ERÉNDIRA MUÑOZ ARÉYZAGA

 

 

Universidad Autónoma

del Estado de México-Cátedras Conacyt

emunozar@conacyt.mex

 

 

Recibido

29 mayo 2020

Aprobado

22 junio 2021

Publicado

24 agosto 2021

 

traducción

Eréndira Muñoz Aréyzaga

Universidad Autónoma del Estado
 de México-Cátedras Conacyt

 

 


 


 


La construcción del patrimonio arqueológico mexicano como recurso turístico en la segunda mitad del siglo XIX

 

Resumen: El objetivo es comprender el proceso mediante el cual el patrimonio arqueológico, antes de ser intervenido para su consumo, se transformó en un recurso turístico fundamental para construir la imagen de México como un destino de viaje. Esto ocurrió en la fase de exploración del ciclo de vida de un destino turístico, en la segunda mitad del siglo XIX, a través del afianzamiento de los valores formales y la experiencia de visita y su construcción social como valores diferenciadores y capacidad de atracción de visitantes. Participan actores internos y externos con estrategias discursivas y acciones que serán analizadas: el tipo de nacionalismo construido en este periodo, las acciones públicas vinculadas al desarrollo de la arqueología y los relatos de viajeros norteamericanos para identificar las cualidades diferenciadoras que observaban en el patrimonio, y que con distintos alcances lo posicionaron como recurso turístico y justificaron su transformación a un atractivo turístico.

 

Palabras clave: Arqueología; nacionalismo; turismo; historia cultural.

 


The Establishment of the Mexican Archaeological Heritage as a Tourism Resource in the Second Half of the XIX Century

 

Abstract: The objective is to understand the process by which archaeological heritage, before being intervened for consumption, became a fundamental tourist resource to build the image of Mexico as a travel destination. This occurs in the exploration stage of the Tourism Area Life Cycle, in the second half of the 19th century, through the reinforcement of the formal values and the visitor experience and its social construction as distinguishing values and capacity visitor attraction; and participants internal and external actors from the development of discursive strategies and actions that will be analyzed, through the kind of nationalism fostered in that period, the public actions related to the development of archeology and accounts of North American travelers, in order to identify the distinguishing observed qualities in the heritage and with different scope that position it as a tourist resource and justified its transformation into a tourist attraction.

 

Keywords: Archaeology; nationalism; tourism; cultural history.

 


 

Cómo citar

Muñoz, E. (2021). La construcción del patrimonio arqueológico mexicano como recurso turístico en la segunda mitad del siglo XIX. Culturales, 9, e528. https://doi.org/10.22234/recu.20210901.e528

 

 

Introducción

En los últimos años México ha estado entre los diez destinos más visitados del mundo, en 2018 ocupó el sexto lugar, ya que recibió 41 millones de turistas internacionales (OMT, 2019). El desarrollo del turismo en el país responde a las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales globales y locales, pero su base es una oferta diferenciada y diversificada que construye su imagen como destino turístico y permite la práctica del turismo como un acto de consumo.

El patrimonio arqueológico es un atractivo fundamental para construir la imagen turística de México, muestra de ello es que en 2019 cerca de 16 millones de personas visitaron las zonas arqueológicas administradas por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH, 2020), resultado de un proceso histórico, porque antes de ser un atractivo turístico susceptible de mercantilizarse, se construyó como un objeto de múltiples significados, siendo al mismo tiempo elemento discursivo de la identidad y la memoria colectivas y de la otredad y el exotismo de los espacios, que lo convirtieron en un interés para el turismo, antes de su masificación en México, a mediados del siglo XX.

En las primeras décadas del siglo XIX, al país llegaron viajeros prusianos, ingleses, franceses y estadounidenses: Alexander von Humboldt, William Bullock, Frances Erskine Inglis, Desiré Charnay o John L. Stephens. En la segunda mitad del siglo, los viajeros fueron más frecuentes, especialmente los estadounidenses, que ya en la primera década del siglo XX eran el mercado más grande de turistas en México (Anónimo, 1909a).

El aumento de visitantes estadounidenses respondió a que tenían intereses económicos, políticos o de ocio, que los motivaban a desplazarse de sus lugares de origen, pero también por su interés en el pasado mexicano. En este sentido, podría partirse del supuesto de que el patrimonio arqueológico era un recurso turístico que sirvió para la construcción de la imagen del país como un destino de viaje, por lo que impactó en el desarrollo del turismo al conformarse los primeros actores públicos involucrados en la construcción de atractivos turísticos antes de que existiera una institución dedicada específicamente a la promoción del turismo y cuando apenas comenzaba a desarrollarse en América.

Para comprender la relación entre el patrimonio arqueológico y el desarrollo del turismo en México, se retoma el “modelo del ciclo de vida de un destino turístico”, propuesto por Butler (1980), que considera seis etapas del desarrollo del turismo en un territorio, determinadas por los cambios en el crecimiento de visitantes, la infraestructura consecuente y la participación de los actores públicos o privados, “que pueden afectar o son afectados por las actividades turísticas […] y que tienen la capacidad de influir en el destino e imprimir directrices sobre [sus] peculiaridades” (Morales y Hernández, 2011, p. 896), y los sociales, visitantes o turistas, que influyen en el desarrollo del destino mas no definen su gestión.

Las etapas del modelo son: de “exploración”, “implicación”, “desarrollo” “consolidación” y “estancamiento”, con la posibilidad de que devenga en el “declive o rejuvenecimiento” del destino turístico. La fase de “exploración” se caracteriza por el desarrollo de una incipiente infraestructura turística y las visitas de los primeros viajeros, que son atraídos por las cualidades culturales o naturales del destino, es decir, por sus recursos turísticos, entendidos por Navarro (2015) como bienes culturales o naturales que por sus valores formales son relevantes para conocer, y por lo tanto adquieren un valor funcional para ser ofertados y visitados. La segunda es la “etapa de implicación”, en la que, ante la llegada de los primeros visitantes, se definirán los actores del turismo con acciones deliberadas para acondicionar los recursos turísticos para su disfrute o usufructo y transformarlos en los atractivos turísticos (Sánchez, Vargas y Castillo, 2017) que definirán a un destino turístico.

En la “etapa de desarrollo” el destino es reconocido plenamente y crecen de forma acelerada la infraestructura turística y la oferta de servicios, la demanda de turistas, pero disminuye el control local del turismo, y existirán problemáticas que requieren de la intervención pública para regularlos. La “etapa de consolidación” es cuando el destino alcanza niveles récord de demanda (Sánchez, Vargas y Castillo, 2017), pero al comenzar a decaer éste se estanca y puede disminuir si no se toman acciones para rejuvenecerlo.

En la segunda mitad del siglo XIX el país podría haberse encontrado en la “etapa de exploración”, porque ocurre la consolidación del patrimonio arqueológico como un recurso turístico que justificó el tránsito hacia la “etapa de implicación”, cuando los actores públicos comenzaron a intervenir para transformarlo en un atractivo turístico susceptible de insertarse en un incipiente circuito comercial, por lo que estas dos etapas serán las que se ocuparán en este estudio.

El objetivo es comprender el proceso histórico cultural que facilitó el reconocimiento o afianzamiento de las cualidades formales del patrimonio arqueológico u otras descubiertas a partir de la experiencia de visita y su construcción social como valores diferenciadores, en los que se basó su capacidad de atracción de visitantes y que condicionó su valor funcional, de manera que está vinculado a los actores gubernamentales y a los visitantes o turistas. Para comprender este proceso se analizarán dos dimensiones que están entrelazadas. La primera es discursiva y sustenta las cualidades del patrimonio arqueológico como recurso turístico, en su construcción intervienen actores internos y externos; la segunda, está determinada por las estrategias de actores internos para posicionar al patrimonio como un recurso turístico y por la acción de los actores externos del viaje y su registro, que con diferente alcance también lo posicionan en sus lugares de origen.

El plano discursivo estuvo dinamizado básicamente por el nacionalismo, un proceso identitario del que surge “una percepción colectiva de un ‘nosotros’ […] por oposición a los ‘otros’, en función del (auto y hetero) reconocimiento de caracteres, marcas y rasgos compartidos” (Giménez, 2005, p. 90), por lo que se construye de forma dialógica entre actores internos y externos, y resulta en la apropiación simbólico-expresiva del espacio para crear “una correspondencia de política, cultura y territorio como una sola entidad” (Gutiérrez, 2012, p. 26).

El tipo de nacionalismo promovido especialmente durante el Porfiriato[1] facilitó la consolidación del patrimonio arqueológico como recurso turístico, porque se construyó como un elemento identitario para el exterior, permeando a actores internos y externos. Los actores internos realizaron acciones para afianzar sus valores formales y simbólicos interna y externamente, que promovieron la visita de viajeros, y sus registros de viaje expresan los imaginarios del patrimonio arqueológico en los que pueden identificarse las cualidades o valores que se construyen como diferenciadoras y que conforman su capacidad de atracción, que lo consolidó como recurso turístico y justificó su transformación como un atractivo.

 

Metodología

El estudio es cualitativo y se basa principalmente en el análisis de literatura de viajes, libros escritos por viajeros y notas de diarios mexicanos, relacionados con el patrimonio arqueológico y su visita. Este tipo de literatura se considerará como producto de la historia cultural (Pérez, 2006) y como registro del exotismo, de “lo extraño, singular y por extensión como ‘extraño al observador’” (Lacarrieu, 2016, p. 119), que genera y reproduce el encuentro con el otro y su territorio, y conforma imaginarios turísticos entendidos por Hiernaux-Nicolás (2002) como:

un conjunto de creencias, imágenes y valoraciones que se definen en torno a […], un espacio, un periodo o una persona (o sociedad) […]. Es una construcción social –individual y colectiva en permanente remodelación–, […] tejida en parte a partir de las interpretaciones fantasiosas que expresa el individuo sobre el tema imaginado (p. 8).

 

Según Illades (2002), la literatura de viajes es una traducción doble, lingüística y sociocultural, en la que lo contemplado se traduce al vocabulario del viajero junto con su subjetividad. El observador relaciona lo exótico con lo que conoce o imagina que conocen sus lectores. Recrea su experiencia y el escenario recorrido mediante la palabra o la imagen a través de interpretaciones científicas, reflexiones personales y elementos ficcionales, que confluyen en el espacio y el tiempo, y se convierten en un dispositivo para incorporar nuevos elementos positivos o negativos al imaginario de los lugares. Así también, los viajes decimonónicos se asocian con el Romanticismo porque se ocupan del reconocimiento del otro y la contemplación de la naturaleza, que se conjunta en los sitios arqueológicos.

En el primer apartado, con el objetivo de entender el plano discursivo de los actores internos se abordará el nacionalismo, su relación con el patrimonio arqueológico y la dinámica a la que respondió en el siglo XIX, de la que dependió su reforzamiento como elemento identitario y recurso turístico. En el segundo apartado, se esbozarán las estrategias de los agentes públicos para posicionar al patrimonio como recurso turístico, expresado en el desarrollo de la arqueología y en notas periodísticas que reflejan los valores diferenciadores del patrimonio y los usos turísticos imaginados por el gobierno mexicano, para centrarse en la dimensión de las acciones.

En el tercer apartado, se revisará el contexto en el que fueron escritas las obras de los estadounidenses Brantz Mayer, Robert Anderson Wilson, Albert Evans, Albert Zabriskie Gray, Thomas Brocklehurst, Frederick Ober, Helen Sanborn y Fanny Chambers Gooch para comprender a los actores externos, que se analizarán en el cuarto apartado para identificar los valores que observan en el patrimonio arqueológico, a partir de los que se construye su diferencia y capacidad de atracción.

 

El plano discursivo de los actores internos: nacionalismo y patrimonio arqueológico

Desde el siglo XVI existen antecedentes de la relación entre el patrimonio arqueológico y el nacionalismo, reflejados en la construcción de una narrativa histórica propia de la Ciudad de México, basada en las crónicas de la conquista, cuyo correlato material es lo que hoy consideramos patrimonio.

A finales del siglo XVIII, la Ilustración promovió el uso científico de los vestigios para construir la historia, pero también tuvo un uso político estratégico para el fortalecimiento del nacionalismo; en el caso de España para revertir su pérdida de poder frente a Europa, y en la Nueva España para fortalecer al grupo de los criollos frente al proceso de independización.

Los criollos como Carlos de Sigüenza y Góngora o Francisco Xavier Clavijero debatieron con los evolucionistas Corneille de Pauw o William Robertson, y argumentaron el desarrollo de los antiguos mexicanos comparándolos con los griegos, romanos o egipcios, enalteciendo al pasado como una característica del territorio que los novohispanos consideraban propio.

En Occidente, la producción científica de la historia novohispana se basó en el cuestionamiento del desarrollo de las antiguas sociedades que mostraban las crónicas de la conquista y se contextualizó por el evolucionismo y la afirmación de la “leyenda negra” de España, que cuestionaba su proceso de colonización en Europa. A su vez, España promovió estudios en sus colonias para afianzar su nacionalismo, como el de Antonio del Río y Guillermo Dupaix, pero indirectamente fortalecieron el pasado prehispánico como elemento identitario del naciente México, y alimentaron un imaginario que comenzó a caracterizar al territorio mexicano, convirtiéndolo en motivo de viaje.

En el siglo XIX México se independizó y el nacionalismo se basó en la construcción de una identidad nacional para consumo interno. La valoración del patrimonio arqueológico estuvo condicionada por su eficacia para representarla simbólicamente, porque su función básica era cohesionar a los distintos grupos sociales que ocupaban el territorio, con la idea de un pasado compartido.

Durante el Porfiriato (1876-1911) el discurso nacionalista se dirigió también al consumo externo y se construyó estratégicamente desde los imaginarios o estereotipos externos que deseaban ser satisfechos (Pérez, 2006). El patrimonio arqueológico se convirtió en la cara pública para mostrarse al otro mediante lo que es diferente de él, atractivo para los inversionistas o visitantes, porque el pasado permitía recrear “una modernidad con raíces profundas (Vázquez, 1993, p. 45), un tiempo y espacio imaginario, en el que el país era percibido de mejor forma. Este tipo de nacionalismo correspondió con una segunda o nueva colonización, porque México despertó interés como sitio de inversiones y ameritó que se establecieran relaciones internacionales fundadas en el conocimiento de su cultura, para planear estrategias de penetración o intervencionismo, que promovieron el reconocimiento de las particularidades del país por actores externos, siendo una de ellas el patrimonio arqueológico.

La consolidación del patrimonio como recurso turístico se vincula al nacionalismo porfiriano porque permitió que la identidad comenzara a mercantilizarse, lo que tiene dos implicaciones. La primera es que la transformación de las cualidades formales del patrimonio a valores diferenciadores se hace de forma dialógica entre actores internos y externos, o entre el sistema de destino (constructo sociocultural receptor) y de origen (visitantes) (Navarro, 2015). La segunda es que se construye un vínculo entre la arqueología y el turismo con acciones públicas, por su utilidad para aportar a la construcción de los valores formales del patrimonio que lo sustentan como recurso turístico e identitario y, a finales del siglo XIX, por los procedimientos técnico-científicos que se requieren para facilitar su visita y transformarlo en un atractivo turístico.

 

Estrategias de los actores internos para posicionar el patrimonio arqueológico como recurso turístico

A inicios del siglo XIX los gobiernos en turno desarrollaron distintas estrategias para institucionalizar los valores formales e identitarios del patrimonio arqueológico, la principal fue la creación del Museo Nacional Mexicano, en 1825. Su función básica era exhibir “toda clase de monumentos mexicanos anteriores a la invasión de los españoles […] que sirvan para ilustrar la historia de México” (Bernal, 1992, p. 127). Sin embargo, el periodo de 1825 a 1864, se caracterizó por la falta de presupuesto y la desorganización, hasta que Maximiliano[2], en 1865, le asignó un local propio.

Durante el Porfiriato se estableció un compromiso público para patrocinar el desarrollo de la arqueología para fines estatales y políticos, por su utilidad para los hallazgos y su escenificación para consumo interno y externo. Prueba de ello es que en 1885 se creó la Ley Relativa a los Monumentos Arqueológicos, en la que se les consideró propiedad de la nación, se sentaron las bases para su conservación, registro, exploración y restauración, acciones consideradas exclusivas del Estado, y se tipificó como delito su destrucción o deterioro (Lombardo, 1993).

La arqueología se desenvolvió en dos ámbitos: el académico y el práctico. El primero se desarrolló desde el Museo Nacional que planteaba la profesionalización, mediante la cátedra y la aplicación de conocimientos y métodos como el registro fotográfico, la excavación estratigráfica y el análisis tipológico, y se materializó en exploraciones arqueológicas, en la proyección del museo a nivel internacional a partir de publicaciones, congresos y relaciones institucionales, y su remodelación en la que comenzaron a aplicarse técnicas museográficas para escenificar al patrimonio. Así también, en la organización de exposiciones internacionales supervisadas por el Museo. Las más importantes fueron la Exposición Internacional Histórico Americana, en Madrid (1892); el Centenario de la Revolución Francesa, en París (1889); la Exposición Mundial Colombina, en Chicago (1894) y la Internacional de París (1900).

El resultado del ámbito académico fue el afianzamiento de los valores formales del patrimonio arqueológico, pero también influyó en su posicionamiento como un recurso turístico porque las exposiciones internacionales eran un ejercicio de imaginar a México para los otros, mostrando que “había también nuestros propios griegos, romanos y germanos(Litvak, 1993, p. 98), y que podían ser motivo para visitar el país, convirtiéndose en una cualidad diferenciadora del país como un destino de viaje.

El ámbito práctico fue una arqueología oficial auspiciada por la Inspección General de Monumentos, centrada en la reinterpretación de los edificios monumentales mediante su restauración para adecuarlos y atraer visitantes, lo cual evidencia el interés del gobierno. Teotihuacán, Xochicalco o Mitla fueron explorados y expropiados, lo que las convirtió en las primeras zonas arqueológicas abiertas al público y algunas contaron con servicios propiamente turísticos (Sarabia, 2008). Éste es el indicador de la transición a la “etapa de implicación” porque muestra el inicio de la intervención pública para transformar a los sitios arqueológicos en atractivos turísticos mediante su acondicionamiento. Las notas periodísticas de finales del siglo XIX muestran este interés, especialmente en Teotihuacán, y reflejan el uso de las cualidades formales y simbólicas identitarias del patrimonio como capacidad de atracción y las acciones para transformarlo en atractivo turístico, mediante sus usos imaginados.

Del 15 al 29 de octubre de 1895 se organizó el XI Congreso de Americanistas. Varios diarios reportaron que se hacían preparativos para satisfacer a los asistentes, que eran científicos y diplomáticos de diversos países. En agosto, por orden de Díaz se realizaron excavaciones en Teotihuacán “con el objeto de descubrirse algunas antigüedades que enriquecieran nuestra historia, así como para darlas a conocer a nuestros huéspedes” (Anónimo, 1895a, p. 6). Antonio García Cubas realizó los trabajos con el objetivo de reconstruir la Pirámide de la Luna (Schávelzon, 1983). Así también, se trabajaría en abrir nuevas salas en el Museo Nacional. Al mismo tiempo, ocurrió el descubrimiento del sacro de Tequisquiac, que serviría para “presentar a nuestros sabios visitantes objetos dignos de estudio” (Anónimo, 1895b, p. 1).

En la clausura del Congreso estuvieron los diplomáticos de diversos países y se mostró una colección de cerámica polícroma de Teotitlán del Camino, collares de metales preciosos y cuentas procedentes de Oaxaca, y los representantes de diversos estados dieron cuenta de los recientes hallazgos para mostrar a los visitantes la riqueza cultural del país (Anónimo, 1895c).

Además, se programaron excursiones a Mitla y Teotihuacán, último sitio al que asistieron los diplomáticos encargados de negocios o de asuntos exteriores de Francia, Italia, Brasil, Venezuela y Honduras. El recorrido comenzó en la estación de tren Buenavista y culminó en la de San Juan Teotihuacán. La visita inició con la muestra de reproducciones de piezas arqueológicas de un artesano local, seguida de las pirámides del Sol y la Luna y la Calzada de los Muertos. Después, la comida fue en La Gruta y algunos visitaron el pueblo de San Juan (Anónimo, 1895d).

Teotihuacán fue promovido por el gobierno de Díaz como un lugar para visitantes extranjeros considerados distinguidos o con intereses comerciales o políticos. La mayoría de las comitivas eran de estadounidenses, acompañados por funcionarios del gobierno mexicano (Anónimo, 1899, p. 3). Estas visitas se hicieron frecuentes y diez años después Teotihuacán ya era reconocido por ese tipo de visitantes como un lugar con “sitios pintorescos dignos de admiración […]. Ojalá continuaran estas excursiones que terminarían por construir a San Juan en el punto predilecto para ellas” (Anónimo, 1909b, p. 12). Incluso un habitante del lugar expuso la idea de “establecer unas excursiones dominicales que tuvieran el doble objeto de conocer las pirámides, que tanto interés despiertan entre los extranjeros, y contribuir al mayor movimiento comercial de la población” (Anónimo, 1909c, p. 3).

 

El contexto de la construcción discursiva del patrimonio arqueológico como recurso turístico por actores externos

Los registros de viaje de los estadounidenses se contextualizaron por la segunda colonización, las tensiones políticas entre ambos países y el inicio de la investigación arqueológica en Estados Unidos y las ideas difusionistas que la permeaban.

En México, el inicio del turismo moderno se sitúa en la primera mitad del siglo XX (Acerenza, 2006). Sin embargo, desde fines del siglo XVIII el Grand tour, indicador del inicio del turismo moderno en Occidente, integró a América como un destino para los más aventureros, entre ellos Von Humboldt. En la primera mitad del siglo XIX ingleses, norteamericanos y franceses, principalmente, visitaron el país por motivaciones culturales, de esparcimiento, comerciales o políticas, de forma que participaron en la selección y difusión de los elementos que consideraron caracterizaban al territorio mexicano.

Bullock, viajero inglés, afirmaba que poco se sabía del país pero ofrecía “muchas novedades para atraer incluso al más indiferente visitante” (Bullock, 1824, pp. V-VI). Desiré Charnay, francés, consideraba que sus compatriotas “pensaban encontrar a todos los indios emplumados, tal como se les veía en las representaciones operísticas […] de la época” (Cramaussel, 2005, p. 3) y que sólo la obra de Von Humboldt trataba dignamente sobre México. El norteamericano John L. Stephens, antes de su viaje, pensaba que el país estaba habitado por bárbaros sin tradiciones culturales (Florescano, 2002).

La obra de Von Humboldt fue lectura obligada para diplomáticos, inversionistas o viajeros que visitaban México. Mientras que, en Estados Unidos, William H. Prescott escribió su obra La conquista de México (1843), e inspiró a nuevos viajeros, entre ellos, según Pérez (2002), a Stephens, que cambió la visión del pasado mexicano en Estados Unidos y el mundo, porque consideraba a las ruinas mayas, contrario a las ideas difusionistas y evolucionistas de la época, como un producto de una cultura propia, “inteligente en la arquitectura, escultura y otras artes, poseyendo el refinamiento y cultura […] consiguiente con ese estado de adelanto no derivado del Antiguo Mundo, sino […] originario, sin modelos, sin maestros, con una existencia distinta, e […] independiente” (Stephens, 1992, p. 34).

En Estados Unidos la arqueología comenzó a desarrollarse, muestra de ello fue la fundación del Instituto Arqueológico de América, en Boston, en 1879, que patrocinó expediciones en el suroeste de ese país y posteriormente en Atenas, Mesopotamia, Guatemala y México (Riggs, 1929), así también la difusión de investigaciones arqueológicas en los diarios denotaba el interés de la sociedad en la arqueología mexicana.

Las relaciones entre México y Estados Unidos eran tensas por la invasión bélica estadounidense entre 1846 y 1848, derivada de la política expansionista de ese país, que culminó con la cesión del territorio que reclamaba, lo que favoreció la relación entre ambos países. En la segunda mitad del siglo XIX inicia el imperialismo norteamericano en México (Pletcher, 1953), porque se convirtió en sitio de inversionistas para la explotación de minas y la construcción de trenes.

La mayoría de los viajeros estadounidenses arribaban a México por Veracruz, en barco desde Nueva Orleans, y de allí viajaban en tren a la Ciudad de México, donde se desplazaban a lugares cercanos en barco (por los canales del lago), tren o a caballo. Consideraban que el turismo era muy reciente y diferente a las ciudades en donde había todo tipo de lujos, por lo que los servicios de hospedaje y alimentación eran considerados como fondas o mesones antiguos, atendidos por personas amables (Mayer, 1847).

 

Las cualidades del patrimonio arqueológico desde la mirada de los viajeros estadounidenses

Mayer fue abogado, escritor y diplomático en México. En Mexico as it was and as it is (1847), narró su primer contacto con el país y escribió sobre su situación contemporánea, pero su mayor interés era la historia prehispánica, que siguió desarrollando en libros como Mexican Antiquities (1858). Recorrió Xochicalco, Teotihuacán, Cholula, La Quemada, El Tajín, Mitla, entre otros, y le maravillan, como al resto de los viajeros, básicamente por su tamaño, por el conocimiento histórico con el que cuenta de cada sitio y por la resignificación que hace de los lugares u objetos a partir de la experiencia de visita.

Mayer (1847) aporta referencias al lector para que imagine la extensión de los sitios, describió las medidas de Xochicalco, su sistema constructivo y califica de impactante el trabajo e ingenio de sus constructores, porque considera la complicación para transportar la materia prima y esculpir los bajorrelieves que le maravillan; “cuando se combinan todas estas dificultades, […] existen pocas obras […], realizadas en el presente por naciones civilizadas, que no se hundan en la insignificancia” (p. 185). Sobre Teotihuacán aporta además referencias para dimensionar los múltiples vestigios esparcidos, algunos conformando plazas y otras alineaciones como el Mixcoatl o Senda de los Muertos, e imaginar sus funciones, “es muy probable que […] todos formaran los sepulcros de hombres ilustres del Imperio […]. Quizás fue la Abadía de Westminster de los toltecas y aztecas” (p. 223) (Figura 1).

 


Figura 1. Pirámides de San Juan Teotihuacán, vista oeste. Tomado de Mayer,1847, p. 223.

 

Visitó el Museo Nacional, que describió como un lugar abandonado y sucio, pero le asombra su colección por sus cualidades estéticas e históricas, describe las esculturas monumentales de piedra, como el Calendario Azteca, la diosa Teoyamiqui (Coatlicue), hachas, collares de cuentas, espejos de obsidiana, máscaras, armas, ídolos menores de arcilla y piedra, altares domésticos, incensarios, e instrumentos musicales; los cuales califica como reliquias bellamente construidas y “por las que el Museo Británico con gusto pagaría miles, el Museo del Louvre, la Gliptoteca de Múnich, o […] cualquier soberano ilustrado” (Mayer, 1847, p. 84).

El asombro que le generaban los objetos al autor también responde a las características que le permitían resignificarlos. Por ejemplo, el Indio Triste es una pieza de menor tamaño, un portaestandarte descubierto en 1828, en la Ciudad de México, pero lo percibe como uno de los restos más importantes del museo por la expresión del personaje, de “mirada fija, de piedra, de aspereza imperturbable y desfachatez en la cara” (Mayer, 1847, p. 89). Así también califica a una vasija funeraria polícroma, por la expresión del personaje representado, de “mirada de piedra, fija, intensa, en los ojos […] que denotan su carácter” (Mayer, 1847, p. 101).

Mayer (1847) consideraba a los aztecas como la más desarrollada de las civilizaciones antiguas del territorio mexicano porque construyeron “magníficos edificios, que albergaban a una refinada y numerosa población” (p. 251); así, considera a Cholula como “una concepción sublime, que da derecho al respeto de la posteridad a los hombres, que hace siglos pacientemente [la] erigieron” (p. 27) (Figura 2). Por ello, asumió como verídicas las descripciones de la Ciudad de México, de Hernán Cortés, y la imaginó como “la orgullosa ciudad de los reyes aztecas, llena de palacios y templos” (p. 36).

 


Figura 2. La gran pirámide de Cholula. El monumento más grande del mundo, hecho por el hombre, por su volumen. Tomado de Mayer, 1847, p. 27.

 

Mayer (1847) consideraba que los vestigios arqueológicos eran evidencia “de naciones civilizadas en la época de la conquista” (p. 264), “de razas de gran espíritu que enterraron a sus muertos, se defendieron de sus enemigos y poseían […] un gusto por el refinamiento de la vida” (p. 251); por lo que “hay pocos países, hasta donde puedo juzgar, que contengan más de lo que es digno de ser descrito; y aún menos, que se conozca con tan poca precisión” (p. 382). De forma que el autor reconoce al patrimonio arqueológico como una especificidad del país basado en su importancia histórica y por ello concibe la necesidad de exploraciones exhaustivas, y aunque reconoce la problemática del saqueo, era una práctica común del viaje comprar “recuerdos” a los habitantes cercanos a los sitios arqueológicos, incluso él compró objetos de cerámica, serpentina y obsidiana, en Cholula, Teotihuacán y Texcoco.

Wilson fue financiero, abogado, juez y viajero y visitó el país de 1851 a 1854, por intereses comerciales en las minas de plata. En Mexico: its Peasants and its Priests. Adventures and Historical Researches in Mexico and its Silver Mines during Parts of the Years 1851-52-53-54 with an Exposé of the Fabulous Character of the Story of the Conquest of Mexico by Cortez (1856) describió su recorrido, pero su objetivo era criticar a la historia antigua de México, porque consideraba que las crónicas de la conquista, especialmente las de Bernal Díaz del Castillo y Cortés, eran “ficciones enaltecidas” por la corona española. Su argumento era comprobar que los aztecas eran un grupo de nativos salvajes, que habían migrado de Estados Unidos, y no tenían relación con los teotihuacanos o toltecas, a quienes consideraba altamente civilizados y de los cuales se conocía poco.

Wilson (1856) concluyó que las crónicas de la conquista eran ficción, porque comprueba, a partir de mediciones topográficas en la Ciudad de México, que las pirámides no “pudieron descansar en una base de tierra, […] incluso que 100 mil hombres alguna vez entraron en la ciudad de México hecha de barro, por una estrecha calzada” (pp. III-IV). De la misma forma, plantea que Cholula “fue fabricada a partir de algún pueblo indígena miserable, tal vez inferior a la actual ciudad con chozas de barro encalado” (p. 99), porque no hay vestigios de las 400 torres o de las 40 mil casas descritas por Cortés. A partir de las características físicas de un grupo de vendedores de antigüedades y de la semejanza de los objetos líticos que vendían con los norteamericanos, concluye que los “aztecas” “eran la contraparte de los indios de Norteamérica” (p. 100). La única diferencia era la forma en que se ha escrito sobre ellos porque los escritores estadounidenses “no se dejaron llevar por el romance de la vida india, eran hombres de materia de hechos y solo dibujaron imágenes de hechos” (p. 171).

El autor se consideraba conocedor de lo que llama arte indio, por lo que visitó el Museo Nacional, asume que toda su colección es azteca, por ello la consideró “inmensamente inferior a muchas colecciones privadas de curiosidades indígenas […], y demuestran la completa ausencia de artes civilizadas entre los habitantes aborígenes de México” (Wilson, 1856, p. 273). Las esculturas monumentales le parecen “intentos groseros” de representar dioses y considera que los códices o “mapas” de Moctezuma requerían “la más flexible generosidad posible […], dignificar estas intolerables y dudosas con el nombre de pinturas […]. Y, sin embargo, esta es la escritura-pintura, con la cual el mundo se ha edificado durante siglos” (Wilson, 1856, pp. 272-273).

Wilson (1856) consideraba que el periodo histórico ocurrido antes de las narraciones de Cortés y Díaz del Castillo era importante, así compara a Teotihuacán con Egipto porque pensaba que había sido construido por “una misteriosa y alta civilización previa a los aztecas y de quienes habían adquirido un conocimiento imperfecto de algunas pocas artes simples” (p. 220), y a El Tajín, lo relacionó con los toltecas, por lo que concluye “lo que hemos visto en la Ciudad de México son fragmentos del naufragio de una civilización americana de antigüedad, que había sucumbido antes de las incursiones de los salvajes del norte” (p. 248).

Evans visitó el país como parte de la comitiva del político estadounidense William H. Seward, por lo que su obra Our Sister Republic: a Gala Trip through Tropical Mexico in 1869-70 (1870) fue un recuento de las tertulias diplomáticas y una revisión de la vida política de México, pero recorrió Cholula y el Museo Nacional.

Evans consideraba que Cholula era un templo comparable con las pirámides de Egipto. La comitiva que lo acompañaba le informó sus medidas, pero considera que no era una construcción netamente humana y que nunca tuvo una apariencia similar a la de las pinturas, en las que se le representaba como una estructura con terrazas de lados y ángulos afilados y definidos. El Museo le parece descuidado y desordenado y describe someramente su colección de “ídolos, serpientes y otras monstruosidades, cortadas bruscamente de grandes bloques de lava” (Evans, 1870, p. 332).

A pesar de dudar de la autenticidad de Cholula y considerar monstruosa la colección del museo, Evans (1870) reconoce que “probablemente ninguna ciudad en el mundo ahora habitada tiene tantas reliquias de días antiguos debajo de ella” (p. 33) y resume las cualidades que parecen diferenciar al país: “colinas boscosas y la selva tropical con sus jardines, sus ruinas. […] [El] pequeño montículo de piedras y las tres cruces negras que marcaron una época en la historia del mundo. […] Donde Cortés luchó con Guatamozin, perdió y murió (pp. 517-518).

Gray se describe como un hombre de iglesia y su objetivo en Mexico as it is. Being Notes of a Recent Tour in that Country with some Practical Information for Travellers in that Direction, as also some Study of the Church Question (1878) era presentar el país para otros viajeros, en este sentido su motivación era netamente turística.

Viajó a Cholula para conocer la pirámide que califica de mundialmente famosa y refirió, como Evans, que su carácter piramidal no es notable, sin embargo, concluyó que se trata de la antigua ciudad descrita en las crónicas de la conquista. Reporta sus medidas y las compara con el doble de tamaño de la de Keops y un poco más alta que la Micerinos. Describe la cumbre como una plataforma, donde se encontraba un templo de adoración destruido por guerras intestinas, en el que se había encontrado una cámara de tumbas con esqueletos, ídolos y cerámica, pero es “difícil suponer que la sepultura fue el principal y original objeto de esta pirámide” (Gray, 1878, p. 100).

Gray (1878) visitó Teotihuacán y lo considera como el recorrido más importante para los interesados en el pasado, porque lo califica como superior a Egipto por su tamaño y la cantidad de ruinas, “allí se oculta un misterio que ni siquiera poseen muchos de los más grandes monumentos de la antigüedad egipcia” (p. 71) y concluye “las conjeturas de los anticuarios son ciertas […]. ¿No tenemos aquí un maravilloso suburbio sepulcral y sacrificial como los de Egipto, Grecia y Roma en sus días más orgullosos?” (p. 80).

El viajero describió la Pirámide del Sol, las terrazas que la componían, sus medidas y la plataforma, con una perfecta orientación. Observó numerosos fragmentos de objetos en el suelo, los montículos organizados con cierta regularidad en plazas y avenidas, algunos con restos de estuco y color, escalinatas conservadas, una plaza larga, ya denominada La Ciudadela, y un monolito “en una condición a medio desenterrar, más maravillosamente sugerente” (Gray, 1878, p. 79).

Visitó el Museo Nacional y le parece descuidado, con antigüedades aztecas arrojadas y amontonadas. Describió someramente su colección que contenía el escudo de Moctezuma, ídolos, jarrones, vasos e instrumentos musicales y la piedra de Tizoc, extraña pero ilustrativa de la religión azteca porque se podía observar “un corte acanalado para la sangre de la víctima ¡Cuando los cuchillos de pedernal sacaban del cuerpo vivo el corazón y lo arrojaban a los pies del ídolo! (Gray, 1878, p. 53).

Gray (1878) concluyó que el patrimonio arqueológico es lo que diferenciaba al país como destino de viaje, cuando al recordar su viaje a Teotihuacán afirmó: “cargados de reliquias indias, […] sentimos de nuevo que esto era más que suficiente para pagar un viaje a México” (p. 80). Sin embargo, al igual que Mayer, refiere a la importancia científica de los objetos y la necesidad de ser rescatadas por los museos, “donde su valor es solo en medio de las asociaciones de la historia” (Gray, 1878, p. 80).

Ober, naturalista y escritor, tenía interés en la historia de México por lo que realizó distintos viajes para escribir sobre ello. Sus descripciones en Travels in Mexico and Life among the Mexicans (1885), son vastas. Recorrió gran parte del país, conocía la obra de Stephens y comenzó su viaje por el sureste, donde afirmaba que hay gran cantidad de ruinas.

Ober (1885) se refiere a Uxmal y Chichén Itzá como las ruinas más interesantes del sureste por su valor científico, porque conservaban una serie de jeroglíficos de los cuales “los arqueólogos claman para tener la clave de su significado” (p. 67). También por sus valores estéticos, el palacio real o casa del gobernador de Uxmal le parece de tal belleza que “es imposible trasmitir con meras palabras una imagen, ya sea en general o en detalle” (p. 68), las pinturas murales de Chichén Itzá “son una ejecución artística y el más fino adorno de las paredes de cualquier edificio descubierto” (p. 107), y sobre Palenque “el poeta no ha exagerado sus bellezas, ni la pluma los ha descrito adecuadamente; son indescriptibles” (p. 159).

Ober (1885) es el único que visitó Tula, porque consideró que era el asiento de la cultura que dio al país una civilización avanzada. Conocía los trabajos de Charnay y lo imaginaba descubriendo “¡un palacio compuesto de cuartos de cerca de seis pies de altura!” (p. 478) y describió las tres cariátides colosales, conocidas hoy como los Atlantes de Tula, de las que le sorprende su tamaño (Figura 3). Respecto a Teotihuacán describió su sistema constructivo de mesetas, laderas y terrazas, conocido hoy como tablero talud, “que ha tenido éxito en la construcción de grandes edificaciones con el digno nombre de palacios y adornados con esculturas, que han obtenido la admiración del mundo” (p. 482). Describió la Pirámide del Sol y de la Luna, advirtiendo que su forma ya no estaba definida por lo que parecían unas colinas empinadas, y las estructuras alineadas en la “Calle de la Muerte” que reconoció como el camino principal. Ober señaló, igual que los otros viajeros, que existían abundantes materiales arqueológicos en el suelo y que los pobladores vendían antigüedades, cabezas de barro, cuchillos de obsidiana y candeleros, los cuales compró.

 


Figura 3. Tula. Esculturas en la plaza. Tomado de Ober, 1885, p. 476.

 

Mitla es considerada por Ober (1885) como la construcción antigua “más fina” de México por sus valores estéticos, que representaban sus cuartos con paredes de mosaico con ornamentos octagonales, “un laberinto de grecas, con fragmentos de pintura preservada, parecidas a las egipcias, exquisitamente coloreadas en rojo y negro, los colores aún frescos y brillantes” (p. 538). Así también por las preguntas que le suscita lo que fue la ciudad en su apogeo, “con hombres de inteligencia, arquitectos habilidosos y renombrados guerreros ¿cómo pudo este pequeño valle darles soporte a todos? […] ¿Dónde están esas personas ahora y cuánto pasó desde que construyeron estos palacios y tumbas?” (p. 543).

Ober (1885) visitó la Ciudad de México, donde consideró que existían restos plenamente identificados con las crónicas de la conquista, incluso confirmados por exploraciones arqueológicas. “Uno nunca estará perdido en México para ir a encontrar evidencias de su civilización pasada, porque los objetos antiguos se asoman en cada esquina” (p. 305). Visitó el Museo Nacional y describió el patio, donde estaban Huitzilopochtli (Coatlicue), el Calendario Azteca, la piedra sacrificial de Tizoc y un Chac Mool, cuya ubicación era poco adecuada para su conservación y evidenciaba el trabajo pendiente del gobierno mexicano en la investigación arqueológica y el aporte de las distintas expediciones estadounidenses realizadas en el país (Figura 4).


Figura 4. El patio del museo. Tomado de Ober, 1885, p. 225.

 

Ober reconoció en el patrimonio arqueológico la especificidad del país como destino de viaje, lo relaciona con el turismo:

Deje que los turistas y los arqueólogos los visiten […] No se necesita un ojo más profético que el que pertenece al hombre ordinario para discernir el resultado de la apertura de un país con tanta riqueza […] arqueológica. El tiempo de que las ciudades enterradas vuelvan a brillar ha llegado (Ober, 1885, p. 478).

 

Brocklehurst fue un viajero que realizó una estancia de siete meses en el país y que reportó en Mexico to-day: a Country with a Great Future and a Glance at the Prehistoric Remains and Antiquities of the Montezumas, publicado en 1883. Su motivación principal era la historia antigua mexicana, que conoció por investigaciones estadounidenses, y su objetivo era reconocer objetos que le permitieran comprobar que las antiguas culturas de México y Estados Unidos tenían un origen común.

Brocklehurst (1883) visitó Teotihuacán y refiere las principales estructuras, la Pirámide del Sol y de la Luna, los montículos alineados en el Camino de la Muerte, donde “miles de personas probablemente miraban las procesiones pasando de pirámide a pirámide” (pp. 175-176). Igual que los otros viajeros, observó gran cantidad de material en el suelo: cabezas de ídolos, cuchillos, puntas de flecha de obsidiana, volantes para hilar, similares a los de Troya y que representaron un progreso para la civilización. Por ello no compró antigüedades, pero sobre todo porque pensó que eran imitaciones.

Brocklehurst (1883) consideró al Museo Nacional como uno de los sitios de mayor interés para los excursionistas, por su numerosa colección azteca y tolteca y señala las piezas de mayor interés, que describe con información de los encargados del museo, Alfredo Chavero y Gumezindo Mendoza. En primer lugar, el Calendario Azteca, “la curiosidad más llamativa que atraerá la atención del extranjero. […] Los jeroglíficos se supone indican el conocimiento astronómico de los mexicanos” (pp. 186-187). Después describe la piedra sacrificial de Tizoc, cuyos relieves “representan conquistadores sosteniendo cautivos enemigos de sus cabezas, y me recuerdan los triunfos de los egipcios, esculpidos y pintados en Carnac” (pp. 190-191). En tercer lugar, la escultura de Huitzilopochtli (Coatlicue), el dios azteca de la guerra, pero es más probable que “represente a una mujer,[(…] la progenitora de la humanidad” (pp. 192-193). También considera sobresalientes el escudo de plumas y la vestimenta de Moctezuma, la colección de mapas, cuadros y códices, que representan la migración de los aztecas por el país en el siglo XIII, conocida hoy como Tira de la Peregrinación.

Brocklehurst (1883) consideró que la investigación arqueológica en México era poco desarrollada y que sólo los estadounidenses eran capaces de realizarla, “con la misma velocidad que los ingenieros están proyectando las vías de trenes por todo el país, y podré vivir para saber más acerca de los tesoros escondidos en Cholula, Texcoco y Teotihuacán” (p. 180). Sanborn era escritora, corresponsal de periódicos y tenía interés por la arqueología. Realizó un viaje a Centroamérica, con su padre James Sanborn, por sus negocios como importador de café y especias, que narró en A Winter in Central America and Mexico, publicado en 1886. Su interés fue describir las costumbres actuales por lo que sus referencias sobre historia antigua no son abundantes, pero visitó el Museo Nacional.

Sanborn (1886) afirmó que los aztecas tenían reminiscencias toltecas, la “raza más superior de indios que ha habitado este continente […] poseían una civilización maravillosa, y los restos arquitectónicos y ruinas en el país (en Yucatán y algunas partes de México) son atribuidas a esta raza” (p. 171); “y pienso que les dieron [a los aztecas] su maravillosa civilización […] la cual asombró a Cortés y a su ejército cuando entraron a México” (p. 171). La autora consideraba al Museo Nacional como uno de los lugares más interesantes de la ciudad por los valores científicos que representaba su colección de “ídolos aztecas, cerámica, […] y mucho de lo que es interesante y valioso para el arqueólogo, por su antigüedad y por demostrar la habilidad que los aztecas tenían” (Sanborn, 1886, p. 285).

Chambers Gooch fue una escritora que vivió un tiempo en México y años después regresó para describir las costumbres y, especialmente, la gastronomía, que presentó en Face to face with the Mexicans, publicado en 1887. A pesar de visitar varios sitios arqueológicos no los describió, pero reportó su visita a Cholula y al Museo Nacional. Chambers Gooch (1887) describió a Cholula como “¡un grande e imponente monumento para los constructores aborígenes!, debieron erigir una montaña sin bestias de carga, […] y pasando los ladrillos de mano en mano, superando los cálculos de todos los científicos” (pp. 456-457). El tamaño de la pirámide le asombra, por lo que aporta información a sus lectores para que lo visualizaran con datos que retoma de Prescott y Humboldt, según el primero su base era de 44 acres y el segundo la compara con “una plaza cuatro veces más grande que la Plaza de Vendóme en París, […] que alcanza dos veces la elevación del Louvre” (p. 457). La autora argumentó que por la vegetación crecida se dudaba de que fuera una construcción humana, pero “es enteramente un trabajo de arte, que muestra lo que antes fue, con sus 400 torres, hace tiempo demolidas” (p. 458). Consideraba que Cholula, El Tajín, Xochicalco, Uxmal o Palenque eran maravillas que contemplar, “por la magnitud de la empresa de su construcción, que sólo puede ser igualada por una empresa hermana, las pirámides de Egipto” (p. 460).

Chambers Gooch (1887) consideró valiosa la colección del Museo Nacional por sus valores científicos y el número de ejemplares que la componían, como “pinturas, armas aztecas, instrumentos musicales, husos, ídolos de piedra y barro y así ad fin (p. 188) y describió la piedra sacrificial de Tizoc:

un símbolo religioso, así como un monumento histórico […]. Se dice que entre 20 y 50 personas eran anualmente sacrificadas en ella. […] Uno puede pensar en una escena […], examinando el canal cortado, que atraviesa la parte arriba y baja por un lado, para que la sangre de la víctima pasara, todavía retorciéndose en la agonía de su muerte (p. 180).

 

Los valores diferenciadores del patrimonio

La consolidación del patrimonio arqueológico como recurso turístico en la etapa analizada surge por el reconocimiento de sus valores procedentes de diversas fuentes y por la experiencia del viaje, que en conjunto son resignificados como valores diferenciadores, que se expresan en los textos revisados, y de los cuales depende su valor funcional, y se trata de los siguientes:

 

a)        Valor histórico: el patrimonio es considerado por los actores internos y externos como evidencia de un proceso histórico que se califica como relevante, y a partir de la visita se comprueba tanto que efectivamente sucedió como la existencia de sus protagonistas, en especial de los teotihuacanos, los toltecas y los aztecas. Las crónicas de la conquista se refieren a este proceso y es una fuente para construir los imaginarios de los viajeros previo a la visita, no todos las consideran verídicas, pero la aceptación de la relación entre el patrimonio y las crónicas en sentido positivo o negativo representa una cualidad diferenciadora y una capacidad de atracción para los visitantes. Sin embargo, cuando se asume que ese proceso histórico es veraz se afianzan las cualidades de sus protagonistas y se cargan de características positivas, además de que se construye una nueva cualidad diferenciadora centrada en sus especificidades culturales que representan el genio de las sociedades antiguas, reflejado en el esfuerzo que asumen implicó realizar las antiguas ciudades.

b)        Valor arqueológico o científico: se trata de la capacidad de la cultura material para la comprensión del pasado y que reconocen los actores internos y externos. Algunos visitantes refieren en sus relatos información de tipo científico sobre el significado, uso o dimensiones de objetos o sitios arqueológicos, pero la mayoría de los visitantes apela por una mayor investigación incluso en la relación con la historia antigua estadounidense, por el contexto en el que se escribe. En ese momento histórico se reconoce este valor y los actores internos lo afianzan como una cualidad diferenciadora, pero la información producida por ellos no es suficiente para consolidarse como una capacidad de atracción para los actores externos, sin embargo, se construye un significado de misterio o enigmas por descubrir que se asocia a los sitios arqueológicos y la necesidad de conocer las funciones sociales de los edificios arquitectónicos, su origen, antigüedad y decaimiento.

c)         Valores estéticos: se relaciona con la percepción de la belleza del patrimonio, que depende de condiciones sociales, por lo que algunos actores externos lo perciben como monstruoso, pero otros de tal belleza que no pueden describirlo con palabras o lo consideran como digno de un museo por su conservación, sus colores o su tamaño.

d)        Valor universal: la equivalencia del patrimonio arqueológico mexicano con otros valorados positivamente como Egipto, Grecia o Roma sustenta una capacidad de atracción, previamente construida por los actores internos, y al mismo tiempo una cualidad diferenciadora reforzada cuando se le considera superior por los actores externos. En el caso de los estadounidenses se comienza a construir la idea de la “ventaja de tenerlo cerca”, que en el siglo XX será utilizada por los inversores turísticos norteamericanos. “El arte de construir pirámides en las civilizaciones pre-colombinas de Norteamérica alcanzó estándares más altos que en Egipto. Las más grandes pirámides del mundo yacen en México” (Anónimo, 1898, p. 25).

e)        Valor funcional: se construye porque cumple una función para los actores internos y externos, pero coinciden cuando de manera interna se promueve formalmente la visita a sitios arqueológicos y de forma externa cuando refieren que son motivo para pagar un viaje al país, o la necesidad de abrir las zonas arqueológicas al público para el turismo o la gran cantidad de vestigios que yacen en el país que lo posicionarían como un destino turístico, y que para algunos actores externos ya es la especificidad del país como destino turístico.

f)           Valor emotivo: se observa en las emociones negativas o positivas que emanan de la experiencia de la visita y que condicionan la interacción con el patrimonio, como la decepción o el asombro que lleva a los visitantes a transportarse al pasado e imaginar cómo serían las ciudades u objetos en su contexto original o a sentir el impacto del descubrimiento que observan los actores externos.

 

Discusión y conclusiones

En la segunda mitad del siglo XIX México se encontraba en la “fase de exploración del ciclo de vida de un destino turístico” por los viajeros que recorrían el país, por la escasa participación de los actores públicos para intervenir recursos turísticos para transformarlos en atractivos y por las referencias a su incipiente infraestructura turística. Bajo estas condiciones, las cualidades diferenciadoras que construyen los actores internos y externos, resultan determinantes porque sólo en ellas se basa la capacidad de atracción de los recursos turísticos y el valor funcional que se requiere para el desarrollo del turismo.

A partir del análisis de las fuentes revisadas, el patrimonio arqueológico en el periodo histórico estudiado parece estar consolidado como recurso turístico y ser uno de los primeros elementos reconocidos como representativos de la imagen del país y por tanto una cualidad diferenciadora de México como un destino “turístico”. Por ejemplo, Cholula es referida como una pirámide mundialmente famosa y además existen referencias de que Teotihuacán ya era un sitio visitado, idea reforzada por los actores internos y externos.

La relación del patrimonio arqueológico con la imagen “turística” del país parece vincularse externamente con la amplia difusión de las crónicas de la conquista y la literatura de viajes existente; pero internamente respondió a su vínculo con la construcción de la identidad nacional que justificó y promovió el desarrollo de las acciones de los actores públicos para comenzar a posicionarlo como atractivo turístico. Éstas se expresaron en el impulso de la arqueología para construir sus valores formales y justificarla como una acción para satisfacer a los viajeros, con hallazgos que mostrar (aunque no estuvieran investigados), pirámides reconstruidas o exposiciones internacionales. Otro indicador de la transformación del patrimonio arqueológico en atractivo turístico es la planeación de actividades y lugares cercanos a Teotihuacán para visitar, ya que conformaría uno de los primeros ejercicios públicos de integrar un conjunto de recursos turísticos a una incipiente red de servicios, al que se sumaban los artesanos y vendedores de piezas arqueológicas o reproducciones.

Es a partir del patrimonio arqueológico que los actores públicos comienzan a definirse como agentes del turismo por la promoción para visitar los sitios arqueológicos, las acciones técnico-científicas para facilitar su visita y, antes de ello, el Museo Nacional podría considerarse una de las primeras intervenciones públicas para facilitar la visita a un lugar relacionado con el patrimonio, y fue de tal impacto que sirvió de justificación para la conformación del INAH en décadas posteriores.

No es posible evaluar el impacto de las estrategias de los actores públicos en la decisión de los viajeros analizados de visitar al país, porque sus motivaciones eran otras y los valores formales que reportan provenían de otras fuentes, y sugiere comprender de mejor forma las características que implica la “fase de exploración” y establecerla diacrónicamente desde los primeros viajeros o desde las fuentes externas que representan y difunden al patrimonio arqueológico mexicano en sus lugares de origen. De modo que las cualidades diferenciadoras y la capacidad de atracción del patrimonio arqueológico se construye desde los imaginarios previos y desde la práctica de su visita, en donde se corroboran, se transforman o se construyen nuevos.

La construcción externa de la capacidad de atracción del patrimonio arqueológico se expresa en la literatura de viajes. El contexto en el que fue escrita se refleja en el descrédito de las crónicas de la conquista y las teorías difusionistas, que cuestionaba el desarrollo de los aztecas como una cultura independiente, en el saqueo que representa la compra de “recuerdos”, en la desaprobación de la investigación arqueológica mexicana y su escenificación en el Museo y en la necesidad de que los estadounidenses lo estudiaran, como una nueva forma de colonización.

Los sitios arqueológicos que visitaron los viajeros fueron los primeros en abrirse al público, lo que demuestra el vínculo entre el turismo y la arqueología y que los valores formales del patrimonio no son la única razón para sustentar su apertura al público, porque también representa la posibilidad de crear un tiempo distinto, incomparable con el de la contemporaneidad, y que caracteriza hoy al turismo.

 

Referencias bibliográficas

Acerenza, M. A. (2006). Conceptualización, origen y evolución del desarrollo del turismo. México: Trillas.

Anónimo (8 de agosto de 1895a). Exploraciones científicas. Una ciudad enterrada, El Universal, p. 6.

Anónimo (14 de agosto de 1895b). El hueso fósil de Tequixquiac. Excitativa a la junta organizada del Congreso de Americanistas, La Voz de México, p. 1.

Anónimo (25 de octubre de 1895c). El XI Congreso Internacional de Americanistas, El Tiempo.

Anónimo (5 de noviembre de 1895d). Excursión a San Juan Teotihuacán, El Universal, p. 4.

Anónimo (2 de octubre de 1898). Strange pyramid discovered in Mexico. Greatest pyramids in the world are now fund on this continent. The San Francisco Call, p. 25.

Anónimo (1899). Una excursión a San Juan, La Patria, p. 3.

Anónimo (23 de enero de 1909a). Tourist are welcome guests. The Mexican Herald, p. 1.

Anónimo (26 de enero de 1909b). Trip to pyramids, The Mexican Herald, p. 12.

Anónimo (8 de mayo de 1909c). Habrá plaza de toros, El Diario, p. 3.

Bernal, I. (1992). Historia de la arqueología en México. México: Porrúa.

Brocklehurst, T. (1883). Mexico to-day: a Country with a Great Future and a Glance at the Prehistoric Remains and Antiquities of the Montezumas. London: John Murray. https://archive.org/details/b24868267/page/n9

Bullock, W. (1824). Six Months’ Residence and Travels in Mexico. London: John Murray. https://archive.org/details/gri_sixmonthsres00bull/page/n7

Butler, R. W. (1980). The Concept of Tourism Area Cycle of Evolution: Implications for Management of Resources. Canadian Geographer, 24, 5-12.

Cramaussel, Ch. (2005). Imagen de México en los relatos de viaje franceses: 1821-1862. En J. Pérez (Ed.) México Francia. Memoria de una sensibilidad común siglos XIX y XX, (s/p). Tomo I. México: CEMCA. https://books.openedition.org/cemca/4080?lang=es

Chambers Gooch, F. (1887). Face to Face with the Mexicans. The Domestic Life, Educational, Social and Business Ways, Statesmanship and Literature, Legendary and General History of the Mexican People as Seen and Studied by an American Woman during Seven Years of Intercourse with them. New York: Fords, Howard and Hulbert. https://archive.org/details/facetofacewithm00iglegoog/page/n447

Evans, A. (1870). Our Sister Republic: aGala Trip through Tropical Mexico in 1869-70. Adventures and Sight-seeing in the Land of the Aztecs with Picturesque Descriptions of the Country and the People and Reminiscences of the Empire and its Downfall. Hartford, Conn[ecticut]: Columbian Book Company. https://archive.org/details/OurSisterRepublicMexico1870/page/n3

Florescano, E. (2002). Imagen e historia. En E. Florescano (Coord.) Espejo mexicano. pp. 11-47. México: Conaculta, Fondo de Cultura Económica.

Giménez, G. (2005). Teoría y análisis de la cultura. Vol. 1. México: Conaculta, Icocult.

Gray, A. Z. (1878). Mexico as it is. Being Notes of a Recent Tour in that Country with some Practical Information for Travellers in that Direction, as also some Study of the Church Question. New York: E. P. Dutton and Company. https://archive.org/details/mexicoasitisbein00gray/page/n7

Gutiérrez, N. (2012). Mitos nacionalistas e identidades étnicas: los intelectuales indígenas y el Estado mexicano. México: Plaza y Valdés, Conaculta.

Hiernaux-Nicolás, D. (2002). Turismo e imaginarios. En D. Hiernaux-Nicolás, A. Cordero y L. van Duynen, Imaginarios sociales y turismo sostenible Cuaderno de Ciencias sociales 123. pp. 7-36. Costa Rica: FLACSO. http://biblioteca.clacso.edu.ar/ar/libros/costar/cua123.pdf

Illades, C. (2002) Viajeros y utopías en el siglo XIX. Revista de la Universidad de México 616, 8-22.

INAH (2020) Estadísticas de visitantes 2019. https://www.estadisticas.inah.gob.mx/

Lacarrieu, M. (2016). La alteridad y el exotismo en clave patrimonial turística. Aportaciones de la antropología. Quaderns, 32, 123-143.

Litvak, J. (1993) Todas las piedras tienen 2000 años. México: Trillas.

Lombardo, S. (1993). La visión actual del patrimonio cultural arquitectónico y urbano de 1521 a 1900. En E. Florescano (Comp) El patrimonio cultural de México. pp. 170-171. México: Fondo de Cultura Económica, Conaculta.

Mayer, B. (1847). México, como era y como es. https://es.wikisource.org/wiki/México,_como_era_y_como_es

Morales, G, Hernández, J. M. (2011). Los stakeholders del turismo. Tourism & Management Studies 1, 894-903.

Navarro D. (2015), Recursos turísticos: conceptualización, clasificación y valoración. Cuadernos de Turismo, 35, 335-357. https://doi.org/10.6018/turismo.35.221641

Ober, F. (1885). Travels in Mexico and Life among the Mexicans. Boston: Estes and Lauriat. https://archive.org/details/travelsinmexicol00ober/page/n7

OMT (2019). Panorama del turismo internacional. Edición 2019. https://www.e-unwto.org/doi/pdf/10.18111/9789284421237

Pérez J. (2002). John Lloyd Stephens. Los indígenas y la sociedad mexicana en su obra. En M. Ferrer (coord.) La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros: ¿un estado-nación o un mosaico plurinacional? pp. 195-216. México: UNAM.

Pérez, R. (2006). Down Mexico Way. Estereotipos y turismo norteamericano en el México de 1922. Cuadernos de Patrimonio y Turismo Cultural 14, 14-32.

Pletcher, D. (1953). México campo de inversiones norteamericanas 1867-1880. Historia Mexicana, 2(4), 564-574.

Riggs, S. (1929). El estado de la Arqueología en los Estados Unidos y la deuda de Norteamérica a España. Discurso pronunciado ante la Real Academia de la Historia el día 31 de mayo de 1929. Boletín de la Real Academia de la Historia 94, 633-654.

Sanborn, H. (1886). A Winter in Central America and Mexico. Boston: Lee and Shepard Publishers. https://archive.org/details/winterincentrala00sanbrich/page/6

Sánchez A., Vargas, E. y Castillo M. (2017). Origen, concepción y tratamiento del ciclo de vida de los destinos turísticos: Una reflexión entorno al modelo de Butler. Compendium, 20(38), 1-10.

Sarabia, A. (2008). Más de cien años de exploraciones en la Pirámide del Sol. Arqueología Mexicana, 16(92), 18-23.

Schávelzon, D. (1983). La primera excavación arqueológica de América. Teotihuacán

en 1676. Anales de Antropología, 20(1), 121-135.

http://revistas.unam.mx/index.php/antropologia/article/viewFile/413/393

Stephens, L. J. (1992). Incidentes de viaje en Yucatán. Mérida: San Fernando.

Vázquez, L. (1993). Historia y constitución profesional de la arqueología mexicana (1884-1940). En M. T. Cabrero  (Ed.) II Coloquio Pedro Bosch-Gimpera. pp. 36-77. México: Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM.

Wilson, R. (1856). Mexico: its Peasants and its Priests. Adventures and Historical Researches in Mexico and its Silver Mines during Parts of the Years 1851-52-53-54 with an Exposé of the Fabulous Character of the Story of the Conquest of Mexico by Cortez. New York: Harper and Brothers. https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=yale.39002005504163&view=1up&seq=9

Eréndira Muñoz Aréyzaga

Mexicana. Doctora en antropología. Especialista en estudios de historia, producción y recepción de museos, investigación y divulgación del patrimonio cultural y estudios de procesos turísticos asociados al patrimonio. Últimas publicaciones: Muñoz Aréyzaga, E. (2019). Participación ciudadana y patrimonio cultural en la planificación turística de los pueblos mágicos (México): alcances y limitaciones. Turismo y Sociedad, XXV, pp. 29-50. https://doi.org/10.18601/01207555.n25.02; Muñoz Aréyzaga, E. (2019). La presencia o ausencia de la perspectiva de género en dos exhibiciones permanentes del Museo Nacional de Antropología (MNA), México: un ejercicio diagnóstico mediante el análisis de sus cedularios. Intervención, 1(19), 51-63. https://doi.org/10.30763/Intervencion.2019.19.208



[1] Se denomina así a este periodo por la permanencia de Porfirio Díaz en el poder; su larga gestión presidencial se caracterizó por un proyecto de pacificación, que requirió entre otras estrategias la promoción de una identidad nacional, de modernización, mediante la industrialización y el desarrollo de la infraestructura ferroviaria, y de crecimiento económico del país. Sin embargo, para lograrlo se utilizaron el uso de la fuerza para reprimir cualquier expresión de descontento social y el favorecimiento de la inversión extranjera y fortalecimiento de los capitalistas, lo que causó profundas desigualdades sociales.

[2] Maximiliano de Habsburgo fue emperador de México entre 1863 y 1867, durante lo que se denominó el Segundo Imperio Mexicano, formado después de la intervención francesa y el primer imperio de Agustín de Iturbide. De perfil liberal, Maximiliano se contrapuso a los conservadores que lo habían llevado al poder, e instauró un marco jurídico que fomentaba y protegía los derechos sociales, y algunas que fomentaban la cultura y las ciencias que impactaron en el desarrollo del Museo Nacional Mexicano.