
empujaron la liberalización global del comercio y las
finanzas –cuyo epítome es
la constitución de la Organización Mundial del
Comercio en 1995–, que en esa
década pavimentaron el camino para la marcha triunfal del
denominado consenso
de Washington –que implicaba la privatización de
los servicios y recursos
públicos, la desregularización de los sectores
productivos y la
financiarización de la economía–,
produjo un enfrentamiento cada vez más
abierto entre los intereses coincidentes del Estado y el sector privado
y una multiplicidad
de colectivos y asociaciones civiles que abogaban por otras formas de
organización que no encajaban con la deriva economicista
tomada por la
globalización (De Angelis, 2007, p. 90; 2017, pp. 10-15).
El momento de mayor
visibilidad mediática de esa confrontación tuvo
lugar con las protestas contra
la reunión de la Organización Mundial del
Comercio en Seattle en 1999, aunque
las seguirían otras muy notorias en Praga contra la cumbre
del Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial en el año 2000 y en
Génova contra la cumbre
del G8 en 2001. En esta dinámica globalizadora, el Estado
fue cediendo ámbitos
de su gestión al sector privado y poniendo en entredicho
tanto la autonomía
como la competencia de sus instituciones en el manejo de los intereses
públicos,
especialmente los económicos. Algo
que posteriormente desvelarían los continuos casos de
corrupción en la
gestión de los recursos del Estado y la cada vez
más agudizada desigualdad en
el reparto de la riqueza por la complicidad de los administradores de
lo
público con las elites financieras (Piketty, 2014). Para
muchos, las
instituciones y las formas de gobernar esos intereses habían
ido abandonando al
ciudadano, un proceso que desnudaría crudamente la
“crisis” de 2008 (Marazzi,
2010).
Desde esta perspectiva, se
entendería la fuerza que volvió a cobrar la idea
de los comunes en años
recientes pues, aunque no es en absoluto nueva, para muchos
abrió la
posibilidad de hacer un corte con las formas institucionales como lo
público y
lo privado generan y regulan unas vidas cada vez más
insatisfactorias (Alonso,
2017).
Extender las ideas de
bienes comunes y su gestión como una corresponsabilidad en
los ámbitos más
inmediatos de la vida cotidiana –desde el barrio al medio
ambiente– ha sido el
modo como muchos individuos y colectivos han respondido al orden
económico
capitalista y las deficiencias de la democracia formal (De Angelis,
2007, pp.
238-247; Murota
y Takeshita, 2013; Berge
y Mckean, 2015).
Público, privado y
común
Los términos puestos en
circulación en las últimas
décadas para llevar a cabo ese corte con las formas
dominantes de propiedad y
su gestión –como los ya mencionados de los
comunes, el procomún o los bienes
comunes– pueden tener matices que los diferencien en su uso (Jeong, 2018). No obstante, en todos esos casos,
los
hermana indicar algo que es tenido comunalmente, la propiedad colectiva
(ni
individual ni privada ni pública) de un bien o un recurso
(sea material o no) y
las prácticas sociales que se configuran para la
subsistencia de esa forma de
tenencia comunal. Aquello que es tenido en común es
indisociable, como veremos,
de las formas de su administración, es decir, de las
relaciones sociales para
su subsistencia que se configuran con él.
Es
importante distinguir, por tanto, entre lo
púbico, lo privado y lo común (Zamagni,
2014). Lo público está asociado al
Estado (a
la res publica), a aquello que el Estado provee y
por lo que vela de
modo universal: las carreteras, los puentes o las costas y, en el breve
periodo
del “estado del bienestar”, la sanidad, la
educación o la cultura. Los bienes
públicos están siendo asediados y cedidos a
intereses particulares abocados a
la capitalización de bienes y servicios, es decir, que
están siendo dispuestos
para ser explotados por intereses privados (res privata). Los comunes, por su parte,
no son ni públicos
(para todos) ni privados (sólo para quienes pagan por
ellos): han sido
históricamente modos de relacionarse colectivamente con
algo, pero sólo para
aquellos asociados que se benefician y se responsabilizan de su
pervivencia.
Cabe subrayar que, aunque conceptualmente aparezcan separados,
en la práctica esto no quiere decir que haya una
división insalvable entre los
bienes públicos y los bienes comunes. De hecho, una
importante tarea hoy sería
la de definir y poner en marcha una comunalización
de las
infraestructuras y los programas públicos, como en el caso
de los bienes
culturales (Rowan, 2016, pp. 40-44, 53-59). Los comunes
“tradicionales” parecen
aplicar a comunidades organizadas de un modo relativamente
pequeño –volveremos
sobre esta cuestión más adelante–,
mientras que su alcance en nuestros días
debería pensarse, como señalan Subirats y
Rendueles (2016), a una escala más
ambiciosa:
En nuestras sociedades el Estado y las organizaciones públicas forman parte de las herramientas que necesitamos para gestionar lo común. De hecho, entiendo que buena parte del interés reciente por los comunes tiene que ver justamente con un intento de recuperar esa capacidad de gestión democrática de lo colectivo sin sus adherencias más burocráticas, más autoritarias. (pp. 73-4).
Los comunes han sido
habitualmente estudiados en su relación con
“recursos naturales” (bosques,
pastizales, ríos o bancos de pesca) desde disciplinas como
la ecología o la
economía política. Bonnie McCay y James Acheson
(1987), Edward P. Thompson
(1991) y, especialmente, Elinor Ostrom (1990) han insistido en que los
comunes
no son sólo un recurso material sino, de modo crucial, las
prácticas
institucionales que se generan para su supervivencia, lo que
ésta última
denomina como su gobernanza.[1]
Linebaugh expresa
atinadamente esta idea de que los comunes no son meramente un bien o un
recurso
cuando enfatiza que son maneras de relacionarse socialmente. No son una
cosa
sino modos de hacer colectivamente: “Los comunes no hacen referencia ni
sólo a los
recursos ni sólo a las personas sino a una mezcla de
ambos” (Linebaugh,
2014, p.
18).[2]
Los modos de hacer ligados a los
comunes vuelven a poner en primer plano que lo que se produce y
reproduce en lo
común son precisamente relaciones sociales. Como los comunes no son meramente
una cosa o un
recurso sino la práctica social ligada a ellos resulta
central la pregunta por
la gobernanza: ¿qué hacer con los comunes y
cómo hacerlos? Como ha subrayado
Hardt (2010), las formas de relación que se articulan
mediante los comunes vuelven
a hacer evidente lo que el capitalismo tiende a ocultar: que la
producción de
mercancías es ante todo una relación
social de producción. El
capitalismo es un conjunto de prácticas, instituciones y
técnicas que generan
capital a través de la producción de
mercancías y la provisión de servicios. La
fetichización, la centralidad de la mercancía,
relega y oculta esto. En el
fondo, lo que parece estar latiendo en la revitalización de
las prácticas de
comunización (commoning) es el conflicto
con las limitaciones de las
formas sociales que toma la propiedad pública y privada y,
con ello, cómo poner
en marcha otros modos de gobernanza que las desborden.
Necesitamos
mirar, sin embargo, fuera de esta alternativa. Con demasiada
frecuencia, parece como si nuestras únicas opciones fueran
capitalismo o
socialismo, el imperio de la propiedad privada o el de la propiedad
pública, de
tal modo que la única cura para las enfermedades del control
del Estado es
privatizar y para las del capital hacer público, esto es,
ejercer la regulación
estatal. Necesitamos explorar otra posibilidad: ni la propiedad privada
del
capitalismo ni la propiedad pública del socialismo sino lo
común en el
comunismo (Hardt, 2010, p. 131).
De lo que se trata no es de
otra cosa que de hacer vida de otro modo, de producir una vida
distinta. Hacia
ahí apunta precisamente Hardt (2010) cuando dilucida algunos
de los alcances
“comonistas” (commonist) que,
interpretando a Karl Marx, tendría para la
actualidad la idea de lo común en el comunismo:
En
su lugar [de una lectura humanista del comunismo], el contenido
positivo
del comunismo, que corresponde con la abolición de la
propiedad privada, es la
producción humana autónoma de la subjetividad, la
producción de humanidad –un
nuevo ver, un nuevo oír, un nuevo pensar, un nuevo amar
(Hardt, 2010, p. 141).
Se trata, pues, de oponer el
derecho de uso al de la propiedad. En este sentido, lo que se
generaría sería
las relaciones sociales mismas, la vida en común. Esto
conlleva entender, como
subraya Negri, que lo común no es meramente un tercer tipo
de propiedad sino
una forma de producción.
Significa
que el común es siempre una
‘producción’,
es naturaleza regulada o transformada, o simplemente producida. Por
tanto, el
común es un recurso sólo en la medida en que es
un producto, un producto del
trabajo humano, en el marco del régimen capitalista
inmediatamente atravesado
por relaciones de poder
(Negri, 2016, s.p.).
Desde esta perspectiva, la
vida social ya no sería un efecto colateral de dicho modo de
producción sino el
medio y el resultado del actuar común.
Gobernanza y
expropiación de los comunes
Es muy revelador cómo
al describir los procesos de
cercamiento (enclosure) mediante edictos y
expropiaciones que tienen
lugar en Inglaterra desde el siglo XIII y que hacen pasar a manos
privadas
tierras de propiedad colectiva, el citado Linebaugh (2014) subraya que
para
fines del siglo XIX apenas quedaban dos millones y medio de acres de
tierra
comunal de unos veinte millones de acres que se calculaban a finales
del siglo
XVII (pp. 144-145). En este
intenso proceso de desposesión de tierras y de
desarticulación de formas de
vida comunales, acabó apareciendo una nueva figura legal,
junto a las opuestas
del terrateniente y el comunero, en relación con la
posesión y usufructo de la
tierra: el público.
La
Royal Commission on Common Land de 1955 introdujo una tercera parte
legal además del terrateniente y los comuneros, a saber, el
público. Aunque
esto reconocía ‘un derecho universal de libre
acceso a la tierra comunal’, el
público notoriamente no administraba la tierra, como los
comuneros solían hacer
(Linebaugh, 2014, p. 145).
Éste es un aspecto
crucial,
pues el público tiene acceso a la tierra, pero no determina
ni las condiciones
para su uso ni configura las prácticas colectivas que las
regulan, es decir,
las formas de gobernanza. Este conflicto entre los comunes y sus formas
de
autogobernanza frente a su privatización mediante el
cercamiento y el alcance y
estatuto de lo público sigue estando en el centro de las
revividas prácticas en
torno a los comunes en la actualidad.
Charlotte Hess, una cercana
colaboradora de Elinor Ostrom en la International
Association for the Study of the Commons
(IASC),
recuerda cómo en Reinventing the Commons,
el V congreso de
la asociación celebrado en 1995 en Noruega, un gran
número de trabajos se
“desviaba” del tema habitual de los recursos
naturales –agricultura, pesca,
bosques, agua, etc.– para pasar a tratar temas de propiedad
intelectual,
voluntariado, el dominio público intelectual como una forma
de bien común y
aplicar el vocabulario de los comunes a Internet (Hess, 2008, pp. 2-3).[3]
A estos
últimos “comunes
digitales” Hess los etiqueta como “los nuevos
comunes” porque entiende que
forman parte de una expansión en los procesos y
ámbitos de comunalización
contemporáneos.
Los nuevos comunes pueden hacer
referencia a un movimiento revolucionario
en México, al segundo movimiento de cercamiento (Boyle,
2003), a las multitudes
inteligentes (Rheingold, 2002), a las cada vez más visibles
asociaciones de
vecinos o a la producción P2P. La dificultad de escribir
sobre los nuevos
comunes es su aparentemente ilimitada diversidad: los comunes
culturales, los
comunes vecinales, los comunes del conocimiento, los comunes del
mercado o los
comunes globales (Hess, 2008, pp. 3, 5).
¿Qué
hay entonces exactamente
de “nuevo” en los nuevos comunes? Según Hess, no hay un
uso general aceptado para el término: hay carta blanca
en el recurso al mismo, aunque todos comportan un sentido de
“compartir” y de “propiedad
conjunta” (2008,
pp. 5-6). Los
comunes tradicionales, según los caracterizó
Ostrom
en Governing the Commons, cuentan con formas de
subsistencia a largo
plazo: se centran en un
recurso definido, tienen una comunidad autorregulada y disponen de
protocolos
que permiten la sustentabilidad tanto del recurso como de la comunidad.
Estos
criterios no aplicarían puntualmente para los nuevos
comunes, como por ejemplo
en los comunes digitales, resultado de las nuevas mediaciones
tecnológicas
(Hess, 2008, p. 38).[4]
En tales casos, puede no haber un recurso limitado que deba ser
custodiado –la
ontología digital no es escasa ni excluyente– ni
una comunidad constante ni
reconocible. Aun así, en el ámbito de los nuevos
comunes sigue siendo crucial
la cuestión de la gobernanza. No se trata sólo
del estatuto y disponibilidad de
los recursos sino de quiénes y cómo pueden
establecer las formas de su gestión.
De ahí, por ejemplo, que no todas las denominadas
plataformas “sociales” estén
abiertas a formas de gobernanza colaborativa. Como subraya Fuster
Morell (2011)
al respecto:
Un
modelo de gobernanza pro-común
vendría definido por los casos en que la comunidad tiene la
posibilidad de
intervenir en la gobernanza de su propia interacción y del
recurso común
resultante de su interacción. Estas condiciones de
gobernanza pro-común, a
nuestro entender para un entorno digital, vendrían a darse
en los casos en que
[...]: 1) la comunidad cuenta con la posibilidad de intervenir en la
definición
de las políticas que gobiernan su interacción,
que generalmente viene
acompañado por la presencia de un objetivo común
y la propiedad colectiva del
recurso resultante, 2) posibilidad de intervenir en la gobernanza de la
infraestructura que sustenta la acción, 3) y, libertad y
autonomía de la
comunidad respecto a la infraestructura
(p. 241).
Hay, pues, que reparar no
tanto en el estatuto de los recursos como en las estructuras sociales
que se
configuran en la práctica de los comunes digitales. En este
sentido, como ya se
señala en el apartado previo, los comunes deben ser vistos
en su totalidad como
un proceso que produce formas de vida en común. En su
pormenorizado y
exhaustivo estudio sobre el concepto y las formas políticas
de lo común,
Christian Laval y Pierre Dardot hacen un breve repaso de las
distinciones que
se derivarían de contrastar las posiciones de Jean Luc
Nancy, Martin Heiddeger,
Hanna Arendt y Roberto Esposito para llegar, en su propia
línea de razonamiento,
a la definición de “actuar
común” (Laval y Dardot, 2015, pp. 311-319).[5]
Siguiendo
con la terminología ya utilizada en los capítulos
precedentes,
llamaremos “actuar común” la [sic]
acción que instituye lo común y se hace
cargo de él. “Actuar común” y
no sólo “actuar en común”: no
se trata, en
efecto, de lo que hacemos juntos, y que puede ser tanto un viaje como
una
acción de protesta, sino del modo de acción que
procede de la coobligación
significada por el munus latín [...] A
este respecto, el sentido primero
de communis merece ser destacado, ya que se
trataba de designar así, no
a las cosas sino a los hombres en tanto que comparten responsabilidades
o
tareas: communis fue pues en primer lugar el
nombre de compartir una
tarea entre hombres (communis es “el que
comparte las responsabilidades”)
antes de ser el nombre de las cosas que eran compartidas entre todos
(las res
communes) (Laval y Dardot, 2015, p. 318).
Lo que se comparte de modo
radical en el hacer común es, por tanto, las
responsabilidades, las
obligaciones. A nuestro juicio, y volveremos sobre este punto en la
sección
final de este artículo, esto implica que llevados a sus
últimas consecuencias
los comunes entendidos como formas de producir relaciones sociales y
formas de
autogobernanza no siempre pueden subscribir una comunidad precisa y
cerrada de
antemano, como aún se supone en la posición de
Fuster (2011) indicada más
arriba. Baste señalar por el momento que lo sorprendente es
cómo la teoría
económica ha logrado ocultar esta obviedad: que lo que
producimos mediante
nuestro trabajo, nuestro actuar común, no son cosas o
mercancías sino
relaciones y formas de vida autorreguladas. La
reivindicación de los comunes digitales
como modo de producción y organización
–en su parcialidad y fragilidad– parece
volver a hacer imaginable en el seno mismo del capitalismo que otras
formas de
articulación social pueden activarse junto a las imperantes
del mercado.
Es desde esta
perspectiva que cobra relevancia
la cuestión de qué tipo de relaciones genera el
ejercicio de los comunes. ¿Cómo
se inscriben, sortean o modifican las prácticas de lo
común las condiciones de
producción de mercancías, experiencias o ideas
propias del capitalismo? Para De
Angelis (2007) el recurso mismo a la estrategia de producir relaciones
sociales
mediante los comunes es ya un enfrentamiento abierto con el capitalismo.
El
choque de perspectivas entre una fuerza
social que produce cercamientos [enclosures] y una
que produce comunes
significa esto: el capital se genera mediante
los cercamientos,
mientras que los sujetos en lucha se generan a
través de los comunes.
Por tanto, la “revolución” no es ahora
la lucha por los comunes sino mediante
los comunes, no por la dignidad sino mediante la dignidad.
“Otro mundo es
posible”, por usar una máxima actual
insuficientemente problematizada, en la
medida en que vivamos relaciones sociales de
diferente tipo (De Angelis,
2007, p. 239).
Tanto la experiencia de lo
público estatal –que es percibida como un
servicio– como la de lo privado –a la que se accede
como cliente– desdibujaron
los vínculos de compromiso y responsabilidad colectivos que
aquello hecho común
parece poder volver a activar en la actualidad. Ahora bien, no hay que
pasar
por alto que no todas las formas de valorización y
vinculación afectiva en el
hacer común son necesariamente más justas o
beneficiosas: pueden perfectamente
ser el reducto de posiciones reaccionarias e intransigentes.
Es crucial señalar
también que lo común no elude las formas de
apropiación
del capital. De hecho, las prácticas de lo común
son cuencas necesarias de
extracción de valor para el capitalismo de nuestros
días (Negri, 2016), como lo
fue en los procesos de acumulación originaria y como lo
continuó siendo
mediante lo que David Harvey (2003) ha denominado
“acumulación por
desposesión”, es decir, mediante la
expropiación de los bienes comunes o
públicos para la explotación económica
de un grupo exclusivo. En nuestros días,
dada su proliferación, este proceso de
expropiación de los comunes cobra una
nueva dimensión.
El
mundo se está moviendo inconscientemente hacia el comunismo,
pero el capital
conscientemente subsume los nuevos comunes que surgen en ese
movimiento. Hay
muchas prácticas experimentales que están
fundadas bien en la “hipótesis del
comunismo” o que confirman su verdad; no sólo
micro-comunidades sino redes
sociales completas hacen e intercambian cosas más
allá de las relaciones de
producción capitalistas. Sin embargo, al mismo tiempo, los
emprendedores de
nuestros días son buenos para imaginar modos de subsumir
esas alternativas como
nuevos mercados de punta y explotar su potencial creativo,
excavándolos como un
“recurso natural”. Esto repite la escena primigenia
de la acumulación
primitiva, o acumulación por expropiación: el
conocimiento común –creado
políticamente juntos sin el motivo del beneficio en
mente– es sometido a nuevos
momentos de cercamiento, dividido y hecho beneficio
económico. Si nos ponemos
paranoicos, incluso podríamos decir que el neoliberalismo de
lo único que trata
es de dejar que surjan estos comunes con la sola finalidad de su
posterior
privatización económica. Mira lo que pasa con
todas las comunidades en línea y
los sitios sociales... Son sitios de lucha de clases, y la
“comunidad de los
productores libres” está del lado de los perdedores
(Riff y Vilensky, 2009, pp. 466-467).
Lo que se desprende de este
retrato, por muy
desolador que parezca, es que, aunque sea momentáneamente,
la improductividad
económica de los comunes apunta a su productividad social, a
la gestación de
otras formas de valorización.
Vivimos
en un tiempo de paradojas: de una parte, está proliferando
la producción de lo
común pero, a su vez, los comunes están
encogiéndose. La cuestión central sigue
siendo cómo la gente –en microcomunidades y en la
sociedad en su conjunto–
logra redistribuir esta plusvalía de su trabajo vivo, es
decir, cómo lo
distribuye entre otra gente y no para el beneficio de unos pocos
(Riff y Vilensky, 2009, p. 468).
La
postcomunidad de los comunes
La cuestión de
fondo, en ese proceso de redistribución al que se refieren
Riff y Vilensky
(2009), es si logra articular o no una dinámica de
comunización (commoning).
No se trata, de nuevo, simplemente de hacer disponible un bien o un
recurso
abierta o gratuitamente, sino que ese proceso de apertura conforme
dinámicas de
autogobernanza mediante los comunes (Jeong, 2015). Un ejemplo puede
servir para
apreciar esto. Planteado de modo muy sucinto: ni la
colaboración ni la
condición pública o abierta en el uso de un
recurso tiene por qué configurar
una comunidad de colaboradores mediante lo común.
Hay formas de
asociación activadas por los medios digitales que no pasan
necesariamente por los comunes, como los enjambres o las comunidades
débiles
(Stalder, 2013, pp. 31-51). Ahí, la cuestión es
si puede darse lo común sin
comunidad. Como han subrayado Berry y Giles Moss en su
crítica de las licencias
Creative Commons –que
liberan ciertos
derechos sobre la reproducción, modificación o
uso comercial de una obra, pero
en las que el autor sigue siendo el origen del cual emanan y se
legitiman
dichos derechos–, éstas generan comunes sin hacer
comunalidad (Berry y Moss,
2005).[6]
Según estos autores, las licencias Creative
Commons ofrecen sólo un simulacro de los comunes.
Son
unos comunes sin comunalidad. Bajo
el nombre de comunes, lo que tenemos en realidad es una
colección privada,
individualizada y dispersa de objetos y recursos que subsisten en un
espacio
técnico-legal de confusas y diferentes restricciones
legales, derechos de
propiedad y permisos. La red Creative
Commons quizás haga posible compartir bienes y
recursos culturales entre
los grupos e individuos posesivos [possesive]. Sin
embargo, estos bienes
no son realmente compartidos en común, ni
poseídos en común, ni responden ante
el común mismo. Se deja a la buena voluntad de los
individuos y grupos privados
permitir su reutilización. Ellos escogen cuándo
recurren a los comunes y las
libertades y agencias que confieren cuando y donde quieran (Berry y
Moss, 2005).
Hall (2016) coincide en este
enjuiciamiento de las licencias Creative
Commons, que para él apuntarían a poco
más que a una reforma de la
Propiedad Intelectual y no a su replanteamiento, lo que
dejaría en pie la
arquitectura propietaria sobre la que se erigen las estrategias de
cercamiento
y expropiación del capitalismo (pp. 12-13). Las licencias Creative Commons serían poco
más que un subterfugio legal ante el copyright,
al que no se pudo derrotar en los tribunales: no lo anula,
sino que lo
sortea (Bollier, 2008, pp. 91-95). Lo que, por una
parte, notoriamente se
echaría en falta en la operación de estas
licencias en relación con las formas
de autogobernanza de los comunes serían los derechos y
deberes respecto al
recurso y sustentabilidad del mismo, normas de
inclusión/exclusión sobre las
que se conformaría la práctica de los comunes.
Esto está directamente
vinculado, como señala Hall (2016), con el hecho de que
dichas licencias no
abogan por la existencia de un conjunto común de trabajos
poseídos de modo no
privado que todos administran, comparten y al que tienen la libertad de
acceder
y de usar (2016, p. 4). Más bien, las licencias Creative Commons dan por supuesto que
“todo lo creado por un autor
o un artista es propiedad de esa persona” (Hall, 2016, p. 4). Para Hall, el reto que
entrañan los comunes es mucho mayor:
¿Cómo
podemos operar de modo diferente en relación con nuestro
trabajo,
tareas, roles y prácticas hasta el extremo donde podamos
realmente comenzar a
confrontar, pensar y asumir (en lugar de dar por supuesto, olvidar,
reprimir,
ignorar o, de otro modo, marginar) algunas de las implicaciones del
reto que la
teoría pone a conceptos fundamentales de las Humanidades
tales como humano,
sujeto, autor, libro, copyright y propiedad
intelectual para los modos
como creamos, actuamos y circulamos el conocimiento y la
investigación? (Hall,
2016, p. 16).
Esa profunda crisis a la que las
formas de hacer común llevarían ideas y
prácticas profundamente arraigadas alcanzaría a
una idea clave sobre la que han
operado los comunes tradicionales mismos: la de comunidad. Adaptar esta noción que
se da en la
práctica de dichos comunes
“tradicionales” –como se desprende de las
lecturas
del trabajo de Ostrom señaladas más
arriba– al ámbito digital conlleva serias
limitaciones. Ésta es una cuestión que traen
reiteradamente a colación Subirats
y Rendueles (2016), la de la escala de la comunidad articulada mediante
los
comunes digitales. En los casos que suele analizar Ostrom, las
comunidades no
son de más de unos centenares de personas. “La
idea de comunes remite a
sociedades pequeñas y frías... me resulta raro
que ese modelo sea el que vaya a
sustituir con ventaja al Estado en un entorno globalizado, que
[…] está
crecientemente desterritorializado” (Subirats y Rendueles,
2016, p. 14).[7]
En
el estudio de Hess que se menciona más arriba,
donde realiza un mapa de “los nuevos comunes”,
llegaba a la conclusión de que,
entre otras cosas, la colaboración y la
cooperación son especialmente activas
en los comunes digitales y que muchos comunes son de una escala mucho
mayor,
incluso de alcance global, a la de los comunes tradicionales (Hess,
2008, p.
39). La cuestión aquí entonces pasaría
por dilucidar de qué tipo de comunidad
estaríamos hablando cuando hablamos de comunes digitales.
Retomando una idea
que ya hemos indicado, Subirats propone hablar más que de
comunes (commons)
de procesos de comunización (commoning)
para así dilatar la noción de
comunidad.
Quizás
por eso se insiste en hablar más de commoning (de
actuar para
instituir lo común) que de commons (referidos
a elementos que son por sí
mismos “común”). Nos referimos por tanto
a la capacidad o a la voluntad de
hacer que algo sea común. La comunidad no sería
así algo prefijado o estático,
alrededor de un recurso. La “comunidad”
serían aquellos que están interesados
en defender el espacio o el recurso común (Subirats y
Rendueles, 2016, p. 69).
La idea sobre la que
pivotaría
esta noción no esencialista o no identitaria
–prefijada o estática– de
comunidad se desprendería de lo que hemos
señalado más arriba, a saber, que las
prácticas productivas de lo común lo que generan
prioritariamente serían las
relaciones sociales mismas, la vida en común. Trazando un
paralelismo con el
lenguaje –uno de los bienes comunes más
evidentes– podemos decir que hablar es
la producción del significado y, a su vez, de las relaciones
sociales que lo
producen. No se puede, por tanto, disociar el recurso (el habla) de
quienes lo
utilizan y regulan su uso (hablantes) y la gestación misma
de la comunidad. No
hay, pues, una comunidad previa a su ejercicio. Ahora bien,
ésta sería una
noción de comunidad ciertamente postidentitaria y no
esencialista.
Esto
es lo que Hall intenta matizar cuando hace
referencia a una comunidad en conflicto, antagónica y no
definida de antemano
(2016, p. 21). Él se apoya en el trabajo de
Espósito para sugerir su idea de
comunidad agonística, postidentitaria o no esencialista. En Communitas,
Espósito sostiene que, a diferencia de esa
concepción que hace de una comunidad
un conjunto de sujetos unidos por una misma
“propiedad” (2012, p. 22), el
sentido antiguo de communis era el de quien
comparte una carga. “Por lo
tanto, communitas es el conjunto de personas a las
que une, no una ‘propiedad’,
sino justamente un deber o una deuda” (Espósito,
2012, p. 29). Lo que
convocaría a la comunidad entonces sería una
carencia. Es revelador, como señalará
más adelante, que el opuesto de communitas
sea im-munitas, que hace referencia al inmune, al
que no tiene
responsabilidad o puede hacerse cargo (p. 30). Es decir,
aquél que no tiene
ninguna deuda y, por tanto, no requiere de –y no solicita
a– los demás. Frente
al inmune –exento y exonerado– lo que comparte y
une a la comunidad no es una
propiedad sino, de modo opuesto, una carencia. Así,
Espósito (2012, p. 31),
señala:
Imponemos
así un giro de ciento ochenta grados a la sinonimia
común-propio,
inconscientemente presupuesta por las filosofías
comunitarias, y restablecemos
la oposición fundamental: no es lo propio, sino lo impropio
–o, más
drásticamente, lo otro– lo que caracteriza a lo
común. Un vaciamiento, parcial
o integral, de la propiedad en su contrario. Una
despropiación que inviste y
descentra al sujeto propietario, y lo fuerza a salir de sí
mismo.
Es sobre esta noción
vacía de
un sedimento identitario previo, por tanto, que se abre la posibilidad
de
sortear los esencialismos excluyentes asociados a la idea de comunidad
originaria y que deben emplazarse los modos de actuar común
que exigirían los
nuevos comunes digitales. En este sentido, no se trata de entender el software
o las bases de datos o las wikis como meros
recursos para ser
conformados y explotados colectivamente sino para articular otros modos
de
hacer común (Laval y Dardot, 2015, p. 318). El resultado
directo de ello serían
formas de autogobernanza y sociabilidad que operarían a
partir de la carencia,
es decir, del reconocimiento del otro y de la imposibilidad de poseer
los
bienes digitales que nos ligan –ya sean códigos
fuentes o wikis.
Conclusión
¿Por qué
está de vuelta la idea de los comunes?
Siguiendo a Linebaigh (2014) hemos señalado
cuatro momentos en la década de 1990 que
volvieron a hacer significativo
hablar de bienes que no son ni públicos –regulados
por el Estado– ni privados
–sujetos a los dictados del mercado– sino tenidos
en común: la propiedad
comunal de la tierra y las formas de vida asociadas a ella que
reivindicó el
levantamiento zapatista en Chiapas en 1994 y que lograron una
atención
mediática global; el Protocolo de Kioto de 1997 y su
énfasis en el medio
ambiente y en el cambio climático como compromisos comunes;
la caída simbólica
y literal del Comunismo de Estado en 1989 que hizo de nuevo practicable
un
“comunismo desde abajo”, acometido por la sociedad
organizada y no por los partidos
de Estado; y, finalmente, el auge de internet y formas de hacer
colectivas
ligadas al software libre y a modos de
conocimiento de open access.
Estos
acontecimientos se vieron enmarcados por los procesos de
liberalización global
del comercio y las finanzas desde la década de 1980, que
hallaron su punto
culminante en la constitución de la Organización
Mundial del Comercio en 1995 y
la expansión de la doctrina económica del
consenso de Washington: privatización
de servicios y recursos públicos,
desregularización de los sectores productivos
y financiarización de la economía. Todo ello dio
lugar a un desencuentro cada
vez más marcado entre las políticas
privatizadoras y de austeridad del Estado y
la iniciativa privada, por una parte, y la multiplicidad de colectivos
y
asociaciones ciudadanas que reivindicaban formas de
organización
conceptualizadas y llevadas a la práctica mediante las ideas
de los comunes (De
Angelis, 2007).
Esos
comunes, en su acepción tradicional (Ostrom, 1990), implican
un recurso definido
y finito –bancos de pesca, agua de regadío o
pastizales–, ligado a una
comunidad que cuenta con normas para la regulación y
supervivencia del recurso
que hace, a su vez, sostenible tanto a aquél como a la
comunidad misma. En este
sentido, como señala Linebaugh, los comunes no son una cosa
sino modos de hacer
colectivamente en los que se “mezclan” recursos y
personas y en
los que la
subsistencia del primero implica la pervivencia de la segunda (Linebaugh, 2014, p. 18). Sin
embargo, estos criterios no aplicarían con exactitud a los
“nuevos comunes”,
como en el caso de los digitales, producto de las nuevas mediaciones
tecnológicas (Hess, 2008, p. 38) en los que puede no haber
un recurso limitado
–la ontología digital no es escasa ni
excluyente– ni una comunidad reconocible
de antemano. Aun así, queda en pie la idea de que esos
bienes –imágenes,
conocimientos, software– no son privados,
sino que son tenidos en común
y son gobernados colectivamente. La cuestión no es tanto la
disponibilidad de
los recursos como quiénes y cómo pueden
establecer las formas de su gestión.
De ahí que se haya
llamado la
atención sobre las limitaciones de las licencias Creative Commons que, aunque favorecen
la libre circulación, acceso
y modificación de saberes y producciones culturales, no
ponen en juego otras
formas de autogobernanza, ya que siguen dando por supuestas nociones
liberales
de sujeto, comunidad y obra que las ligan a concepciones tradicionales
de
propiedad (Berry y Moss, 2005; Cramer, 2013). Esto dificulta la
posibilidad de
configurar nuevas formas de asociación de los comunes.
Siguiendo a Gary Hall
(2016), se ha apuntado en otra dirección para entender y
practicar el sujeto,
la comunidad y la propiedad desde una perspectiva más
cercana al ethos
posthumanista de los comunes digitales.
Esto
ha traído a primer plano dos cuestiones. Por una parte, como
ha subrayado Hardt
(2010), las relaciones que se articulan mediante los comunes
–nuevos o no–
hacen evidente lo que el capitalismo tiende a ocultar: que la
producción es
ante todo una relación social de
producción. Esto
conlleva entender que lo común no es meramente un tipo de
propiedad entre lo
público y lo privado, sino una forma de
producción donde la vida social no
sería un efecto colateral de dicho modo de
producción sino el medio y el
resultado del actuar común. En este sentido, y esta es la
segunda cuestión, la
comunidad ligada a los comunes digitales no antecedería a
estos por estar
conformada de antemano, sino que sería el resultado de sus
prácticas. No se
trataría de una acepción de comunidad fuerte
ligada por rasgos identitarios –la
lengua, la historia o la geografía– sino por una
comunidad postidentitaria tramada
más bien por aquello que hace y no posee
(Espósito, 2012; Hall, 2016). Al localizar, sobre esta noción
vacía de
un sedimento identitario previo, los modos de actuar que plantean los
comunes
digitales, hay que entender que el software o las
bases de datos o las wikis
no son meros recursos para ser conformados y explotados sino la
oportunidad
para desplegar otros modos de hacer común.
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Alberto López
Cuenca
Español. Profesor-investigador de tiempo
completo en la Maestría en
Estética y Arte de la Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla y doctor en
Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Trabaja en torno a
tres temas recurrentes: el cruce
entre prácticas artísticas y nuevas
tecnologías; las nuevas formas del trabajo
creativo en el posfordismo; y la articulación entre
geografía urbana y políticas
culturales.
Sus contribuciones han aparecido en publicaciones
internacionales como Afterall, ARTnews,
Culture Machine, Parse,
Curare o Revista de Occidente. Su
último libro, publicado por el
Centro de Cultura Digital en Ciudad de México, lleva por
título Los comunes
digitales. Nuevas ecologías del trabajo artístico.
Ha sido Profesor
invitado en Columbia University en Nueva York y en Goldsmiths,
University of
London, y docente en la Universidad Autónoma de Madrid. En
la actualidad es
miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1.
[1] Véase
especialmente el capítulo 2 de Governing the Commons,
“An institutional approach to the study of self-organization
and
self-governance in CPR situations”. No
hay que confundir “autogobernanza” con el
término, derivado del trabajo de Michel Foucault,
“gubernamentalidad”, que hace
referencia a las múltiples prácticas y formas
institucionales mediante las que
el ejercicio del poder controla y regula a la población en
general y su
subjetividad en particular (Foucault, 1991).
[2] Al
igual que ésta, todas las traducciones
de los textos que se refieren originalmente en inglés son
nuestras.
[3] Aunque
fechada en 2008, Hess ofrece en esta ponencia un excelente repaso de la
bibliografía en inglés más relevante
disponible hasta entonces sobre “los
nuevos comunes” que sigue siendo relevante en la actualidad.
Para hacerse una
idea del repertorio de temas
y problemáticas actuales
puede verse también David Bollier y Silke
Helfrich (2012) y no puede dejarse de consultar la Biblioteca
digital de
los comunes de The International
Association for the Study of the Commons: http://dlc.dlib.indiana.edu/dlc/
[4] “Los nuevos comunes, en
comparación
con los recursos comunes o con los regímenes de propiedad
comunes como los
bosques, los bancos de pesca, sistemas de regadío y las
tierras de pastoreo,
son territorios frecuentemente no cartografiados. Los comunes
tradicionales
exitosos cuentan con reglas consuetudinarias (formales o informales)
que
regulan el uso y la administración del recurso”
(Hess, 2008, p. 38).
[5] Véase especialmente la
sección “Lo común del ‘ser
común’ y el común del ‘actuar
común’” (pp. 311-319).
[6]
David Bollier presenta en el capítulo 9 de Viral
Spiral, “The Many Faces of
the Commons”, una
exposición detallada de la polémica entre Richard
Stallman, Lawrence Lessig,
Berry y Moss respecto al alcance comunalista (o no)
de las
licencias Creative Commons.
[7]
Véase específicamente la
sección “Escalas” en Los
(bienes)
comunes (2016, pp. 65-74).